Haití/ cinco años después: neoesclavitud, cólera, miseria y hambre [Fabrizio Lorusso]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Jue Ene 22 10:43:58 UYST 2015


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Correspondencia de Prensa

boletín informativo – 22 de enero 2015

germain5 en chasque.net

A l’encontre – La Breche

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Haití

5 años después

Fabrizio Lorusso

Rebelión

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Azotado de manera brutal por un sismo de 7.3 grados Richter en 2010, Haití
ha vivido en la miseria en los últimos cinco años. Y aunque las políticas
asistencialistas y las donaciones acudieron en tropel a proporcionar ayuda a
los damnificados, los fondos han sido desviados para la construcción de
hoteles de lujo, mientras el país sigue inmerso en la pobreza. Ante la
imposibilidad de celebrar comicios electorales y de aprobar la relacionada
ley electoral en el congreso, en 2014, la crisis política, que culminó con
la renuncia del Primer Ministro Laurent Lamothe, tuvo como desenlace una
oleada de manifestaciones populares y decenas de detenidos políticos. El
presidente Michel Martelly "suspendió" el parlamento el 13 de enero y ahora
tiene la posibilidad de gobernar por decreto.

I- 2010-2015, donaciones, promesas y cólera

2010. Claire viste una camisa blanca elegante, un limpio pantalón de
mezclilla y tenis nuevos para largos recorridos. Salió de prisa, con paso
firme. Brilla en medio de los escombros. Va trotando cuesta arriba, evitando
cúmulos de ladrillos, coladeras destapadas y postes metálicos acostados
sobre la banqueta. Harta de vagabundear, se sienta en el borde de una
imponente roca que invade el carril y dificulta el tráfico. A lo largo de la
Rue Delmas todo el mundo jadea, el sol parece no separarse nunca de su cenit
y la línea del termómetro no se despega de los 30 grados. El esmog de la
urbe caribeña se mezcla con el polvo de la destrucción y un hormiguero
humano, desesperanzado, va en busca de comida y motivos para no pensar en la
tragedia.

Han pasado dos semanas del terremoto, de la tremenda sacudida que en 39
segundos mató a 250 mil personas en la capital de Haití, Port-au-Prince o
pap, como le dicen aquí. El 12 de enero, día de la catástrofe, Claire estaba
fuera de su casa y se salvó. A su primo, a su tía y a muchos vecinos no les
tocó la misma suerte. Ella todavía tiene una casa y una madre. Un millón y
medio de sus conciudadanos, en cambio, duerme en las calles, en los jardines
públicos o debajo de una carpa colectiva en los más de mil campos de
emergencia que los albergan. El más grande —Delmas, un ex club de golf— lo
presiden los militares estadunidenses y la organización Catholic Relief
Service. Hay tan sólo unas decenas de baños y regaderas para 60 mil
personas.

Claire tiene hambre. Su mamá no ha regresado en varios días. Todo producto
básico se ha vuelto escaso, un lujo. Sólo quien logra tener un lugar en los
campos puede acceder a raciones de arroz y frijoles que se entregan a cada
grupo de 15 personas, más o menos el número de huéspedes que caben en una
carpa. Los “excluidos” se las arreglan, buscan trabajos efímeros,
intercambian baratijas o piden limosna, pero ¿a quién? La chica observa a
los transeúntes, se esconde detrás de la roca, que en realidad es lo que
queda del segundo piso de una construcción. Posiblemente Claire esté
esperando a algún blanc, un extranjero a quien hablar y pedir ayuda. Me
sigue. Después de 30, 40, 50 pasos acelerados, me rebasa. Pregunta, la
mirada agachada, el tono de la voz seguro. Tomamos agua, la comida debe de
estar lista y la invito a acompañarme.

¿Adónde fue el dinero?

Después del terremoto, empezó una hipócrita competencia de solidaridades y
donaciones. ¿Quién daría más? La Organización de las Naciones Unidas (ONU),
gobiernos, empresas, ciudadanos, sitios web, asociaciones y las más de diez
mil Organizaciones No Gubernamentales (ONG) presentes en el país vertieron
una masa de promesas y buenas intenciones, estimadas en cerca de 11 billones
de dólares. Después de un año, sólo 5% de éstas había sido presupuestado y
la verdadera competencia se dio, entonces, para ganar las licitaciones de
las obras. La gestión de ese dineral fue otorgada a la Comisión Interina
para la Reconstrucción de Haití (CIRH), bajo el mando del ex presidente de
Estados Unidos, Bill Clinton, y el primer ministro haitiano, un puesto que
quedó vacante por más de un año, tras la crisis política que caracterizó el
gobierno del presidente-cantante Michel Martelly, a partir de mediados de
2011.

Por tanto, es fácil entender quién manda en realidad sobre el uso de las
donaciones. Pese al flujo de dinero prometido, los trabajos para remover o
reciclar los escombros (unos diez millones de detritos que sepultaban la
capital) tardaron más de cuatro años en efectuarse. En los primeros dos años
de “reconstrucción”, no hubo prácticamente ningún avance, la ciudad estaba
igual, como a principios de 2010.

El entonces mandatario René Préval, quien dirigía su gabinete desde una
carpa, tuvo que entregar las llaves del país a un consorcio de bancos y
gobiernos foráneos que velarían por su destino. Hoy, más del 80% de los
escombros ha sido eliminados, pero los esfuerzos de reconstrucción se han
orientado más a la edificación de lujosos hoteles, maquiladoras y fábricas
textiles que benefician más a inversores y compañías extranjeras que a
resolver las necesidades de la población.

Entre 2010 y 2012, los fondos de la comunidad internacional para Haití
alcanzaron la cifra de 6.43 billones de dólares, pero sólo el 9% pasó, de
alguna forma, por el gobierno local. El monto de los contratos otorgados por
la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID)
fue de 485.5 millones de dólares, de los que sólo 1.2% fue para empresas
haitianas.

En 2012, cuando aún medio millón de personas vivía en las carpas, el “fondo
humanitario” de los ex presidentes Clinton y George W. Bush invirtió dos
millones de dólares en el hotel de cinco estrellas Royal Oasis, un enclave
dentro de un área urbana asolada. Un año después, con 300 mil desalojados
todavía en la capital, la Corporación Financiera Internacional (IFC), parte
del grupo del Banco Mundial, optó por financiar un nuevo Hotel Marriott que
generaría “hasta” 200 empleos a partir de 2015 y 300 para su construcción.

La estructura estará en buena compañía: la estadunidense Best Western y la
española Occidental Hotels & Resorts “resurgirán” de los detritos por el
bienestar turístico de la isla, también gracias a los fondos de la
solidaridad internacional y a los beneficios fiscales inusuales que tienen
en los primeros 15 años de actividad. Los mecanismos de la cooperación y una
rebanada de las donaciones sirven como engranajes para la apertura de nuevos
mercados, atractivos para las trasnacionales y para algunas firmas de la
élite nacional.

Neoesclavitud y cólera

“Haití tiene las condiciones fundamentales para un crecimiento económico
sostenido, incluyendo una fuerza laboral competitiva, la proximidad de
grandes mercados y atractivos turísticos y culturales únicos”, según Ary
Naim, representante de la IFC en el país caribeño. Su frase sonaría cínica
para muchos haitianos, ya que una situación laboral “competitiva” significa,
para muchos de ellos, sweatshops, o sea “fábricas miserables” —implantadas
por inversionistas estadunidenses— poco proclives a respetar las normas
sobre el salario mínimo nacional de cuatro dólares y medio (ya de por sí muy
bajo) y en las que trabajan bajo un régimen de sobreexplotación.

Otra paradoja de la cooperación, ligada también a la presencia militar
extranjera en Haití, tiene que ver con la terrible epidemia de cólera que
azota el país desde hace cuatro años y medio. Un estudio de 2011, publicado
por los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por
sus siglas en inglés) de Estados Unidos, estableció que el cólera,
desaparecido de Haití hace 150 años, fue reintroducido por el contingente
nepalés de los Cascos Azules, desplegado tras el sismo de 2010 dentro de la
Minustah, la controvertida misión de paz de Naciones Unidas. Sin embargo, la
ONU tardó 813 días en reconocer su implicación en la difusión de la epidemia
y en pedir disculpas. Hoy se cuentan nueve mil muertos y 750 mil contagios y
erradicar el cólera costará 2.2 billones de dólares.

En 2014 y 2015, con cerca de 140 mil personas todavía dispersas en 243
campos, la inversión internacional no apunta a la construcción de vivienda,
sino a los proyectos hoteleros y a la expropiación y privatización de las
costas e islas haitianas, como en el caso de la Île à Vache. Este pequeño
paraíso del suroeste se ha vuelto el objetivo de empresarios estadunidenses
y dominicanos, entre otros. El Colectivo de Campesinos de Île-à-Vache
(KOPI), fundado en 2013, lucha para defender a los pobladores de la
emigración forzada, de la expulsión de sus propias tierras y de la crisis
alimentaria y ambiental que los nuevos megaproyectos turísticos están
acarreando: deforestación, reducción de los cultivos y 20 mil habitantes
alejados por la fuerza policiaca de las “brigadas motorizadas”, a cambio de
la promesa de dos mil empleos, auspiciados por los operadores turísticos en
la región, y mil 500 residencias que ocuparán enteramente las costas.

El Colectivo no es contrario al turismo, sino que combate los efectos
nefastos de los proyectos que afectan a las comunidades locales,
obligándolas a migrar hacia las ciudades y a trabajar en las fábricas
miserables.

Flashback

2010. Claire mira a su alrededor, curiosa. Su francés es claro, no utiliza
casi el criollo, idioma que yo no entendería, de todos modos. Estamos frente
a la casona sede de Aumohd, la asociación de abogados para la defensa de
derechos humanos en Haití que me da hospedaje. Su presidente, Evel Fanfan,
es incansable; trabaja con presos políticos y sindicatos. La hora de la
comida en Aumohd es un ritual. Los que dormimos en la casa preparamos
diariamente una cantidad de alimentos para 15 000 personas: arroz,
chicharos, frijoles, cebollas, salsas de pescado molido y cuscús, que aquí
llaman Pití Mí (Pequeño Yo) y pastas que traje de México. Claire come doble,
ríe y se lleva una porción para su mamá, en caso de que regrese pronto. Au
revoir, se despide; no vuelve jamás.

El hambre de Haití

En la actualidad 80% de los diez millones de haitianos vive en la pobreza.
Un millón y medio padece hambre y seis millones 700 mil no satisfacen con
regularidad sus necesidades alimentarias. Una quinta parte de los niños
padece desnutrición. La culpa no es del terremoto o del cólera. La
“industria del hambre” ha sido históricamente un gran negocio: se crean
mercados cooptados en los países “asistidos” mientras que, en Estados
Unidos, los productores subvencionados participan en los programas de ayuda
y venden al gobierno sus cosechas. Éste, a su vez, las entrega a diversas
ONG y asociaciones que incluso pueden fungir como intermediarios y
revenderlas, generando efectivo para sus operaciones.

En los ochenta, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y
Estados Unidos presionaron a Haití para que fijara los aranceles más bajos a
la importación de productos agrícolas del Caribe, lo cual perjudicó el agro
nacional. Tras el sismo, ríos de alimentos inundaron Port-au-Prince,
afectando nuevamente la producción nacional. Cinco años después, los
escombros de Haití quedan ahí, desafiando el olvido, entre hambre, cólera y
fallas estructurales.

II- Intervencionismo y hambre

En abril de 2014, el World Food Program –Programa Mundial Alimentario– lanzó
una alerta sobre la crisis de inseguridad alimentaria de la región
norte-oeste de Haití. Sin embargo, en lugar de funcionar como denuncia de
las causas reales del problema o como estímulo hacia el gobierno y la
comunidad internacional para que intervinieran y fomentaran la producción
agrícola local, el aviso sirvió como excusa para llamar a mayores esfuerzos
en las donaciones desde el exterior. Entonces, se favoreció la llegada de
productos importados. Pasó lo mismo en 2010, tras el sismo que dejó 250 mil
víctimas en la capital, Puerto Príncipe, así como un millón y medio de
personas sin techo. Todavía hoy, 140 mil haitianos viven bajo carpas en los
campos de desplazados.

“El país tiene una necesidad desesperada de alimentos y de asistencia para
la nutrición”, remarcó en abril Peter de Clercq, representante de la
MINUSTAH, la misión militar de Naciones Unidas para la “estabilización de
Haití”. Hace décadas que las peticiones lanzadas por alguna agencia
internacional legitiman respuestas que raramente persiguen los intereses de
la población de los países “asistidos”, sino más bien sirven a los objetivos
de las multinacionales de la solidaridad y del comercio, de las potencias
económicas y, asimismo, de las asociaciones religiosas foráneas. Pese a las
“ayudas”, en los últimos cuatro años el precio del frijol, del arroz y otros
alimentos creció cuarenta por ciento y se multiplicaron las protestas
populares, sobre todo en el norte, en el distrito de Cabo Haitiano.

For Haiti With Love es un nombre que suena bien, aunque un poco cursi. Es
una organización cristiana sin fines de lucro que sabe aprovechar las
ocasiones que se abren tras cada crisis alimentaria y los pedidos de ayuda
de alguna institución internacional. “Para Haití con Amor” pidió a sus
simpatizantes un esfuerzo mayor en estos términos: “Tenemos que rezar
verdaderamente para que más gente se interese por Haití y ayude a compartir
el fardo de las ayudas allá, pero la ayuda financiera directa es lo que más
necesitamos realmente justo ahora.” Así, paliando sufrimientos, tapando
alguna falla con alimentos importados y oraciones, la protesta social y la
inconformidad de los agricultores locales se va aliviando y los negocios
pueden seguir.

El país caribeño tiene una tasa de pobreza del ochenta por ciento de la
población, con un salario mínimo de 4.5 dólares al día que muchas empresas
no quieren pagar. Veinte por ciento de los niños padece desnutrición, un
millón y medio de personas pasa hambre y 6.7 millones tienen dificultades
para cubrir su necesidades nutricionales básicas. Los programas
asistenciales no han mejorado la situación y, por el contrario, han creado
dependencia. La prensa mundial tiende a presentar los problemas de Haití de
manera tendenciosa, extrapolándolos de su historia y del contexto
neocolonial en que se engendraron, como si la pobreza endémica, la
deforestación, el cólera, los daños de las catástrofes naturales y el
arrebato de la soberanía hubieran sido producidos por un pueblo inconsciente
o por un clima adverso.

En cambio, se minimizan las responsabilidades de gobiernos y agencias
extranjeras que se reparten donaciones, programas y prebendas, y de las
multinacionales que dominan la economía de la isla. Lo mismo pasa con el
papel de la corrupción e ineptitud de la élite política nacional, aliada con
la de las potencias más influyentes en la historia haitiana, como Francia,
Estados Unidos y Canadá. Poco se habla de los despilfarros y costos
logísticos de las más de 10 mil ONG presentes en Haití que, en la mayoría de
los casos, constituyen más del sesenta por ciento de su presupuesto.

También la militarización de Haití es un hecho incontrovertible y poco
mencionado. La comunidad internacional ha preferido invertir en misiones
armadas, prácticamente desde principios de la década de los años noventa del
siglo pasado, y no en el desarrollo y la democratización; baste recordar que
ha habido dos golpes de Estado y miles de asesinatos políticos en los
últimos veinte años en Haití. El territorio es ocupado por ejércitos
extranjeros cada vez que hay alguna crisis, como sucedió después del
terremoto, cuando llegaron más de 20 mil marines estadunidenses, así como
centenares de soldados de otros países. Además, Haití es controlado
permanentemente por una fuerza internacional, la MINUSTAH, que desarrolla
tareas policíacas y militares, fuera del control del Poder Ejecutivo
haitiano, que no cuenta con fuerzas armadas propias.

La injerencia de milicias foráneas se ha justificado con la presunta
violencia de las ciudades haitianas y con los conflictos políticos internos
que generarían inestabilidad en toda la región. En realidad, el verdadero
afectado por las crisis caribeñas es Estados Unidos, donde reside cerca de
un millón de haitianos y se vive con miedo la reanudación de flujos
migratorios “no deseados”. Además, Haití no es un país violento: su tasa de
homicidios es de siete por cada 100 mil habitantes, mientras que el promedio
del Caribe es de diecisiete; en México dicho índice llega a veinticuatro y
en Honduras alcanza noventa y uno.

Farol de la ONU

En la Asamblea de la ONU, en septiembre del año pasado, el presidente
Enrique Peña Nieto anunció la intención de que México participe en las
Misiones de Mantenimiento de la Paz de las Naciones Unidas que son aprobadas
por el Consejo de Seguridad. Se enviarán contingentes civiles y militares
para integrarse a los Cascos Azules, lo cual es una novedad para la política
exterior mexicana y su tradición castrense no intervencionista. Ya hay
países latinoamericanos, como Uruguay, Brasil, Venezuela, Bolivia y otros
nueve, que mandan tropas al extranjero, bajo el control de la ONU y,
asimismo, asignan personal civil y grupos de profesionales a las misiones.
Como parte de la comunidad internacional, las misiones apuntan a la creación
de “cierto estatus” para los países, más allá de las presuntas
“responsabilidades” o compromisos “morales” y “democráticos” que se
enarbolan para justificarlas.

La estrategia para generar “prestigio” manu militari, aun en el ámbito de
Naciones Unidas, y la política de “potencia regional mediana” estaban detrás
del anuncio presidencial, junto a la aspiración de contar más en el
concierto mundial y en sus instituciones, y quizás ocupar un asiento
permanente en el Consejo de Seguridad. Hay otros países, como Noruega, Suiza
o Cuba, que prefieren elevar su “estatus” sin hacer hincapié en las milicias
o únicamente en los intereses de los “jugadores globales” dominantes, sino
que se ganan respeto con el soft power, el poder blando, es decir negociando
acuerdos de paz, intermediando en conflictos armados, ofreciendo recursos,
servicios e instituciones en el exterior y generando confianza mediante su
imparcialidad o capacidad negociadora. Pero no es el camino que Peña Nieto
parece privilegiar.

Entre las diecisiete misiones ONU en el mundo, en México se mencionó un caso
específico para arrancar: el de Haití y la MINUSTAH, ya que allí la
operación es “encabezada por países latinoamericanos” y “México de manera
natural tiene un lugar”, según dijo la exembajadora Olga Pellicer. Cabe
destacar que la MINUSTAH está bajo el mando de Brasil y hablar, en este
caso, de “misión de paz”, es un eufemismo. La Misión en el país caribeño
tiene tareas de policía y militares para el control, mejor dicho “la
ocupación”, del territorio.

Además de ser responsables de la epidemia de cólera que ha cobrado casi 9
mil víctimas y producido más de 750 mil contagios en cuatro años y medio,
los cascos azules brasileños, latinoamericanos y de otras regiones se han
manchado con crímenes y abusos a los derechos humanos desde su llegada en
2004 hasta la fecha. Por ejemplo, los perpetrados por las misiones de
“pacificación” en el barrio de Cite Soleil a cañonazos, causando la muerte
de decenas de inocentes, para buscar a presuntos delincuentes y a seguidores
del expresidente Jean Bertrand Aristide, víctima de un golpe y deportado por
militares estadunidenses en febrero de 2004. Precisamente su expulsión
forzada, orquestada por laCIA y el International Republican Institute de
Estados Unidos y otras potencias hegemónicas en la isla, como Francia y
Canadá, justificó la entrada del ejército de la ONU en apoyo al régimen
antidemocrático (2004-2006) del presidente Alexandre Boniface y su primer
ministro Gérard Latortue, en el cual hubo 4 mil asesinatos políticos. Los
Cascos Azules y la ONU tardaron casi tres años en reconocer su
responsabilidad frente a la epidemia de cólera, y el plan de erradicación de
la enfermedad costará 2.2 billones de dólares.

La MINUSTAH ha tenido tareas positivas de protección de la población tras
catástrofes naturales y en momentos de conflictividad política, pero también
ha actuado como fuerza extranjera de control social, al margen de las
decisiones del gobierno local y al servicio de Estados Unidos,
principalmente. Los mecanismos, a veces perversos, de la cooperación
internacional y las misiones que desde hace más de veinte años, con nombres
diferentes, han sido conducidas por la “comunidad internacional” en Haití,
han tenido resultados controvertidos y dudosos, si no es que desastrosos,
quitando soberanía al país y provocando constantes protestas de la
población. México no ha participado en los asuntos militares y policíacos de
Haití, o sea la MINUSTAH, lo cual a todas luces, hasta la fecha, ha sido una
ventaja.

La industria del hambre

Las alarmas sobre crisis alimentarias acaban llenando los bolsillos de
productores e intermediarios estadunidenses, de agencias gubernamentales e
“independientes” que administran el flujo de alimentos y dinero. Haiti
Grassroots Watch (HGW) es uno de los pocos medios que informa cabalmente
sobre esta cuestión, entre otras. ¿Por qué Haití tiene hambre y este flagelo
es más fuerte ahora que en los últimos cincuenta años?, pregunta en un
artículo en su página web. Los representantes de la Red Nacional para la
Soberanía y Seguridad Alimentaria (RENAHSSA) atribuyen al gobierno el
empeoramiento de la situación, pero hace ya mucho tiempo que economistas,
agrónomos y expertos diseñan proyectos y ganan licitaciones, contratos y
becas para supuestamente encarar el hambre.

Los donantes dan billones de dólares en “ayudas alimentarias”, “para el
desarrollo” y la “asistencia humanitaria”, y controlan programas de fomento
que no tocan las causas estructurales del hambre, que son al menos seis,
según HGW: 1. La pobreza, la precariedad salarial y la privatización de
todos los servicios; 2. El régimen de la propiedad de la tierra, la falta de
su gestión racional, la inexistencia de un registro y el uso clientelar de
la tierra; 3. El neoliberalismo, que impuso aranceles bajísimos sobre los
productos importados hace más de veinte años y causó éxodos del campo a las
ciudades, sobrepobladas y peligrosas, como también se vio con el sismo de
2010, cuando murieron más personas en los barrios más poblados, pobres y
hacinados; 4. El aumento demográfico con producción agrícola estancada,
basada en técnicas obsoletas y abandonada por el Estado; 5. El impacto
negativo de la “asistencia” internacional que actúa según coyunturas y
emergencias, por sus propios intereses, fuera del poder del gobierno local;
6. Las ineficiencias del mercado interno, los oligopolios de los
importadores de comida que mantienen altos los precios.

Según HGW, más del cincuenta por ciento de la ayuda alimentar para Haití
proviene de programas gubernamentales estadunidenses. Sólo una pequeña parte
pasa por el Ejecutivo haitiano, pues la mayoría es administrada por agencias
como el World Food Program y contratistas como World Vision, CARE, ACDI-VOCA
y Catholic Relief Service. Estas “importaciones” de bajo costo hacen
competencia o dumping a la producción haitiana y generan recursos para las
ONG. El gobierno de Estados Unidos compra arroz, trigo, harina, aceites,
pollo y frijoles a sus productores, y luego los envía a las organizaciones
que pueden revender los alimentos y obtener efectivo para sus propios
proyectos. La industria del hambre es un gran negocio para el cual se crean
mercados cautivos en los países receptores de la ayuda, ahogando la
expansión de la agricultura local. También por ello el hambre es una plaga
endémica que se relaciona con los mecanismos de la cooperación internacional
y la imposición externa de políticas comerciales depredatorias.

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