Uruguay/ el pibe de los pasajes: vida y muerte de un adolescente infractor [Venancio Acosta]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Nov 27 15:16:00 UYT 2015


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Correspondencia de Prensa

27 de noviembre 2015

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Uruguay

Vida y muerte de un adolescente infractor

El pibe de los pasajes

A fines de octubre un adolescente murió en un centro del Inau (Instituto del
Niño y Adolescente del Uruguay). Tenía 14 años y desde los 8 trilló hogares
de acogida, primero, y centros de privación de libertad después, sin que el
Estado supiera qué hacer con él. Diversos informes psicológicos y
psiquiátricos aseguraban que su perfil no lo hacía apto para el encierro.
Murió en una celda, solo, y con una sábana atada al cuello.

Venancio Acosta

Brecha, Montevideo, 27-11-2015

http://brecha.com.uy/

Atraído por las maquinitas y los juegos de mesa, Rodrigo tenía 8 años cuando
empezó a frecuentar un local barrial que Martín había montado en el fondo de
su casa del Cerro, mezcla de cantina y club social, al costado de un
campito, que él mismo se ocupaba de atender. “Era como esos perros chúcaros
que te miran de lejos”, dice ahora, con los ojos vidriosos y esquivos,
refrescando la imagen de aquel pibe que hace algunos años pispeaba en la
puerta, y a las risas seguía en la vuelta, boyando, hasta la madrugada.

Hace un mes la vida de Rodrigo se apagó en el trayecto entre el hogar
Desafío y el Hospital Policial. Minutos antes lo habían encontrado
desvanecido en una celda de ese centro del Inau, ubicado en Chimborazo y
General Flores, donde estaba preso desde mayo. Una sábana envuelta al
cuello, según la versión oficial, le sujetaba el cuerpo que pendía de una
reja. Hace unos días hubiera cumplido 15 años.

Hoy el pasto de la cancha se volvió algo ralo y el club ya no existe. Por
aquellos años Rodrigo ya trillaba el barrio con astucia, a cualquier hora.
De a poco fue ganando terreno y confianza: se habituó al club, al dueño y a
sus dos hijos, con quienes compartía cada vez más tiempo. “Yo a veces
cerraba, lo subía al auto, y le decía que lo iba a llevar a su casa. Y lo
llevaba donde él más o menos me decía que vivía, pero yo sabía que dormía en
cualquier lado”, relata Martín, obrero de la construcción y DT de baby
fútbol del club Sauce. Un día recibió una llamada en el trabajo: era de la
escuela Ana Frank, en el corazón de Cerro Norte. Rodrigo, que se había
subido al techo y arremetía a pedradas contra todo, pedía por él. Fue algo
así como una señal. El primer día que se lo llevó a su casa, con su familia,
fue para almorzar. Enseguida entendió que el niño no tenía aquel hábito.

Después que le aprontaron el cuarto por primera vez, Rodrigo se fue quedando
hasta ser uno más en la familia de Martín. Tuvo su túnica nueva y sus
útiles. Lo que no impidió que siguiera saltando el muro de la escuela.
Prefería la calle al salón de clases, y las maestras no siempre lo preferían
adentro. En la calle había hecho amistades y otros aprendizajes. “Ese niño
no podía ser débil en el ambiente en el que creció –piensa Martín–; por ahí
yo entiendo algunas actitudes que tenía. Si no demostraba quién era, se lo
comían.”

***

En casa de Martín vivió varios meses, tratando de sostener su vínculo con la
escuela. Hasta que un equipo barrial del Cerro le consiguió un lugar en el
hogar Lezica. “Los vecinos decían que tiraba piedras, que era insoportable
en el barrio. Él estaba muerto de miedo cuando le dijeron que lo iban a
internar”, cuenta uno de los educadores. “Tuvimos que pelear para que el
Inau lo llevara con locomoción propia a la escuela, para que no abandonara.”

Pero abandonó. El Lezica funciona en una casona en Colón, su directora sigue
siendo la misma de entonces. Se sostiene del portón de entrada y cierra los
ojos al enterarse de cómo terminó aquel gurí que les decía “tías” a las
trabajadoras del centro, y que cuando se enojaba agarraba a pedradas los
ventanales. “Varios de sus compañeros de aquellos años ya egresaron”, dice,
“uno es gastrónomo, otro profesor, otro ya tiene su apartamento…”

En su corto pasaje por allí, Rodrigo llegó a asistir a una escuela nueva.
Pero un día se escapó y regresó al barrio. No había cumplido los 10. Martín
lo ubicó y el niño no quiso regresar. La última vez se lo cruzó por Rio de
Janeiro, una calle que corre en el medio de Cerro Norte. “Paré la camioneta,
le di un beso –cuenta–. ‘Portate bien’, le dije. Y ta. No lo vi nunca más.”

***

Para aludir al derrotero de la vida en la calle los educadores hablan de
“callejización”. En 2011 al proyecto Revuelos –cogestionado por la Ong
Gurises Unidos y el Inau– llegó un pedido ante la situación de un niño que
no podría sostener la situación de amparo en el hogar Pájaros Pintados, de
donde ya se había escapado ni bien llegó. “Era una bomba de tiempo”,
recuerda alguien de ese centro, cuando se le pregunta por Rodrigo. Dos
educadores de Revuelos empezaron a trillar Cerro Norte, donde sabían que el
niño sufría períodos de “callejizacion extrema”. Lo encontraron en los
pasajes del barrio, y al inicio sólo obtuvieron evasivas, un día sí y otro
también.

Rodrigo fue una excepción para Revuelos, que no acostumbra hacer
seguimientos durante tiempos muy prolongados. El programa intenta tejer
alternativas a la vida de calle a través del espacio educativo. Y con él
estuvieron años. Supieron que sus mayores lo involucraban en las bocas, que
fumaba marihuana desde chico, que robaba en el barrio, que tenía registrados
muchos ingresos en el centro de derivación del Inau, de donde huía sin
dificultades. Su madre había perdido la patria potestad, y con el tiempo los
educadores fueron entablando una relación casi paternal y cotidiana con él,
de idas y vueltas durante mucho tiempo. En 2013, en una entrada a la
comisaría por robo, Rodrigo termina en Puerta de Entrada, del Inau, en el
Cordón. Se descompensa y lo llevan al celdario. Intenta prenderse fuego.

El Inau dispone entonces su internación en Api Los Robles, una clínica
privada para enfermos psiquiátricos agudos, con la cual mantiene un convenio
por el que desembolsa millones, y cuya pésima reputación es un secreto a
voces. Allí Rodrigo pasa seis meses. Lo rapan y engorda como nunca. “El
proceso de internación fue lamentable –narra una educadora–: estuvo seis
meses sin diagnóstico y súper medicado. Aunque semanalmente íbamos a
llevarle propuestas, nunca pudimos trabajar. Estaba tan medicado que no se
movía, se babeaba, no caminaba, había que guiarlo, no podía hablar, no podía
comunicarse.” Y agrega: “Api tiene una cosa muy perversa: hay muchos gurises
chicos, gordos, y pelados. Esas son las características: llegan, los pelan,
y después, medicamentos. Rodrigo permaneció seis meses ahí. No teníamos
información de lo que estaba consumiendo, no sabíamos en qué actividades
participaba, porque no hay diálogo: es una institución totalmente estanca.
Salió con un sobrepeso enorme, producto de la medicación y de que no hacía
absolutamente nada.”

A la salida del psiquiátrico fue acogido por la clínica La Posada, en la
zona de Tres Cruces. Seguía medicado, pero ahí tenía regularmente
actividades afuera, donde Revuelos oficiaba de sostén. Iba al programa de
Calle y trabajaba, con dificultades, con el maestro del centro. La madre y
la abuela lo visitaron alguna vez. Tenía problemas frecuentes con los
compañeros, y no se integraba a las actividades. Un día de enojo golpeó la
pared y se fracturó la mano. “Era por momentos súper tierno, divino –narra
la psicóloga que trabajó con él–, pero te dabas media vuelta y se mandaba
cualquiera. No podías dejarlo solo. Estoy desde el principio y, por ejemplo,
él fue el único al que vi quemar un colchón.”

En La Posada estuvo poco menos de un año. Allí se logró un diagnóstico
integral de su situación. Pero el hogar era de puertas abiertas. Un día
salió y no volvió más. Revuelos, junto con La Posada, solicitaron a la
justicia su internación compulsiva, invocando el artículo 121 del Código de
la Niñez y Adolescencia, y argumentando que en la calle corría riesgo de
vida. El juzgado nunca respondió, pero en Revuelos siguieron en contacto con
él. Tanto, que un día lo llevaron a la emergencia cuando un robo le salió
mal: una moto lo arrastró por Carlos María Ramírez y terminó con varias
fracturas. Se fue del hospital sin yeso, y a la semana siguiente ya no
aguantaba el dolor. Los educadores volvieron a la emergencia. Requirieron
allí mismo una internación compulsiva a su cargo, e hicieron la denuncia. El
juez respondió positivamente. Habían llegado de mañana y a la noche estaban
ahí todavía, porque el Inau no tenía vehículos para hacer el traslado. De
madrugada irrumpió la madre y Rodrigo se fue con ella. Las solicitudes para
que el Inau se hiciera cargo fueron hechas, “pero no había respuesta. Un
gurí permanece meses en una salida no acordada; el juzgado, la Policía y el
Inau son avisados semanalmente de dónde está, y no lo van a buscar. Falló el
sistema”, cuentan desde Revuelos. Era fines de 2014. Al inicio del año
siguiente pierden contacto con él.

***

A principios de abril de 2015 un hombre con un maletín baja del ómnibus en
la parada de Carlos María Ramírez y Bogotá, al borde de Cerro Norte. Camina
hacia su casa, a pocas cuadras. Uno de los tres pibes que le pisan los
talones es Rodrigo. Lo cruzan y pugnan por llevarse el maletín, que el
hombre se apura a arrojar al frente de su casa por encima de la reja. Los
perseguidores se desbandan. En la seccional, luego, el hombre del maletín
reconoce a los tres.

Semanas después dos funcionarios de Ose paran el auto en Puerto Rico y Pedro
Castellanos para chequear un medidor. Uno de ellos baja con las herramientas
y lo rodean tres pibes. Rodrigo es el que le apunta con un arma. Se llevan 3
mil pesos y un celular. En junio roban un auto y lo abandonan cerca de los
pasajes. Días después la víctima fue una pareja que caminaba por la calle
Haití, que orilla la Villa del Cerro. Solo y sin suerte esa vez, Rodrigo se
vio enfrentado y desistió, guardando el revólver calibre 22 que a esa altura
ya empuñaba con destreza. La mujer lo denunció, y además lo acusó de ser
integrante de la banda Los Pitufos, esa que por temporadas entretiene a la
prensa y fastidia a los vecinos.

Nadie puede saber en qué instante de su corta vida Rodrigo empuñó un arma
por primera vez. Ni a quién escuchó decir “Dame todo o te quemo” y no paró
de remedarlo luego. Su historial, ciertamente más extenso, concluye el 11 de
mayo, cuando el hombre al que quiso robar resultó ser un policía. Con ayuda
de sus amigos, ese día llegó a la asistencia médica con un disparo en la
rodilla y otro en el muslo. Allí mismo lo detuvieron. Fue procesado por
rapiña y asociación para delinquir. Ese mismo mes ingresó al hogar Desafío
con la pierna vendada y una condena de 20 meses a cuestas. En el centro se
le oyó contar cómo los policías que lo apresaron le punzaban con los dedos
las heridas de las balas, para que cantara el nombre de sus compañeros de
andanzas.

***

“Su aspecto era el de un niño. Un botija chico, menudito, siempre muy mal
comido. Tenía una risa medio maniática. Todo le causaba gracia. Era un gurí
que nunca pudo contar su historia. Completamente analfabeto: no reconocía
letras ni números. Muy infantil. En el primer paseo que logramos que fuera
gateaba, se llevaba el dedo pulgar a la boca, tenía que dormir con una
muñeca porque no podía hacerlo solo. Tenía un retardo mental muy importante,
y muy visible. No veía el riesgo en las cosas más básicas. No podía cruzar
la calle. Se tiraba por bulevar sin mirar, porque no entendía el riesgo que
corría. Tuvo muchos intentos de autoeliminación, con ahorcamiento, y todo el
mundo estaba enterado de esto. También constatamos abuso sexual, que él
contaba sin saber qué era. Cuando intentamos hablar de educación sexual nos
dimos cuenta de que no iba por ahí, que estábamos hablando con un gurí chico
y que había cosas que él no iba a entender. Trabajamos entendiendo que era
prácticamente un preescolar. Había pocas cosas que podía hacer más allá de
jugar, de disfrutar, y de entender mínimamente alguna cosa.” Ese era Rodrigo
para una de las educadoras que más trabajó con él en sus últimos años.

Martín aún tiene en su computadora una carpeta titulada “Fotos Rodrigo”,
donde guarda las imágenes del tiempo en que compartieron paseos en
bicicleta, festejos de un cumpleaños en el hogar Lezica, tardes en los
juegos del parque Rodó. Una foto muestra a un grupo de 12 gurises en la
cancha de fútbol, con Los Palomares de fondo. “Este murió, este está preso,
este salió hace poco, este murió”, murmura Martín, paseando el dedo por la
pantalla.

“Rodrigo era un niño precioso –recuerda–. Tenía un dilema. Ser un niño, ser
feliz y dejarse querer, y por otra parte, en el ambiente en que vivía, ser
un tipo frío, porque si no, no sobrevivía en ese mundo. Cuando llegó no
sabía higienizarse, lavarse los dientes; era un niño de la calle, manejaba
plata pero no sabía contar ni escribir. Creo que ese tiempo viviendo en casa
le dejó algo, y seguro él pidió una mano, a gritos, toda la vida. Yo decía:
si no quieren que esté muerto o preso, hay que sacarlo de acá. Cuando se fue
me empecé a enterar de que andaba en la calle de nuevo, con una bandita, y
robaban a fulano y a mengano. Cuando supe que murió me envenenó la sangre.
Rodrigo no le importó a nadie, fue uno más. Y más o menos es lo que pasa con
el resto de los gurises. Ahí se hacen. Y va a ser toda la vida igual porque
a nadie le interesa.”

Cuando niño, Rodrigo vivió dos años con su abuela, y ese fue el único
período en el que pisó la escuela. María Cristina –así se llama– es
limpiadora en La Pasiva durante la noche, y su esposo es guardia de
seguridad. El día que su nieto falleció había ido a visitarlo en la mañana,
y luego volvió al Cerro a descansar. Al levantarse tenía un mensaje de voz
en el celular, con la noticia. “Él tenía problemas de conducta, era
nerviosito, y andaba bandideando en la calle”, cuenta la abuela, y dice
estar arrepentida por no haber hecho más esfuerzos para “sacarlo de la
calle”. “Nosotros somos pobres, y se piensan que somos todos sinvergüenzas y
delincuentes. Pero quiero que esto no se olvide. Porque cuando uno es pobre
queda todo en la nada.”

“Muere en el Inau un menor de la banda de Los Tatitos”, tituló El País al
día siguiente, en su autopsia periodística. Es lo que hace el periodismo
policial (o policía, para qué dar rodeos): prontuarios, legajos, fichas de
antecedentes. Nunca entra a los barrios, basta una línea directa con la
seccional y fin de la historia. El resultado es la primicia que los
lectores, extasiados, saturan de comentarios en los portales, babeando sobre
el teclado.

***

“La muerte es ese estado donde quedan los demás”, escribió William Faulkner
alguna vez. Y la de Rodrigo no concitó sensibilidad ni reflexión. Su figura
no tuvo el aura luctuosa de un niño muerto, como la del pequeño ahogado en
las costas de Turquía que conmovió a medio mundo hace pocos meses. Las
tragedias también tienen estatus. Rodrigo no es un niño muerto. Porque sobre
él, para muchos, pesa una lápida de condenas casi imposible de remover.
Abajo queda una historia, como la de muchos, enterrada.

Expulsados a la periferia urbana y condenados a una vida de gueto, en Cerro
Norte (de donde salen gurises de abajo de las piedras), los vecinos se
amontonan entre los pasajes, en viviendas baratas mantenidas en su mayoría a
fuerza del trabajo del día en ferias, limpiezas, o clasificación de basura.
Y muchos evitan dar su dirección real cuando van en busca de trabajo. La
madre de Rodrigo está presa. Su padre y sus dos hermanos mayores murieron.
Uno baleado y otro acuchillado. Tiene tres hermanos menores. Para él, este
fue el mundo. En lo oscuro de la celda ató una sábana al cuello de un
sistema que desde hace décadas no hace más que agonizar. Y apretó con
fuerza.

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Suicidado

El fiscal Carlos Negro y la jueza Beatriz Larrieu explicitaron a Brecha que
se afirman en la hipótesis de suicidio, aunque no emitieron un fallo porque
esperan el informe que determine la causa de muerte.

Algunas fuentes confirmaron a Brecha que en el expediente del juzgado de
menores hay un informe técnico adjunto que advierte que, por su perfil,
Rodrigo no estaba apto para situaciones de encierro. La recomendación no es
extraña a los informes psicológicos y psiquiátricos a los que accedió este
semanario: allí se explicitan todas las problemáticas que presentaba el
adolescente, las cuales se suponen incompatibles con la privación de
libertad.

En el hogar Desafío se narró a Brecha que Rodrigo fue visto varias veces
golpeándose la cabeza contra las paredes del lugar. Y que varias reacciones
suyas motivaban problemas internos. Respecto de esas situaciones, alguien
muy cercano al joven explicó: “Es exclusivamente una falla del sistema. Fue
una de las situaciones de las que más se informó, en las que más se
profundizó, y que más se actuó en el juzgado frente al riesgo que corría. Si
no termina muerto termina preso, dijimos. Estaba todo el mundo informado de
que esto iba a pasar, de que había cosas que no podía sostener. No hay
justificación. No podía estar encerrado en una celda”.

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