Irak/Informe: el regreso sin gloria de los soldados norteamericanos [Gustavo Sierra]

Ernesto Herrera germain en chasque.net
Mie Jul 12 09:17:05 UYT 2006


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Boletín informativo - Red solidaria de la izquierda radical

Año III - 12 de julio 2006 - Redacción: germain en chasque.net

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Irak/Informe Especial

Regreso sin gloria 

Gustavo Sierra


Enviado a San Antonio (Texas) Washington y Los Angeles
Clarín, Buenos Aires, informe especial


Tres días de espanto. Tres días de combate. Tres días disparando casi sin parar, sin dormir. Hasta que por fin llegaron los refuerzos. Podían regresar al campamento para descansar por 24 horas. Estaban contentos, volvían casi intactos, apenas tres heridos y no de gravedad. La misión de este pelotón de la Primera División de los Marines de Estados Unidos era perseguir a los insurgentes que escapaban del tercer intento por retomar el control de la rebelde ciudad de Fallujah, a unos 100 kilómetros al norte de Bagdad. Habían logrado cortar la ruta de escape de los muyahaidines (combatientes de Dios) y ahora el otro pelotón los tenía que perseguir hasta sus refugios, cerca de la frontera con Siria. A pesar del esfuerzo, Alejandro Cruz, un hispano de San Antonio, Texas, hijo de una puertorriqueña y un mexicano, de 25 años, regresaba "feliz". "Había matado como a cinco o seis 'insurgents' y cubrí a dos de mis compañeros cuando les disparaban de atrás. Los había salvado. Me sentía bien. Había hecho muy bien mi trabajo", cuenta en un retorcido español. 

La "felicidad" no le duró mucho a Alejandro. No habían recorrido más de 20 kilómetros cuando vio el fogonazo. Brrrooooooooommm. Escuchó la explosión. Y la onda expansiva lo levantó de su asiento. "Dicen que volé casi cinco metros por arriba del humvee (un jeep moderno)", explica. Cuando cayó, su cuerpo quedó entre los restos de su mejor amigo y otros dos compañeros heridos. El vehículo, enorme y reforzado con chapas de acero para evitar estos ataques, quedo retorcido como una lata de arvejas en la basura. Alrededor, sólo se escuchaban los gritos desesperados de los militares. 

Pero no había enemigo a combatir. Sólo desierto. Había sido una de las bombas antitanques sembradas por todas las carreteras de Irak. Esta vez, colocada entre las entrañas podridas de un perro muerto al costado de la ruta. 

Un año más tarde, Alejandro está aquí frente mío en una enorme camilla de rehabilitación del Centro Médico Militar Brooke de Fort Sam Houston, en San Antonio, Texas, contando la historia mientras se pasa la mano por lo que quedó de sus piernas, apenas unos muñones donde puede colocar las prótesis con las que va a tener que caminar el resto de su vida. Y con esa cara triste y su cuerpo lleno de heridas, toma aire, me mira y me dice convencido: "Si, volvería pa' atrás, pa' Irak. Allá quedaron mis compañeros y mi misión es la de protegerlos como ellos me tienen que proteger a mí. Por ellos iría aún sin piernas. Pero sólo por ellos. Por nadie más". 

Detrás de Alejandro, hace bicicleta Darren Scout Griffith Jr., un mulato californiano que también perdió una pierna. Domingo Soto Santana, puertorriqueño de 23 años, trata de levantar una pesa con el único brazo que le quedó. Alex Morales, también de Puerto Rico, se coloca las prótesis para poder caminar. Manuel del Río, un mexicano de apenas 19 años, está en una sesión de ultrasonido para cicatrizar las heridas en lo que le quedó de sus piernas. Más allá hay otros cinco o seis mutilados de la guerra en Irak, pero prefieren que sus nombres no aparezcan, "todavía no estoy preparado para hablar de lo que me pasó", me dice uno de ellos. 

Están en el mejor instituto de rehabilitación de Estados Unidos al oeste del río Mississipi. Hasta aquí llegan los soldados que perdieron parte de sus cuerpos, más de 400 están en tratamiento en este lugar y en el hospital Walter Reed de Washington. Tienen un regreso sin gloria. Son apenas una punta del iceberg de los casi 20.000 heridos registrados en Irak desde la invasión hace tres años. No hay una cifra oficial pero se calcula que la menos el 10% de los heridos de guerra sufre mutilaciones graves. Y por primera vez, esto también afecta a las reclutas mujeres. Hay 47 mujeres incapacitadas por heridas recibidas en Irak y Afganistán. 

"Me desperté en Alemania y ya no tenía las piernas", me cuenta Alejandro mientras revolea los ojos para evitar la mirada. "Después estuve tres meses en Washington entre la vida y la muerte. Mi madre, que es una enfermera puertorriqueña, estuvo a mi lado todo el tiempo y dice que morí dos veces, pero que Dios me trajo otra vez a la vida. Ella está muy triste. Creo que hubiera preferido que estuviera muerto antes de verme así, inválido", sigue. 

"Yo estaba enojado. Muy enojado, y no sabía porqué. Hasta que un médico me dijo que lo que sentía era culpa. Y es así. Yo no tengo piernas, pero la familia de mi amigo no tiene hijo, y los otros del pelotón que quedaron en Irak, no se lo que les está pasando. Por ahí están muriendo y yo acá tirado en una cama para que me hagan masajes. Y no estoy ahí para tirar y protegerlos del fuego enemigo", sigue contando Alejandro hasta que se aproxima un capitán que enviaron los Marines para ver cómo está y en un segundo se convierte en el soldado que tiene el deber de ocultar sus sentimientos. Se le vuelve a poner dura la cara. Su vulnerabilidad aparece nuevamente cuando me dice que estaba casado, pero que cuando su mujer lo vio en la condición en la que regresó, lo dejó. "Es una mexicana. Pero de eso no hablo", dice y baja la vista hasta sus piernas ortopédicas. 

Detrás de Alejandro, Domingo Soto Santana, nacido en San Germán, Puerto Rico, y enrolado a los 17 años en el ejército, estira hasta el grito una cuerda que arrastra una pesa de 30 kilos. Suelta y vuelve a estirar el brazo derecho mientras la cara se le llena de gotas de sudor. Tiene que darle toda la fuerza posible a ese brazo, es el único que le queda, el otro lo perdió en Mosul. Estaba en el medio de un combate, disparando una ametralladora pesada 249 cuando una granada le voló el brazo. "Los paramédicos me querían sacar del lugar en el que estaba, pero yo tenía tanta adrenalina que quería seguir disparando con el brazo que me había quedado. Me tuvieron que sacar a los empujones", describe Domingo, un chico de cara dulce que parece tener menos de los 23 años que indican los documentos. "Estuve unas horas en el hospital de la base y me metieron en un avión hacia Alemania y de ahí, al otro día, me llevaron a Washington, pero estuve también unas horas, hasta que me volvieron a poner en un avión y me desperté aquí, en San Antonio. Ahí fue cuando recién me di cuenta que no tenía el brazo", dice. Era el 30 de mayo del 2005, apenas dos días después de que la granada estallara sobre su cuerpo en el norte de Irak. 

Y estos muchachos tuvieron suerte. La gran mayoría de los evacuados de Irak sufrió heridas en la cabeza y quedó con algún tipo de invalidez psicomotriz. El dato oficial dice que 13.000 soldados fueron alcanzados por las bombas y que el 68% de ellos tuvieron "heridas cerebrales". Todo esto, sin contar con los daños sicológicos. Las clínicas del Veterans Affairs Department (el ministerio que atiende los asuntos de los que pelearon en las guerras) atendieron a 50.000 veteranos de Irak. Los diferentes estudios oficiales que se conocieron hasta ahora coinciden en que un 20% de estos soldados sufre de estrés post traumático (PTSD, en su sigla en inglés). 

El doctor Charles Hoge, del Walter Reed Army Institute of Research, de Silver Spring, en Maryland, dirigió un estudio sobre 303.905 soldados que habían servido en Irak y Afganistán desde mayo del 2003 hasta abril del 2004 y descubrió que en el primer reporte que presentaron al Pentágono apenas llegaron, el 19 por ciento admitió que sufría "dificultades emocionales". "Suponemos que esto es sólo una muy pequeña referencia de lo que vamos a ir viendo en los próximos meses, porque los síntomas del estrés post traumático comienzan a evidenciarse claramente recién después de los seis meses de ocurrido el hecho y muchas veces pasan años antes de que la persona lo manifieste", explica. 

En el caso de los veteranos de Vietnam, las consecuencias del PTSD comenzaron a ser consideradas muchos años después de su regreso. En 1995, la enfermedad había sido diagnosticada al 60% de los que pelearon en los 60 y 70 en ese país asiático. El estado paga actualmente 4.300 millones de dólares al año a los veteranos de Vietnam afectados por el síndrome, que reciben pensiones por invalidez de hasta 2.300 dólares al mes. "Pero no crea que les regalan nada", dice Sally Satel, una siquiatra especialista en el tema del American Enterprise Institute de Washington. "Estos hombres padecieron por años todo tipo de enfermedades. El PTSD provoca, entre muchas otras cosas, ansiedad, alcoholismo, violencia doméstica, empleo errático, intentos de suicidio y, por supuesto, el uso de todo tipo de drogas". 

Unos 450.000 hombres y mujeres sirvieron en Irak desde la invasión en abril del 2003 y permanecen acantonados en ese país unos 140.000 soldados. Es estos, el 35% pertenece a la Nacional Guard (Guardia Nacional) un cuerpo de reserva que son soldados part-time. En general, lo integran ex soldados o policías que dejaron de estar activos hace muchos años pero que se enrolan para seguir recibiendo un cheque cada mes. En tiempos de paz, los integrantes de la reserva sólo tienen la obligación de ir a un entrenamiento una vez por mes. "Es divertido, es como estar en los boy scouts de por vida", me cuenta Mick Killeywron, un ex reservista. "Hasta que te llaman. Ahí se acabó la diversión. Un día estabas trabajando tranquilamente en tu oficina y al otro, te vas a combatir a Irak". Y esa es la gente que más traumas está sufriendo. "No estamos preparados para el combate, apenas si podemos ayudar en una inundación, pero te necesitan y tienes la obligación de ir. En Irak hay muchas madres jóvenes que están dejando muchos huérfanos", sigue Mick. 

David H. Marlowe, el ex jefe de la división de siquiatría militar en el hospital Walter Reed de Washington me da una explicación de lo que puede suceder con estos cientos de miles de veteranos en los próximos años. "El ser humano necesita tener un justificativo para sus acciones. 

Cuando los soldados de la Segunda Guerra Mundial vieron los campos de concentración en Alemania, dijeron: 'Ah, por esto me sacrifiqué y combatí'. Encontraron una justificación a sus acciones. En cambio, los de Vietnam, no tuvieron esa respuesta y vimos que las consecuencias fueron graves. Tendremos que esperar para saber si los veteranos de Irak encuentran algún justificativo". 

Alejandro Cruz, el chico sin piernas que está frente mío, asegura que la causa que lo llevó a Irak "es justa". "Creo que estamos haciendo lo que había que hacer pero, tal vez, no en la manera correcta. Hubo muchos errores. Hay que corregirlos", dice. Alex Morales, un puertorriqueño que ya puede saltar y hasta correr con sus piernas ortopédicas de última generación, está cerca y cuando le pregunto asiente. "Hay muchos errores, hay pocos soldados para algunas misiones y hay que intentar separar las acciones contra los insurgentes y los civiles", dice en voz baja. Cuando le pregunto a los otros, todos me contestan lo mismo: "de eso no quiero hablar". 

Entonces, me acerco nuevamente a Alejandro y le hago la pregunta que me estuve aguantando desde que entré a esta enorme sala de rehabilitación. 

--¿Valió la pena perder las piernas por esta guerra? ¿Valió la pena perder las piernas por Bush? 

--Eso me lo pregunto desde que me desperté y no tenía las piernas. Es lo que nos preguntamos todos. Espero que el tiempo nos de una respuesta. 

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"Puedo hacer casi todo pero ya no me miro tanto al espejo" 


Dawn Halfaker no puede hacer la venia. Para una soldado como ella eso es una desgracia. Incluso, ahora, que se retiró con el grado de capitán y ya no tiene que cumplir órdenes. Cuando entra al hospital militar Walter Reed de Washington y el soldado de la puerta le hace el saludo militar, ella no puede responder. Dawn perdió su brazo derecho en Irak y viene al hospital a una de sus periódicas revisaciones. Entra nerviosa y apenas hace una mueca al soldado que está parado con la mano en la frente en la puerta de la avenida Georgia. Dawn fue la primera mujer militar en ser herida en combate y amputada en la historia de Estados Unidos. 

"No me importa tanto que me vean sin un brazo como ser el centro de atención. Si hiciera la venia, a nadie le importaría, pero si no la hago, todos me miran con lástima", dice Dawn una rubiecita de 25 años y contextura mediana. "Por el resto, con algunos arreglos, puedo hacer casi todo lo que hacía antes. Pero ya no me miro tanto en el espejo". 

Dawn era una primera teniente recién salida de la academia militar de West Point cuando quedó al mando de un pelotón de 24 soldados en Baquba, al noreste de Irak, en el triángulo sunita. El 19 de junio del 2004 iba en un humvee (jeep militar moderno) al frente de la caravana en un patrullaje de rutina. En ese momento explotó una granada lanzada por un PGR (lanza-misiles manual) dentro del vehículo, justo detrás de su cabeza. "Cuando reaccioné lo único que veía era sangre", explica Down. "Get us out of the killing zone¡ (sacanos de la zona de la muerte), me acuerdo que le grité al chofer", sigue. Alguien la sacó de entre los hierros del humvee. Detrás sacaron a uno de sus soldados con medio cuerpo destrozado. Ahí fue cuando se dio cuenta que a ella también le habían volado una parte del hombro y su brazo derecho. "You bastards better not cut my arm off¡ (bastardos, no me vayan a cortar el brazo)", dice que les gritaba a los médicos cuando se la llevaban. Se despertó en el hospital en Alemania, donde la habían evacuado, ya sin su miembro superior derecho. 

Son once las mujeres soldados que regresaron amputadas de Irak. Un número menor si se lo compara con los 350 hombres que llegaron en esa condición en los últimos tres años, pero muy significativo si se tiene en cuenta que no hay registros de que algo así sucediera ni en la Segunda Guerra Mundial ni en Vietnam. Los militares muertos en Irak superan los 2500, los heridos son cerca de 20.000. Un tema que el Pentagono y la Casa Blanca tratan de tapar lo máximo posible. Las imágenes de las mujeres amputadas están haciendo tomar conciencia a los estadounidenses de las graves consecuencias de la guerra en Irak y el nivel de aprobación del presidente George W. Bush baja como en una montaña rusa. En el hospital Walter Reed no me dejan filmar ni hablar con ninguno de los pacientes. Las historias de otras amputadas las 
conozco por reportes de la prensa local. 

Juanita Wilson es una sargento negra de 32 años. El 25 de agosto de 2004 iba a cumplir una misión (nunca especifican que estaban haciendo, los militares tienen prohibido hablar del tema) en el norte de Bagdad cuando explotó una bomba al paso de su humvee. Se convirtió en la cuarta mujer en sufrir una amputación en esta guerra. Perdió su mano izquierda. Juanita estuvo sola en el Walter Reed durante casi seis meses. No quería que su marido ni su hija vinieran a verla desde la base en la que están destinados en Hawai. "No podía soportar que mi hija, Kenyah de seis años, me viera en esta condición. Pensaba que si esperaba hasta que me pusieran una mano ortopédica, el golpe para ella iba a ser menor", dice Juanita. Finalmente, Kenyah vino a visitarla y entendió que todo había sido muy estúpido. "Pensé que te habías muerto", me dijo apenas me vio. "Tenía que haberla tenido conmigo apenas pude. Juntas hubiéramos salido adelante mucho más rápido", explica Juanita mientras su hija la peina con una paciencia de chino. 

Durante su convalecencia, Juanita cuidó de otra amputada, Tammy Duckworth, 37, quien perdió ambas piernas cuando cayó el helicóptero Black Hawk que piloteaba. "Estuve a su lado día y noche hasta que volvió a estar conciente. Ese día, cuando vi que abría los ojos, quise abrazarla, pero estaba tan lastimada que sólo le pude pasar la mano por la cabeza. Semanas más tarde pudimos hablar y nos contamos todas nuestras historias. Las amputadas tenemos una conexión especial", cuenta Juanita. 

Tammy Duckworth se recuperó, regresó a su Illinois natal y se va a presentar a las próximas elecciones legislativas para el congreso estatal con una plataforma conservadora dentro del Partido Republicano, pero muy crítica de la guerra. Tammy está pidiendo a los gritos que saquen a sus camaradas de Irak. "Eso es ya una locura, nunca debimos haber ido", le dijo a un diario local. 

Dawn Halfaker ya lleva 17 meses de recuperación y se maneja bastante bien con su brazo ortopédico al que hay que mirar con mucho cuidado para darse cuenta que no es natural. Se retiró del ejército con el grado de capitán y se fue a vivir a un departamento del barrio latino de Washington, el de Adams Morgan. Extraña jugar al básquet. Fue una campeona con el equipo de básquet femenino en West Point y la querían fichar de varios equipos profesionales. Trabaja tres veces por semana como asesora en un centro de estudios militares de Arlington, en Virginia. La felicidad regresó a su vida cuando conoció a un anestesista del Walter Reed y se pusieron de novios. Todo iba bien hasta que a él lo mandaron a Irak. "Espero que no regrese como yo. Con un amputado en la familia ya basta", dice. "Y esto no debería decirlo, pero espero que muy pronto estén todos los soldados de regreso. Ya no tenemos nada que hacer en Irak", confiesa. 

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Hispanos en el Frente 


"Pienso todos los días en matarme", me dice el sargento Roberto Díaz mientras se le enrojece la cara y los ojos se le humedecen. "Desde que volví de Irak, no hay un solo día que no piense en eso". Roberto dice que fue varias veces al hospital de veteranos para que le dieran un tratamiento, pero que se lo negaron. "Me hicieron llenar un cuestionario muy largo. Allí le puse que no podía dormir, que estaba irritado, que me sentía deprimido, que estaba tomando mucho, pero cuando me atendió el doctor me dijo que por mis respuestas yo no tenía nada y que no me podía dar nada", me cuenta Roberto en la cocina de la casa de su tía en el East Los Angeles, el barrio latino más típico de Estados Unidos. 

El caso de Roberto Díaz no es aislado. Hay miles de hispanos veteranos de haber combatido en Irak que sufren del síndrome de estrés post-traumático, una enfermedad sicosomática que puede llevar a la muerte. Y es que los hispanos parecen estar haciendo el trabajo más duro y sucio dentro de los 150.000 soldados estadounidenses que permanecen invadiendo Irak. De acuerdo a un estudio de la universidad de Texas publicado por el diario American-Statesman de Austin, los hispanos están muriendo a un promedio un 60% más alto que los blancos y negros. Y la Universidad de California descubrió que en los primeros dos meses de la guerra, el 16,5% de las bajas eran latinos, la gran mayoría mexicanos, cuando el total de hispanos entre las tropas es de apenas el 11,2%. Y el Pew Hispanic Center hizo otro estudio en el que se demuestra que si bien los latinos componen el 9,5% de las fuerzas armadas, cuando se trata de estar en la primera línea de fuego, resultan ser el 17,5% del total. "No hay duda, los hispanos somos la carne de cañón de esta guerra", afirma Teresa Gutierrez, la presidenta de Act Now to Stop War and End Racism (ANSWER), una organización para la defensa de los veteranos de origen latinoamericano. 

Roberto Díaz me cuenta que estuvo a cargo de un escuadrón de hispanos en Irak. "Casi todos nos habíamos enlistado para poder pagar la universidad. Y los otros, para obtener la residencia y la nacionalidad. Muchos no consiguieron volver, y de los que regresamos, la perspectiva de nuestras vidas cambió tanto que ya nadie sabe para qué fuimos", dice en una voz pausada, mientras su tía mexicana (la casa donde está viviendo es de ella) prepara limonada para bajar un poco los casi 40 grados de temperatura que hay en este barrio alejado de la playa. "Lo que es peor, escuché de que a varios compañeros que sirvieron en Irak, luego los amenazaron con deportarlos y aún están en juicio para conseguir la residencia. Es que cuando se enlistaron, aparentemente mintieron en algún dato para que los aceptaran y cuando fueron a pedir el Green Card, se lo negaron y les dieron una orden de deportación para México", explica Roberto. El presidente Bush firmó en julio del 2002 una orden por la que puede solicitar la ciudadanía todo aquel que sirviera en las fuerzas armadas durante "la guerra contra el terrorismo". De los 35.000 no estadounidenses enrolados en este momento, 15.000 ya lo pidieron. 

"Cuando volvemos, los hispanos no tenemos ninguna contención. No sabemos donde ir, que hacer. Yo me sentía tan mal cuando regresé a Chicago que decidí irme a ver a mis primos en México. Pero yo nací en Estados Unidos y tampoco tenía nada que ver con lo de ahí, así que me vine con estos otros primos a Los Angeles. Y no hay respuesta. El único momento en que me sentí bien fue cuando me reuní el mes pasado con varios de los que habíamos estado en Irak en un casamiento en Chicago. Después de varias cervezas, le pregunté a los otros si ellos se sentían tan mal como yo y me dijeron que sí. Ahí me di cuenta que lo que me pasaba era lo mismo que todos teníamos. Es como si hubiéramos vuelto todos con la misma enfermedad", relata Roberto mientras se refriega con nerviosismo su barba candado. 

Tres días antes de llegar al East Los Angeles, visité el Brooke Medical Center en Fort Sam Houston de San Antonio, Texas, y me encontré con que el 90% de los soldados tratados allí por graves mutilaciones, son de origen hispano. "Hay de todo, puertorriqueños, mexicanos, nicaragüenses, salvadoreños'En Irak había de todo un poco. La verdad es que somos una raza muy dura y corajuda. Y nos gusta siempre ir al frente. Y en Irak, nadie te va a decir que no. El que va al frente, muere o queda como yo", me dice Domingo Soto Santana, un muchacho puertorriqueño de 23 años que perdió un brazo en Mosul, en el norte iraquí. 

"Entré a Irak con mi unidad una semana después de que comenzara la guerra. Cuando pasamos la frontera desde Kuwait me encontré con miles de refugiados que nos pedían comida. Les di la orden a mis hombres de que les entregaran sus raciones. Estaba prohibido, pero no podía vera esa gente. Fue cuando empecé a sentir rabia de lo que estaba pasando. Y se me confundían las cosas, uno está irritado y no sabe que hacer. Y ahí es cuando vienen los errores. Uno está esperando a tener una excusa para poder disparar, sin saber a quién o por qué", sigue relatando Roberto Díaz en un spanglish casi perfecto. 

"Nuestra tarea era la de patrullar y buscar insurgentes. Íbamos de noche y entrábamos a las casas rompiendo las puertas y todo eso. La mayoría de las veces, la verdad es que encontrábamos armas y hasta explosivos, pero las casas estaban llenas de mujeres y chicos muertos de miedo. Y empecé a ver que todos los hispanos con los que hablaba estaban tan enojados como yo. Me acuerdo que en aquel entonces vinieron las elecciones y yo si estuviera en Chicago, normalmente no hubiera ido a votar, pero en Irak lo hice. Y todos los otros hispanos de mi batallón. Todos votamos contra Bush. Yo odio a Bush", me cuenta Roberto mientras la limonada va bajando en la jarra de barro cocido traída de México. 

Al año de regresar de Bagdad, Roberto pidió la baja de los marines y se retiró después de diez años de servicio. Ya no lo pueden llamar para ninguna otra guerra. "Me di cuenta que la guerra es sólo una pérdida de vidas y dinero", dice Roberto algo más animado, aunque más no sea por "el coraje" (la bronca) que siente mientras habla. "Antes, cuando era más joven no me daba cuenta. Pero ahora entendí que nunca hubiéramos tenido que ir a Irak. No hay ninguna razón para estar ahí". 
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Cruces en la arena 


Doug toma la cruz blanca con la delicadeza de quien atrapó una mariposa, se apoya en ella con las dos manos y entierra la base muy profunda en la arena. Levanta la vista y comprueba que está alineada con las otras cruces en un perfecto triángulo. Es la última, la 2.517 de este "cementerio" que cada domingo se levanta en la playa de Santa Mónica, en California, representando a cada uno de los soldados estadounidenses muertos en Irak. "Siempre que pongo la última cruz me dan ganas de llorar y mucha rabia. Se que el domingo que viene habrá 10 o 20 cruces más", dice Doug, un marine retirado que integra el grupo Veteranos por la Paz y que organiza todas las semanas esta "representación" para que la gente "tome conciencia" de lo que está sucediendo en la guerra. 

El proyecto se llama "Arlington West" y comenzó hace dos años cuando la cifra de bajas era de 404. Dos mil muertes más tarde, los veteranos siguen sacudiendo a los bañistas que llegan a esta famosa playa de Los Angeles. Desde el muelle se puede ver las cruces sembradas por casi un kilómetro de largo y otro tanto de ancho. En el medio hay cinco cajones tapados con la bandera de las estrellas y las rayas. A su lado, una cruz de metal sostiene el casco y las botas de un soldados hispano muertos en Fallujah y que sus padres donaron "para que ningún otro joven mexicano vaya a la guerra". 

Los voluntarios terminan de alisar la arena cuando los primeros comienzan a llegar con sus sombrillas y sillas para pasar el día junto al mar. Hay ese silencio tan particular de las playas con el zumbido de las olas por detrás y el grito de las gaviotas por delante. Aún no se escucha ese griterío de los que se excitan con las olas. Somnolientos, los que llegan se paran ante los carteles con las fotos que el Pentágono trata, por todos los medios, de que no aparezcan en la televisión o en los diarios. Son imágenes de soldados amputados, cajones de muertos y madres iraquíes desesperadas. "Yo no sabía. Nunca vi esto antes. ¡Como puede ser que no lo muestren!", dice un hombre de unos 60 años, blanco y típica bermuda y camisa con palmeras y bananas. "¿Pero usted no lee los diarios? ¿No ve la televisión?", le pregunta un muchacho de unos 30, también blanco, que está a su lado. "Yo no sabía", repite el hombre y se va. "Así estamos, todos estos son los que votan a Bush, apoyan la guerra y después dicen que no sabían", me comenta el muchacho que es ingeniero naval y trabaja en un astillero del sur de California. 

Entre los veteranos y activistas hay un sentimiento encontrado. El principal titular de hoy en Los Angeles Times es: War's Iraqi death toll tops 50,000 (la cifra de iraquíes muertos llega a 50.000). Es el primer estudio realizado en base a las cifras oficiales de los hospitales y la morgue por el ministerio de Salud de Irak. La nota aclara que esa cifra puede ser mucho más alta porque allí no aparecen la mayoría de los muertos que de acuerdo al rito musulmán son enterrados poco después de morir y sin pasar por proceso burocrático. El presidente George W. Bush había dicho una vez más, la semana anterior, que los civiles muertos en la antigua Mesopotamia eran "unos 30.000". 

Salgo de Santa Mónica y tomo la autopista 5 hacia el sur, rumbo a San Diego. A unos 150 kilómetros comienzan a aparecer los carteles del Camp Pendleton, la base más grande los Marines aquí en Estados Unidos. En el portón principal de entrada a los cuarteles se juntaron este mediodía unas 100 personas para apoyar a ocho marines acusados de asesinar a un iraquí inválido y destruir su casa. Los manifestantes tienen carteles de "God bless our heroes" (Dios salve a nuestros héroes) y "Liberate the Pendleton-8" (Liberen a los 8 acusados de Pendleton) y los levantan y gritan cada vez que viene alguien con su auto y entra a la base. La mayoría de los conductores son marines y tocan la bocina en aprobación. "Todos tienen que ser liberados. Estaban haciendo sólo su trabajo", dice Jani Tubis, un agente inmobiliario de 46 años. Y Marie Grischuk, de 72, viuda de "un marine de toda la vida" dice que vino a manifestar porque "no puede ser que condenen a quienes están protegiéndonos de los terroristas". 

De acuerdo al expediente de la justicia militar, el escuadrón de la Compañía Kilo de la Primera División de Marines, llegó el 26 de abril pasado a una casa del pueblo de Hamandiya, en el norte de Irak, en busca de un insurgente que había colocado una bomba en la ruta principal del pueblo. No encontraron a nadie en la casa y pasaron a la siguiente donde estaba Hashim Ibrahim Awad, un inválido de 52 años, en su silla de ruedas. Lo arrastraron hasta afuera de la casa y delante de toda su familia, cinco marines le dispararon con sus rifles M-16 y M-249. El sargento Lawrence Hutchins, ordenó ponerle una ametralladora AK-47 en la mano muerta de Awad y decir a sus hombres que los había atacado. La historia llegó a oídos del comandante de la unidad quien ordenó la investigación. "¿Por qué no le creen a nuestros hombres? ¿Por qué le creen a esos terroristas? Esto es una vergüenza para nuestro país. Están juzgando a quienes se juegan la vida para defender a la Patria", asegura Elizabeth Sidi, una de las mujeres que organizó la manifestación. 

Regreso a Los Angeles y tomo la autopista 110 para bajar en West Hollywood. Llego a un modesto edificio de departamentos donde me recibe Jeff Key, el primer marine en hablar públicamente contra la guerra. Acaba de regresar del gimnasio y prepara un jugo de frutas frescas para recuperar fuerzas. Jeff es un tipo alto y corpulento de 40 años proveniente de una familia "muy religiosa y patriota" del pueblo de America Junction en lo más profundo de Alabama. "Estaba convencido de que mi deber era servir a mi país y a los 34 años me enrolé en los Marines. Había ido a la universidad, donde obtuve un Master en Arte y me especialicé en la dirección de teatro, pero no era suficiente para mí. Sentía que tenía que hacer algo por los demás y tenía la idea de que los militares estadounidenses andaban por el mundo ayudando a la gente", me cuenta Jeff en un tono pausado y marcado acento sureño. "Cuando llegué a Irak me di cuenta que lo único que estábamos haciendo era daño. Y en cierta manera tuve suerte. A los tres meses me accidenté. Me clavé la pieza de un motor del humvee que manejaba en el estómago y estuve seis meses con operaciones e internado en varios hospitales. En ese tiempo, me empecé a educar. Leí todo lo posible. Y comencé a tomar conciencia de que lo que estábamos haciendo en Irak no era bueno y, por sobre todo, violaba mis principios religiosos. Vine aquí a Los Angeles y un día me encontré en la calle con un homeless (sin casa) que me pidió ayuda. Resultó ser un marine que había servido en Corea y que se estaba muriendo de Sida sin que nadie lo ayudara. Lo traje a casa y lo cuidé hasta que murió", relata Jeff mientras señala una pequeña urna azul que guarda las cenizas del marine muerto y su foto que conserva en un atril ubicado a un costado de la biblioteca, en el living de la casa. 

"Luego, apareció Cindy Shehan, la madre del soldado muerto en Irak que fue la primera en protestar contra Bush en Texas. Fui a conocerla y me convertí por un tiempo en su guardaespaldas. Ahí me di cuenta que yo también tenía que hablar. Y había dos cosas: la primera, es que tenía que decir públicamente que soy gay; la segunda, que había escuchado a mis camaradas hablando de cómo torturaban a la gente y cómo los mataban", confiesa Jeff con una mirada que denota que aún siente un peso muy fuerte sobre él cuando habla de la guerra. Era el 31 de marzo del 2004 y Jeff apareció en el show de la mañana, el que conduce Paula Zahn. "El teléfono no paró de sonar por 20 días. La mayoría eran amenazas e insultos, pero entre medio hubo muchos que me felicitaron y hasta hablaron de un gran coraje. Y para mí eso ya era suficiente", dice Jeff quien fue "invitado de inmediato" a pedir la baja del servicio en los marines. 

Jeff ahora recorre el país contando a la gente lo que le sucedió, en particular en las iglesias evangélicas donde es recibido como un héroe. "Amo a los marines, pero cuando los chicos me preguntan les tengo que decir que no es el momento para enlistarse. Tal vez, en algunos años, cuando haya vuelto la normalidad a la Casa Blanca y volvamos a tener un gobierno democrático, vuelva a decirles que es importante servir a la Patria", finaliza diciendo Jeff. 

Salgo del departamento del marine pensando en las contradicciones que sacuden a los estadounidenses en este principio de siglo y tomo la autopista 10 para regresar a Santa Mónica. Allí ya está cayendo el sol. El anochecer es precioso. Los activistas retoman su ceremonia y prenden velas recubiertas por un celofán rojo que dejan junto a cada una de las cruces. El anaranjado del cielo se confunde con el rojizo de las miles de pequeñas luces. Una chica de unos 20 años viene con unas flores. Las pone junto a la cruz que lleva el nombre del sargento Evan Ashcraft. Me acerco a preguntarle quién es y por qué lo hace. Se da vuelta y está bañada en lágrimas. "Era mi papá", es lo único que me dice. 
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