Colombia/ Afrontar la paz McDonald´s, negativa y señorial [Carlos Alberto Ruiz Socha]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Dic 18 10:07:50 UYT 2016


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Correspondencia de Prensa

18 de diciembre 2016

Boletín Informativo

redacción y suscripciones

 <mailto:germain5 en chasque.net> germain5 en chasque.net

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Colombia

Lo que viene

Afrontar la paz McDonald´s, negativa y señorial

Carlos Alberto Ruiz Socha *

Rebelión, 17-12-2016

http://www.rebelion.org/

1. Necrológicas

Como en toda sociedad atravesada por complejos procesos de identificación
cultural relacionados con huellas de violencia, después de un trance
discursivo o de hechos inéditos positivos, surge la tentativa consciente o
inconsciente de un balance, de una revisión de la ruta de éxito donde no fue
la solución final de tipo totalitario sino supuestamente la fórmula
“democrática” y transicional la que se aplicó para superar de forma presunta
un estadio de confrontación y proponer un tipo de reconciliación, por ahora
entre élites, con exclusión de los derechos y las voces de las mayorías
sociales.

Sin duda es así en Colombia, de modo consciente al darse el día de ayer, 16
de diciembre de 2016, un encuentro en el Vaticano promovido por el Papa
Francisco, entre dos rivales, el ex presidente Uribe y el presidente Santos,
en el marco del recuento, el impacto y la proyección hecha por este último
al recibir varios premios internacionales en una semana, comenzando por el
Nobel de Paz el pasado 10 de diciembre y exponer en diferentes auditorios de
Europa, otra vez con exageración y renovado negacionismo, que la guerra ha
terminado.

Por supuesto no faltan motivos estos días de gira presidencial que respaldan
ese optimismo, como la aprobación por la Corte Constitucional el día martes
13 de diciembre, de un trámite especial y rápido (fast track) para reformas
jurídicas que inician la implementación del acuerdo de paz con el comienzo
de la (des)movilización final de las FARC como guerrilla, escoltadas por sus
antiguos adversarios hacia zonas donde depondrán las armas, la discusión de
una ley de amnistía cercenada y la conformación de una agrupación política
respaldada por esa organización, que designa seis portavoces sin voto en el
Congreso para velar por el cumplimiento de lo pactado, y otras medidas.

Ese repaso en estos días de pretextos previos a la Navidad de 2016, se
efectúa entre todos de manera más inconsciente, y fluye en medio de síntomas
de graves patologías colectivas, con histeria y simulación, cuando las
coordenadas de la tempestad informativa, cruzadas por notas estúpidas de
farándula como casi en cualquier parte del mundo, marcaron las
sensibilidades y el buenísmo por un triste caso de sociopatía y la
indignación ante el asesinato y violación en Bogotá (podría haber sucedido
también en cualquier parte del planeta) de una niña habitante de una
barriada de desplazados y empobrecidos, se llamaba Yuliana, de siete años, a
manos de un rico cocainómano y pervertido, que parece ha recibido trato de
favor por ser de una encumbrada familia.

Al deshojar la página solitaria de este calendario para quienes debemos
hacer seguimiento de estos temas políticos, quedan las imágenes superpuestas
de firmas sucesivas entre aplausos de un pacto cuatro veces rubricado en
tres meses, más una pérfida fe de erratas que la gente en su mayoría ignora,
desconociéndose, como es lógico, cuestiones sustantivas del acuerdo final de
paz entre la guerrilla de las FARC y el Estado, resultante de una
negociación que comenzó en el 2011, con la que acaba ya una historia de al
menos cincuenta y dos años de confrontación militar entre esa organización y
el Establecimiento.

Es realizado de alguna forma ese balance que puede ir de lo personal a lo
colectivo, no sólo en el caso del presidente Santos al recoger sus premios o
en el de Uribe al confesar ante el Papa sus muy recias convicciones. Sino
una compilación abierta o de todos, referida a nuestra realidad más próxima
en la convulsión más general de un país que tiene grandes capacidades para
evadir su desastre y maquinar engaños frente a desafíos aplazados. Hacer ese
reconocimiento es normal, incluso es terapéutico, pues supone realizar algo
así como rituales o evocaciones en operaciones aritméticas del pasado y del
futuro, de lo que tenemos y nos resta, al tiempo que ejecutamos apuestas de
otro carácter, relativas a valores de sentido, postulando necesidades de
cambio. Santos lo hizo en su discurso al recibir el Nobel, el día
internacional de los derechos humanos, y lo ha reiterado en diversos tonos y
con otras palabras: “Tenemos que cambiar la cultura de la violencia por una
cultura de paz y convivencia; tenemos que cambiar la cultura de la exclusión
por una cultura de inclusión y tolerancia”.

Por el contrario, no hacer ese ejercicio reflexivo y guardar silencio no
siempre es bueno, puede suponer un trastorno personal y social muy grave, en
tanto signo que representa negación evidente y peligrosa, porque rehusamos
aceptar lo que sería la enfermedad del contorno social que nos incumbe, a la
vista de problemáticas no resueltas y ni tan siquiera intervenidas
mínimamente, como está demostrándose, aunque mucho se hable de paz. Santos
con razón subrayó en Suecia el pasado 12 de diciembre: “Medio siglo de
violencia afecta la capacidad de convivencia de una sociedad. Incluso, se
llega a perder la capacidad de compasión frente al dolor ajeno”.

Esa falta de empatía y de responsabilidad es la norma. Así, a doce días del
mencionado asesinato y violación de la niña indígena Yuliana Samboní, por el
adinerado arquitecto Uribe Noguera, una noticia igualmente aterradora ya
había pasado prácticamente desapercibida, sin merecer lugar alguno en
páginas centrales o de portadas, y obviamente sin estar en las líneas de los
discursos y homenajes brindados en Europa: “81 niños wayús en La Guajira han
muerto por desnutrición severa. Solo en la última semana se registraron
cinco decesos”. El mismo día de la entrega del Nobel “se registró la muerte
de dos pequeños que vivían en la zona rural de Uribia. Fallecieron por
desnutrición un varoncito de 1 año, perteneciente a la comunidad de Uru, y
una niña de 2 años, de la comunidad de Juyasirain”
(http://www.eltiempo.com/colombia/otras-ciudades/ninos-wayu-muertos-por-desn
utricion-en-2016/16770883. Véase también la noticia de diez antes:
http://noticias.caracoltv.com/colombia/en-2016-han-muerto-75-ninos-wayu-por-
causas-asociadas-la-desnutricion)
<http://noticias.caracoltv.com/colombia/en-2016-han-muerto-75-ninos-wayu-por
-causas-asociadas-la-desnutricion> . El periodista Gonzalo Guillén
(http://www.semana.com/opinion/articulo/gonzalo-guillen-sobre-el-asesinato-d
e-yuliana-samboni/509428) señala “durante 2016 el número de muertes,
solamente de niños de esa etnia, creció: está por llegar a cien antes del 31
de diciembre próximo y engrosará la cifra global de las últimas décadas, que
oscila entre cinco mil y 14 mil criaturas muertas por inanición”.

Esa evasión o no comprobación la hacemos por múltiples razones, entre ellas
la apatía, el cansancio, la ignorancia, la inmersión servil, la
manipulación, o porque deliberadamente con mediano conocimiento anteponemos
las ganancias más o menos individuales de cualquier índole a las pérdidas y
síndromes del espacio compartido. Van por delante cuentas bancarias y
conquistas de pocos, o logros equivalentes de muchos en la escala clasista
de subjetividades, al margen de que se efectúen o nos afecten cierres o
aperturas de narrativas, como es en Colombia la de haber llegado al mito de
la paz una vez agotado el mito de la guerra.

Para defensores del mito de la paz con la que siguen muriendo por inanición
decenas de niños y niñas, incluir esta referencia puede ser demagogia o
populismo. No viene a cuento; no está en consonancia con el regocijo ni con
la oferta del país para planes de inversión y desarrollo.

Pero aún en medio de la indiferencia, la sumisión o el alegato claramente
egoísta, como también en el atisbo de una celebración sensitiva de lo que
nos debería unir, es probable todavía algunos caigan en cuenta la noche de
Navidad de lo que ya comienza a difuminarse: que un mes antes, el 24 de
noviembre, en el Teatro Colón de Bogotá, se representó el pacto de La
Habana, sellado y ensalzado una vez se estamparon las respectivas rúbricas,
consciente hasta el último tramoyista del tópico insulso de que todo acuerdo
como la vida misma es “imperfecto”. A dicha escena en el tablado registrada
con júbilo justificado en la bondad de superar incontables desgarros
inhumanos, le antecedieron o le siguieron otras actuaciones de mal augurio.

En relación directa, a la par de los preparativos a dicho acto repetido, se
hicieron eficaces asaltos de última hora en función de la impunidad de
crímenes de Estado: altos mandos y ex oficiales de las fuerzas armadas
pidieron, y lograron, incorporar una cláusula más que les sustrae
cobardemente de un importante tipo de responsabilidad penal. Así quedó en el
Acuerdo suscrito por ambas partes
(https://www.mesadeconversaciones.com.co/comunicados/comunicado-conjunto-7-b
ogot%C3%A1-colombia-24-de-noviembre-de-2016),
<https://www.mesadeconversaciones.com.co/comunicados/comunicado-conjunto-7-b
ogot%C3%A1-colombia-24-de-noviembre-de-2016>  aunque dos días después las
FARC hayan expedido una tardía y exigua Constancia que no cambia lo firmado
por sus representantes (http://www.rebelion.org/docs/219796.pdf)
<http://www.rebelion.org/docs/219796.pdf>  en la vía de la contradicción de
lo que en Derecho se llama la doctrina de los actos propios (como me lo
recordaba hace unos días mi amigo Pepe Galán, abogado español actuante en el
caso Pinochet, Scilingo y otras causas contra criminales de lesa humanidad);
una doctrina elaborada desde tiempos del jurista romano Ulpiano (siglo II)
sobre el hacer consecuente: las obras y consentimientos nos vinculan, aunque
nos pese. Pues cinco veces antes las FARC suscribieron libremente ese
contenido que al final en algo objetaron sin obligar a la contraparte,
responsable de campañas sistemáticas de miles de espantosos crímenes durante
décadas.

Y de la misma materia de ausencia de justicia y garantías, otro pronóstico
fatal basado en hechos de dolor, obviamente sólo para unos sectores
sociales: la violencia contra activistas comunitarios, de izquierda y
defensores de derechos humanos, la victimización o criminalización de
movimientos y organizaciones populares que hacen oposición legal a
iniciativas oficiales y privadas que violan libertades y derechos sociales,
económicos, políticos, civiles, ambientales y al territorio de los pueblos.
Necrológicas aisladas que sumaban el 8 de diciembre de 2016, 94 asesinatos
(la cifra más alta en los últimos 6 años y 31 más que el año anterior), 46
atentados, 302 casos de amenazas y cinco de desaparición
(http://www.elnuevoherald.com/noticias/mundo/america-latina/colombia-es/arti
cle120080813.html
<http://www.elnuevoherald.com/noticias/mundo/america-latina/colombia-es/arti
cle120080813.html> . “…durante este año han sido asesinados 104 líderes, han
amenazado a más de 300 y han sido blanco de atentados (de los que han salido
con vida) casi 50”
(http://www.semana.com/nacion/articulo/lideres-sociales-victimas-de-atentado
s-en-meta-y-sucre/509461)
<http://www.semana.com/nacion/articulo/lideres-sociales-victimas-de-atentado
s-en-meta-y-sucre/509461>

Mientras al día 16 de diciembre se informaba que ya no eran 104 sino 114 los
asesinados
(http://www.elespectador.com/noticias/nacional/un-nuevo-informe-revela-han-s
ido-asesinados-114-lideres-articulo-670631)
<http://www.elespectador.com/noticias/nacional/un-nuevo-informe-revela-han-s
ido-asesinados-114-lideres-articulo-670631> , oficialmente se dice son
hechos aislados, que no hay contexto de un proceso de persecución y se
olvida que no sólo matan los que disparan en la ultraderecha sino que
asesinan de modo equivalente los que permiten que eso pase ostentando una
autoridad pública que sí usan para otros fines.

Y en relación no inmediata con lo escrito por cuatro años en La Habana, los
tristes cuadros que lejos de allí acompañan incorregiblemente la realidad y
este alegato, y que pueden ser brincados a quien no les guste, a tono con el
discurso del nuevo premio Nobel que omitió lógicamente hablar de sombras
incómodas. Insisto en ello no para nombrar la desgracia sino para preguntar
por sus autores. Ignoro si alguna vez pasó el ejemplo que cito, que se
producía el 18 de noviembre pasado, seis días después de una de las
repetidas firmas del acuerdo de paz. Era la mañana de un viernes y se leía:
“fueron entregados a sus familiares los cuerpos de cinco niños wayuu que
habrían muerto por desnutrición...”. Esa era otra necrológica evaporada en
horas de caudal mediático.

Efectivamente, políticos y administradores se robaron fondos públicos
destinados a la alimentación de miles de menores en La Guajira, departamento
limítrofe con Venezuela. Lo que sorprendía no era la muerte por hambre; era
la ceremonia organizada por la Fiscalía, con cinco pequeños féretros al
frente, de inocentes asesinados por corrupción. Se trataba y se trata de
víctimas de violencia estructural. Enseguida otra noticia lateral de ese día
señalaba cómo el embajador colombiano en EE.UU., Pinzón (ex ministro de
Guerra en el Gobierno Santos) envió un mensaje de apoyo al ex ministro
uribista encargado de Agricultura, Arias, dejado en libertad bajo fianza en
Miami. Estuvo detenido por un proceso en Colombia, conocido como “Agro
Ingreso Seguro”, en relación con un programa que se supone era para
campesinos pobres. No fue así. Los beneficiados fueron otros: empresarios
millonarios, familias acaudaladas, hacendados próximos al paramilitarismo...
Horas antes de la excarcelación, Uribe Vélez, el ex presidente de extrema
derecha, había declarado ahí en Florida a favor de su ex ministro y pupilo.
Se trata sin duda de victimarios de violencia estructural, que comparten la
esencia de una casta aunque sean de clanes políticos distintos. Esas
categorías son las que faltan en la narrativa de la supuesta salida del
conflicto, entre la elaborada catarsis pública.

Al tiempo que se finiquitó el proceso entablado por las FARC y el Gobierno,
como negociación entre partes que eran contendientes al tenor del conflicto
armado ya disuelto en esa relación, entrando a una fase de implementación,
asistimos a otra confrontación innegable aunque se niegue, y a la dilación
en las conversaciones para explorar una senda de entendimiento, entre el
Ejército de Liberación Nacional -ELN- y el Gobierno, sin que se haya
instalado la Mesa prevista en Quito. La interrupción se debe a la decisión
unilateral del Gobierno, que impone reiteradamente condiciones por fuera de
lo firmado en Caracas con esta guerrilla el 30 de marzo y el 6 de octubre de
2016 y que se niega a aplicar principios del derecho humanitario para surtir
medidas positivas.

No obstante la gravedad de lo que pasaba y sigue sucediendo en diferentes
planos de la realidad para miles y millones de personas, simultáneamente a
hechos que han de celebrarse y asumirse como fue ese paso de la firma de lo
acordado en La Habana, en los portales de los grandes medios por encima y en
contradicción se desinformaba acerca de lo fundamental como es habitual, y
se resaltaba lo superfluo como es costumbre, luciendo el espectáculo de la
otra Colombia, ahogada en la normalidad de la injusticia y la exclusión,
monstruosidad que dicho proceso de paz no logró alterar, culminante ya esa
etapa de acuerdos troncales. Esa disociación esquizofrénica continúa con
ferocidad. Queda por ver si la implementación de lo conciliado, pese a su
acortamiento, logra corregir rumbos hacia una mejor esperanza.

2. Críticamente

Cuando hace más de cuatro años, en 2012, se inició públicamente un esperado
proceso de paz, por ingenuidad y convicción muchos creímos que de su mano
algo de esta miserable realidad comenzaría a cambiar. No es así. La
corrupción, el saqueo y otras violencias del sistema siguen jugando con la
vida y dignidad de millones de seres.

Manifestando sincera consideración y estima por personas y por esfuerzos
colectivos que han aportado impulsos encomiables desde diferentes lados,
dicho acuerdo final lo saludamos muchos que respetamos esa voluntad de
disminuir notablemente la tragedia de la guerra, conocedores directos de la
determinación de construir el mejor pacto posible, que viera realizadas
aspiraciones de paz y justicia. Ese compromiso debe ser reconocido por su
valor.

Con la misma franqueza, es obligado pensar críticamente y develar que
aquellos objetivos supremos no han sido logrados: que todavía está muy lejos
forjar una paz digna con certezas y no con promesas. En consecuencia, una
elección moral y política es no aplaudir todo lo suscrito, sin que equivalga
de ningún modo a respaldar a quienes orientaron desde las élites votar No
cuando fue convocado el plebiscito para refrendar por votación directa lo
pactado y siguen torpedeando de muchas maneras ese empeño.

Sabemos cómo el triunfo del No desencadenó una etapa de re-negociación de lo
preestablecido en Cuba, que tomó en cuenta principalmente las objeciones
formuladas por la extrema derecha y otras expresiones políticas y sociales
conservadoras. Una parte importante de sus tesis, claramente victoriosas,
derrumbaron algunas reivindicaciones históricas que mantuvo las FARC y que
también eran y son de amplios sectores populares organizados, fraguadas en
al menos seis décadas de resistencias, después de profundos sufrimientos.

Poniendo los ojos con anhelo en tres efectos inmediatos como son: - el hecho
de que se acabe una confrontación militar que venía siendo degradada y
terrible para la población; - neutralizar en el tablero apenas un poco la
voracidad política de esa extrema derecha insaciable, al haber acogido en la
negociación parte de su ideario; y - a largo plazo trazar un horizonte de
construcción de paz que dependerá de que exista buena fe de las élites en
cumplir e implementar lo pactado, es imprescindible a la par escuchar y
acompañar con análisis y tareas prácticas a comunidades, movimientos
sociales, presos políticos, organizaciones populares y víctimas de la guerra
sucia que esperaban otros derroteros y no esta derrota provisional, cuyos
tejidos en sí mismos conforman una conciencia despierta a contracorriente de
lo que hoy es celebrado mediáticamente en Colombia y afuera por algunas
gentes: un acuerdo de paz barata y negativa, que no ha supuesto el arranque
de un proceso de cambios democráticos en la vida colectiva.

Frente a este proceso de paz ya fueron señaladas algunas tendencias
preocupantes, en un sumario o contexto que nos concierne, en lo personal por
una responsabilidad asumida como uno de los asesores de las FARC desde 2013
hasta comienzos del 2016. Ante la confirmación subjetiva y quizá equivocada
de contenidos y proyecciones vergonzantes en lo obtenido por el statu quo,
no se declina hoy del deber de arriesgar una recensión e insistir tercamente
sobre la necesidad de un debate respetuoso y con mínimo rigor apoyado en
algunas miradas conceptuales críticas, lo más objetivo posible, siendo
necesario madurarlo más allá de grupos de izquierda o de personas que no se
toman el trabajo de leer y estudiar lo establecido para contrastarlo con la
supervivencia que bulle, que se han congratulado con lo alcanzado sin
avistar razones por las que puede ser engañoso. Pese a ellos y con ellos es
preciso afrontar lo que viene, reelaborar la esperanza, en un arco social
diverso que no renuncia a la vida digna, es decir a un proceso de paz
transformadora.

Siendo la política el ejercicio realista de negociar y ceder muchas cosas,
incluso en el terreno de los principios más costosos que configuran la
identidad ética, si hay cuidado por la coherencia inscrita en ideales de
emancipación, la política es también otra cosa: la lucha por no pagar todo
el precio que demanda el adversario, pues si no existieran límites, no
habría entonces valores de diferencia y careceríamos ante todo de propuestas
alternativas.

De tal modo, en este ensayo planteo que al lado de la importancia de cesar
la desgracia de la guerra viciada, siendo hasta ahora ese el logro relativo
de lo acordado en La Habana por la demostrada y bien recibida disminución de
la confrontación bélica, definitiva de una parte y no de la otra, debe
encararse el futuro de lucha desenmascarando la paz McDonald´s, negativa y
señorial que predomina y ha salido reforzada en lo cultural, en lo social,
en lo económico y lo político. Para ello cito unos pocos aportes de autores
que para otros contextos, aparentemente menos horrorosos, han fundamentado
ciertas aproximaciones o categorías que nos pueden ser útiles al develar
nuestros anclajes de injusticia y violencia.

3. Referencia

Entre 2012 y 2013, entre varias metáforas y conceptos posibles, quien esto
escribe aplicó uno (la McDonaldización de la paz) para nombrar la tensión y
sucesión previsibles en el proceso de paz recién instalado en ese entonces
entre el gobierno Santos y las FARC
(http://revistacepa.weebly.com/revista-n-16-nuevo.html y
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=171077).
<http://www.rebelion.org/noticia.php?id=171077>

Entre la dicha colectiva que supuestamente a todos nos embarga, dicha
metáfora puede parecer distante y rimbombante o sólo medianamente oportuna,
por sonora asociación con la victoria de Donald Trump hace un poco más de un
mes. En realidad es mucho más que eso, en momentos en que el mundo asiste al
teatro y a la realidad de la política “dilemática”, con la cual aterroriza
el arribo de ese personaje y se ven(den) los vencidos reformadores dentro
del sistema (los Clinton de cada país) como encarnación viva del “mal
menor”. Mal que, al igual que una paz pobre, debe ser preferida en ese
dilema, vendiéndose que el único camino que quedaría es convivir con la
decepción, la promiscuidad, la esquizofrenia y la impotencia, y no con la
hecatombe. Resignación en últimas que nos hace pieza activa o pasiva de ese
mal más pequeño. Es decir, que debemos a futuro sucumbir en esa trampa para
no perecer, guardando conveniente silencio, se nos dice, para darle
oportunidad de despliegue redentor a esa forzada opción menos mortal que
supuestamente hemos consentido nos represente.

Es con esa impronta que ha operado en parte la razón política con la que se
ofrece en Colombia la paz hasta ahora pactada como el triunfo del “mal
menor” (salvando innegablemente cientos de vidas y evitando terribles
sufrimientos: nadie pone en cuestión esto), cuando no la gloria del mejor
acuerdo firmado en la historia reciente de la humanidad, como ha exclamado
el presidente Santos en la ceremonia en Oslo el 10 de diciembre, citando un
estudio del Instituto Kroc, argumento repetido también por otros.

Pero enseguida puede pensarse que el título de McDonaldización es del todo
una mención inconexa, que nada tiene que ver con Colombia, nación de
flamante “tradición democrática”, y que en ese terreno de los valores, como
sus gentes no son predominantemente consumidoras de los menús McDonald´s, no
reproducen por ende esos impasibles estándares de vida. Es más, tan lejos
estamos, que es un país donde cientos de niños y ancianos ni eso tienen,
donde mueren de hambre cada año, como nos lo recuerdan la cifra indicada de
los 81 menores muertos o de los cinco pequeños ataúdes mencionados, y donde
millones sobreviven en la indigencia. En efecto, cualquiera diría: ¡es mejor
tener McDonald´s… a no comer nada!

De eso precisamente trata esta reflexión: que en la realidad colombiana sí
puede aplicarse ese concepto de McDonaldización en relación a la servidumbre
racionalizada y sus productos culturales, en tanto una sociedad así, donde
arbitra la codicia y la impunidad como patrones colectivos devenidos o
basados en vasallajes de violencia, ha sido interés, medio propicio y
consecuencia de la barbarie; y también en tanto se tiende “realistamente” a
la subordinación “democrática”, como se prueba más allá de la coyuntura de
aceptación acrítica de lo renegociado con las FARC o del beneplácito por lo
cedido, al igual que el eslogan de que eso debe ser duplicado por el ELN,
admitiéndose por múltiples sectores con banderas políticas discordantes que
no hay más opción que engullir baratas raciones de paz como renta de
despojos, cuyo sustento o nutrientes quedan en entredicho, porque se ha
preferido obviamente el “mal menor” (consentir la reproducción de un orden
de injusticias que supuestamente sólo pueden superarse “en otro momento”) al
“mal mayor”: el conflicto armado.

Por eso puede valer el discernimiento con este concepto sociológico y
político, o proponerse para pensar con serenidad no sólo la actual situación
nacional sino el ambiente cultural para los próximos decenios, la atmósfera
creada de conformidad e indulgencias, o sea de pobreza ética ante una “paz”
pendiente de la elasticidad de una implementación que ya se admite inestable
por cuanto habrá pocos recursos financieros y otras “prioridades”. Es una
paz más caracterizada por las migajas que por los bienes comunes; la
pacificación que reinará entre millones de personas desposeídas y
administradas, sin que hayan pisado jamás esos locales de comida chatarra y
aparentemente no estén bajo el influjo de la cultura de ese fascismo
licuado, palpable en la combinación de indiferencia y en el sentido de
pertenencia del que gozarán o gozaremos por mucho tiempo, salvo que se
construya un proceso de paz más digno, con cambios democráticos, como es
posible todavía hacerlo entre una diversidad de actores, pese a que esa
propuesta sea vista como minoritaria e idealista.

Llamamos McDonaldización de la paz a esa ilusión y solución falsa que
revestida de pragmatismo y racionalización, supone la eficacia del “bien”
basura bajo la tendencia del cálculo, el control ejecutivo y la eficiencia
de un diseño decidido por pocos y operado por miles; a la provisión y
sobresaturación de sus cantidades en el marketing, en oposición a otra
calidad posible.

En 2012, el Establecimiento proponía en esa racionalidad, además de
impunidad para sí y castigo para el oponente armado, un proceso de paz
exprés, una negociación rápida, y lo que realmente era grave: una paz barata
y superficial (y lo reproduce coralmente hoy para el ELN), surtiendo la
(in)gestión de escasas reformas o el ardid resultante de papeles y no de su
paso procesual a la realidad, donde reina la exclusión y la violación de
derechos de amplias mayorías.

Decíamos entonces que tal imagen no es chocante al mundo, sino congruente
con el dominante paradigma nihilista y neoliberal, triunfador casi por
doquier, que induce a formaciones neofascistas, que se impone globalmente
como ruta, según el cual debe eliminarse toda distorsión perceptiva y
preceptiva de derechos, toda demanda emancipadora y de virtud dialéctica,
toda interrupción social a la mercantilización y su “cultura” plástica, cual
McDonaldización de la sociedad, como describió hace más de veinte años el
sociólogo estadounidense George Ritzer; una McDonaldización del mundo y
dentro de él de Colombia; una McDonaldización del proceso de paz como
deglución atropellada o ingesta de una comida chatarra, rápida y barata, y
no la producción de cambios democráticos efectivos que afecten con costos a
los privilegios y a la impunidad de minorías que los ostentan. La dejadez en
el cuidado de la humanidad y la imperante in-cultura del desprecio hacían
prever que fuera burlada la necesidad de una paz mínimamente transformadora.

4. Licencia moral

Sucedidos hechos tan graves como el asesinato del comandante de las FARC
Alfonso Cano (noviembre de 2011), ordenado desde la Presidencia, luego de
años de intensas campañas militares y paramilitares, y una vez esta
guerrilla realizara gestos como renunciar a la retención de personas por
razones económicas o de impuestación (febrero de 2012), o lo que en el
lenguaje común de tipo penal interno se llama “secuestro extorsivo”, las
partes trabajaron en secreto varios meses para presentar en agosto de ese
año una agenda que Santos marcó con la existencia de unas líneas rojas,
impuestas no sólo como muros simbólicos sino como desmembraciones de la
realidad con las que consiguientemente se precarizó y se redujo de modo
sustancial el debate al sustraer temas tan cruciales como los efectos
devastadores del modelo económico y la doctrina de las fuerzas armadas. Eso
no se tocaba, y en efecto esas vastas materias no se trataron. Santos lo ha
recordado los últimos días en su periplo europeo, desde cuando llegó a Oslo
y dio su conferencia de prensa el 9 de diciembre. En ello ha sido muy
coherente con sus autorizaciones y círculos de poder.

Esa formulación de tales barreras, se expresa estructuralmente dentro y
fuera de los procesos de negociación con la guerrilla, como alienante,
imperioso, despótico e indolente amurallamiento donde nada que atente contra
los privilegios puede traspasar y donde se resguarda una fijación que luego
sí ha sido trasladada de manera eficaz. Con ella se recuerda la existencia
de un vencedor objetivo en campos de batalla relatados sin la narración
completa de la guerra (sucia) en la que se impuso. Una casta de triunfadores
a la que debía dársele además una licencia moral adicional al rol operativo.
Y aunque no hubiese aniquilación militar de la guerrilla, sí había formas de
disuadirla para obtener de ella un trato que implicara patente de
superioridad del Estado.

La supremacía de la institucionalidad era tautológica: para proseguir a las
etapas subsiguientes se asignaba así misma la responsabilidad obvia de
observar unos límites insalvables de su juridicidad: reclamaba y reclama
como prerrequisito la validez de su matriz y de sus reglas, demandando el
consecutivo reconocimiento de legitimidad para continuar (com)prometiendo
cambios formales. Éste es simultáneamente su segundo papel: ser esa
institucionalidad gestora principal del quiebre progresista que se
introducía. Tal es la actuación doble y articulada para orquestar en su seno
la apertura con la que se dejaría atrás más de medio siglo de confrontación.

La alardeada y predicha naturaleza neutral del Estado como sujeto de Derecho
imparcial, su discutida mediación, impuso de modo argumentado esa falacia
que deduce una representación de la sociedad en general, frente a los
violentos que volvían a la normalidad y sus recintos. Y con el éxito de ese
llamamiento en la Mesa se impuso el carril de la organización dominante
sobre las ideas de la insurgencia, recalcándose los silogismos de los
monopolios, las atribuciones y los mandamientos públicos, como el uso de la
fuerza armada y de la justicia. Le era preciso esa autorización no sólo
material sino espiritual a las fuerzas guardianas de un orden
constitucional, logrando en esa carrera disipar dudas: no había
homologaciones posibles. Dar no sólo ese pase operativo sino hacer la venia
moral al Estado que se sentaba a la Mesa con personas fuera del orden, que
debían resocializarse, resultó ser un precepto para poder avanzar. A partir
de hacer valer los límites de su mandato negociador en nombre de la
sociedad, el Estado, aupado por los poderes de las élites y sus medios de
comunicación, difuminó el teórico equilibrio con la contraparte,
imponiéndose no sólo un ritmo institucional y los cánones de la legalidad no
alterada, sino sus razones de ser en función de los intereses no públicos
sino privados de un bloque histórico dominante.

En ese concierto paulatino es probable que, además de lo firmado en el
Teatro Colón y de lo afirmado en diversos actos, pueda entenderse la senda
de esa licencia moral y la evolución de la observancia que las FARC
dispensaron desde antes, y hoy por supuesto procuran, simbólica o
materialmente, a entidades oficiales, incluso entre ellas a cuerpos de
seguridad del Estado claramente comprometidos en corrupción, crímenes y
represión (Cfr.
http://www.farc-ep.co/comunicado/saludo-a-los-todos-los-policias-de-colombia
-en-su-dia.html).

Con hipótesis de contraprestaciones tanto en materia de seguridad jurídica o
garantías para sí (v.gr. una eventual y recortada amnistía a los rebeldes,
que está en trámite parlamentario) como en el tratamiento de algunos
problemas de dimensiones colectivas o nacionales (lo agrario, la
participación política, la cuestión de las drogas y algunos derechos de las
víctimas, además de otras derivaciones hacia el conjunto de la sociedad,
conforme a la agenda), las FARC socializaron sus tesis y refutaron con
inteligencia durante unos años parte del esquema simplista del proceso ya
McDonaldizado, prolongando en el tiempo necesario el diálogo para el
respectivo pre-acuerdo de cada punto programado, es decir no abreviando,
como sí era la idea rumiada por el Estado en el origen al querer imponer un
proceso exprés. Lo que pasó lo conocemos: se fue difiriendo o remitiendo a
decisiones posteriores que debían rearticular un corpus o tratado de paz con
una refrendación o convalidación final, cuando todo estuviera acordado, que
en la inicial visión de las FARC debía coincidir con un caudal o empuje
social y político bajo la convocatoria de una Asamblea Constituyente,
procedimiento que abandonó cediendo en junio de 2016 a favor de la propuesta
de su adversario.

Se ha llegado, como es lógico, a diferentes reconfiguraciones de rasgos de
los que eran contendientes y hoy están prestos al arte de la política del
realismo más extremo grabando concesiones hace unos años impensables,
justificadas en la reconciliación suya que ofrecen como plataforma idónea
para la sociedad entera, sin serlo necesariamente. Pero arriban a todas
luces de manera desigual, visto el conjunto de decisiones estratégicas hoy
expuestas, para las cuales han obrado en paralelo otras dos líneas: de un
lado el trato y la co-responsabilidad formalmente horizontal de ambas partes
como sujetos con competencias equivalentes o simétricas, y de otro lado la
maquinal hegemonía del Gobierno, la primacía de su razón razonada y al mismo
tiempo incrustada con un tipo de condicionalidad que sustituyó a pautas de
proporcionalidad y reciprocidad.

En su magnánima oferta de pacificación sin exterminio, sin solución final,
el poder establecido trazó algunas cesiones importantes, inclinadas esas
estructuras objetivamente opresivas por la prospección de una paz
naturalmente funcional: para tranzar sobre ajustes institucionales y
modernizantes ya en camino desde años, para admitir avances o mejorías en un
ejercicio de reformas nebulosas y de apertura en un nuevo ciclo histórico, a
cambio de que los alzados en armas de las FARC declinaran definitivamente de
la rebelión. En ese emplazamiento ese poder, hoy reforzado y no reformado,
no se despidió nunca del realismo cínico, confirmando como punto de partida
y de llegada el inherente al proceso de racionalización deshumanizadora de
unas instituciones cuya premisa es su presunción de democráticas, dictando
con ello el destino de la obediencia última que se les debe sin que quepa
hoy justificar un ataque a su buena marcha; garantistas, representativas y
receptoras de los ex subversivos, en tanto éstos hayan desandado su camino y
se reincorporen.

En esa exhortación ideológica de aceptar y mantener indefectiblemente la
médula del statu quo hasta ahora inamovible e inconmovible, que insta a que
se acoja la guerrilla a la última oportunidad de negociación favorable que
puede tener, se le apremió poniendo en la Mesa el precio de la
reconciliación: tener que aceptar altos niveles de impunidad de crímenes de
lesa humanidad cometidos por el Estado. Ahí está la licencia histórica. Y
ahí está su opuesto: la memoria contra la derrota.

5. Logros y fracasos

De ningún proceso de paz ni de ningún proceso radical de cambio social de
alcance revolucionario pueden esperarse transformaciones superadoras
automáticamente del orden de injusticias establecidas y producidas que nos
preceden y proceden como biopolítica (diría Michel Foucault) configurándonos
colectivamente, resultado de un sistema complejo de dominación a lo largo de
siglos. Este examen no es por ello incauto. No se refiere a lo que un
tratado de pacificación no puede afectar directa y mecánicamente, sino a lo
que sí es posible esperar una vez convenida la finalidad y el carácter
instrumental de una agenda que incluye los cimientos subjetivos o móviles de
la violencia como también una base de sus denominadas y reconocidas causas
objetivas. La Mesa de La Habana, ni la que esperamos haya con el ELN, los
resultados de una y otra por sí solos no pueden engendrar ya un nuevo país,
sino apenas pueden generar las condiciones elementales para su
reconstrucción democrática.

Siendo el objetivo declarado y conseguido evitar miles de muertes, heridos y
dolores propios de una guerra que rebasó hacia prácticas de descomposición,
ningún argumento puede ser válido para pregonar la continuidad del conflicto
armado que ya cesó entre dos actores, cuando tanto las FARC como el Gobierno
asumieron para sus respectivos ámbitos y correlaciones que había llegado la
hora de finalizar entre sí esa confrontación militar. Fue el propósito
central de las conversaciones sostenidas durante más de cuatro años
(2012-2016). Dicho proceso es por ello ciertamente valioso y debe ser
defendido, aunque tenga defectos que causen desconcierto o lo hagan
decepcionante.

Sin duda su beneficio más alto y encomiable es la denominada paz negativa, o
sea la gradual superación del conflicto armado (usando términos del teórico
noruego Johan Galtung): el hecho de parar en gran medida el desangre que
genera la confrontación bélica entre esas dos partes. Primero con un
desescalamiento de acciones y luego con el pacto de un cese al fuego y de
hostilidades bilateral. Quizá a esa paz negativa y no a otra se ha referido
Santos cuando recalcó en Oslo en la ceremonia del Nobel: “La guerra que
causó tanto sufrimiento y angustia a nuestra población, a lo largo y ancho
de nuestro bello país, ha terminado”.

Esto nos recuerda lo expresado por Erich Fromm en 1963: “Aun cuando la paz
no significara más que la ausencia de guerra, de odio, de matanza, de
locura, haberla alcanzado figuraría entre los logros más elevados que el
hombre pueda haberse propuesto” (La condición humana actual, Paidós,
Barcelona, 1986, p. 112). Enunciado humanista que el propio Fromm relativiza
invocando otros valores de emancipación, y que contrasta con el humanismo
social del derecho a la rebelión como último recurso, que impugna las
condiciones de opresión presentes en las violencias estructural y cultural
(siguiendo de nuevo el famoso triángulo de violencias acuñado por Galtung).

En segundo orden, resultan destacables o significativos del proceso de La
Habana algunos logros en materia humanitaria o de alivio del dolor y la
incertidumbre (por ejemplo ensayos de desminado parcial, como lo recalcó
Santos; o la búsqueda y entrega de restos de algunas personas dadas por
desaparecidas, de las más de 60 mil, como olvidó decir el presidente). Y en
tercer lugar la confección de ciertos programas en germen desde hace años,
de encaje y efecto institucional, que tienen como beneficiarios a diferentes
espacios, planes que recuerdan obligaciones de un Estado Social de Derecho
en tanto refuerzo declarativo de deberes sociales, económicos y políticos,
al igual que compromisos en relación con la justicia restaurativa. Todo lo
anterior positivo.

En esa balanza, el saldo negativo o de fracasos está signado por las
evidentes carencias ya anotadas, siendo nuclear la deuda de una resolución
participativa popular que debía instituir hacia un nuevo contrato colectivo
que intervenga sin aplazamientos y con probidad causas socio-económicas y
políticas de la violencia; y entre otros focos la impunidad del terrorismo
estatal y paraestatal (que luego se mencionará, no siendo analizada a fondo
en este escrito; será en uno posterior).

Sobre lo primero, es claro que las clases no acaudaladas sino desposeídas y
dolientes, su multiplicidad de tejidos duramente segregados y atacados en
décadas de guerra sucia, no fueron siempre representadas con coherencia o
cualificadamente por todos los invitados periódicos del conglomerado asiduo
en La Habana. Más allá de esporádicas o exiguas sesiones o foros con
sectores sociales, o de audiencias y encuentros con víctimas, la constante
fue un diálogo y unos acuerdos de cúpulas, cuya marca describió así el
prestigioso investigador Luis Jorge Garay: “Los acuerdos de La Habana
básicamente son un acuerdo de élites. Las élites del poder y las Farc hacen
un acuerdo para que esas élites puedan funcionar coordinadamente / Por
ejemplo, justicia es un acuerdo de élites que va a implicar un perdón y
olvido y que no va a transformar a la sociedad”
(http://lasillavacia.com/historia/los-acuerdos-de-la-habana-b-sicamente-son-
un-acuerdo-de-lites-luis-jorge-garay-55462)
<http://lasillavacia.com/historia/los-acuerdos-de-la-habana-b-sicamente-son-
un-acuerdo-de-lites-luis-jorge-garay-55462>

No habiendo sido una negociación sólo sobre las realidades militares y las
razones subjetivas de las FARC en el orden de su desaparición como guerrilla
y su tránsito a la legalidad, sino de lo que justifica el derecho a la
rebelión, o sea problemas objetivos de la realidad social, cultural,
económica y política más honda, en La Habana no se pusieron en la Mesa todas
las demandas sustantivas básicas de las clases populares en su propia voz,
con su argumentario, organización y representación. A través de los
cálculos, discursos y dispositivos en los croquis institucionales de salida
de la confrontación, contaron secundaria o marginalmente. Los convenios de
las partes que transaban y sus engranajes a partir de la señalada situación
militar y política, no necesitaron siempre, sino sólo de vez en cuando, de
la manifestación de otros no convidados que, se pensó, podrían interferir
con más idealismo que pragmatismo.

En esa polaridad o binomio, las capacidades coercitivas de los bandos y sus
coordenadas ideo-políticas se subsumieron o transfiguraron. Pero sólo de una
parte. Sin que las fuerzas represivas dejaran de matar, desaparecer,
amenazar o apresar, sin establecer depuraciones o cambios en las fuerzas
armadas estatales y paraestatales, sin garantías o compromisos radicales de
no repetición de crímenes y doctrinas, renovándose la información y el
accionar de la inteligencia militar y policial, el Gobierno dispuso un
receptáculo de apremio y compromiso con las FARC. Éstas, por el contrario,
cumpliendo lo estipulado, sí comenzaron a enseñar parte de sus trazados
operativos y a aprestarse para la dejación de su estructura y de sus medios
de ejército popular, mientras creció la expectativa por su mutación a
organización legal. Es la razón que explica por qué el principal rédito para
el orden instituido fue la paulatina exposición y desactivación del
potencial insurgente a cambio de su incorporación cierta, irreversible y, se
supone, segura en la legalidad, mediando un nivel de cauciones económicas,
políticas y jurídicas.

Entretanto, no contó la inmensidad del país para otro nivel de cauciones,
pues los contenidos ajenos o por fuera del control directo, que trascendían
la vida misma y el entorno de las FARC como aparato y organización
político-militar, es decir lo social, lo económico y lo político de terceros
que son millones de excluidos, para eventuales beneficios de sectores
sociales como son las amplias franjas del campesinado desplazado y
empobrecido o los pobladores en estado de miseria en las ciudades, se
relegaron a un devenir incierto, a una posibilidad, a una implementación
gruesa que excluye temas vitales, la cual dependerá de la buena fe del statu
quo, ejecución posterior a la desmovilización y no concomitante y
proporcionada con ésta, salvo en lo que deba facilitarla o asegurarla. O
sea, fue otra la velocidad y otro el plano de realidad donde se proyectaron
y transaron los temas externos, para aplicarse en otro momento, como
hipótesis, con un compás contingente y con baja condicionalidad.

La muy insuficiente participación social como demarcación de forma que fue
en realidad cuestión de fondo, la ausencia de voces críticas y propositivas
por cuyo vacío se endurecieron y complementaran con carácter fatídico las
líneas rojas de Santos y al final las líneas duras de Uribe o de los voceros
del No en la re-negociación, produjo consecuencias naturales al no estar
presente una auténtica postura independiente y alternativa en la Mesa.
Indujo esa interacción cerrada a un intercambio de pares con intereses
limitados a sus políticas verticales. No a una concurrencia o Mesa abierta
en la que se hubiera exigido dar pasos mínimos y ciertos de una paz
transformadora, prestar garantías y establecer compromisos reales de no
repetición y de Nunca Más. En La Habana no se avanzó en ningún momento en la
depuración de las instituciones. Y en esas ecuaciones de conveniencia, en
las lógicas de una violencia estatal presumida como legítima, anidó por
consiguiente una monstruosa deformación ética y jurídico-política como
precio del arreglo último. De ahí que la impunidad de los crímenes de Estado
y del Establishment sea la otra gran deuda.

Existiendo avances teóricos defendibles o focos estimables relativos al
derecho a la verdad u obligación de veridicciones respecto a graves hechos,
además de alternativas de reparación y redención por fuera del uso
preferente de la cárcel, lo cual es bueno, el sistema de justicia pactado
por el Gobierno y las FARC genera sin embargo al menos dos graves peligros.

Primero, para la militancia de las FARC o para quienes están acusados de
ello, significa crear el riesgo de un precedente que opaca también luchas de
liberación en el mundo, por un recorte sustantivo de la complejidad y
conexidad del delito político siendo de nuevo re-criminalizados en futuras
instancias judiciales muchos combatientes o encausados, que responderán como
si fuesen criminales por hechos no proscritos en leyes humanitarias o de
conducción de las hostilidades, propios de la guerra irregular o de
resistencia y del legítimo ejercicio del derecho a la rebelión. Y en segundo
término, se favorece la impunidad de los núcleos de poder político, militar
y empresarial que estuvieron y están detrás de los autores materiales de
estrategias de crímenes de lesa humanidad cometidos por el Estado y las
élites.

Sobre esto último cabe recordar que es una verdad incontrovertible la
dirección de esa impunidad de máximos responsables y estrategias estatales y
para-estatales, como lo advirtieron con honestidad intelectual antes del
resultado del plebiscito diferentes opiniones o dictámenes de expertos
nacionales o de organismos internacionales que han efectuado estudios y
pronunciamientos sobre los mecanismos establecidos (Cfr. v.gr.
http://www.rebelion.org/docs/208980.pdf y
http://www.javiergiraldo.org/spip.php?article257).
<http://www.javiergiraldo.org/spip.php?article257>

Tras la derrota del Sí el 2 de octubre de 2016, que dio paso a una
re-negociación todavía más perniciosa para víctimas de crímenes de Estado,
hubiese sido deseable, no de manera oportunista sino con entereza ética,
reconocer que había cláusulas de impunidad y llamar a efectuar las
rectificaciones necesarias, sin custodiar y fortificar mecanismos de
encubrimiento de esa guerra sucia que persiste (Véase el interesante
análisis:
https://derechodelpueblo.blogspot.com.es/2016/11/reflexiones-sobre-el-otro-s
i-la.html). Fue manifiesta la mediocridad o el desfallecimiento de algunos
sectores en Colombia cuyo faro es la defensa de las víctimas y los derechos
humanos, que admitían sólo sotto voce cómo efectivamente había que tolerar
esos arreglos de impunidad como el no tratamiento integral de los crímenes
de lesa humanidad, la inmunidad de los presidentes, la no responsabilidad
eventual de empresarios paramilitares, los beneficios sustantivos para los
militares o policías, lo referido a la reducción sustancial de sanciones, o
la supuesta “atenuación” por la modificación de la responsabilidad de la
cadena de mando, aberración ésta que finalmente se impuso en oposición a
como la define el Estatuto de la Corte Penal Internacional, junto con las
otras.

Se ha hecho una operación muy sofisticada para vender como ejemplar un
acuerdo de justicia transicional y transaccional. El uribismo quiere
aumentar más el nivel de inmunidad, quiere perfeccionar lo que de por sí es
ya un fiasco en muchos aspectos para víctimas de crímenes del terrorismo de
Estado, violencia de cuyos fines y medios sabemos en parte, pues hace falta
todavía un ejercicio de documentación e impugnación más completo, que nos
permita hacer preguntas y que se respondan en el terreno de la demostración
de responsabilidad de estructuras o aparatos organizados de poder, como
crímenes de sistema, y no sólo de unos oficiales o suboficiales siguiendo la
tesis de las “manzanas podridas”. Debe discutirse mucho más ahora, cuando se
estén reeditando por un orden señorial de la paz, proclamas pragmáticas y
cínicas de alivio judicial a agentes de Estado (para compensar la amnistía
que se otorgará a algunos guerrilleros. Véase la opinión de agentes
políticos del uribismo y el santismo al unísono, v.gr.
http://www.eltiempo.com/politica/proceso-de-paz/los-militares-en-la-ley-de-a
mnistia-en-colombia/16774174)
<http://www.eltiempo.com/politica/proceso-de-paz/los-militares-en-la-ley-de-
amnistia-en-colombia/16774174>

Organizaciones como Amnistía Internacional y sobre todo Human Rights Watch
(HRW), que en absoluto pueden tacharse de ser simpatizantes de posiciones de
izquierda, han expresado en varias oportunidades sus reparos. HRW en 2015 y
2016 se ha referido a una grotesca impunidad en lo acordado en La Habana,
que beneficiaría a agentes estatales. Tras la victoria del No, expuso en el
marco de una posible re-negociación del acuerdo impugnado: “no existe
ninguna justificación para extender estos beneficios de impunidad a
oficiales del Ejército responsables de miles de asesinatos de civiles,
conocidos como casos de “falsos positivos”. La mejor forma de evitar esta
renuncia injustificada a la justicia sería excluir categóricamente a los
agentes del Estado de cualquier beneficio de justicia transicional acordado
con las FARC” (Cfr. https://www.hrw.org/es/americas/colombia, 3 de octubre
de 2016).

Y tras la firma del acuerdo final el 24 de noviembre en el Teatro Colón, HRW
señaló a las pocas horas cómo en maniobra de última hora el Gobierno: “de
forma subrepticia introdujo una modificación en el nuevo acuerdo de paz que
podría permitir que los comandantes del Ejército eludan su responsabilidad
por los crímenes cometidos por sus subalternos… (el cambio realizado) es una
burda capitulación del gobierno del Presidente Santos a la presión de los
comandantes del Ejército que buscan aprovecharse del proceso de paz para
garantizar su impunidad. El proceso de paz de ninguna forma puede justificar
que el gobierno sucumba ante las presiones de impunidad para los comandantes
del Ejército que temen rendir cuentas por su rol en los más de 3.000 casos
de ‘falsos positivos’”
(https://twitter.com/JMVivancoHRW/status/801891013258317828/photo/1).
<https://twitter.com/JMVivancoHRW/status/801891013258317828/photo/1>

Contra dicha voluntad de impunidad irradiada por el Establecimiento, no hubo
otra de igual potencia. Sólo la ya indicada Constancia postrera de las FARC,
que siendo lánguida algo significa y será tomada en cuenta para el debate en
los años venideros, en los que habrá que buscar otras alternativas dentro y
fuera del país.

6. Decurso de exclusiónLas FARC paulatinamente han ido acatando u
obedeciendo la institucionalidad, hasta ahora no reformada de sus vicios y
podredumbres. Además de afrontarla, las FARC han tenido que enfrentarse a la
desidia cuando no al rechazo de amplios sectores sociales mentalizados por
años en su contra por la acción perversa de medios de comunicación y por el
peso de errores cometidos, todo lo cual fue atizado en la diligencia de una
extrema derecha no neutralizada por los acuerdos de La Habana, pues sus
brazos mediáticos, de propaganda, y de maniobra política, junto a los
poderes armados dentro de las fuerzas militares y el paramilitarismo, han
permanecido intactos, con un cierto “espíritu de cuerpo” transversal
cobijado por la impunidad, la corrupción, las ganancias del modelo económico
legal o ilegal, etc., lo que a la postre le llevó a esa derecha a manipular
en contra de compromisos que el sistema aceptó formalmente en el proceso de
paz mediante la histórica apuesta de Santos.

Lo que evidentemente no pudo hacer las FARC en esos años de conversaciones,
pese a su empeño e interés en la búsqueda de alternativas políticas serias e
integradoras, fue lograr que se rompieran los diques de un modelo ya
suscrito en 2012, que si bien ordenaba un procedimiento lógico, también
cosificaba y empobrecía desde el inicio la participación social, atentando
esa cerrada perspectiva institucional que le fue enredando contra otra que
hubiese sido precursora: la de dinámicas instituyentes desde abajo, en las
que, con innegables o meridianos riesgos, se enraízan diagnósticos
participativos con alguna fuerza vinculante, por la titularidad, la
pluralidad y la condición de sujeto político emergente de la diversidad de
los sectores populares y su potencial constituyente. Éstos podían hacer oír
su voz, elevar sus exigencias, lo hicieron algunas veces superando
distancias y distorsiones que hubieran podido proporcionarse en La Habana,
sobre todo como consecuencia de un mayor empoderamiento de regentes que en
muchas visitas con impresiones hinchadas y ahuecadas exhibían un afán de
representación que no tenían del todo. Ese clamor de una sociedad excluyente
no fue concebido como central sino que se marginalizó por la agenda misma,
por métodos, actitudes y circunstancias disímiles.

Esas limitaciones sentadas en 2012 proyectaron lógicamente con el tiempo
unos frutos determinados y no otros. Con ese guion había ya en gran medida
un producto precocido y huero, que brindó la imagen de dos partes que, al
tiempo que se complementaban, procesaban sus diferencias en la Mesa en medio
de contradicciones reales y de fondo entre enemigos políticos que todavía
estaban dispuestos a atacarse militarmente al haberse aplazado un cese al
fuego bilateral y de hostilidades. La consigna durante casi cuatro años fue
combatir como si no hubiera negociación y negociar como si no hubiera
guerra. Dijo Santos en la entrega del Nobel cómo calcó una máxima aplicada
por Israel: “Algunas veces, para llegar a la paz, es necesario combatir y
dialogar al mismo tiempo, una lección que aprendí de otro ganador del Premio
Nobel, Yitzhak Rabin”.

En ese fragor con un repertorio político y militar, a diario se ofrecían
hechos y discursos en el que los contendientes pugnaban pero simultáneamente
se acoplaban, sin más líneas de consultas que las internas de sus máximos
agentes o esferas. No así hacia afuera. En esa dinámica de soberbia y
aislada de otros, el Gobierno hizo abstracción de su gemelo contendor, de su
rival en casa, fractura que con el tiempo pasaría una costosa factura: se
separó todavía más de la extrema derecha representada por Uribe Vélez,
posando Santos de tener independencia respecto de la rotunda postura
guerrerista y negacionista de su antecesor y mentor. Y a su vez las FARC se
aseguraron de protagonizar ellas solas una vocería desenvuelta, como alegada
delantera de un conjunto alternativo disperso. Los bandos se convirtieron no
sólo en contrapartes de un mismo contrato que debían defender, sino en
“socios” que pregonaron la idea de haber arribado a la solución más perfecta
posible, extasiados ante el mundo, al decir que estábamos ante el proceso
más ejemplar jamás conquistado en la humanidad, a sabiendas que una y otra
vez se rebajaban expectativas en cada puja de re-negociación y que no
estábamos ante cambios de contextos sino ante espléndidos textos que
contenían un reservorio de promesas sublimes, como se puede leer en muchas
de las 310 páginas del citado Acuerdo del 24 de noviembre de 2016.

Pese a los últimos esfuerzos por hacer que aparecieran y estuvieran grupos
sociales diversos apoyando en la Mesa de La Habana la obra de la negociación
política y su apurada última fase de re-negociación, fue palmario que no
hubo más actores nacionales cuyas exigencias de derechos pudieran incidir de
modo determinante en las cuestiones esenciales, con su caracterización y por
lo tanto con sus propensiones de solución. Por el contrario, el modelo
puesto en marcha impedía detenerse en ellos para que las partes pudieran
fluir, de tal modo que se tejieron pre-acuerdos que aunque generaron más
confianza y capacidad de resolución de la Mesa, para cumplir lo que en cada
etapa cada parte debía acometer, no fueron desdoblados a tiempo, no fueron
efectivamente recibidos y asimilados social y políticamente por sus
destinatarios, para su libre examen y ulterior defensa en la subsistencia
espasmódica de un país donde prevalece la exclusión estructural por vectores
culturales, económicos, sociales y políticos; pre-acuerdos que se
desconocieron al plantearse ciertas campañas e iniciativas en favor del
proceso de paz.

La llegada a puerto dependía precisamente, también para los que estaban en
el Establecimiento en contra de lo acordado, de que no existieran otras
voces y opiniones que las movilizadas estrechamente por las élites en sus
disputas internas; que la agitación de conciencia de los discordantes en
muchedumbres invisibles, no pudiera empantanar debates y arreglos, o
proponer cauces más hondos de una paz transformadora.

En ese dinamismo de metodologías de aproximación entre dos partes disímiles,
en cuyo ámbito de negociación no hubo nunca diagnósticos vinculantes que
vinieran de los sectores populares, clases débiles según una llana
correlación de fuerzas, pero vertebrales y fundamento en la solución
buscada, que más allá forzaran a dar pasos ciertos en los cambios
democráticos sin quedarse en meras hipótesis, en ese decurso donde los
empobrecidos no estaban presentes, se fue fraguando una costosa problemática
de visible legitimidad, que se plasmó en el peso real de la abstención al
momento de la refrendación el día 2 de octubre de 2016 tras los resultados
del plebiscito. Gran falencia que se alivió artificiosamente con la misma
receta que generó el padecimiento: acordando pocos cambios entre pocos. Esta
vez en el recinto de un órgano desprestigiado y atravesado por la corrupción
y la impunidad: el Congreso. Tal “déficit democrático” era y es una
consecuencia previsible de la que hoy olímpicamente se sigue pasando de
largo.

El país compuesto de proyectos antagónicos con mediaciones en extremo
violentas, todavía sin ningún sentido de lo común civilizatorio, empachado
de complejos históricos, en el que deambula el fascismo líquido, la
desigualdad, el oprobio, la pesadumbre, el desánimo y la insolidaridad, con
una correlación de fuerzas producto de acumulados de muerte y degradación,
fue convocado como actor en bloque sólo para ese plebiscito; no antes. En
ese momento final fue cuando su espectro se tuvo en cuenta, en un proceso
que se acusaba ya de turbio, cuando ya casi todo estaba finiquitado tras una
soberbia puesta en escena en Cartagena el 26 de septiembre de 2016.

Valga recordar cómo el plebiscito fue el mecanismo de la opción
gubernamental para refrendar, contrario a la idea de las FARC de una
eventual Asamblea Constituyente, iniciativa ésta que decayó en la dialéctica
de la Mesa en Cuba
(https://www.mesadeconversaciones.com.co/comunicados/comunicado-conjunto-76-
la-habana-cuba-23-de-junio-de-2016)
<https://www.mesadeconversaciones.com.co/comunicados/comunicado-conjunto-76-
la-habana-cuba-23-de-junio-de-2016> , imponiéndose finalmente el dispositivo
oficial (con disminución notable del umbral a un irrisorio 13% de la
votación para que fuera válida, entre otros ensambles convenientes o
ventajosos al Sí para asegurar su victoria). O sea prevaleció el modo
institucional o instituido y no el instituyente. Y como en la ruleta rusa:
tras cada giro, tarde o temprano habría consecuencias

De esa manera abrochada, tardía e instrumental, a esos efectos de aprobación
o no de los acuerdos, como obedece a la lógica de un diseño en el que la
diversidad de la participación social fue relegada o menospreciada, el
plebiscito fue embutido necesariamente en la tormenta que ambas fuerzas
neoliberales, santismo y uribismo, desataron por sus diferentes acentos
desde hace años. Una separación de hecho vivida en relación con círculos e
intereses económicos a salvaguardar, por el alcance del ciclo reformista,
por los contrapesos de la modernización institucional, por la relativa
quiebra del negacionismo, por el modelo de negociaciones de paz, por los
niveles de impunidad requeridos, sin enumerar vectores de orden
internacional.

Y la ciudadanía en sus múltiples aristas fue convidada a ejercitar en esa
tormenta un derecho infecundo en un acto habitual de unos segundos un día: a
representar una mímica en los módulos de votación cuya función es usar como
borrega a la gente que antes no cuenta para el sistema en la misma medida o
con el mismo interés. A millones de emplazados a esa jornada, les hacen ser
satélite mudo de posiciones que muchos cientos de miles no comprenden sino
superficialmente vislumbran, pese a la sobresaturación de mensajes
manipulados, o precisamente por sus hilos conductores o madejas apenas
entendidas y consumidas en algunas capas que medianamente se aproximan a los
asuntos públicos, una vez difuminadas por líderes o formadores de opinión
sus respectivas sentencias, que impactan con gran capacidad de mentir
modelando reacciones.

Esta vez, habiendo movilizado millonarios recursos cada una de las campañas,
más que la votación por el No, ganadora sólo por una ridícula diferencia
(apenas un poco más de cincuenta mil votos), teniendo que decidirse algo muy
importante para el país, contó, como en ninguna otra coyuntura, la evidencia
de la abstención y sus múltiples razones. Un 63 % de la población apta para
decidir, no acudió.

Aconteció el contrasentido del resultado, la contestación ciudadana que no
es del todo ni contestación ni ciudadana, como fenómeno de hecho y de
derecho, en un arco de esfuerzos de conciencia o de despejes frente al
enajenamiento, primando el sentimiento de impotencia, el desencanto, la
neurotización (como diría a finales de los setenta el escritor Alberto
Mendoza Morales, en La Colombia posible, Ed. Tercer Mundo, Bogotá, 1981), la
histeria, como diría James Petras, o llanamente imperando la “conducta
distante” que Bryan S. Turner describe de los McCiudadanos, a la que me
referí hace tres años (En Los tentáculos de la McDonaldización, George
Ritzer [Coord.], Editorial Popular, Madrid, 2007, p. 233 y ss.).

Reflejos en un conjunto apenas obvio cuando la vida cotidiana y los márgenes
o derechos de la gente común no han sido incorporados en sus elementales y
concretas dimensiones o sentidos de pertenencia, al no existir ningún
proceso real de cambio que les vincule; cuando no ha sido exhortado el
cuerpo social en vastas o densas representaciones y conflictos, por un
proceso de paz que se ve opaco, amañado, ajeno o injusto. Así, por esa
pluralidad de causas, en la mayor abstención registrada en más de veinte
años, de 34 millones, 21 millones de personas no votaron, siendo en la
práctica repudiado ese juego de los políticos y su tablero. Diríamos sin
rigor sociológico que ese sentimiento de repulsión sí existe, pero sin
organización estable y no tan fuerte como la apatía.

7. Cesarismo a tres bandas

Un modelo cerrado a la amplia participación social, sin un mínimo de
diagnósticos vinculantes que fueran hechos y refrendados procesualmente por
las víctimas de la violencia estructural para una paz transformadora;
orientado de un lado a mantener privilegios y del otro lado a la
favorabilidad jurídica o política de unos contados actores que debían
aceptar con antelación las normas de un ejercicio de representación para
participar de sus atributos; la confección de compromisos no aplicados ahora
sino dejados para el futuro; y continuas crisis y re-negociaciones
devaluando expectativas, condujo necesariamente al éxito de cambiar parte de
la fisonomía de un sistema para poder sostenerlo. Lo que ya es una
referencia muy común: el gatopardismo en su formulación básica; que algo o
todo cambie para que todo siga igual.

La negociación con las FARC en su desenlace triunfador en tanto terminación
de la confrontación armada con el Estado y por lo tanto la plausible
finalización de una clase y volumen de terribles sufrimientos para miles de
personas, no ha desembocado ni su modelo de solución tenía porqué culminar
en la pujanza de procesos liberadores o constructivos de una democracia
popular. Aun así, se esperaban unos resultados superadores de la mera
estabilidad o seguridad del sistema, que fueran derivaciones hacia otra
matriz y no como garantía del funcionamiento de un Régimen tal cual es y se
reproduce.

Atenazada por la inercia y la trampa proveniente del derecho instituido,
aceptado gradualmente por la guerrilla de las FARC, la salida política en
marcha no es nueva, ha sido la misma de otras épocas (incluso inferior a la
coyuntura 1989-1991, cuando hubo una Asamblea que produjo una nueva
Constitución Política). Convalida en el plano histórico un continuum, pues
en absoluto, hasta ahora, han sido modificadas las reglas esenciales de una
oprobiosa política dominante. No se ve otro curso que no sea el del
apresamiento y la proliferación de unos cánones y dinámicas que caracterizan
estructuralmente la historia política colombiana, propias de lo que el
profesor Antonio García Nossa denominó en los años sesenta la República
Señorial (Cfr. Dialéctica de La Democracia, ed. Cruz del Sur, 1971).

En un conjunto de intersecciones de actualización histórica, perviviendo la
organización del atraso y la desigualdad, de la subordinación o el
servilismo, renovación en la que han actuado fenómenos modernizantes y
postmodernizantes en los engranajes y resultados culturales de un ethos y de
una economía de pillaje y desposesión por violencia para el ascenso social y
el arribismo, al lado de circuitos comprobadamente criminales como el
paramilitarismo y el narcotráfico que estimulan precisamente canjes de
silencios y lo peor que suponen, hoy, en el meandro de la solución política
al conflicto armado, concurren también políticos y técnicos de nuevas
generaciones que reeditan en las élites una pugna o competencia entre sí y
sus representaciones partidistas, para excluir a los más, a los de abajo.
Apuestan para ello decididamente por una restauración que regule costumbres,
que normalice un nuevo caudillismo, en el que la herencia camufla a clanes o
señores de la guerra como señores y señoríos de la paz, sin que la impunidad
de castas y el reparto público-privado del poder político y económico hayan
sufrido algún deterioro. Por el contrario: existe un fortalecimiento y
legitimidad de su composición. Tal como sucedió en el pacto del Frente
Nacional, fraguado hace sesenta años (1956) para redistribuir y regular el
poder entre las oligarquías y sus maquinarias, validado en el plebiscito o
referendo de 1957.

Hoy sería prácticamente lo mismo: impunidad, reforma, dividendos de recursos
y negocios, en una geografía de la explotación tradicional, del expolio
coetáneo a la pacificación y de la corrupción transversal. Sea en el
conflicto o en el postconflicto, con sus respectivas bolsas productivas
(presupuestos para otra reingeniería militar y su exportación, inversiones
de desarrollo, y también cooperación y programas asistenciales). Quizá una
nueva vuelta de tuerca de la tesis de la Captura y reconfiguración cooptada
del Estado, que acuño en 2008 el escritor Luis Jorge Garay, para señalar
redes de poder y depredación en diferentes niveles.

Lo anterior pretende apenas nombrar y rastrear esa lógica de control
señorial, que está vista de lejos y de cerca, como una realidad estructural
actuante más allá de las personas que administren un período bajo esas
reglas.

De lejos, en diferentes sucesiones de relación poder-obediencia o
legitimación-aceptación, imponiéndose entre otras premisas la necesidad de
una guerra eficiente desde arriba para llegar a una pacificación eficaz,
como el propio presidente Santos lo ha recordado infinidad de veces (en Oslo
v.gr. en la rueda de prensa del día 9 y en el discurso del 10 de diciembre)
al señalar que hubo condiciones necesarias como debilitar en lo militar
previamente a las FARC y determinar lo innegociable, las líneas rojas que
finalmente se acataron. Y de cerca: en el marco de la situación
desencadenada tras la victoria del No en el plebiscito de octubre de 2016.

Analicemos un momento esto último, en tanto demuestra precisamente la
existencia de unos resortes del Régimen y de unos discursos convergentes
hacia franjas serviles, activadas y modeladas por estos, como se proyectaron
en la re-negociación sin verdadero pacto nacional una vez fue derrotado el
Sí. Se hizo un acuerdo a tres bandas (three-way partnership), sin contar con
más actores: las élites del No y del Sí, y las FARC, que paradójicamente
dependieron de un respaldo que no se distinguía del que debía pasar
públicamente como adhesión plena al Gobierno y su programa. Desde sectores
de una ciudadanía consciente, con distintos orígenes y talantes maleables, y
también por seguidores del No y del Sí, embelesados en la banalidad de unas
consignas propias de una sociedad McDonaldizada, que por afirmación
convulsiva se homogeneizaron por ejemplo bajo el rótulo de “Acuerdo Ya” y en
el pedido de implementación urgente de lo acordado, se haya pactado lo que
se haya pactado, cuya mayoría no se hizo ni se hace preguntas sobre la
impunidad de crímenes de sistema desde el Estado, ni sobre el refuerzo a la
propiedad privada ociosa, ni sobre la sostenibilidad fiscal, ni sobre la
negación de los derechos del campesinado, ni acerca del impacto de reformas
o medidas tributarias que engendran mayor desigualdad.

En esa encrucijada política, dicha re-negociación tuvo dos caras en las que
esos resortes del Régimen demostraron solvencia. La de la virtud de sumar en
el debate, con realismo pero forzadamente, a un amasijo de competidores de
clara afinidad ideológica neoconservadora: en suma las corrientes de extrema
derecha próximas en sus tesis al mando de Uribe Vélez. Y la del defecto de
arruinar fragmentos de un acuerdo que aunque era decepcionante en tanto
incompleto en muchísimos de sus componentes, suponía un margen de
compensaciones posibles, precisamente a condición de poder neutralizar con
medidas políticas, jurídicas, económicas y sociales a la derecha más
retrógrada detentadora y usurpadora de bienes a redistribuir. Pero esto no
fue problema, pues tal perspectiva era muy etérea y no tenía como doliente
al Establecimiento ni hubo por parte de las FARC cómo impedir que dicha
re-negociación apuntara a la baja o depreciara mínimas reivindicaciones,
naturalmente prescindibles por quienes les desdeñaron arriba; cúpulas o
señores (no más que una veintena de individuos en cada facción), que se
representan en los dos bandos de élites: las que sustentan provisionalmente
al gobierno Santos y su apuesta de paz, y la alianza de sectores de la
extrema derecha que cabalgan en el descrédito de esa iniciativa. Unos y
otros buscando cómo reacomodarse de cara a las elecciones del 2018. La
lógica de disputa señorial encarnizada en los altos estratos del poder, las
graves discrepancias que se vienen registrando arriba, traspasan el legado
de la pacificación o su ataque a otros Césares, que tendrán que abanderar
por razones funcionales algún grado de reformismo moderado, por fuera o
dentro de la implementación de los acuerdos.

En Suecia el 12 de diciembre de 2016, el presidente Santos exclamó que la
victoria del No fue una “bendición disfrazada”, “pues gracias a ese hecho se
pudo abrir un diálogo con los opositores para lograr un mejor acuerdo”. Sin
duda, como en el pasado, la legitimidad reclamada no depende de los
resultados para las mayorías sociales sino de las formas y los intentos de
arreglo dentro de las tradicionales castas, como lo han hecho
históricamente, persistiendo por supuesto entre ellas algunas diferencias.
No obstante, el refuerzo de su relegitimación y hegemonía estratégica, su
afianzamiento en el poder, en este crucial momento, es una clara
consecuencia además de la adhesión de hecho y de derecho de las FARC,
seguida de un conjunto de agrupaciones contestatarias de menor peso, que no
efectuaron ningún beneficio de inventario de ese pacto cerrado y señorial,
dándose solamente unas reuniones de reflexión, aclaración y añadidos con
pocos grupos sociales y religiosos (por ejemplo para apaciguarles respecto
del legítimo enfoque de género), sin que se ampliara en verdad el proceso
hacia organizaciones o movimientos que son genuinos en el camino de las
alternativas para un proceso de paz transformadora en tanto parte de la
sociedad más empobrecida y perseguida.

Estando ante el probable triunfo de un modelo de paz con altas dosis de
impunidad para el Estado, con exclusiones que contradicen el horizonte
democratizador y de justicia que se anhela; un modelo de transacciones entre
aparatos y no de transferencias reales de poder hacia abajo, basado en la
sistémica de los textos, en su gramática, en esbozos de lo hasta ahora
inaplicado o diferido, a partir de los cuales se dibuja la hipótesis de la
voluntad pero no la realidad de una paz estable y duradera, estamos entonces
frente a un preeminente juego histórico propicio para al engaño.

Sobre el conducción político-militar centrada en una autoridad y sus
facultades, Antonio Gramsci explicaba muy bien en los años treinta del siglo
XX, cómo puede llegarse a una situación arbitral y de equilibrio de aspecto
catastrófico entre fuerzas políticas, en las que puede darse el caso de un
cesarismo (no centrado necesariamente en un César o “personalidad heroica”
sino en una conjunción de rivales), cuya intervención puede ayudar en ese
sentido a fuerzas conservadoras que arriban a una solución de compromiso no
progresiva sino regresiva (Cfr. La política y el Estado moderno. Diario
Público, Madrid, 2009, p. 149 y ss.). No sólo se cifran pugnas y arreglos
entre Santos y Uribe, posando de Césares con sus respectivas huestes, muy
dinámicas en altos niveles de responsabilidad en el mencionado continuum
histórico, sino que esa corriente de restauración o reaccionaria intenta
encandilar a las FARC y a otros para que sean el elemento de legitimación
hacia abajo, el tercer socio, y consolidar con esta guerrilla en trance de
desmovilización ese pacto de una paz a tres bandas, con el requisito estatal
y paraestatal de impunidades convenientes como denominador común.

Dicho pacto es excluyente, no participan no sólo otros actores, sino que se
aíslan otras perspectivas, las que no estén en la misma clave del cesarismo
o el orden señorial, como se plasmó en el plebiscito de 1957 marginándose a
fuerzas de izquierda, y como se busca sea otra vez tras esta fase
post-plebiscito del 2016, y en la recta de unas elecciones en el 2018.

O sea quedarían por fuera en realidad las expresiones cualitativamente
distintas, de los sectores populares organizados, de los movimientos
sociales con programas de reivindicación de derechos, y en general tejidos
de población no apática sino doliente y creativa, activa y propositiva, que
en su diversidad está en pos de una recomposición de capacidades, a
condición, claro está, de que cese la represión, que el Establecimiento
renuncie a la guerra sucia, y puedan hacer política en un marco legal seguro
y de garantizada inclusión de sus agendas. Esas mayorías hasta ahora no han
sido tenidas en cuenta verdaderamente y por eso el proceso adolece de ese
mosaico de voces alternativas, aunque parcialmente sea exitoso en tanto una
cierta paz negativa (sólo de un lado, pues sigue la violencia política
directa efectuada contra opositores o gentes de izquierda).

De ahí que el resultado después de varios años, en lo mayúsculo, no es nada
distinto al formidable propósito de suspender el desangre del conflicto
armado, pero no el de solucionar con un básico giro las causas que sí son
posibles de abordar. No es por ello tangible hoy una paz transformadora, que
surja de un proceso altamente participativo en su forma cuyo fondo
represente los diagnósticos y soluciones que esbocen las mayoría sociales a
partir de necesidades objetivas que dan sentido o contenido a la democracia,
que no es fin sino el medio mismo en el curso del diálogo para ampliar la
mirada. Relevante el proceso de La Habana por el corolario de esa paz
negativa, críticamente debe señalársele que su solidez y profundización en
este momento trascendental, dependería no sólo de cumplir un cronograma de
implementación, sino de la inserción activa de quienes abajo han apoyado
esas conversaciones pero no han visto realidades de cambio hacia una paz
positiva. No hay otra salida más coherente que la que proyecta un mapa de
encuentros y resoluciones inclusivas y de justicia en la energía de una
solución no de papel sino consecuentemente alteradora del estado trágico de
injusticia que vive gran parte de la nación.

8. Mayorías y derechos

La paz con umbrales de justicia y dignidad, ese objetivo grandioso que es
fruto de procesos y no de espontáneas declaraciones o de actos de un día
para otro, se ha dicho, no puede depender del parecer y la inercia de
mayorías. Lo ha apuntado recientemente el profesor Luigi Ferrajoli
(http://www.fiscalia.gov.co/colombia/wp-content/uploads/FERRAJOLI-PAZ.pdf)
<http://www.fiscalia.gov.co/colombia/wp-content/uploads/FERRAJOLI-PAZ.pdf> ,
al igual que otros académicos. “La paz un derecho contra-mayoritario”
expresó así mismo el comandante Timochenko, de las FARC, la misma noche de
la derrota del Sí en el plebiscito del 2 de octubre de 2016, citando a la
Corte Constitucional
(http://www.pazfarc-ep.org/comunicadosestadomayorfarc/item/3568-la-paz-llego
-para-quedarse.html).
<http://www.pazfarc-ep.org/comunicadosestadomayorfarc/item/3568-la-paz-llego
-para-quedarse.html>

Efectivamente, se esgrime en parte con razón en teorías del derecho
constitucional y los derechos humanos, que existen categorías pre y post
democráticas, también se habla de lo esencial al ser humano y a la
convivencia social, sobre entidades de derecho natural, en el sentido que
deben estar o permanecer independientemente del voto mayoritario. Se afirma
que entre los derechos que no pueden someterse a escrutinio público está,
por ejemplo, el derecho a no ser torturado o desaparecido, y también el
derecho a la paz. O sea que no porque voten para ello cien millones de
personas como mayoría de un país determinado, pueden ser suprimidos derechos
fundamentales.

Si bien no puede eliminarse una aspiración y el ejercicio de un derecho
elemental como resultado de campañas por el Sí o por el No, siendo cierto
que no puede depender de mayorías que en determinados procesos puedan
configurar regímenes como el nazi o el fascismo, es más cierto aún que mucho
menos puede y debe depender de minorías, que, so pretexto de ser ilustradas
por la historia, sin mayor autoridad moral deciden ellas solas actuar y
definir sobre el destino colectivo. No puede ser entonces que unas minorías
iluminadas impongan unos acuerdos y determinen con exclusión cuestiones
centrales en relación con los derechos humanos y la democracia, quedando en
la vera millones y millones de seres sintientes y pensantes.

El derecho a la paz, al ser contra-mayoritario, tiene en ese sentido una
naturaleza semejante al derecho a la rebelión, que no es una invención de
ahora sino un derecho con amparo y comprobación universal. Si el derecho a
la rebelión fuera sometido a mecanismos de “consulta popular” bajo las
reglas de un sistema que precisamente la rebelión pretende derrocar, y
sometido a las lógicas del marketing y la publicidad o propaganda de las
elecciones como las conocemos en Colombia, su certamen en las urnas parte
con gran desventaja y contaría siempre con una alta probabilidad no sólo de
derrota sino de ser apabullado.

El derecho a la rebelión en ese sentido puede nacer como contra-mayoritario,
y la experiencia nos ha confirmado que es una lucha de un parto entre
soledades cuyo valor fundador de humanidad (Ricoeur) traduce algo así como
la Nostalgia de una justicia mayor (retomando testimonios como los de
Bertolt Brecht y Albert Camus, entre otros humanistas. Cfr. texto de Antoni
Blanch, en Cristianisme i Justicía, www.fespinal.com, 2005). Pero por lo
mismo, se le exige en su éxodo y en su transcurso social, ser todo lo
contrario: responder a las aspiraciones y conciencias de las mayorías
excluidas desde las cuales se explica su ejercicio con fundamento
ético-político y como razón provisionalmente histórica (ver el ensayo de
Javier Giraldo SJ, en
https://www.mesadeconversaciones.com.co/ensayo/javier-giraldo-sj)
<https://www.mesadeconversaciones.com.co/ensayo/javier-giraldo-sj> . Al ser
más mayoritaria y razonada su vocación en la alteridad (el reconocimiento de
otros), la interpelación colectiva del alzamiento lo convierte en
contra-minoritario. En este caso contra minorías que son élites del poder.

Así, si la paz no depende ni de minorías que impongan sus acuerdos, ni de
mayorías que los refrenden o los rechacen movilizadas por resentimientos,
consignas, corrupción o compraventas de conciencias, sino que debe ser un
proceso verdadero, más allá de un teórico o formal derecho síntesis, sólo
viable en tanto predicamento social mayoritario por los derechos que
condensa, su construcción es en sí misma la de consensos establecidos a
partir de principios y despliegues de democracia real, es decir popular e
integral, en una base multiforme donde radica una potencia constituyente y
sus garantías de seguridad, que equivalen hoy día a las de no repetición de
crímenes de lesa humanidad.

El concepto de mayorías no sólo se radica en el significado de un número,
tras operaciones matemáticas. Más allá de la aritmética supone en sí mismo
una tensión social por definición, frente a las estructuras y operaciones
políticas, a las que conviene muchas veces que esas amplias mayorías estén
marginalizadas o segregadas por fuerza de las relaciones producidas por
actores que buscan componendas entre sí y beneficios a sus mesnadas.

Resulta cómodo que esas mayorías no se registren como actores con presión,
no cuenten en las decisiones, sigan siendo indiferentes, no se movilicen,
sean pasivos en cinturones de analfabetismo político producido y a
disposición de partidos, porque al dejar de serlo, al tomar conciencia de su
número y calidad, derrumbarían el sistema de pactos funcional a esas élites.

Retomando al comandante del ELN, sacerdote y sociólogo Camilo Torres
Restrepo (Escritos escogidos, Tomo I, Cimarrón Editores, 1986, en especial
la conferencia en Medellín en 1963 [p. 277 y ss.]), se trataría de que
grupos mayoritarios, las clases populares, sean capaces de actuar en tanto
mayorías sociales y produzcan decisiones de cambio, como grupos de presión
efectivos que transitan a ser grupos de poder, como la democracia auténtica
y no sólo formal lo define. Un proceso de paz como el que tiene lugar se
justifica no sólo para detener el desangre originado en las acciones de
guerra o con su pretexto, sino para que nunca más vuelva a ocurrir ni esa ni
otra violencia sistemática y estructural, a gran escala, contra las mayorías
sociales desposeídas. Y el actual proceso de paz en ello defrauda mucho, se
ha quedado muy corto.

Ahora no son esas mayorías verdaderos grupos de presión, como ya lo
formulaba Camilo, y no pueden serlo en realidad por diferentes causas, entre
las que podemos contar hoy el terrorismo que contra ellas se ejerce por el
Establecimiento, la división que sufren, la falta de conciencia crítica
respecto a necesidades y bienes comunes, por la falta de organización o
articulación de envergadura nacional, entre otros factores.

El quid no está en reconocer formalmente a esas mayorías la capacidad de
votar sino en construir un proceso inclusivo donde tengan sentido y peso
dichas facultades verdaderamente colectivas de elegir o ser elegido, y que
se proyecte ante todo en las fibras existenciales, materiales y espirituales
en la cotidianeidad. No tener obligación de generar ese proceso político,
ser políticos recogidos en sus grupos de referencia como únicos
competidores, es privar a la mayoría del país del valor o la fuerza del voto
útil. De ahí que resulte muy provechoso a esas élites o a minorías que se
postulan representativas, no exigirse en un proceso de ampliación, pues al
mantener cerrado el juego ejercen en él su control y no arriesgan.

El gran historiador británico Eric Hobsbawn expresó que “los científicos
políticos han considerado un lugar común que en los Estados con grandes
cifras de ciudadanos sólo una modesta minoría participa de forma constante y
activa en los asuntos de su Estado u organización de masas. Esto resulta
conveniente para quienes dirigen, y de hecho los políticos y los pensadores
moderados han abrigado durante mucho tiempo la esperanza de que exista un
cierto grado de apatía política” (Guerra y paz en el siglo XXI, Diario
Público, Madrid, 2009, p. 131).

9. Autocrítica: la izquierda apocada

Estando más en las esferas de los disensos coyunturales entre las élites
(Santos vs. Uribe) y su instrumental institucional y parainstitucional (como
se plasma en las empresas que detentan los principales medios de
comunicación y las líneas de opinión que crean), una parte de la izquierda y
de franjas inconformes algo organizadas, grupos de víctimas y defensores de
derechos humanos, han reducido notablemente su lucidez y sus capacidades
críticas y constructivas al cifrarse en esa cuadrícula de arriba y no al
desarrollarse en los cuadrantes del antagonismo histórico que debería
constituir la conciencia del bloque popular en procesos de democracia real,
ciudadanía y emancipación.

Aún con toda la importancia del caso, pues se trataba en el plebiscito de
empujar o no ese valorado y valorizado proceso de paz, y actualmente de
exigir una implementación cabal de lo acordado en La Habana, las posturas
delineadas por parte de esos sectores se ofertaron sin debate y programa
político y en ese curso engañoso se continúan empobreciendo hasta
hipotecarse en gran medida, extendiendo su confusión al proyectar incluso
alianzas con la centro-derecha para las elecciones del 2018, desplazando
otras banderas fundamentales, de lo que debería ser la oposición real y de
clase popular frente al Régimen neoliberal y neoseñorial.

Así, siendo cardinal por sus empalmes estratégicos ante la expectativa de la
desaparición de las FARC como guerrilla y su paso a la política legal, pero
no fundamental esa mutación en tanto no está atada su desmovilización a la
resolución de amplias y muy graves problemáticas sociales en las que se
justificó su lucha rebelde, se indujo inteligentemente el problema del Sí o
el No hacia abajo y hacia la izquierda, para una toma de partido en cuerpo
ajeno. Una falsa obligación que se explaya todavía con función distractora,
como si tal pacificación se tratara en realidad de la perspectiva de una
auténtica paz transformadora, que se supone es la plataforma que identifica
a fuerzas por el cambio. En ese traslado se entretuvieron con estrechez
muchísimas de las energías sociales alternativas, con figuraciones de
postración y apocamiento, sin cuestionar un modelo de paz determinada
señorialmente, con virtudes indiscutibles pero muy incompleta, con
exclusiones.

Esto es explicable a partir de muchos signos como el seguidismo, guiada una
izquierda sólo por la cuestión dilemática que atrás se indicó, referida a la
necesidad lógica de elegir el mal menor y al impresentable requisito de
guardar silencio. No fue extraño sino generalizado encontrar que quienes no
debían portar esa contradicción ni sucumbir al chantaje ideológico y
político, hicieron suya esa opción, además activa o diligentemente, sin
preguntarse por la pugna señorial y los beneficios superiores de esa
pacificación para el sistema, sucediendo algo todavía más grave: se adoptó
no sólo como propia, sino que se asumió sin una lectura diáfana de los
acuerdos, que hubiera resaltado sus claras fortalezas pero también sus
evidentes defectos. Por el contrario, abundaron las consignas escuálidas o
la flojera intelectual y ética, y no los estudios serios sobre los avances
en materias vitales (las mejoras en el campo o en la participación política,
en el tratamiento de unos eslabones de la problemática de los cultivos
insertos en la realidad del narcotráfico, o frente a algunos derechos de las
víctimas). Una gran sordina se impuso frente a los probados terrenos
cenagosos como la impunidad de crímenes de lesa humanidad cometidos por el
Estado, salvaguardada en los acuerdos de La Habana.

Ese conjunto de movimientos y organizaciones de potencia constituyente,
desde abajo, que es bien heterogéneo y por lo mismo de una riqueza en
propuestas de empoderamiento popular, ha sido afectado sistemáticamente no
sólo por la guerra sucia y su impunidad, sino perjudicado históricamente por
hondas divisiones o sectarismos, así como por factores de más reciente
efecto y de abultada cartera que apuntan por ejemplo a la cooptación de
franjas de víctimas y defensores de derechos humanos que han perdido
criticidad, efectuada dicha captación por un sistema de poder que predica la
reconciliación sin cambios de fondo.

El comandante Fidel Castro ya advertía: “…como en toda batalla, lo mismo sea
militar que política o ideológica, hay bajas. Existen los que pueden ser
confundidos, y lo son, o reblandecidos, o debilitados con la mezcla de las
dificultades económicas… y las podridas ideas bien edulcoradas sobre las
fabulosas ventajas de su sistema económico, a partir del mezquino criterio
de que el hombre es un animalito que solo se mueve cuando le ponen delante
una zanahoria o lo golpean con un látigo / …pero también, como en todas las
batallas y en todas las luchas, en otros se desarrolla la experiencia…
multiplican sus cualidades y permiten mantener y elevar la moral y la fuerza
necesaria para seguir luchando” (“Una Revolución sólo puede ser hija de la
cultura y las ideas”. Discurso en el Aula Magna de la Universidad Central de
Venezuela, el 3 de febrero de 1999, Editora Política, La Habana, 1999, pág.
11).

Es muy fácil igualmente que ante la deseada finalización de la confrontación
armada, muchas expresiones se reposicionen y cambien su ideario seducidas
por espejismos y mercados diversos del post-conflicto, aun cuando la
realidad sea la misma o peor en muchos planos, en materia de derechos
sociales y económicos, o simplemente verificando los atentados contra la
vida e integridad personal de activistas sociales.

Recientes acontecimientos que han circundado a sectores variopintos ante la
derrota del Sí, ante la refrendación en manos de un Legislativo
orgánicamente corrupto (salvo muy pocas personas allí), ante la
incertidumbre del fast track, ya resuelta positivamente esa vía por la Corte
Constitucional, demuestran que si bien se han movilizado para defender la
perspectiva de una salida política, siendo todo ello muy laudable, también
lo han hecho quedando atrapados en el manoseo y la telaraña de la validación
de unas instituciones que son altamente cómplices, operadores o directamente
responsables de muchos de los padecimientos colectivos de un país sumido en
la injusticia. En todo caso si una fuerza que era rebelde como las FARC ha
caído en igual situación, por la lógica de un proceso concebido para una paz
hasta ahora no transformadora sino negativa, como Galtung la define, no es
del todo sorprendente que expresiones civiles y con escasas aptitudes y
actitudes también lo hagan, aglutinadas en la superficialidad de un
análisis, con lenguajes y posturas triviales, sin miramientos de compromisos
éticos más profundos.

No me refiero al ciudadano medio y su restringido ámbito de referencia, de
por sí ya sujeto a una atontamiento propio de productos culturales basura y
a la McMoralidad (Cfr. Trabajo de Suzanne S. Hudd en Los tentáculos de la
McDonaldización, George Ritzer [Coord.], p. 143 y ss.) sino a una parte de
las izquierdas que habiendo contraído un cierto liderazgo a favor del Sí en
sinergias temporales con el Gobierno, dejando de lado contradicciones y
procesos centrales, no fueron capaces ellas, por el apartamiento, la
pleitesía o el ensimismamiento que viven, de atraer e interpretar a grandes
franjas que se abstuvieron frente a una votación que las desalentaba. Se
produjo la paradoja de que ese contingente amorfo que no votó,
inconscientemente ayudó a desenmascarar por un momento la base del Régimen y
sus reglas, pues acarreó una tarea y una solución más avanzada o profunda,
en tanto lo desnudó señalando cómo la legitimidad que alega el sistema, se
fundamenta en una farsa, victoriosa sí, pero farsa al fin y al cabo. En la
que un círculo de decisores excluyentes y señoriales del centro-derecha
actúan eficazmente como bisagra y surten la fórmula de salvación de un
cesarismo no progresivo sino regresivo, teniendo que mirar más a su derecha
recogiendo gran parte de su pliego de peticiones.

En ese arrastre de negociación con el uribismo y otras expresiones
conservadoras, esa amalgama de hecho entre gente de izquierda o redes que se
esparcieron colaborando en el sainete con entusiasmo acrítico y confesamente
ignorante (muchísimos, según lo decían y comprobadamente fue así en
numerosos encuentros, sin leer los textos) de todo lo pactado, no ha tenido
hasta ahora cómo escapar de ese contubernio entre sectores del poder
dominante y sus estrategias de largo aliento. Es complicado lo haga mientras
siga propugnando sólo por endosar un modelo de paz a partir de sus minutas
institucionales, pues siendo importantes por supuesto, por definición tienen
ya unos límites aceptados y unos sujetos titulares aceptantes de reglas
regresivas en ese marco legal contradictorio. Se supeditan y ralentizan
posibilidades de movilizar y movilizarse con otros bajo un modelo
complementario que se articule al que se pactó con las FARC, el cual entra
ya en una fase de implementación con muy pocos dispositivos inexcusables y
todavía pendiente de recortes.

Me refiero directamente a la confluencia que debía haberse producido antes y
que no se dio por decisiones conscientes de todas las partes. Tarde y
objetivamente difícil, es viable pensar aún que el avance de la Mesa de
conversaciones con el ELN, en tanto se permita sea abierta y segura la
participación popular, puede acompañar cualitativamente y generar para un
conjunto de organizaciones o expresiones sociales y políticas en la
legalidad, nuevas condiciones de resistencia, formación denuncia,
movilización y acción transformadora a mediano y largo plazo. Obviamente,
como ya lo ha advertido su comandancia, sin que tenga que acoplarse esta
organización guerrillera a la horma definida por otros. Esto es lo que no
comprenden muchos progresistas.

Si no era factible una sumatoria antes de la re-negociación con la extrema
derecha, menos puede serlo ahora que se reforzaron unas lógicas de reparto
entre élites y unas instituciones inmersas en la corrupción, cuyos recursos
y encargos enfocarán en la competencia electoral y en lo más básico de la
implementación de acuerdos que adolecen todavía de mucha legitimidad,
embargada por demarcaciones o definiciones que ni esa insurgencia ni otros
compartimos, como las cláusulas de impunidad para crímenes de lesa humanidad
que el Estado ha cometido, o la falta de garantías y compromisos fehacientes
de no repetición del terrorismo de Estado y del Establecimiento, pues esa
dejadez ha permitido la continuación de la guerra sucia, como se comprueba
con el asesinato de líderes sociales. Aparte de todos los otros temas
socio-económicos vitales, vistas las políticas de depredación que se están
desarrollando con graves consecuencias para los derechos colectivos. Es un
craso error creer que la implementación supone una propulsión totalizante y
vertical, que supeditará todo y a todos, nos guste o no todo lo pactado en
Cuba. No es así porque no todo lo que de ahí se deriva concurre a un
torrente transformador. El ejemplo más protuberante es la llamada justicia
especial para la paz.

De ahí que sea una intrusión inadmisible, sin autoridad moral y científica
(no hay un método primario para deducciones de eficacia con pruebas), lo que
propone una parte de esa izquierda o entidades que se postulan como
defensoras de los derechos humanos, llevando a que lo pactado en La Habana
sea en conjunto extensible automáticamente al ELN y a otros actores
políticos y sociales que no han estado en esa Mesa. Una cosa es defender la
perspectiva de procesos de paz complementarios. Una paz completa, como el
propio Santos lo ha dicho. Esto es un imperativo ético. Pero no lo es
hacerlo bajo la lobotomía del pensamiento crítico, con censura o dócilmente,
callando sobre reparos u observaciones.

De ahí que preocupe cómo se repite sin pausa que no hay más horizonte que el
de acoger la implementación realista de los acuerdos de La Habana y que debe
descartarse otro modelo; que la no adhesión es de hecho una oposición a la
paz y fortalecer de paso a la derecha más extrema. Comulgan de esa manera
con una paz McDonaldizada, barata y pobre hasta ahora en contenidos de
cambio, que son sólo una conjetura o cuya cristalización veremos si acaso
más adelante y no ahora. Son voces que preconizan, como en McDonald´s, un
rápido suplemento promocional de un 2 x 1: que lo pactado con una guerrilla
añade a la otra. A la hamburguesa se le agregan por gratuidad o ganga una
mini o unas papas. Tal es la versión en la metáfora, de quienes ojeando el
volumen o el empaque de lo militar, piensan que lo que se negoció con la más
fuerte (FARC), no puede volver a tratarse con la otra organización
insurgente (ELN), independiente del todo de la primera y tan ajena como
respetuosa de sus decisiones soberanas.

Al respecto debe anotarse como síntesis al menos cuatro cosas. La primera es
que quienes defienden lo re-negociado realistamente al aceptar banderas de
la derecha y asumieron incluir no sólo el prisma de las disputas entre
élites sino tomar partido por una facción en las cúpulas, en verdad han
fortalecido a éstas al validar su centralidad o hegemonía cultural y
simbólica: compraron evidentemente sus productos y la convergencia actual y
futura de sus propuestas de arreglo y salida, surgidas de colisiones entre
coaliciones venidas de arriba. Fueron quienes se casaron con lo que
diestramente se les trasladó, confundiendo y diluyendo, cuando no rompiendo,
iniciativas de mayor contenido.

En segundo lugar, no pueden exigir se claudique en materias no suyas, tan
delicadas que suponen contradecir el ejercicio de alteridad y la coherencia
ética, como la decisión política de que las/os rebeldes del ELN respondan
ante tribunales e instituciones cuya legitimidad no reconocen y menos
hacerlo por acciones que corresponden al delito político, a acciones de
guerra y al derecho a la rebelión.

Por esa misma razón de una moral posible en la identidad de una insurgencia
que debe andar su propio camino de un proceso de paz, que no es apéndice y
no se ha comprometido con jurisdicciones de castigo y con mecanismos
premiales, no puede obligársele a suscribir políticas como la impunidad o
exculpación de estrategias, de estructuras y de altos mandos del Estado o
del Establecimiento. Si el asidero ético de la paz es la renuncia a
perseguir crímenes de sistema en los que se implicaron como aparatos
organizados élites políticas, empresariales y militares, además de otros
segmentos, si el precio a pagar es el ocultamiento de esa responsabilidad y
sus intereses ¿qué fundamento tienen las promesas de compromisos de no
repetición?

Y una cuarta inquietud ya tratada. Entre los argumentos de un Sí y el
desarrollo de un proceso de paz que debe ser defendido como perspectiva
idealista y civilizatoria, compartiendo forzadamente el mismo lema con
sectores del paramilitarismo, empresarios, militares en retiro, medios de
comunicación dominantes y una pléyade de políticos corruptos y con
antecedentes criminales, está el loable razonamiento que también puede y
quizá debe compartirse, de escoger el “mal menor” y no el “mal mayor”, según
lo cual vale apoyar sin asomo de dubitación el fin del desangre que trae la
guerra. La pregunta es si además hay que agregar a esa partida el costo del
silencio, si con ello deben aplazarse críticas o desistirse de
observaciones. Si esa es la condición, el llamado mal menor no es mejor
opción ética, sería sólo una artimaña por el alto precio en la dignidad de
quien renuncia, al dejar que se le imponga un peaje que los del mal mayor no
suelen aplicar con esa coartada.

10. Nombrar la realidad

En la dolorosa historia del siglo XX en la que emergieron construcciones que
apostaron por un socialismo o humanismo social, opuestas a la dominación
ejercida por la lógica del capital, hallamos la profundización de una falsa
contradicción entre la pasión por la libertad y la denuncia de la
desigualdad. Parecía entonces que no se puede ser libre ahora, no como cada
uno escoja en el proceso de su conciencia, sino que sólo había que ser libre
después de haber vencido en la historia a la opresión, en la larga batalla
que se ordenaba desde aparatos o partidos. Para el capitalismo la consigna
fue que la libertad, de quien la pueda ejercer, vale más que la justicia.

En lo que ha venido sucediendo ante el devenir de una paz que todos
anhelamos para Colombia, pareciera suceder, como antes, que se dicta la
necesidad otra vez de renunciar a lo que la define materialmente como bienes
comunes básicos; que una o varias generaciones deben desistir por ahora de
un clamor o dejar éste para tiempos futuros; que la justicia (penal ante
crímenes de lesa humanidad o re-distributiva ante aterradores niveles de
desigualdad que generan hambre y muerte) debe devaluarse; y que la libertad
(de pensar y expresar críticamente) debe estar condicionada… todo ese
sacrificio para ganar esa paz final. Esa paz McDonald´s, en tanto barata y
culturalmente no transformadora.

En el orden abstracto de la política que nos configuró durante mucho tiempo,
una polémica resurge del cuestionamiento a los medios escogidos tanto por la
revolución como por la contra-revolución. Si hoy ese lenguaje resulta
remoto, y lo que se nos actualiza está dado bajo otros nombres y conceptos,
no sólo en la coyuntura sino en la encrucijada única y perentoria que hoy
afrontamos como posibilidad de un verdadero quiebre histórico, el debate que
no podemos dejar de lado concierne precisamente a los medios para construir
la paz.

La extrema derecha vuelve y afirma que la paz no puede ser a cualquier
precio. Igual proposición ha hecho oficialmente el Gobierno. Y así mismo la
guerrilla. Las FARC por ejemplo hicieron que se respetara por encima de más
cosas el derecho de sus integrantes a ser elegidos a cargos públicos en un
futuro. Por consiguiente ese enunciado en general puede parecer
aparentemente idéntico en las antípodas políticas. Ciertamente no puede
renunciarse a todo para ser acreedores y deudores de una paz selectiva. Cabe
en consecuencia indagar por los fundamentos de justicia que tiene cada
proceso y sus programas confrontados. Es un principio de límites que nadie
rechaza al estar inmenso en una dialéctica de mutaciones menores y de
cambios mayores.

Atrapada con desvarío en la contradicción de élites e institucional, que no
era suya sino escogida por el poder, parte de esa izquierda en sus porciones
y en sus desniveles, debe dejar de mirarse en ese espejo y recobrar una
dimensión histórica de esa dialéctica, superando su estado actual y
movilizarse sin que su eje fundamental sea el del reparto Santos-Uribe, no
sólo a la espera de votos sino impugnando la lógica que prescinde de la
realidad objetiva al hablar de paz. Es decir, rechazando el discurso de
evasión, poniendo en la mesa del debate diario los datos que confirman a
Colombia como uno de los países no sólo más desiguales del planeta, siendo
uno de los más ricos por ejemplo en recursos naturales, que son saqueados,
donde la violación de derechos socio-económicos y culturales es manifiesta,
sino donde está desarrollándose un nuevo proceso de ataque sistemático
contra los movimientos sociales y populares.

Frente a la tradicional forma de engatusar y manipular, siempre en estas
décadas han existido expresiones que emprenden procesos de concienciación y
formulan diferentes formas de resistencia civil para desenmascarar a esas
castas políticas y sus engaños. Ese torrente posible de propuestas múltiples
debe ligarse a esa realidad con criterios nacidos del sentir y el pensar
desde la alteridad, con formación, no repitiendo slogan o estandartes de
promesas de diferentes actores desmovilizadores. Si avanzar a la
democratización es un objetivo, el medio es el contraste entre los textos y
contextos, sin desdeñar la diferencia entre el enunciado y la realidad. El
hecho de conocer, el compromiso con la verdad, como el filósofo jesuita
Ignacio Ellacuría lo planteaba, supone no sólo una mirada desde una realidad
y un lugar social, sino el suceso complejo de un proceso moral de quien
conoce esa realidad y ha decidido con coherencia nombrar víctimas y
victimarios de la violencia estructural.

Esto no suele hacerse hoy día, cuando se estiman sobre todo las alianzas
electorales hacia el 2018 o únicamente los ritmos de implementación con las
pausas y los topes ya preconcebidos apretadamente, con el peregrino
argumento que sólo más adelante y en una mejor posición de influencia en las
instituciones y comisiones de seguimiento, podrán resolverse esas
necesidades sociales y políticas, en otro período. No ahora, no
procesualmente ni como derivación de nuevos pliegos surgidos de la
movilización desde abajo. Así, las condiciones de lucha por derechos
fundamentales, por el ejercicio efectivo de la ciudadanía, quedan más
pendientes del éxito de campañas hacia las votaciones o de cronogramas y
equipos de trabajo constreñidos, y no de alternativas instituyentes.

Para éstas se requiere volver a elegir análisis y categorías en diagnósticos
participativos y vinculantes que supongan una refrendación procesual, que
nos posibiliten redescubrir no sólo relaciones opresivas sino concebir
soluciones para poner en marcha sin largas y letales esperas, recobrando
comprensión de las causas y las consecuencias concretas de la violencia y la
impunidad estructurales, no resueltas ahora en su ebullición y sólo
medianamente intervenidas en las páginas que contienen los acuerdos de La
Habana por cumplir.

Como hemos dicho otras veces citando a François Houtart (v.gr. en Ética
Social de la Vida. Hacia el bien Común de la Humanidad, y otros textos a
cfr. en Internet) tal aproximación se produce tomando partido desde el
conocimiento de las contradicciones y su evidencia, usando el lenguaje o
nociones que no encubran el sufrimiento. La elección del análisis previo a
la construcción ética no es inocente y a su vez, antes del análisis social,
hay un paso de opción preferencial con y desde los empobrecidos y la
sobrevivencia de la humanidad y el planeta, que ha de darse explícita o
tácitamente. Es la referencia precientífica que lleva a ver el mundo con
ojos que no son los de los intereses de victimarios beneficiados de la
violencia estructural.

Partiendo de la situación de negación concreta de la vida o victimización
real del día a día (ver del profesor Renán Vega Cantor:
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=220476
<http://www.rebelion.org/noticia.php?id=220476&titular=cr%EDtica-a-la-noci%F
3n-de-v%EDctima->
&titular=cr%EDtica-a-la-noci%F3n-de-v%EDctima-),victimización no pasada ni
en abstracto, que se produce mientras están suscritos pactos de paz que
comprometen, buscando cómo distinguir y empoderar el análisis más adecuado
entre actores diversos para una ética sobre mínimos vitales, en un proceso
de construcción de paz estable y transformadora, ese recorrido moral y del
conocimiento colectivo con diagnósticos incontestables y herramientas
objetivas para nombrar la realidad (la niñez muerta de hambre en La Guajira
o el Chocó, por ejemplo) nos ayuda a la formulación del Derecho necesario y
a las alternativas racionales para el cambio (por ejemplo la persecución en
caliente a las redes de políticos y empresarios corruptos), o sea las
reformas no maximalistas sino las imprescindibles o elementales (v.gr. la
legítima herramienta de destitución fulminante de jefes militares o de
policía donde se mate a líderes sociales, medida que de modo libre o
discrecional y en pleno derecho y con mando puede automáticamente tomar
Santos, lo cual no hace y probablemente no hará).

11. Perspectiva inmediata

Este es el problema inmediato que debe ser develado ya, señalando las
responsabilidades por la nueva etapa de guerra sucia. No es una cuestión de
las víctimas directas, sus familias u organizaciones. Es del conjunto de la
sociedad, de las garantías de seguridad ciudadana y humana para el ejercicio
palpable de los derechos de todos y todas, comenzando por las amplias
mayorías populares excluidas, que deben ser, para una colectividad en pos de
regenerarse, los sujetos fundamentales de recomposición, sin los cuales no
hay proceso histórico de verdad, justicia, reparación y no repetición. Por
eso se les mata a muchos activistas sociales que encarnan de muchas formas
esa impugnación o demanda histórica. Una persona luchadora muerta deja de
nombrarla. Así haya afrontado la realidad de mil maneras y otros queden para
nombrar por ella. Es imperativo entonces defenderla, salvar su testimonio
ahora mismo cuidando su vida y su compromiso transformador en las
comunidades ya por mucho tiempo inmersas en lógicas sacrificiales.

Esto es el que desestiman líderes de opinión y políticos de la derecha o
incluso de alguna izquierda en una sociedad McDonaldizada, que debe ser
combatida con la memoria histórica de los procesos en los que se ha atentado
y atenta contra quienes promueven una democracia real. “Fauna de
politiqueros” decía Fidel, que posponen para otros los problemas inmediatos
en el filo vida-muerte, para cuando haya mejor posición individual (la
suya)o de (su) grupo en las instituciones. Para muchos miles necesarios ya
será tarde.

En ese orden, el proceso de paz debe ser salvado impulsando un debate que lo
haga fuerte, no oponiendo dos modelos de negociación, el que ya se plasmó en
La Habana y el que en medio de grandes dificultades deben andar el ELN, el
Gobierno y las expresiones sociales que participen, sino oponiendo la
realidad o contextos de violación frente a los textos que la regulan. Se
olvida a menudo que ya existe una Constitución que en la letra salvaguarda
en extenso los derechos humanos. Luego la cuestión no está en la caligrafía
sino está primero en la voluntad de protegerlos o no. Esto permite que la
centralidad no sea la disputa de Santos y Uribe, y que de su real o fingida
reconciliación el país tenga otra apariencia, sino que la batalla
civilizatoria es entre su común clase política e intereses económicos
neoliberales frente a las aspiraciones de paz y justicia de las mayorías.

En cuanto a la Mesa con el ELN, menospreciada y cercada, proceso muy
complicado porque está emplazado históricamente para que en su camino no se
cometan más errores sustanciales por parte de las alternativas y sí tenga el
Establecimiento que ceder aplicando reformas más profundas, dicha iniciativa
debe ser por lo mismo para una paz no gratuita o barata para las élites, ni
para rendir acatamiento señorial a quienes violan lo más básico de un Estado
Social de Derecho, sino para que haya mejores condiciones propicias para la
participación de amplios sectores populares organizados y sus diagnósticos y
propuestas. No puede ser entonces un trámite exprés al punto que lo acordado
sea de baja calidad, sin que se logren espacios seguros para el
desenvolvimiento no armado de los conflictos a solucionar con el diálogo y
el consenso.

En lo más próximo, se requiere cuanto antes que el Estado cumpla
disposiciones del Derecho Internacional Humanitario, al igual que esta
guerrilla, hacer gestos humanitarios y de desescalamiento militar, o cesar
ya bilateralmente el fuego y las hostilidades, propuesta hecha por la
insurgencia del ELN a Santos y que el presidente Nobel de la Paz sigue
descartando con consecuencias graves para casi todos. En un clima de
suspensión de ataques y de cumplimiento de una agenda ya suscrita
(http://equipopazgobierno.presidencia.gov.co/Documents/agenda-dialogos-paz-g
obierno-eln.pdf), pueden orientarse importantes decisiones constructivas de
parte y parte. En los mapas de aproximación social y política que genere ese
proceso en cuanto empuje a un gran Diálogo Nacional, es posible tenga otra
proporción no sólo la tensión Gobierno - ELN, sino la misma que tan
equivocadamente es hoy la guía de muchos: la disputa entre castas del poder
de las élites, pues su peso tendrá que relativizarse.

Si es altamente participativo y seguro este nuevo proceso, que no es
caprichoso o antojadizo sino que su modelo comporta otra virtud, que es de
carácter racional o reflexivo a la vista de la realidad, se entabla por
necesidad otra dinámica, que no sólo incorpora retórica y figurativamente al
país de abajo reservando esporádicamente sillas para delegaciones
circunscritas con mediaciones, sino haciendo en lo posible su cuerpo y su
voz en directo, no por basismo, sino para hacer presentes las víctimas de la
violencia estructural y sus caracterizaciones, que pongan de manifiesto los
fenómenos más agudos posibles de descifrar, en suma los mandatos populares
proyectados a raíz del sufrimiento de problemáticas de violencia
insoportable, y que están siendo relegados por el exterminio o diferidos en
favor de una visión de inclusión que les suplanta, meramente formal y no de
construcción de condiciones verificables y objetivas de cambio. Esa Mesa no
debe alentar más promesas o hipótesis entonces, sino convertir en conexas y
adyacentes las medidas producto de consensos, hacerlas enganches
convergentes con los programas de implementación de lo que se comparta como
positivo derivado de La Habana.

Los proyectos justificados en ideas sobre la felicidad y la emancipación
humana tienen entonces una nueva oportunidad para afirmar valores de
coherencia con la justicia, la democracia y los derechos humanos. Es
cuestión de tiempo (como muchos procedimientos de estudio, observación y
conclusión parcial en las ciencias, incluidas las sociales y jurídicas); es
cuestión de investigación, por lo tanto; de aplicar unas reglas básicas que
apunten a deducciones e inducciones. Con ellas queda expuesto a verificación
cada enunciado, por ejemplo: si hay o no hay impunidad de crímenes de lesa
humanidad cometidos por el Estado, aseveración que ratifico con respeto, y
que de antemano admito puede ser demolida en su totalidad cuando en unos
años se demuestre su poca valía. O confirmada quizá en cierta medida al
verse cómo ganó terreno con un pacto vergonzoso y una aplicación todavía más
fangosa por el Estado.

12. Postales

La paz de mala calidad, barata, negativa, señorial, la paz McDonald´s, es la
de la postal de una realidad que una parte de la población colombiana
interpreta para relatar y retratar su lugar de sumisión a un orden, o su
consciente y activa participación en su mantenimiento. En ella por supuesto
la desigualdad o la injusticia no son detalles sino su esencia. Es la foto
sobre una idea de Banksy extractada como colofón
(https://metrouk2.files.wordpress.com/2013/10/ad11832959816-oct-2013-new.jpg
?quality=80
<https://metrouk2.files.wordpress.com/2013/10/ad11832959816-oct-2013-new.jpg
?quality=80&strip=all> &strip=all).

También están otras fuerzas, de esperanza y lucha. De decenas y cientos de
postales posibles que la narran, escojo alguna de las que ha hecho llegar la
Delegación de Paz del ELN, de la semblanza o las pinturas de Alejandro u
Omar, alguien que para su familia vive, aunque su cuerpo siga rehén o haya
desaparecido por parte del Estado colombiano
(https://twitter.com/hashtag/santosentregueaomarg%C3%B3mez?f=tweets
<https://twitter.com/hashtag/santosentregueaomarg%C3%B3mez?f=tweets&vertical
=default&src=hash> &vertical=default&src=hash).

Que el 2017 sea de avances, entre otros que se sepa qué pasó con los más de
60 mil desaparecidos en Colombia. Así sea.

* Carlos Alberto Ruiz Socha, Doctor en Derecho, ex asesor de las FARC y de
la Comisión Gubernamental para la Humanización del Conflicto Armado.

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