Nicaragua/ la corte de los Ortega [Jan Martínez Ahrens]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Nov 6 01:18:50 UYT 2016


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Correspondencia de Prensa

6 de noviembre 2016

Boletín Informativo

redacción y suscripciones

germain5 en chasque.net

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Nicaragua

La corte de los Ortega 

La Nicaragua del comandante Daniel Ortega celebra hoy elecciones generales
con un pie en el delirio. Junto a Rosario Murillo, su “leal compañera” y
esotérica esposa, el antiguo líder sandinista, renacido como católico y
capitalista, avanza hacia la consolidación de una autocracia tropical.

Jan Martínez Ahrens, desde Managua

El País, Madrid, 6-11-2016

http://elpaissemanal.elpais.com/

Al actual presidente de la Asamblea Nacional de Nicaragua se le encuentra
con facilidad. En el noroeste de la ciudad de León, a un costado de la calle
que lleva su nombre, se le puede visitar cualquier día. No hay protocolo ni
guardias de seguridad que protejan a la tercera autoridad del Estado. Basta
con atravesar una pequeña cancela de hierro forjado, y ahí está, a la sombra
de un espléndido árbol de nim, junto a sus hermanos Carlos, Filiberto y
Mirna. Todos juntos esperan al visitante. La única diferencia es que René
aún no tiene lápida. Pero una corona de flores y un ramo de 22 rosas rojas
indican dónde está enterrado. A un metro bajo tierra y en un ataúd color
café que al sepulturero Mauricio Cisne le pareció más ligero de lo esperado.

Hijo de un carpintero y una costurera, René Núñez Téllez fue en vida un leal
servidor del comandante Daniel Ortega. Luchó en la clandestinidad, cayó
preso, sufrió tortura, ejerció de ministro, y siempre fiel, alcanzó las más
altas magistraturas. Una existencia plena que en la madrugada del pasado 10
de septiembre, a los 69 años, terminó tras una larga y dolorosa afección
pulmonar.

Enterrado, su tiempo en la tierra parecía haber llegado a su fin, cuando el
comandante, como en los grandes días, tomó una decisión y ordenó, con apoyo
automático y entusiasta de los diputados del Frente Sandinista de Liberación
Nacional, nombrarle “por su capacidad de diálogo y consenso” otra vez
presidente del Parlamento.

Esperpento, locura o simple despotismo tropical, hace mucho que las
diferencias han dejado de importarle al jefe del Estado nicaragüense. Con él
al frente, se puede ser revolucionario y prohibir cualquier tipo de aborto;
se puede proclamar el socialismo y edificar un imperio familiar; se puede
hablar de democracia y convocar elecciones sin oposición ni observadores
internacionales. Todo es posible, incluso borrar el tiempo. La revolución,
la contra, la transición, el espíritu entero de una época han quedado
sepultados en los últimos años bajo un magma del que ha emergido un Ortega,
cristiano y capitalista, que ya no es lo que era ni lo que se esperaba de
él. Pero que cualquier nicaragüense sabe que no tiene rival y que este
domingo, junto a su “eternamente leal compañera”, Rosario Murillo, volverá a
ganar por cuarta vez la presidencia.

El camino hasta este punto ha sido largo. El guerrillero que el 17 de julio
de 1979 puso en fuga al dictador Anastasio Somoza ha conocido en las últimas
cinco décadas los vaivenes de la victoria y la derrota. Y ha aprendido.
Encabezó la Junta de Gobierno sandinista, venció en los comicios de 1984,
perdió los de 1990 frente a Violeta Chamorro, pasó casi 16 años de oposición
y en 2006 recuperó una presidencia que, a juicio de sus críticos, decidió no
abandonar nunca más.

Desde que retomó el gobierno hace casi 10 años, Ortega ha ido retirando los
obstáculos que le impedían perpetuarse. Las elecciones de 2011 dieron buena
cuenta de esta ambición. La Constitución prohibía que un presidente en el
cargo se presentara como candidato y tampoco permitía que lo hiciera quien
hubiera ocupado dos veces el puesto. El comandante estaba invalidado por
partida doble. Dio igual. La Corte Suprema de Justicia, bajo su control,
emitió un fallo que le exoneraba de cumplir la propia ley. Ganó los comicios
y, tres años después, quebró el último candado e hizo aprobar la reelección
indefinida. Un anatema en las devastadas democracias centroamericanas.

Pero aún quedaba trabajo por hacer. La gran oposición, aglutinada en torno
al líder del Partido Liberal Independiente (PLI), el economista Eduardo
Montealegre, estaba recuperando aliento. No por mucho tiempo. En junio
pasado una sentencia de la Corte Suprema despojó a Montealegre de la
representación legal de su propia fuerza para entregársela a un títere. Un
mes después, en una segunda vuelta de tuerca, el tribunal electoral acabó la
encomienda y despojó a los parlamentarios del PLI y su socio, el Movimiento
Renovador Sandinista (MRS), de sus escaños. Primero el líder, después sus
diputados. De una tacada, la única oposición real había desaparecido.
Despejado el terreno, Ortega remató la jugada nombrando a su propia esposa
candidata a la vicepresidencia. Sin fiscalización electoral ni rivales de
peso, sin tan siquiera campaña ni mítines, los comicios de hoy se han
transformado, a decir de los opositores ilegalizados, en una farsa. Un
inmenso fraude que apenas ha tenido contestación. No se han registrado
movilizaciones masivas ni las redes sociales han estallado como hicieran el
año pasado en Guatemala u Honduras ante los abusos de sus gobernantes. Una
calma chicha, profunda y doliente, reina en este país de seis millones de
habitantes y larga pobreza.

Mediodía en una calle céntrica de Managua. El termómetro marca 34 grados. La
humedad es absoluta. Cuatro obreros descansan bajo la sombra de una caoba.
Tienen entre 18 y 27 años. Les gusta hablar de comida, deportes, coches.
Ríen y responden con afabilidad hasta que llega la cuestión medular.

–¿Y cómo les va con el presidente Daniel Ortega?

–Mire, nosotros trabajamos para comer, y si le contamos esas cosas, perdemos
nuestro trabajo. Así que, por favor, váyase.La desconfianza habita entre los
nicaragüenses. Años de aplastamiento ideológico han surtido efecto. Las
protestas son débiles, las universidades están bajo control, los sindicatos
han sido domeñados y las respuestas sinceras no proliferan en las aulas ni
en las calles. Para hablar hay que entrar en las casas, cerrar las puertas,
evitar los teléfonos. Los que se atreven son pocos. Habitualmente opositores
declarados, intelectuales 

Aquí, Ortega y su esposa controlan todos los poderes. Todos. La policía, el
Ejército, los jueces hacen lo que ellos quieren.

En un rincón del alicaído Centro Nicaragüense de Escritores, el legendario
sacerdote Ernesto Cardenal brama con lo que le queda de voz. Tiene 91 años y
la melena igual de blanca que cuando era santón sandinista y ministro de
Cultura. Pero ahora está cansado, e incluso él, que lo fue todo, muestra sus
temores: “Esto es una dictadura y lo que me preguntas es peligroso, no lo
olvides”.

Cardenal está sentado en un sillón mullido y marrón. Apenas se mueve, pero
sus ojos verdes brillan con intensidad. Su centro, que llegó a publicar 220
títulos, languidece en el olvido. Se ha quedado sin fondos y el gran poeta
nicaragüense sobrevive, en el crepúsculo de su vida, como un apestado del
régimen. Sabe que le odian, mas no está dispuesto a callar: “Hubo una época
en que Ortega era muy diferente, pero se corrompió y decidió enriquecerse a
costa de un pueblo pobre. Ahora a él y su esposa se les rinde un culto a la
personalidad, como en Corea del Norte”.

Cardenal no está solo. Su opinión es compartida por muchos opositores.
Aunque todavía lejos de la oclusión cubana, la deriva autoritaria del
comandante les hace temer lo peor. “Ortega y su esposa se encaminan hacia un
modelo de partido único. Es un viaje al pasado que les está valiendo el
repudio universal. Pero les da igual. No son carismáticos, simplemente
tienen poder, más del que nadie ha logrado en este país. Y lo quieren
conservar a toda costa”, detalla el escritor Sergio Ramírez, quien fue
vicepresidente del primer Gobierno sandinista.

“No hay una dictadura en el sentido clásico, esto es un fenómeno atípico,
una forma de absolutismo, casi una monarquía. ¿Quién podía pensar que un
compañero de lucha iba a acabar así? Siento rabia. ¡Cómo fuimos tan
ingenuos!”, se lamenta la novelista, poeta y antigua sandinista Gioconda
Belli.

Hasta alcanzar su estado actual, Ortega ha protagonizado una portentosa
transfiguración. Ayudado por Murillo, la crisálida dejó amarillear en sus
años de oposición el credo sandinista, metió en un baúl sus simpatías
estalinistas y abrazó el libre mercado. Pero eso solo fue un primer
movimiento. En un gesto destinado a tranquilizar a quienes aún le temían,
hizo de sus antiguos adversarios grandes amigos. En el mundo de los negocios
y en el de la política. El belicoso Comandante Cero, Edén Pastora, cayó en
sus brazos; los empresarios empezaron a verle como un valedor de sus
intereses, y hasta se reconcilió con su archienemigo, el cardenal Miguel
Obando, quien ofició su boda en septiembre de 2005.

En esta mutación acelerada no hubo símbolo que se librara. En campaña cambió
el himno sandinista, ­primero por la Oda a la alegría, y luego por una
versión de Give Peace a Chance, de John Lennon, y otra de One Love, de Bob
Marley. El belicoso rojo-negro de la ­iconografía sandinista fue sustituido
por el rosa chicle que empastela toda su cartelería. Y, sobre todo,
descubrió la luz de Dios. El guerrillero se quitó la canana y se postró
frente al Señor.

Renacido en “cristiano, solidario y socialista”, a los obispos les ofreció
el oro de su conversión. Ya en el poder prohibió cualquier tipo de aborto,
impidió el matrimonio homosexual y vetó la investigación con células madre.
Ortega, aún con la boca inflamada de consignas socialistas, declaró a
monseñor Obando prócer de la nación y se alzó como un paladín de los valores
tradicionales. Con la familia en cabeza. Especialmente la suya.

Este vertiginoso cambio habría sido imposible sin Rosario Murillo. Poeta,
madre de sus siete hijos, letrista de sus himnos, primera ministro de facto,
ella lo es todo para Ortega. Desde su consejera más íntima hasta la voz que
se dirige a su pueblo cada mañana a las doce, puntual como las campanadas,
para hablar de erupciones volcánicas, la muerte de un sandinista, la mejora
en las escuelas o simplemente las “bondades del alma, la fraternidad y la
luz universal”. Su presencia es omnímoda en Nicaragua. Y los recelos que
despierta también.

Hay quien ve en ella una eminencia oscura y perturbadora. Una puerta a un
dudoso más allá que esta mujer extravagante, de ropa multicolor e infinitos
amuletos, pulseras y anillos ha abierto sin que el comandante pueda ya
cerrar. No hay unanimidad sobre su fe. Por el contrario, es un tema casi
imposible de zanjar. Igual se la considera seguidora del gurú Sathya Sai
Baba que impulsora del Museo San Juan Pablo II. Por temor a los malos
espíritus, rechazó vivir en el antiguo palacio presidencial. Y por ella,
cada 7 de diciembre, en la víspera de la Inmaculada Concepción, los
ministerios levantan abigarrados altares en la grandiosa avenida de Simón
Bolívar y regalan a sus visitantes juguetes y recuerdos.

A estas alturas, la huella de Murillo, de 65 años y que declinó hablar con
este periódico, es ya prácticamente inabarcable. Ha reformado calles,
derribado monumentos y sembrado la capital de sus simbólicos árboles de la
vida: enormes construcciones metálicas, de formas arbóreas y rotundos
colores, que buscan transmitir “alegría” al pueblo sin que nadie sepa a
ciencia exacta cómo lo hacen. Sincrética y amante de los arquetipos;
católica, pentecostal y mística, Murillo ha logrado transformar la narrativa
política de Ortega hasta límites insospechados y posiblemente abrirle un
espacio electoral que le estaba vedado. A cambio, ha acaparado una enorme
autoridad. Pese a que fue una figura marginal del sandinismo, ya se la
presenta en los libros de texto como a una gran líder revolucionaria.
Prácticamente la mitad de los nombramientos gubernamentales dependen de su
dedo y es ella quien difunde las grandes decisiones a los ministerios y los
canales de comunicación. Como cruzada del nuevo orden, se encarga de hablar
a las masas y regaña en público a funcionarios y ministros. Es el fusible de
Ortega. Y desde su nombramiento como candidata a vicepresidenta, su
sucesora. Un ascenso que, según admiten fuentes cercanas al régimen, ha sido
mal acogido por los restos de la vieja guardia. Su propio cuñado, el general
retirado Humberto Ortega, ha salido de las catacumbas para recordar que toda
forma de “dinastía es inviable”.

“No la ven como sucesora, pero eso vale poco en este momento. Ella es el
alma de Ortega: le lleva la agenda, le resuelve los problemas, nunca
descansa. Es tremendamente operativa. A cambio ha cumplido su sueño: pasar a
la historia”, indica una fuente próxima al Gobierno.

El origen de esta influencia, desbordada ahora que avanzan hacia la vejez,
se remonta a décadas atrás, a un tiempo ya perdido. Aunque ambos
coincidieron de niños en el barrio de San Antonio, en la Managua histórica,
la chispa no saltó hasta 1977 durante un encuentro casual en la Casa-Museo
de Simón Bolívar, de Caracas. Ella lo interpretó (o así lo contó años
después) como un designio de los hados; él, como un tremendo flechazo en el
que se quedó prendado de las “miradas ígneas” que desprendía esa joven de
cabellera oscura y rostro huesudo.

Siendo diferentes, se complementaban. Murillo era sobrina-nieta de Augusto
César Sandino, el gran patriota y revolucionario nicaragüense; había sido
educada en Suiza, hablaba inglés y francés, y, después de la muerte de su
primer hijo en el terremoto de 1972, vivía para cantarle al mundo sus
poemas.

El comandante, tras ocho años de cárcel somocista, era un hombre taciturno y
de expresión difícil. “No tenía cualidades especiales, siempre estaba
encerrado en sí mismo. Nadie sabía lo que pensaba realmente, pero teníamos
claro que ansiaba el poder por encima de cualquier cosa. Era calculador y
capaz de liquidar a quien le hiciera sombra”, recuerda la mítica jefa
guerrillera Dora María Téllez.

Daniel y Rosario. El comandante y la poeta. Ambos unieron sus destinos en
1978 y, aunque con cierta aleatoriedad, iniciaron una larga vida en común.
Les esperaba el triunfo, pero también la adversidad y algo que para
cualquier pareja hubiese sido mucho peor. El 31 de mayo de 1998, Zoilamérica
Narváez, hija de una relación anterior de Murillo, acusó públicamente al
comandante de haber abusado sexualmente de ella desde los 11 años. “Él
ensució mi cuerpo y lo usó como quiso”, denunció. La crudeza de las
descripciones y la firmeza del testimonio pusieron a Ortega, en aquel
momento líder de la oposición, contra las cuerdas. El estallido habría
acabado para siempre con el sandinista si no hubiera aparecido en escena
Murillo. Entre su hija y su compañero, eligió a este último. Asumió su
defensa y se lanzó en tromba contra Zoilamérica: “Me ha avergonzado
terriblemente que pretendiera destruirle [a Daniel Ortega] y que fuese mi
propia hija la que por obsesión y un enamoramiento enfermizo con el poder
quisiera hacerlo cuando no vio satisfecha su ambición”, proclamó.

Sus palabras y luego un oportuno cierre del caso por prescripción del delito
salvaron a Ortega. Y a ella la situaron en el centro absoluto de su
existencia. Dueña de su destino, había nacido la “eternamente leal”. “Ese
día fue cuando ella se hizo imprescindible”, señala la socióloga y líder
feminista Sofía Montenegro, quien conoció de primera mano el caso.

Bajo sus auspicios, Ortega empezó la metamorfosis que le llevó a recuperar
la presidencia en 2006. Desde entonces, su poder se ha extendido hasta
límites insospechados. Y con él, el de su familia. El dúo presidencial ha
puesto a sus hijos al servicio de la causa. Han llegado a viajar con ellos
con rango de asesores y llevan las riendas de negocios estratégicos para el
clan. El primogénito, según las investigaciones de la prensa local, controla
la lucrativa distribución del petróleo. Otros cuatro hermanos tienen bajo su
tutela otros tantos canales de televisión, sin contar con las emisoras y
canales de comunicación oficiales.

Pero el más conocido de la camada es Laureano Ortega. Asesor presidencial y
hombre-puente para el capital extranjero, fue uno de los introductores del
fantasmagórico empresario chino que galvanizó al país al obtener una
concesión para un gigantesco canal trans­oceánico con la promesa de una
inversión de 50.000 millones de dólares. Casi cuatro veces el PIB nacional.
“Tres años después no ha habido licitaciones ni obras, solo estudios. La
gente ya no cree en ese proyecto”, afirma Carlos Fernando Chamorro, director
de Confidencial, uno de los pocos medios independientes de Nicaragua.

Pero la distribución a granel de sueños imposibles no es el único mérito de
Laureano. En la corte tropical también es conocido por su amor a la ópera.
Pasión que, con la ayuda de sus progenitores, le ha llevado a apadrinar en
el Teatro Nacional de Managua sus propios festivales y, desde luego, salir a
escena como tenor ante un auditorio milimétricamente rendido a sus pies.

Árboles de la vida, tenores de la realeza, muertos que dirigen el
Parlamento. La Nicaragua de Daniel Ortega tiene un pie puesto en el delirio.
Igual se regalan techos de uralita para los pobres que se construyen pistas
de hielo bajo un sol infernal. No hay espacio donde los tentáculos del
sistema no estén presentes. El orteguismo, a decir de sus críticos, ya ha
fagocitado por completo al sandinismo y, de paso, enterrado el cadáver de lo
que un día fue una revolución.

El resultado es un escenario irreal, donde cabría pensar que, en pleno siglo
XXI, todo está a punto de derrumbarse. Pero los hechos son bien distintos.
El país, con un PIB per capita 16 veces inferior al español, aguanta un
huracán tras otro. Pese a figurar en los últimos lugares de la tabla de
índices de desarrollo americana, su economía agrícola, de excelente café,
carne y azúcar, no deja de crecer. Poco importa que presente un 70% de
informalidad o que solo el 4% de empresas tenga una contabilidad en forma.
Aplaudido por el FMI, Nicaragua ha registrado un aumento medio del PIB del
5,2% en el último lustro y se ha vuelto polo de atracción para países como
Rusia.

Tres factores, según los analistas, han jugado a favor de esta evolución. La
ya extenuada ayuda de Venezuela (4.000 millones de dólares en siete años).
Una criminalidad muy inferior a Honduras, El Salvador y Guatemala. Y la
proximidad de los empresarios al régimen. “Tras la sacudida de los años
ochenta, la clase alta regresó, y no quiere arriesgarse a perder otra vez lo
que tiene”, explica un influyente hombre de negocios.

La combinación no deja de sorprender. Mientras la política es un erial
dominado por Ortega y Murillo, el mundo del dinero se ha aglutinado en torno
al Consejo Superior de la Empresa Privada (Cosep) y ha cerrado una especie
de cogobierno neoliberal con el antiguo marxista. Han sido aprobadas 105
leyes bajo su égida. “Hay previsibilidad, certidumbre y un marco legal
flexible. No tenemos maras ni penetración del narco en el Estado. Por eso
crecemos. En 10 años las exportaciones se han quintuplicado, y la inversión
extranjera directa se ha sextuplicado”, glosa el presidente de Cosep, José
Adán Aguerri, uno de los hombres fuertes de Nicaragua.

Con estos datos, el comandante, a sus 70 años, podría dormir tranquilo. Pero
su afán por aplastar cualquier oposición revela un pánico casi existencial.
“Vive bajo el síndrome del noventa, cuando perdió las elecciones frente a
Chamorro”, explica la excomandante Téllez. “El desafío es la falta de
estabilidad política; los poderes del Estado deben ser independientes y ha
de abrirse un diálogo político que hoy no hay”, afirma el líder de la
patronal.

Ahí radica la principal fisura. La acelerada liquidación de los espacios de
discrepancia ha encendido las alarmas dentro y fuera del país. Los mismos
obispos, tanto tiempo mimados, han exigido unas elecciones “honestas y
transparentes” al tiempo que sentenciaban, con su milenaria puntería, que
“los años pasan y nadie es eterno”. Y Estados Unidos, el gran hacedor
continental, ha empezado a poner en marcha la maquinaria para sancionar al
Ejecutivo por sus ataques a la democracia.“La presión externa es el telón de
Aquiles de Ortega. La economía es muy pequeña y cualquier impacto se nota”,
señala el escritor Sergio Ramírez. “Hasta ahora hemos tenido las
constelaciones alineadas a nuestro favor, mañana no lo sabemos”, admite una
fuente ­cercana al Ejecutivo.

En Nicaragua hay quien está convencido de que el cambio está próximo. Que
Ortega tiene los días contados. “Ha superado el límite, ya nadie está
contento, el deterioro es demasiado alto”, dice la presidenta del
ilegalizado MRS, Ana Margarita Vigil. Otros, como el periodista Chamorro,
son más escépticos: “Eliminada la oposición, Ortega buscará llenar el vacío,
volverá a entenderse con el capital y habrá más de lo mismo”.

Son cálculos que de momento giran sobre sí mismos. Crepitan en los cenáculos
nicaragüenses, pero se estrellan con el inexorable 6 de noviembre. Hoy el
Comandante podría volver a triunfar y durante otros cinco años gobernará un
Estado que se ha vuelto un espejo de si mismo. Para ello, Ortega solo tendrá
que jurar el cargo ante el presidente del Parlamento. Un poder que ahora,
como tantas cosas en Nicaragua, está muerto y enterrado.

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