Tecnología/ "¿estás ahí?": la vida privada según Whatsapp [Ingrid Sarchman]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Nov 22 10:05:53 UYT 2015


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Correspondencia de Prensa

22 de noviembre 2015

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Tecnología

“¿Estás ahí?”: la vida privada según Whatsapp

La comunicación instantánea masiva vía smartphones implica la ventaja de la
inmediatez y la desventaja de estar siempre disponible.

Ingrid Sarchman

Revista Ñ

http://www.revistaenie.clarin.com/

El aula de cuarto grado recibe a los padres invitados a una clase abierta.
El tema es “formas de comunicación” y los alumnos tienen que contar el
proyecto en el cual estuvieron trabajando los últimos meses. Uno de los
estudiantes explica que la “comunicación humana ha sido una necesidad de
todas las épocas” y que “cada momento histórico ha usado distintas
herramientas en función del desarrollo tecnológico. Entonces suena el
celular de un padre. Pide disculpas, debe irse. Es obstetra y un Whatsapp le
avisa que una mujer está en trabajo de parto. Si, tal como afirma el crítico
y ensayista estadounidense Howard Rheingold, a la revolución de Internet
debe agregársele la revolución de los teléfonos móviles, será porque la
relación que se establece con el celular ha trascendido las formas típicas
de comunicación social. Esto se evidencia en escenas como la descripta.

La maestra continúa: “¿ven? gracias a las nuevas tecnologías nos comunicamos
más fácil, así tu papá va a llegar a tiempo” y agrega: “ya vimos que las
tecnologías de comunicación sirven para el trabajo, pero ¿para qué otras
cosas las usan?”. Acaba de abrir una ventana peligrosa, porque la pregunta
habilita a que surjan todos los lugares comunes sobre los usos y abusos del
celular. Una posición ambigua que oscila entre la celebración y la
desconfianza ante los avances tecnológicos. En un mundo hiperconectado e
hipertecnologizado, el debate se centra en las formas de acceso a la
intimidad del otro. Al fin y al cabo, el aviso al médico no deja de ser,
también, el abandono antes de tiempo, de la actividad escolar del hijo.

Y sin embargo, inmersas en esta dualidad, las plataformas de mensajerías
directas no paran de crecer. En nuestro país, en los últimos años se estima
que más de 10,8 millones de personas cuentan con un smartphone, lo que
equivale a una penetración de 36% de la población total. Sin embargo, entre
todas las opciones que presentan estos aparatos, el messenger de Facebook o
los dm´s (direct messenger) de Twitter, es el Whatsapp la aplicación
preferida para mandar mensajes directos. Tal vez porque combina como ninguna
la posibilidad de la comunicación instantánea con el resguardo de algún tipo
de privacidad –si es que se puede, en pleno siglo XXI– seguir creyendo en su
existencia. Lo privado se manifiesta especialmente porque para su uso se
necesita solamente un teléfono que se lleva encima. Un elemento portátil que
nunca se aleja demasiado del propio cuerpo y que conecta, al mismo tiempo
con los demás pero de una manera más selectiva que las redes sociales.

Cuando Rheingold acuña el término “multitudes inteligentes” lo hace pensando
en una categoría singular: gente que usa sus aparatos para organizar
acciones colectivas pero sin las mediaciones de redes sociales. Acciones
entroncadas en una perspectiva optimista donde hombre y máquina “cuerpo a
cuerpo” actúan en la superación de problemas evitando ser controlados y
manipulados por las grandes corporaciones. Una postura que reformula,
además, aquel diagnóstico sombrío que brindaba Richard Sennett, en los años
60, en su emblemático libro El declive del hombre público , sobre la
narcotización de los sentidos en las grandes ciudades, a partir del
desarrollo creciente de las tecnologías de información; un exceso al que se
resistía replegándose en el espacio íntimo. Donde Rheingold avizora que
Whatsapp puede promover los lazos sociales potenciando la singularidad del
sujeto, Sennett hubiese intuido los efectos contrarios: a un dispositivo
cada vez más cercano al cuerpo, le corresponde una negación más creciente de
su entorno.

Pero si este sistema de mensajería obligó a reformular las formas de
comunicación cotidiana y la relación con los otros, también puso en
evidencia la relación ambigua y por momentos contradictoria entre el celo
hacia la propia privacidad y el voyeurismo. A caballo entre dos aguas,
funciona como el último bastión de vida íntima toda vez que los contactos
son exclusivamente aquellos agendados en el teléfono, y que por esa razón
“gozan” mutuamente de ver y mostrarse en un estado de cercanía tal que
permite imaginarse al otro “conectado”, “escribiendo”, etc, con solo mirar
la pantalla. A diferencia de las redes sociales, otorga la posibilidad de no
ser encontrado, salvo que se conozca el dato numérico previamente. Dato que,
curiosamente, en la actualidad parece guardarse con más recelo que otros en
apariencia, más personales. No es casual que las compañías de celulares se
resistan a armar una guía telefónica tal como existe para números fijos
–aunque estos datos luego se vendan de manera privada a distintas empresas.
A este supuesto cuidado de los datos sensibles se le agrega además, la
posibilidad de armar (y desarmar) grupos ad hoc, elegir o no, poner “un
estado”, nombre o foto.

De hecho, Whatsapp en sus orígenes, era una herramienta que sólo tenía como
función avisar a los contactos agendados en el teléfono si se estaba o no
disponible con variantes fijas tales como “estoy en el gimnasio”, “batería
casi agotada” y otras opciones. Una barrera que intentaba evitar, si fuera
necesario, ser molestado, al tiempo que se sumaba a la tendencia cada vez
más creciente de usar el aparato para cualquier otra cosa que no fuera
hablar. Whatsapp en su segunda etapa, convertida en una herramienta de
mensajería instantánea, sólo informaba la hora de la última conexión y si el
mensaje había sido enviado con una doble tilde, pero sin confirmación de
lectura, reafirmando la política de privacidad que el resto de los sistemas
no tenía. Para 2013 la aplicación ya había sido bajada 300.000.000 de veces
en todo el mundo. Nunca utilizó publicidad, su viralización fue por medio
del “boca en boca” electrónico. La noticia de que a comienzos de 2014,
Facebook adquirió parte de las acciones sorprendió sólo al principio, porque
apenas firmado el acuerdo, su creador, Jan Koum, aclaró que la empresa no se
vendía, sólo se asociaba y que ese trato no iba a avasallar la intimidad de
sus usuarios. Toda una declaración de principios en un contexto donde el
comercio de datos es moneda corriente.

Tanto fue así, que cuando en noviembre del año pasado, Whatsapp finalmente
permitió chequear que el mensaje hubiese sido efectivamente leído por medio
de un cambio de color en las tildes, muchos usuarios se sintieron
traicionados. Pero, como si el repliegue previsto por Sennett encontrara su
opción 2.0 en una plataforma lo suficientemente híbrida como para fantasear
con la idea de mostrarse y protegerse al mismo tiempo, la aplicación brindó
las herramientas para evitar ser espiado, aclarando que si se elegía la
opción, tampoco podría espiarse a los otros. Las mismas condiciones se
impusieron para conocer el horario de la última conexión ajena bajo la
consigna: “si no quiere ser visto, tampoco puede mirar”. Mientras que unos
aceptaron el trato, otros prefirieron exponerse con tal de seguir accediendo
a los movimientos de los otros, posibilidad que, como su contracara potencia
la ansiedad por la respuesta: “si ya lo leyó, ¿por qué no me contesta?”. Sea
como fuere, en la tierra del Whatsapp sus habitantes circulan con mayor
libertad, se sienten más cómodos, caminan “entre amigos”, especialmente
porque cuando comparan sus otras cartas de ciudadanía perciben que la
interacción depende casi exclusivamente de la voluntad. Percepción, que tal
vez reafirmándose en la utopía de Rheingold, sostiene como nadie la ilusión
de que aún es posible, tal como prometía aquel viejo y paradójico eslogan de
telefonía celular, sentir la libertad de estar comunicados siempre y sólo
con quien se elige

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