Cuba/ Fidel y el día después: la posibilidad de una isla [Pablo Stefanoni]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Dic 2 11:51:36 UYT 2016


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Correspondencia de Prensa

2 de diciembre 2016

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Cuba

Fidel y el día después

La posibilidad de una isla

Pablo Stefanoni *

Revista Anfibia, 2-12-216

http://www.revistaanfibia.com/

La cubana logró lo que ninguna revolución pudo. Ni el octubre ruso, ni la
China de Mao, ni el sandinismo, ni Vietnam, ni Camboya pudieron recrearse
como mito y contener a diversas capas geológicas de entusiasmos pasados y
presentes. La muerte de Fidel Castro, en un momento de retroceso de las
izquierdas, abre nuevas preguntas sobre el futuro –y el presente- de la
isla. “Discutir Cuba parecería propio de bienpensantes, almas bellas e
intelectuales de salón, pero no lo es”, dice Pablo Stefanoni y propone
debatir sobre las virtudes y contradicciones del modelo cubano.

Ninguna revolución pudo recrearse como mito durante medio siglo. Ninguna,
con la excepción de la cubana. Cincuenta años después del Octubre ruso, la
revolución había pasado ya por el traumático reconocimiento del gulag
estalinista. Medio siglo después de la Larga Marcha victoriosa de Mao
Zedong, el Imperio del Medio ya estaba transitando el “exitoso” experimento
de capitalismo salvaje combinado con partido único, con el viejo maoísmo
desplazado del poder. Más cerca, la épica Revolución Sandinista apenas
superó la década y se estrelló contra una desmoralizante derrota en las
urnas. Más lejos, tampoco Vietnam pudo sostener la gesta de Ho Chi Minh y el
Viet Cong y hoy se acerca a Estados Unidos para hacer frente a la potencia
china. La Camboya de Pol Pot mostró que socialismo y barbarie podrían hacer
una poderosa yunta y la Corea del Norte de la monarquía Juche rápidamente
perdió encanto para cualquier persona sensata. El más “liberal” titoísmo
yugoslavo acabó con una sucesión de masacres interétnicas y los túneles del
delirante Enver Hoxha siguen debajo de una Albania manejada por las mafias.
Pero Cuba –tras todo tipo de padecimientos– sigue conteniendo diversas capas
geológicas de entusiasmos pasados y presentes de numerosas generaciones
latinoamericanas (y de más allá) que sin duda coagularon en la despedida de
Fidel Castro. Para muchos, en las izquierdas, la isla sigue siendo el
espacio mítico de la resistencia antiimperialista y –pese a las evidencias
en contrario– de un tipo de sociedad diferente. “Sí, hay problemas, ¿pero
acaso no hay países con problemas mucho más graves, tanto económicos como
democráticos?”. “¿No es Cuba un país agredido y bloqueado?”.

La muerte del Titán, capaz de desafiar al imperio a escasos 150 kilómetros
del Monstruo, ocurre en un momento de retroceso de las izquierdas (en el
Norte pero también en América Latina), la imposibilidad de imaginar mundos
más allá del capitalismo y un renovado auge de la derecha anticosmopolita
como alternativa a la derecha globalizadora neoliberal. Y, posiblemente por
ello, la necesidad de encontrar anclajes mítico-simbólicos para las
presentes batallas conduce a gran parte de la izquierda a un profundo
silencio a la hora de hacer un balance histórico de la experiencia cubana
(el título del libro de la filósofa política Claudia Hilb, Silencio, Cuba,
resumió en dos palabras esta actitud que considera que mientras dure el
bloqueo de Estados Unidos no es el momento de hacer críticas al sistema
cubano).

Por otro lado, la revolución cubana permitió confirmar teorías diferentes e
incluso opuestas: para los populistas fue la voluntad del caudillo la que
torció la historia en el buen sentido; para la nueva izquierda el castrismo
y sus barbudos venían a insuflar vivacidad a los soporíferos manuales
soviéticos de marxismo-leninismo y a romper los límites del reformismo; para
los comunistas –que originalmente no apoyaron a los guerrilleros de Sierra
Maestra– se trató al fin de una revolución aventurera pero que tras un
desvío inicial encontró su camino de amistad con la URSS y de fusión entre
barbudos y comunistas. Hasta se podrían hacer algunas torsiones para mostrar
que en Cuba se confirmó la tesis trotskista de la “revolución permanente”,
en la que una pequeño burguesía radicalizada avanzó desde las tareas
democrático-burguesas hacia la declaración del socialismo y la expropiación
de la burguesía con el apoyo de las masas. Incluso sectores de la
socialdemocracia regional simpatizaron con un antiimperialismo en una clave
latinoamericanista propiciada por sus propios padres fundadores –como
Alfredo Palacios– en las primeras décadas del siglo XX.

***

El régimen instaurado por Fidel Castro en 1961 combinó escatología
marxista-leninista con mitología nacionalista revolucionaria. La cercanía
con Estados Unidos –y las poderosas corrientes anexionistas presentes en la
isla–, las sucesivas frustraciones con la república poscolonial –nacida tras
la guerra hispano-estadounidense de 1898– y la crisis moral del sistema
alentó lo que Rafael Rojas llama la “ansiedad del mito” –sea por la falta de
mitos nacionales o por las dificultades para organizarlos en un relato
coherente–. Pero lo que faltaba no era solo un mito de origen sino un mito
de destino. “El amplio espectro de la política cubana que, en los años 20 y
30 abarcaba desde la izquierda marxista hasta la derecha nacionalista,
solicitó una nueva revolución que cumpliera el ‘designio martiano’”,
escribió Rojas en Tumbas sin sosiego (Anagrama, 2006). Y ello dio lugar a un
doble mito: el de la revolución inconclusa y el del regreso del mesías
martiano. Así, la conformación de una cierta teleología insular y la defensa
de la soberanía nacional abonarían el terreno para la revolución de 1959 y
poco después para su devenir, no sin rupturas, en socialismo vernáculo.

En efecto, más que una continuidad con el acervo político-cultural previo
del nacionalismo cubano, el nuevo sistema ya consolidado se sostendría en un
Martí reinventado combinado con un fuerte acercamiento a la Unión Soviética
tanto político, como económico y cultural, expresado por ejemplo, en el
apoyo al sofocamiento soviético a la primavera de Praga, en la negativa a
condenar la invasión a Afganistán y en la instalación de un sistema
represivo –y de vigilancia y delación– similar a los que operaban en el
bloque socialista “real”. Así, Cuba no fue ajena a la racionalidad cínica
que se construyó a la sombra del socialismo de Estado como mecanismo de
supervivencia política y psicológica. Y a menudo se parece más a ese mundo
ya extinguido de lo que querríamos ver.

La revolución inconclusa y la necesidad de un nuevo libertador no es
patrimonio exclusivo de los cubanos. De hecho, los populismos
latinoamericanos de los años 50 ofrecieron como programa una Segunda
Independencia y algunos de sus líderes se postularon como libertadores
económicos (con Bolívar o San Martín como libertadores políticos). Y lo
mismo ocurrió con la nueva ola nacional-popular de la década de 2000, en la
cual la búsqueda de la identidad nacional y regional fue actualizada con
nuevos/viejos discursos históricos revisionistas que capturaron la
imaginación política de nuevas camadas de jóvenes y no tan jóvenes, así como
los discursos oficiales sobre la historia como una lucha continua entre la
Nación y la Antinación.

El bloque del Alba y Argentina son los espacios donde más se desarrollaron
estas tendencias. Y no es casual que estos gobiernos encontraran en Cuba un
mojón simbólico y sentimental de un nuevo nacionalismo revolucionario, que
“compensa” con antiimperialismo los límites de sus (im)posibilidades
poscapitalistas. Dicho de otro modo: si el socialismo (del siglo XXI) ha
vuelto a la agenda, este es pensado como una profundización del
nacionalismo; una especie de triunfo póstumo de la izquierda nacional de
Jorge Abelardo Ramos. Evo Morales consideró a Fidel como un “abuelo sabio” y
Hugo Chávez una especie de mentor ideológico que lo alejó de sus
ambivalencias originales –el venezolano era cercano a varios nacionalistas
de derecha– y lo alentó por el camino del socialismo bolivariano. A la
postre, Venezuela salvó a Cuba de una nueva crisis con una solidaridad
internacionalista plasmada en abundantes cantidades de petróleo a cambio de
médicos y otras forma de apoyo cubano al régimen chavista, sobre todo en la
organización de las famosas misiones (ideadas con Fidel, según reconoció el
propio Chávez, para recuperar apoyo electoral).

***

El diplomático y escritor chileno Jorge Edwards sintetizó en una columna en
El País una de las claves de lectura de la revolución cubana. En su texto
cuenta que en un encuentro con Fidel, este recordó una conversación con
Salvador Allende en la que, tras ofrecerle ayuda militar, le habría dicho:
“seremos malos para producir, pero para pelear sí que somos buenos”.

En efecto, mientras que Fidel Castro fue un gigante de la política
internacional, un imbatible en la conservación del poder y un genio de la
retórica política, el desempeño de sus políticas domésticas fue menos que
modesto, y en ocasiones catastrófico. El modelo cubano nunca pudo sostener
económicamente el ambicioso sistema social que implementó y de allí la
necesidad permanente de “padrinos”. “La población de menores ingresos, del
interior del país, está probablemente quizás mejor hoy que antes (de la
revolución) porque, a pesar del deterioro de los servicios sociales en Cuba,
tienen acceso a la educación, a la salud, aunque de baja calidad por todo lo
que ha ocurrido. También a las pensiones de la Seguridad Social [de montos
muy bajos]. La clase media está peor. Con la población afrocubana ha habido
mejoras, pero la cuestión racial no se ha liquidado, porque el gobierno
asumió que con la revolución se acababa la discriminación y no ha sido así”,
resume el economista Carmelo Mesa-Lago.

Cuba, hay que recordarlo, nunca “fue” Haití –principal argumento comparativo
de la propaganda para justificar, sin poner en discusión, la realidad
cubana–; basta ver la densidad de la vida cultural e intelectual, la
cantidad de publicaciones y la emergencia de clases medias urbanas antes de
1959 para constatarlo.

Aunque a menudo el énfasis en la existencia del bloqueo estadounidense solía
ser la respuesta frente a cualquier problema, la economía de comando
ultracentralizado que predominó en la isla –donde se estatizó más que en
gran parte de Europa del Este– fue incapaz de lograr resultados
satisfactorios incluso en la producción de alimentos (el propio Raúl señaló
en una oportunidad que “Hay que dejar de gritar abajo el bloqueo y
producir”). Además, la estatalización completa del país tuvo efectos
totalitarios en varias dimensiones de la vida social.

Mesa-Lago apunta: “Cuba ha recibido más ayuda que ningún otro país en
América Latina, de la URSS y otros países: 65.000 millones de dólares en 30
años, a lo que se suman ahora los 13.000 millones de dólares anuales que
aporta Venezuela (en comercio, inversión, petróleo, compra de servicios
profesionales de médicos, etc.). A pesar de toda esa ayuda, Cuba no ha sido
capaz de reestructurar su economía”. Y agrega que hubo “ciclos ideológicos
que llevaban a una crisis, seguidos de ciclos pragmáticos de reforma para
reducir el descontento –porque el objetivo era mantener el poder– y de nuevo
marcha atrás. No ha habido un modelo que haya durado el tiempo suficiente
para que cuajara, aún si era malo”.

Sin duda, la megalomanía de Fidel no ayudó a encontrar un camino más
institucionalizado. Tampoco es casual que el líder cubano siempre
recomendara a sus aliados no hacer lo que él hizo. Edwards recuerda que uno
de los consejos que Fidel le dio a Allende fue que nacionalizara la minería
del cobre pero que dejara el socialismo para más adelante. Y lo mismo le
repitió a un Evo recién estrenado en la presidencia: “no hagan lo que
nosotros hicimos”. En 2010 fue más lejos y afirmó: “El modelo cubano ya no
funciona ni siquiera para nosotros”.

***

Parte de las tensiones en la capacidad de renovación del denominado
“socialismo del siglo XXI” respecto del del siglo XX reside en su apego
emocional con Cuba y en su nostalgia setentista –a veces sobreactuada y no
menos veces anacrónica–.

El socialismo con salsa de fondo, que parecía más libertario que el sistema
soviético, pronto derivó en una autocracia, paternalista estatalista,
provindencial y pasivizante. Pero hoy, cuando el “realismo capitalista”,
como escribiera Mark Fisher, impide siquiera imaginar alternativas (no solo
llevarlas a la práctica), discutir Cuba parecería propio de bienpensantes,
almas bellas e intelectuales de salón, pero no lo es. Los méritos de la
salud y la educación cubanos son innegables –al igual que su deterioro desde
los años 90–. La frase martiana “Ser cultos para ser libres” –tan repetida
en Cuba– tiene una contraparte dialéctica: “ser libres para ser cultos”. No
es casual que las ciencias sociales no tengan ni de cerca el desarrollo de
las ciencias duras (biotecnología, etc.) ni que tantos escritores cubanos
hayan debido salir de la isla o hayan enfrentado diversos tipos de
persecución (por no hablar de la obsesión antihomosexual de Fidel, una
política de Estado revertida en parte por el activismo de Mariela Castro en
tiempos más recientes).

Un buen ejemplo de la tensión entre desarrollo cultural y limitaciones
burocrático-autoritarias es la prensa. Es cierto que existen algunos
espacios de discusión como la revista Temas y sus foros de debate donde se
abordan cuestiones otrora tabúes como la discriminación racial contra los
afrocubanos. Pero son la excepción. La paradoja es que ese anquilosamiento
mediático choca con los propios éxitos de la revolución: la creación de una
sociedad instruida, potencial consumidora de información de mejor calidad.
La langue de bois ideológica, los ocultamientos, las sorprendentes y
sorpresivas “revelaciones” de irregularidades (una vez que Fidel o Raúl
habían dado el visto bueno) y los vaivenes sin aviso –como cuando durante la
visita del Papa los medios se empeñaron en resaltar las raíces católicas de
la isla– son el día a día de diarios como Granma o Juventud Rebelde, por no
hablar de la televisión. “Esta es una sociedad acostumbrada a no reclamar
por sus derechos, ya que los canales están oxidados. Ni siquiera funcionan
los sindicatos, que son apéndices de las direcciones de las empresas.
Cualquier huelga sería inmediatamente considerada contrarrevolucionaria”, me
dijo, en 2006, uno de los participantes de la “revolución de los mails”, un
movimiento nacido como reacción de varios referentes culturales –como el
Premio Nacional de Edición Desiderio Navarro– contra la aparición en las
pantallas de TV de Luis Pavón, director del Consejo Nacional de Cultura
entre 1971 y 1975. Esos años son conocidos como el “quinquenio gris” y
recuerdan el predominio del realismo socialista en el arte, la persecución
de homosexuales y el silenciamiento de intelectuales.

Otra vez, el contraargumento es el bloqueo. La política de agresión imperial
contra la isla fue, sin duda, uno de los determinantes que permitieron la
supervivencia de la psicología y la práctica de “isla sitiada” –no solo
rodeada por la “maldita circunstancia del agua por todas partes” sino de la
CIA partout–. Pero como lo explicaba un joven investigador: “Es cierto que
todavía somos una fortaleza sitiada, pero era el mismo José Martí quien
sostenía que aun en la guerra es necesario crear los embriones de
instituciones democráticas que regirán en el período de paz”.

Con todo, hoy Cuba se mueve. Los cuentapropistas ya son ciudadanos legítimos
–y hasta elogiados en la prensa oficial– y se flexibilizaron los viajes al
exterior. Al mismo tiempo se distendieron las relaciones con EEUU. Aunque
todo avanza a un ritmo de “go and stop”. La elite cubana teme que el
resultado de las reformas se descontrole (el recuerdo de la Perestroika está
ahí para ver los riesgos). A diferencia de los ultraconservadores
guerreristas republicanos de EEUU, ellos saben que la apertura por parte de
Washington es más riesgosa que el bloqueo.

“La elite política cubana es cerrada. No obstante, es posible hacer una
diferencia entre los grupos tecnocráticos/militares, que son duros
políticamente pero orientados al mercado y controlan un alto porcentaje de
la economía y, por otro lado, el grupo burocrático rentista que es más bien
reacio los cambios y mantiene su presencia en el Estado, pero sobre todo en
el partido. En este ultimo grupo es visible la figura del número 2 del PCC,
José Ramón Machado Ventura”, dice el sociólogo Haroldo Dilla, ex
investigador del Centro de Estudios sobre América, intervenido de manera
brutal por el gobierno en 1996. “Hoy en día existen discrepancias respecto a
la forma de conducir la economía –más o menos mercado, más o menos actividad
privada– pero no hay nada que indique diferencias acerca de como dirigir la
política, lo que, por otra parte, es un tema sobre el que no reciben
presiones especiales debido a la debilidad de la oposición. La oposición es
nula en efectividad política”.

Hoy, más que la muerte de Fidel –de algún modo ya esperada tras su larga
convalecencia y su edad– la transición cubana (el gobierno habla
oficialmente de “actualización del socialismo”) se jugará en la salida de
Raúl Castro del poder en 2018, quien tendrá ya 88 años. Habrá que ver si
este hombre con su falta crónica de carisma (al decir de Dilla) y un pasado
poco simpático pero práctico, que desea reencaminar su propia obra para las
generaciones venideras, logra su misión, y pone a lo que hoy es una suerte
de socialismo militar en una transición no catastrófica. Algunos en el
gobierno imaginan un poco probable Vietnam en el Caribe –es decir, un modelo
de crecimiento económico abierto al mercado con partido único–; algunos
críticos sueñan con una república social, democrática e independiente de
EEUU, y no faltan quienes quieren reflotar el anexionismo. Grupos muy
pequeños bregan por un socialismo más libertario y autogestivo. Y muchos
otros cubanos no esperan nada… solo esperan. Y mientras tanto “inventan”
para sobrevivir.

Cualquier salida es complicada cuando se está a pocos metros de las barbas
del imperio. Un imperio que, tras la era cool de Obama, se volvió poco
previsible. Volver a la era preObama no parece posible (hay muchos intereses
poderosos que apoyan la apertura y el exilio de Miami ya no es el mismo que
antaño). Pero el presidente de pelo amostazado aún debe decir qué bolá con
su política hacia Cuba.

* Jefe de redacción de la revista Nueva Sociedad.

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