Cuba/ "yo quisiera ser Paul Auster" [Leonardo Padura]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mar Abr 28 00:21:20 UYT 2015


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Correspondencia de Prensa

boletín informativo – 28 de abril 2015

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A l’encontre – La Breche

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Cuba

Texto escrito por el autor, especialmente para el libro “La memoria y el
olvido”, presentado recientemente en La Habana

“Yo quisiera ser Paul Auster”

Leonardo Padura

CubaDebate/Contra el terrorismo mediático

http://www.cubadebate.cu/

Hay días en que yo quisiera ser Paul Auster. No es que me importe o me
hubiera gustado demasiado haber nacido en Estados Unidos (ni siquiera en
Nueva York, que, como se sabe, casi no es Estados Unidos), aunque pienso que
sí me hubiera encantado, como Paul Auster, haber pasado unos años en París,
justo en esos años de la vida en que para un escritor París puede ser una
fiesta: la época en que la ciudad luz, como vulgarmente se le suele llamar,
es el mejor lugar del mundo para un aprendiz de novelista. Y eso a pesar de
sus cielos grises, su metro sucio, sus camareros agresivos, tópicos
sobradamente compensados con sus maravillosos museos, edificios y croissants
matinales.

Cuando pienso que yo quisiera ser Paul Auster es por razones que ni siquiera
tienen que ver con los premios, la fama, el dinero. No niego, sin embargo,
que me hubiera gustado (muchísimo, la verdad), haber escrito La trilogía de
Nueva York, Brooklyn Follies, Smoke, por ejemplo. Pero yo desearía ser Paul
Auster, sobre todo, para que cuando fuese entrevistado, los periodistas me
preguntasen lo que los periodistas suelen preguntarles a los escritores como
Paul Auster y casi nunca me preguntan a mí -y no por la distancia sideral
que me separa de Auster.

El caso es que resulta muy extraño que a alguien como Paul Auster lo
interroguen sobre los rumbos posibles de la economía norteamericana, o
quieran saber por qué se quedó viviendo en su país durante los años
horribles del gobierno de Bush Jr. -o si dejaría su país en caso de que
subiera al poder Sarah Palin. Nadie insiste en preguntarle siempre, siempre
qué opina de la cárcel de Guantánamo, ni si considera que las medidas
económicas de Obama sean sinceras o justas, y muchísimo menos si él mismo o
su obra están a favor o en contra del sistema. En una entrevista con el
afortunado Paul que acabo de leer ni siquiera le preguntan acerca de temas
tan sensibles como la ardua vigilancia a la que han sido sometidos los
ciudadanos norteamericanos como ganancia del 11-S, o del control de los
individuos por el FBI (casi todo el mundo suele tener allí un expediente,
aunque no tan voluminoso como el de Hemingway), por la agencia de seguridad
nacional, por el Departamento del Tesoro y por otras entidades
controladoras, bancos incluidos, que saben desde el ADN hasta la marca de
papel sanitario que usa una persona (según hemos aprendido viendo series
como CSI y Without Trace).

Si yo fuera Paul Auster y estuviera a favor o en contra de Obama o de Bush o
de Palin, mi posición política apenas sería un elemento anecdótico, como la
decisión de seguir viviendo en Brooklyn o de poder largarme a París hasta
que me harte de su cielo encapotado. Porque, sobre todo, podría hablar en
entrevistas, como esa recién leída, de asuntos amables, agradables, incluso
capaces de hacerme parecer inteligente, cosas de las que (creo) sé bastante:
de beisbol, por ejemplo, o de cine italiano, de cómo se construye un
personaje en una ficción o de dónde saco mis historias y qué me propongo con
ellas -estéticamente hablando, incluso socialmente hablando, pero no siempre
políticamente hablando…

Pero, ya lo saben, no me llamo Paul Auster y mi suerte es diferente. Apenas
soy un escritor cubano, mucho menos dotado, que creció, estudió y aprendió a
vivir en Cuba (por cierto, sin la menor oportunidad de soñar siquiera con
irme una temporada a París, cuando más ganancioso resulta irse a París
(entre otras razones porque no hubiera podido irme a París, pues vivía en un
país socialista en donde viajar -olvidemos por ahora el dinero- requería y
requiere de autorizaciones oficiales). Un cubano que tenía que estudiar en
Cuba y, cada año, pasar voluntariamente un par de meses cortando caña o
recogiendo tabaco, como le correspondía a un germen de Hombre Nuevo, el cual
se suponía yo debía desarrollar. Pero, sobre todo, porque como soy un
escritor cubano que decidió, libre y personalmente, y a pesar de todos los
pesares, seguir viviendo en Cuba, estoy condenado, a diferencia de Paul
Auster, a responder preguntas diferentes a las que suelen hacerle a él,
preguntas que en mi caso, por demás, casi siempre son las mismas. O muy
parecidas.

Cierto es que un escritor cubano con un mínimo sentido de su papel
intelectual y, sobre todo, ciudadano, está obligado a tener algunas ideas
sobre la sociedad, la economía, la política de la isla (y, si se atreve, a
expresarlas). En Cuba las torres de marfil no existen -casi nunca han
existido- y desde hace cincuenta años la política se vive como cotidianidad,
como excepcionalidad, como Historia en construcción de la cual no es posible
evadirse. Y tras la política marcha la trama económica y social que, como en
pocos países, depende de la política que destila de una misma fuente, aun
cuando el líquido chorreante pueda salir por las bocas de diferentes leones
que, al fin y al cabo, comparten un mismo estómago: el Estado, el gobierno,
el partido, todos únicos y entrelazados. Por tal razón, la política, en
Cuba, es como el oxígeno: se nos mete dentro sin que tengamos conciencia de
que respiramos, y la mayoría de las acciones cotidianas, públicas, incluso
las decisiones íntimas y personales, tienen por algún costado el cuño de la
política.

Hay escritores cubanos que, desde un extremo al otro del diapasón de
posibilidades ideológicas, han hecho de la política centro de sus
obsesiones, medio de vida, proyección de intereses. La política les ha
pasado de la respiración a la sangre y la han convertido en proyección
espiritual. Unos acusando al régimen de todos los horrores posibles, otros
exaltando las virtudes y bondades extraordinarias del sistema, ellos extraen
de la política no solo materia literaria o periodística, sino incluso
estilos de vida, estatus económicos más o menos rentables, y especialmente,
representatividad. Para ellos -y no los critico por su libre elección
ideológica o ciudadana- la denuncia o la defensa política los define a veces
incluso más que su obra artística y muchas veces las precede.

No está de más recordar que la compacta realidad politizada hasta los
extremos que ha vivido Cuba en las últimas décadas no podía dejar de
producir tales reacciones entre sus escritores y artistas. Y tampoco se debe
olvidar que la proyección pública e intelectual detentada por muchos
creadores ha dependido de esa coyuntura dominada por la política, la cual,
parafraseando a Martí (tan político en buena parte de su literatura) les ha
funcionado como pedestal, más que como ara. Pero no menos memorable resulta
el hecho de que ese escritor, por vivir o provenir de un contexto como el
cubano, arrastra consigo (quiéralo o no) la responsabilidad de tener unas
opiniones políticas sobre su país (mientras más radicales y maniqueas,
mejor), por la simple razón de que no tenerlas sería físicamente imposible e
intelectualmente increíble. Solo que, obviamente, para algunos de ellos la
política es una responsabilidad, como debería ser; para otros un modo de
acercarse al calor y a la luz, y a veces hasta de poder llevar un látigo con
el cual marcar las espaldas de los que no piensan como ellos.

A diferencia de Paul Auster, el escritor cubano de hoy -es mi caso, y de ahí
mi envidia austeriana- empieza a definirse como escritor por el lugar en que
resida: dentro o fuera de la isla. Tal ubicación geográfica se considera, de
inmediato, indicador de una filiación política cargada de causas y
consecuencias, también políticas. Nadie -o casi nadie, para ser justos- lo
acepta solo como un escritor, sino como un representante de una opción
política. Y sobre tal tema se le suele interrogar, en ocasiones con cierto
morbo, y por lo general esperando escuchar las respuestas que confirmen los
criterios que el interrogador ya tiene en su mente (todo el mundo tiene una
Cuba en la mente): la imagen del paraíso socialista o la estampa del
infierno comunista.

La parte más dramática de no poder gozar de los privilegios de hablar sobre
literatura de que disfruta alguien como Paul Auster llegan cuando el
escritor, por la razón que fuere, decide vivir y escribir en Cuba. Tal
opción, por personal que sea, lo ubica de un lado de una frontera muy
precisa. Y si por casualidad ese escritor expresa criterios propios, no
cercanos e incluso lejanos de los oficialmente promovidos, ocurre una
perversa operación: sobre él caen las acusaciones, sospechas o cuando menos
recelos de los talibanes de una u otra filiación. (Sobre este tema, como de
beisbol, también sé bastante. En mi espalda llevo marcas de varios tipos de
látigos).

El lado más circense de este drama lo constituye la condición de pitoniso,
astrólogo o babalao que se espera tenga un escritor que, por ser cubano y
solo para empezar, debe conocer de economía, sociología, religión,
agronomía, etc., además, por supuesto, de ser experto en política. Pero,
sobre todo, por tal condición de gurú debe tener la capacidad de predecir el
futuro y ofrecer datos exactos de cómo será, y fechas precisas de cuándo
llegará ese porvenir posible.

Como debe suponer -o quizás hasta saber- quien haya leído los párrafos
anteriores, además de no ser Paul Auster, yo soy un escritor cubano que vive
en Cuba y, como ciudadano de la isla, en muchas ocasiones atravieso
circunstancias similares a las del resto de mis compatriotas, comunes y
corrientes (neurocirujanos, cibernéticos, maestros, choferes de guaguas y
gentes así), afincados en el país. Respecto a la mayoría de ellos (no lo
niego), tengo privilegios que, espero, he tenido la fortuna de haber ganado
con mi trabajo: publico en editoriales de varios países, vivo modesta pero
suficientemente de mis derechos como escritor, viajo con más libertad que
otros cubanos (sobre todo que los neurocirujanos), e incluso, gracias a un
premio literario ganado en 1996, pude comprarme el auto que tengo desde 1997
y que tendré hasta sabe Dios cuando en este, mi país de prohibiciones…

Tengo además, vamos a ver, una casa que construí comprando y cargando cada
ladrillo colocado en ella, una computadora que nadie me regaló e, incluso,
acceso a internet (sin habérselo mendigado a nadie). Pero, como muchos de
esos cubanos con quienes comparto espacio geográfico, debo “perseguir”
ciertos bienes y servicios, buscar un “socio” para llegar más rápido a una
solución (incluso sanitaria, tal vez con un amigo neurocirujano), ser
“generoso” con algún funcionario para agilizar la realización de un trámite
y, algún que otro día, debo cargar un par de cubos de agua extraídos de un
pozo que cavó mi bisabuelo, pues el acueducto nos puede haber olvidado por
varios días. Entre otras peripecias rocambolescas en las cuales no me
imagino envuelto -a juzgar por las entrevistas que suelen hacerle- a un
escritor como Paul Auster.

Lo curioso, sin embargo, es que aun cuando muchas veces quisiera
transfigurarme en Paul Auster, por el hecho de ser un escritor cubano ese
deseo no me compete: la vida de mi país, lo que ocurre en mi país, mis
opiniones sobre la sociedad en donde vivo no pueden serme lejanas. La
realidad me obliga a lidiar con un tiempo en el cual, como escritor, cargo
una responsabilidad ciudadana y una parte de ella es (sin tener por ello que
ser adivino, sin tener que alejarme de las gentes entre las que nací y
crecí) dejar testimonio, siempre que sea posible, de arbitrariedades o
injusticias cuando estas ocurran, y de pérdidas morales que nos agreden,
como seguramente también hace Paul Auster cuando los periodistas lo abocan a
tales temas: porque es un verdadero escritor y porque también él debe tener
una conciencia ciudadana.

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