Debates/ ¿Qué murió en Cuba con la muerte de Fidel Castro? [Haroldo Dilla Alfonso]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Lun Dic 26 11:31:05 UYT 2016


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Correspondencia de Prensa

26 de diciembre 2016

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Debates

¿Qué murió en Cuba con la muerte de Fidel Castro?

Haroldo Dilla Alfonso *

Mediapart, edición en español, 27-11-206

https://blogs.mediapart.fr/

Ha muerto Fidel Castro. Con él se desprendió del muro de la historia el
último afiche de las grandes revoluciones del siglo XX. No quiero decir que
comparta el afán onírico de los conservadores de todos los tiempos acerca
del fin de las revoluciones. Estas se seguirán produciendo mientras existan
—recuerdo aquí a Brecht— esperanzas humanas ante callejones sin salidas.
Tampoco que deseche la violencia como camino, porque la violencia se ejerce
todos los días —física o simbólica— unas veces desde el mercado, otras desde
el Estado, y otras desde una variedad infinita de dominaciones latentes en
la cotidianeidad. Aquella microfísica del poder que tanto nos seduce.

Pero si creo que Fidel Castro simbolizó un tipo de cambio revolucionario
jacobinista y voluntarista, cuyos logros nunca han podido compensar sus
inmensos costos humanos. Perteneció a un siglo en que los próceres
cautivaban corazones cabalgando y armados hasta los dientes —Pancho Villa,
Trotsky, Mao, Giap, Guevara— y no a esta época en que los íconos —Mandela,
Ghandi, Luther King, Malala, Mujica— parecen más interesados en cambios
modestos y graduales pero perdurables. Como si estuvieran optando por esas
estrategias intersticiales que Olin Wright se ha empeñado en señalizar como
caminos para el futuro. Como si, sabiéndolo o no, estén desempolvando aquel
adagio de Gramsci: la clase antes de ser dominante, precisa ser dirigente.

Aunque sus panegiristas se esfuerzan en mostrarlo como un pensador del
marxismo contemporáneo, en realidad nunca lo fue. El marxismo, un producto
intelectual occidental, fue demasiado emancipatorio y libertario para sus
miras. Fue, eso sí, un ideólogo consumado y efectivo que usó al marxismo
como pretexto. Pero entre sus fuentes nunca hubo algo más que algunas
técnicas tomadas de su versión más autoritaria: el leninismo. De aquí hurtó
la idea del partido único, el llamado centralismo democrático y otros
aderezos que le facilitaron una vinculación particularmente provechosa con
el bloque soviético por más de dos décadas. De otros lugares tomó lo más
importante: del caudillismo populista la manipulación de masas; de sus
maestros jesuitas, el arte de encantar interlocutores; de sus años
universitarios, los métodos gansteriles para lidiar con hostiles.

Su legado es práctico. Tras medio siglo al frente del Estado cubano, a Fidel
Castro se le reconocerá como el arquitecto de un proyecto de fuerte vocación
justiciera. Los programas sociales que patrocinó produjeron una movilidad
social inédita en el país. Y la consiguiente creación de un “capital humano”
que aún hoy es garantía del despegue económico de la Isla y del éxito de sus
emigrados. En términos económicos su medio siglo fue un desastre apuntalado
por subsidios externos, lo que la sociedad cubana pagó dramáticamente cuando
se derrumbó el bloque soviético en 1990. Manejó la economía como un rosario
de costosos caprichos que se iniciaron con aquella deshidratante Zafra de
los 10 Millones de Toneladas de Azúcar en 1970, pero a su voluntarismo se
debe un acierto: la entrada de Cuba a un club selecto de tecnología de punta
en el área de la biotecnología y la farmacéutica.

Fidel Castro es imprescindible a la hora de explicar la geopolítica mundial
en la segunda mitad del siglo XX. La revolución que lideró obligó a Estados
Unidos a mirar a América Latina como algo más que un traspatio, y a
reformular el marco de sus relaciones hemisféricas. Lo cual, ciertamente
condujo a monstruosidades como la invasión a República Dominicana en 1965 o
al Plan Cóndor, pero también a la Alianza para el Progreso y a algunos de
los proyectos reformistas más avanzados, como fue la sintomáticamente
denominada Revolución en Libertad de la democracia cristiana chilena. El
surgimiento de proyectos alternativos de todo tipo —desde el nacionalismo
militar hasta los llamados “socialismos del siglo XXI”— son inexplicables
sin recurrir de alguna manera a la presencia de Fidel Castro en la política
continental. Su impacto en África no es necesario explicarlo. Pero como
siempre pasa en la vida, no hay resultados unívocos, y habría que reconocer
que muchos éxitos internacionales se consiguieron al costo de cuantiosos
recursos y vidas humanas, en ocasiones destinados a epopeyas militares que,
en nombre de la revolución mundial, terminaron apuntalando satrapías
corruptas y sanguinarias.

Creer que con la muerte de Fidel Castro termina el castrismo —como oigo y
leo en la hemorragia de opiniones que se vierten a la sombra del sarcófago
del Comandante— es doblemente equivocado.

El castrismo como proyecto político —un sistema totalitario que controla
todos los aspectos de la vida y pide adhesión entusiasta a sus súbditos—
hace tiempo está dejando de existir, incluso se estaba extinguiendo con
Fidel Castro al mando del Estado. Lo que hace su descolorido hermano Raúl es
administrar la conversión burguesa de la élite postrevolucionaria, y en
particular de los altos mandos militares y tecnócratas allegados. Hace
tiempo que Fidel Castro era un anciano caprichoso e iracundo que explicaba
como cocinar frijoles negros, que vociferaba contra Obama, que sugería la
moringa como la salvación ambiental planetaria, que opinaba sobre las
andanzas pretéritas de los Neandertales, entre otras muchas divagaciones
propias de su locuacidad senil. Desde su recogimiento convaleciente nunca
renunció a hablar a un mundo que solo él se imaginaba como oyente, pues los
caudillos populistas, los auténticos, nunca se retiran.

En cambio, si se habla del castrismo como tradición política, entonces poco
se va con Fidel. El castrismo no originó la tradición nacionalista radical y
autoritaria de la historia cubana, sino que la consagró. Existía antes
—larvada o explícita— y seguirá existiendo. Este es el gran reto de la
sociedad cubana.

Cuando le preguntaron a Chou En Lai su opinión sobre la revolución francesa
en 1974, dijo que era un hecho demasiado reciente como para opinar sobre
ello. Creo que hay más razones para hacerlo sobre Fidel Castro. Nada podrá
eximirlo de las terribles responsabilidades acerca de la falta de libertades
y democracia en Cuba, la división de la sociedad y la expropiación masiva de
derechos a los que emigraron, la manera irresponsable como jugó con la
hostilidad norteamericana y el desastre económico a que condujo a la Isla.
Todos los cubanos pagaron algo por su megalomanía, y al menos par de
generaciones afectaron sus existencias al calor de sus consignas, pagando
precios demasiado altos para una vida. Pero ningún juicio podrá omitir un
dato sencillo: cautivó la imaginación de generaciones enteras que fueron
beneficiadas por una revolución que terminó hace mucho tiempo, pero que aún
sobrevive como marca política.

Raúl Castro, con la voz cortada por la emoción y su falta crónica de
carisma, anunció unos funerales en grande. Imagino que sus restos serán
colocados en la Plaza de la Revolución, y que los cubanos desfilarán ante
ellos. Unos voluntariamente y otros “movilizados” por toda la parafernalia
de organizaciones que encuadran a la sociedad cubana, cada vez con mayores
deficiencias.

Decía el gran escritor cubano Lichi Diego que un defecto de los cubanos era
la renuencia a dejar pasar el pasado. No se trata de olvidarlo, pues tenerlo
en cuenta es evitar chocar cada día con la misma piedra. Pero si de
superarlo, que es la mejor manera de recordar. Ojalá que la sociedad cubana
logre hacerlo y avance hacia un futuro republicano y democrático que no
podrá obviar la carga histórica de un proceso intenso y contradictorio que
ha marcado la historia nacional de una manera inevitable para quienes
habitamos en este siglo que se hace —junto con nosotros— viejo.

Santiago de Chile, 26 de noviembre de 2016.

* Haroldo Dilla Alfonso, nacido en 1952, es un sociólogo e historiador
cubano de formación marxista crítico. Entre 1980 y 1996, fue investigador y
director del Centro de Estudios de las Américas (CEA) en La Habana. Tras la
represión contra esta institución en 1996, Dilla se vio obligado a exiliarse
en la República Dominicana, país en el que vivió durante 30 años y donde
obtuvo la ciudadanía. Ex coordinador de las investigaciones de la Facultad
Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) de Santo Domingo, vive
actualmente en Santiago de Chile, donde trabaja como investigador en el
Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad Arturo Prat. Autor
de una quincena de obras sobre la historia del Caribe, el desarrollo local,
las fronteras, las migraciones y las cuestiones urbanas, colabora
habitualmente como cronista en diferentes medios de México, Chile y
República Dominicana. También ha sido profesor o investigador invitado en
diferentes universidades de prestigio, como Harvard, Rutgers, la Universidad
de Puerto Rico, la UNAM (México) y la FLACSO México.

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