Uruguay/ pobreza y exclusión: los niños de padres presos [Rafael Lahore]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Jue Mayo 14 14:36:39 UYT 2015


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Correspondencia de Prensa

boletín informativo – 14 de mayo 2015

germain5 en chasque.net

A l’encontre – La Breche

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Uruguay

Uruguay es uno de los países de América Latina con tasas más altas de
población recluida

Los hijos de padres presos, un foco vulnerable y poco atendido

El lado más débil

Niño con padre preso suele ser niño pobre, niño trabajador, niño excluido.
Se calcula que en Uruguay existen alrededor de 10.000 niños y adolescentes
que tienen un referente privado de libertad. En un país donde la cantidad de
presos se eleva, también lo hace la cantidad de niños que, quizá sin saber
por qué ni hasta cuándo, tienen la certeza -a los seis, ocho, 11 años- de
que su papá no va a venir.

Rafael Lahore

La Diaria, Montevideo, 14-5-2015

http://ladiaria.com.uy/

No tenían cómo saberlo. Ni siquiera cuando la Policía les preguntó dónde
estaba su padre, ni cuando a Fabián, de 12 años, le revisaron la mochila
mientras salía de su casa. La presencia de un par de objetos -dentro de su
hogar, dentro de aquel bolso- cambiaría, en un par de horas, su vida y la de
su hermana. Sin embargo, en ese momento no tenían cómo saberlo.

Durante una mañana de 2012, y como parte de un operativo policial, la
Policía encontró en ese bolso la evidencia que buscaba: dinero, marihuana,
cocaína, pasta base, un arma de fuego. El hombre -su padre- era clasificador
desde hacía diez años, y esa misma madrugada había aceptado, quizá sin
preguntar demasiado, el pedido de un vecino de cuidarle el bolso. Ese
mediodía, cuando Fabián y Natalia volvieron de estudiar, encontraron a su
madre -que fallecería el año siguiente- y a su hermana llorando. Habían
detenido a su padre. Tiempo después, se enterarían de que estaría tres años
recluido en el penal de Libertad.

Natalia confiesa: “En mi casa todo cambió. En realidad, él era el eje. Él
era el que salía, el que traía la plata, era todo. Cayó mi padre y la
mochila me la puse yo, porque en realidad mi madre estaba enferma y mi
hermano tenía 12 años. Todavía no había salido ni de la escuela. Fui yo la
que subí al carro con mi madre, con tremendo riesgo, porque yo, siendo
menor, no puedo ni siquiera tener el carné de hurgadora”.

Natalia dedicó el año siguiente a salvar una materia pendiente del liceo y a
trabajar en la recolección. “Yo tenía que estar fuerte porque veía a mi
madre llorar y yo no podía llorar. Yo tenía que hacer que ella se sintiera
un poquito mejor; la enfermedad la estaba matando y todavía estaba mal por
mi padre. O sea, yo tenía que estar fuerte para ella”.

De entrada

Uruguay es uno de los países de América Latina con tasas más altas de
población recluida. De hecho, durante el período 1992-2011 se triplicó el
número de personas privadas de libertad. Según el Censo Nacional de Reclusos
de 2010, 63% de los presos censados tienen hijos. Sin embargo, no se sabe
cuántos son, qué edades tienen ni cuál es su situación. Son niños y
adolescentes que pueden estar a ciegas sobre la situación de sus referentes
o que, por el contrario, pueden dominar el lenguaje jurídico, conocer la
arquitectura de las prisiones, manejar los códigos carcelarios.

Estos niños y adolescentes, para encontrarse con sus padres, deben adaptarse
a la dinámica de las visitas. A los horarios. A la revisación. A qué se
puede llevar y de qué forma. A cómo se puede ir vestido. Hay colores
prohibidos: negro, verde, azul y blanco, por ser los que utiliza el personal
de la cárcel. Natalia, poco antes de que liberaran a su padre, contaba: “Yo
voy con la misma remera y el mismo jean, porque sabés que con eso no te
dicen nada, entonces ¿para qué te vas a estar cambiando?”. Actualmente la
presencia de escáneres agiliza mucho el proceso de revisación. “Antes
quedábamos como Dios te trajo al mundo y te revisaban todo”, cuenta.

En muchas ocasiones, visitar la cárcel implica largos traslados, esfuerzos
económicos y/o pérdida de clases. Al llegar, los niños se suelen encontrar
con instalaciones que no están preparadas para recibirlos, con climas
violentos y, en ciertos casos, con malos tratos. Para varios, el recuerdo de
la cárcel se podría resumir con un par de imágenes: los alambres, los
gritos, un galpón enorme o un patio chico, las mesas y los bancos de
hormigón, un baño en muy malas condiciones.

Tristeza, miedo y asco

Lucía, de 14 años, se enteró tres veces, y en distintas circunstancias, de
que su padre estaba preso. La última vez fue hace más de cinco años. Su
madre cortó el teléfono y, con palabras que intentaron sonar infantiles, le
contó la noticia. “Estaba haciendo los deberes. Rompí los cuadernos, rompí
todo. Después la maestra me dijo que las cosas de casa tenían que quedar en
casa, que no me la agarrara con las cosas de la escuela. Pero una maestra
tiene que imaginar que si te dicen algo así y estás con algo, te quema, te
calienta. Lo vas a romper, obviamente”.

Lucía tenía nueve años cuando descubrió a qué se dedicaba su padre. Un día
escuchó cuando contaba que había salido a robar: “No entendía nada. Yo no
sabía lo que era salir a robar, pero me quedé con la palabra. Después fui y
les pregunté a mis compañeros y como son más avivados que yo, me dijeron”.

Se podrían contar un par de cosas sobre Lucía. Que tiene el pelo lacio. Que
su madre murió hace tres años. Que llora casi todos los días. Que se adivina
su necesidad de desahogarse. La necesidad, también, de saber el porqué.
“Cuando tenía 11 años, le pregunté por qué salía a robar. Le hice un montón
de preguntas y mi padre me dijo que yo era chica, que no me metiera, todas
esas cosas”.

Hoy en día, si alguien le pregunta por su padre, suele decir la verdad:
confiesa que está en la cárcel. Si alguien le pregunta el porqué, suele
mentir. Le cuesta confesar, porque todas las palabras para decirlo suenan
mal, que su padre está preso por homicidio. Existen distintas versiones
sobre lo que ocurrió y los rumores circulan, distintos y terribles, por su
familia y por su barrio. Ella misma, después de no verlo durante años, le
preguntó por qué lo había hecho. “Yo le sacaba el tema a cada rato y mi
padre me decía: ‘Vamos a hablar de otra cosa, de tus estudios’. ‘No, yo no
quiero hablar de los estudios, quiero hablar de eso’”. Lucía es categórica:
asegura que su padre actuó de formas que a ella no le gustan. Confiesa que
aunque pueda sonar extraño, no quiere que lo liberen.

“¿Cómo te llevabas con él antes y cómo te llevas ahora?”, preguntó la
diaria. “Antes me llevaba bien, a full. Pero ahora es medio raro. Es una
persona a la que, como quien dice, no conozco. Hacía más de cinco años que
no lo veía, desde que era chica. [Durante la visita] mi padre me decía:
‘¿Por qué no me abrazás?’. ‘Ay, sí, lo que pasa que estoy en otra’ [le
contestaba], pero no, es como que me daba… no te puedo decir asco, pero
cosa... como que es una gente extraña la que me está abrazando”. Por último,
la pregunta obvia: ¿qué sensaciones tenés al visitar la cárcel? En un salón
vacío, y antes de irse, Lucía va a responder: “Me da asco, como miedo y
ganas de llorar. Cuando estoy ahí me dan esas tres: tristeza, miedo y asco”.

Sin protocolo

Están aquellos niños a los que intentaron ocultarles la verdad, a los que
les pueden haber dicho: tu papá viajó, se enfermó, se fue, está trabajando.
También están los otros: los que habrán sentido algo similar al miedo o al
desconcierto mientras la Policía se llevaba a uno de sus padres, mientras
presenciaban el allanamiento de su casa, la violencia policial.

Lucía calcula que tendría seis años cuando escuchó los gritos desde el
cuarto. Fue a ver qué pasaba y se encontró a su padre tirado en el suelo. A
su madre, un policía la tenía agarrada del cuello. “Yo vi todo, entonces me
fui para el cuarto, me senté y me quedé como paralizada. Podía escuchar lo
que seguían diciendo, pero no me quería mover. Estaba nerviosa, no sabía qué
hacer”. En la actualidad, Uruguay no cuenta con protocolos que indiquen cómo
deberían actuar los policías en el caso de que, durante el arresto, se
encuentren presentes niños o adolescentes.

Cuando ocupaba un cargo de asesora del Ministerio del Interior (MI), la
futura presidenta del Sistema de Responsabilidad Penal Adolescente, Gabriela
Fulco, fue una de las precursoras en buscar medidas para proteger a los
hijos de padres presos. El año pasado, el MI, junto con Naciones
Unidas-Uruguay, publicó una primera agenda de recomendaciones, Hacia la
protección integral de hijos/as de personas privadas de libertad. El
documento propone diversas medidas, como facilitar medios de transporte para
las visitas, promover espacios amigables para los niños, capacitar al
personal carcelario y sensibilizar sobre el tema en la comunidad. Además,
con el objetivo de planear dispositivos de protección, se creó una mesa
interinstitucional en la que participan organizaciones del sector público,
como el MI, el Ministerio de Desarrollo Social, la Administración Nacional
de Educación Pública, el Ministerio de Salud Pública y el Instituto del Niño
y Adolescente del Uruguay (INAU), y que cuenta también con representantes de
la sociedad civil como, por ejemplo, la ONG Gurises Unidos.

Fulco asegura que apenas ocurre una detención se debería activar un sistema
de protección que defina, entre otras cuestiones, las tenencias provisorias
“para que eso no quede librado al azar del momento: que el vecino se lleva a
un niño, que el tío se lleva a otro. Entra a tallar también la escuela,
porque en muchos de estos casos, en los que hay un impacto, un golpe
emocional, el niño deja de concurrir. Los controles pediátricos, por lo
general, también se interrumpen”. Agrega que en numerosos casos “los
hermanos son separados entre sí, no hay una actuación muy afinada por parte
del sistema de justicia, porque a veces se dan tenencias que no
correspondería haber dado a familiares que nunca estuvieron con esos niños o
a personas que no están en condiciones de tenerlos”. “En fin, es un gran
foco de desprotección”, resume.

Por otro lado, Gurises Unidos publicó en 2014 la investigación Invisibles:
¿hasta cuándo? Una primera aproximación a la vida y derechos de niñas, niños
y adolescentes con referentes adultos encarcelados en América Latina y el
Caribe. Esta investigación, sin precedentes en Uruguay, estudia los casos de
Uruguay, Brasil, República Dominicana y Nicaragua.

Lía Fernández, psicóloga de Gurises Unidos, opina sobre los principales
retos de esta mesa interinstitucional: “Yo creo que el gran desafío tiene
que ver con integrar y articular dos agendas -que es lo que estamos tratando
de hacer con esta mesa-: la agenda de seguridad ciudadana con la agenda de
niñez. Definitivamente, se pueden pensar acciones conjuntas para abordar las
diferentes dimensiones que esto implica. Es una situación de vulnerabilidad
que implica que diferentes actores asuman diferentes responsabilidades”.
Considera que el mayor desafío de las políticas sociales en Uruguay es
lograr un trabajo articulado entre los diferentes actores. “Hoy por hoy, no
podemos hablar de falta de programas. Los desafíos están puestos en la
dificultad de articular, de hacer cuestiones más transversales”.

La casa del abuelo

Es temprano. En la parada de ómnibus esperan las mujeres junto a sus hijos.
Entre ellos, y en el suelo, se ven bolsas repletas en las que se adivinan
los paquetes de comida: los bizcochos, las tortas, las pizzas, las galletas.
El ómnibus para y todos suben. Durante el trayecto de seis minutos algunas
mujeres conversan. Una niña chica apoya la boca sobre la ventanilla y la
babea. Del otro lado se abre el descampado, ancho y amarillento, que
antecede a la cárcel de Punta de Rieles.

Hay cárceles que se imponen como una especie de monstruo, como un bloque
cerrado de jaulas y de gritos. Punta de Rieles, en cambio, es una cárcel de
seguridad mínima que alberga alrededor de 600 presos. A simple vista parece
una pequeña ciudad: hay, por ejemplo, un par de almacenes, una confitería y
una huerta. A los reclusos se les permite circular libremente por el centro.
Adentro no hay policías, sólo operadores sociales -civiles-, sin armas.
Punta de Rieles se alimenta, como la mayoría de las cárceles, de hombres de
ciertos barrios: barrios excluidos, periféricos.

Si un extraño camina por el interior de esta cárcel, si se anima y se
adentra, si lo hace bajo el sol del mediodía, va a ser movido por diferentes
sensaciones. Sin embargo, nada -absolutamente nada- se va a parecer al
miedo. Quizá sí reconozca el patrón, quizá sí reflexione sobre lo que hay
detrás de aquello que se repite porque, después de todo, sólo se ven caras
de hombres jóvenes, caras de hombres jóvenes y pobres que se reiteran como
imágenes de un sueño recurrente. En ese momento, entre todas esas caras
-jóvenes y pobres- se destaca una: la de un padre que sostiene a su bebé
mientras la mira y la besa.

Es miércoles. Es día de visita. Las familias se acomodan en los galpones,
alrededor de las mesas. Hoy no se ve demasiado movimiento, pero dentro de
unos días esos espacios van a estar desbordantes. Para festejar el Día de la
Madre los reclusos van a invitar a sus familias, van a organizar actividades
musicales, van a preparar un asado, un sorteo, una torta gigante. Ese día,
durante un par de horas, la cárcel se va a llenar de niños con caras
pintadas, de niños corriendo detrás de un par de globos o de una pelota de
fútbol.

Wilmar tiene dos hijos. Está preso desde hace 14 años y hace cuatro que está
en Punta de Rieles. “Cuando yo caí procesado [mis hijos] tenían seis y
siete. Les pegó un poco en el momento. Yo al más chico estuve como dos años
sin hablarle. En ese momento no se permitían los teléfonos en la cárcel. Se
usaba nomás el teléfono de línea del penal, y cada vez que sentía mi voz se
ponía a llorar”. La versión que tenían sus hijos era la de que él estaba
trabajando. Cuando se enteraron de que estaba preso ya tenían 16 y 17 años.
Cuando los volvió a ver, ya habían pasado más de diez años. “Eran muy
pegados ellos conmigo. Al faltarles así, de una, fue algo chocante, más allá
de que yo o la madre dijéramos que estaba trabajando. Fue una falta, fue de
una que se separaron de mí. Éramos muy compañeros”. Hoy sus hijos tienen 20
y 21 años y viven en Buenos Aires. Dos de sus nietas han ido a la cárcel a
visitarlo. “No llegaron a entender. Aparte, yo las sacaba al almacén, a la
confitería. No se daban cuenta de lo que era el entorno. Es más, la más
grande pedía para quedarse en la casa del abuelo. Lloraba cuando se iba”.

La mayoría de la población carcelaria está compuesta por hombres. No
obstante, en Uruguay hay cerca de 650 mujeres que se encuentran privadas de
libertad. Alrededor de 30 están recluidas en El Molino, un centro que
funciona desde 2010 y en donde pueden vivir con sus hijos -con uno solo-
hasta que éstos cumplan cuatro años.

Cuando un hombre es detenido, las primeras afectadas son las mujeres, ya que
deben hacerse cargo, muchas veces ellas solas, del cuidado de la familia.
Sin embargo, en el caso de que sea la madre quien va a prisión, un
porcentaje muy pequeño de los niños queda a cargo de sus papás. En muchos
casos la tenencia recae en abuelos, tíos, hermanos o incluso en el INAU.

Ser otro

Antonio aparece con el delantal rojo. Tiene 36 años y desde los 19 está
privado de libertad. Sus delitos son atentados contra la Policía e intento
de fuga. Antonio es el encargado del primer almacén de la cárcel de Punta de
Rieles. Mantiene una relación con su mujer desde hace 17 años y tiene dos
hijos con ella, que concibió mientras estaba preso: una niña de 13 y un
varón de nueve.

Asegura que su hija ya no quiere visitarlo debido a lo intimidada que se
sintió por las últimas revisaciones. La comunicación que mantienen
actualmente es por teléfono. Antonio asume el efecto que su ausencia provoca
en su hijo menor: “Lo tengo en manos de psicólogo y de un foniatra, porque
tiene problemas hasta en el habla. Es muy agresivo. ¿Cómo te puedo decir? Es
excelente de inteligente, pero la conducta de él en la escuela le baja la
nota un disparate”. Principalmente, lo crían sus abuelos. “Sinceramente me
saco el sombrero. Son religiosos, testigos de Jehová, pero a la misma vez me
los están criando a full”. Reconoce que ponerle límites es difícil: la madre
casi nunca está porque trabaja de lunes a sábado y cuando llega, cansada, se
ocupa de la casa y de la comida. “Tampoco le puedo echar en cara a mi
señora, porque es la que está manteniendo a _full _ a los gurises.
Materialmente los tiene bien”.

Niño con padre preso puede ser niño herido, niño retraído o niño violento.
Se pueden distinguir dos reacciones típicas: el niño o adolescente se aísla,
se repliega, se retrae; o, al contrario, se junta con pares para quienes
tener un padre encarcelado es normal o, incluso, es motivo de orgullo. En
ambos casos, se activan procesos de exclusión que dejan a esos niños en una
situación de gran vulnerabilidad.

En ciertas ocasiones, el contacto con los hijos funciona como un motor de
cambio para los que están privados de libertad. Antonio cuenta que su hija
le da consejos desde hace años: “[Me dice] que no quiere que yo salga y
vuelva a lo mismo. Que no me quiere ver nunca más en una cárcel. Mismo me
dice: ‘Si hoy o mañana vos salís y vas a hacer algo que te lleve a la
cárcel, olvidate que tenés hija, y le voy a decir a mi hermano que se olvide
que tiene padre’”.

Antonio considera que los niños que tienen un referente preso tendrían que
contar con el compromiso de su familia, pero también con el apoyo de toda la
sociedad, que debería buscar formas -a veces muy simples- de ayudarlos. “El
varón, por ejemplo, me pide que quiere ir a jugar al fútbol, que quiere ir a
entrenar. Le gusta el fútbol, pero no tengo con quién mandarlo. No estoy yo,
la madre no puede y el abuelo tiene 80 y pico de años, sólo los cuida en la
casa”.

Riesgos económicos, distancias familiares, en muchos casos la obligación de
comenzar a trabajar o cuidar de sus hermanos, problemas en la escuela o el
liceo, quedar a cargo de una institución, son algunas de las situaciones que
viven o pueden vivir Natalia, Fabián, Lucía o cualquier niño o joven que
tenga un padre o una madre presa. Organizaciones internacionales como
Naciones Unidas recomiendan que antes de dictar sentencia se identifique si
las personas culpables tienen niños o niñas a su cargo y que se tome en
cuenta el impacto que la sentencia tendría sobre ellos.

Todos los días, una gran cantidad de niños y adolescentes, en silencio,
sufren las consecuencias de delitos que no cometieron. Otros días, también
puede ocurrir lo contrario: que un niño se mueva hacia un lugar más
iluminado, como el hijo de Antonio cuando, a fin de año, vea a su padre
liberado. En un par de meses -por primera vez-, va a ver la cara de su padre
sobre otros fondos. Ya no sobre las paredes gastadas de los galpones, sobre
el patio conocido de la cárcel, sino que va a descubrir la cara de su padre
como algo nuevo; la cara de su padre entre las paredes de su casa, delante
de su escuela, su cara, al fin, sobre el verde desprolijo de la canchita de
fútbol.

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