Argentina/ el Estado policial impugnado: décima Marcha de la Gorra cordobesa [Raúl Zibechi]
Ernesto Herrera
germain5 en chasque.net
Sab Nov 26 16:43:47 UYT 2016
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Correspondencia de Prensa
26 de noviembre 2016
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Argentina
Décima Marcha de la Gorra cordobesa
El Estado policial impugnado
Las calles céntricas de Córdoba se convirtieron, el viernes 18, en un enorme
tablado con más de 20 mil jóvenes (y un puñado de mayores de 40). La décima
Marcha de la Gorra, en Córdoba, escenificó la realidad que viven los jóvenes
en los barrios periféricos: represión policial y desborde callejero, bronca
y festejo, acoso y desafío.
Raúl Zibechi, desde Córdoba
Brecha, Montevideo, 25-11-2016
http://brecha.com.uy/
“Ni tuya, ni yuta”, dice el cartelito que la chica lleva colgado al cuello,
anudando en una sola frase dos luchas potentes de estos días. A su alrededor
revolotea un inmenso caleidoscopio de cuerpos y voces, sonidos y cánticos,
danzas y ritmos que emanan de gargantas y de instrumentos, bombos, trompetas
y platillos. Las calles céntricas de Córdoba se convirtieron, el viernes 18,
en un enorme tablado donde 20 mil jóvenes (y un puñado de mayores de 40)
escenificaron la alegría de caminar como son, con sus colores y olores, con
sus ropas y gorras, sin ser molestados por la policía. Es, dicen, el día de
fiesta.
La décima Marcha de la Gorra recorre con cansina lentitud el centro de
Córdoba. La cabeza es villera. Destacan las madres de los asesinados y
desaparecidos, portando enormes pancartas que claman “Justicia”. Las chicas
villeras lucen como si fueran a una bailanta: pelos pintados, calzas de
colores, y exageran poses de estrellas pop. Los varones caminan con sus
infaltables gorras. Murgas, batucadas, teatro espontáneo, arte popular
circense y cuerpos pintados; colores sobre cuerpos marcados porque, en los
barrios de la periferia, ¿quién no fue golpeado por la policía?
Los grupos que hacen teatro escenifican las razias, arrodillados con las
manos en la nuca, los brazos en alto contra la pared y las piernas bien
abiertas, acosados por “canas” que forman parte de la parodia. Algunas
pancartas y muchos carteles, frases y consignas pintadas sobre las remeras y
sobre la piel. Llama la atención que la piel se convierta en tela de
pancarta. Quizá porque sientan todos los días, en el alma y en el cuerpo, la
hondura de la frase de Paul Valery: “Lo más profundo es la piel”.
“Los ricos pasean, los pobres merodean”, dice un cartelito, en referencia al
Código de Faltas que utiliza la figura del “merodeo” para ensañarse con los
pibes de los barrios que tienen prohibido acercarse al centro. Un grupo de
más de cien estudiantes universitarios portan, a modo de banderas, balas
negras desplegadas al viento, en una danza circular y macabra imposible de
eludir.
En la segunda fila marchan los organismos de derechos humanos, y detrás las
organizaciones sociales. Ahí están la anarquista Federación de
Organizaciones de Base, con una nutrida columna de madres y pibes de los
barrios; el autonomista Encuentro de Organizaciones; un vistoso grupo de La
Poderosa, surgido en torno a una revista villera; Barrios de Pie, con una
enorme pancarta; y la agrupación estudiantil La Bisagra, cerrando el tramo
donde se agrupan hasta 13 movimientos que trabajan en los territorios de la
pobreza de la capital cordobesa. Más atrás las juventudes de los partidos,
haciendo realidad una frase de una investigación sobre las marchas: “A
medida que nos alejamos de la ‘cabeza’ la cosa se pone más opaca”.(1) Los
gestos grotescos y el desbunde dan paso a la seriedad de lo que, en términos
sistémicos, se conoce como “la política”. Con mayúscula, claro.
Código de faltas
Decir que cada año hay 73 mil detenidos puede sonar exagerado. Lo cierto es
que los jóvenes son indagados por “portación de rostro” en la vía pública
por una policía que los para en función de su aspecto. La policía de la
provincia ha venido creciendo a la par de las detenciones. En 2007 había
13.400 uniformados. En 2009 ya eran 16.700, y al año siguiente treparon casi
a 20 mil. Hoy se calcula que hay 25 mil policías en una población de poco
más de tres millones.
Los detenidos por “portación de rostro” escalaron de forma similar: de 27
mil en 2009 a 42.700 en 2011, y se puede estimar que superan los 50 mil este
año, aunque la policía se niega a facilitar los datos. El abogado Sergio Job
asegura que 80 por ciento de los jóvenes de la ciudad fueron alguna vez
detenidos por la policía. Entre los pobres de 18 a 25 años habría que
esforzarse por encontrar alguno que no haya sido detenido.
El Código de Faltas fue aprobado en 1994, pero su impronta en la ciudad
empezó a hacerse visible desde 1999, cuando José Manuel de la Sota asumió la
gobernación. Desde sus primeros días en el cargo, el político radical
estableció alianzas con el Instituto Manhattan, defensor de la “tolerancia
cero”. El Código es considerado inconstitucional porque viola el derecho a
la defensa y el acceso a la justicia consagrados en la Constitución, y
porque anula los criterios de parcialidad e independencia, ya que otorga a
la policía (según el artículo 114) la autoridad para detener, instruir y
juzgar en cualquier punto de la tramitación del hecho.
Como el Código es “simplemente” administrativo, no es necesario que haya
jueces que sentencien, sino que esa labor corresponde al comisario de cada
distrito, quien decide la pena basándose en los informes de sus
subordinados. “Varios comisarios han sido denunciados penalmente por sus
propios dirigidos, luego de que éstos recibieran castigos desmedidos por no
haber logrado el número de detenciones que cada policía está obligado a
hacer por turno”, asegura Job.
Entre las figuras más polémicas por las que se puede detener a personas en
la calle figuran “mendigar” (artículo 46), “prostituirse escandalosamente”
(artículo 45), concurrir a reuniones públicas tumultuarias, autorizadas o no
(artículo 99), y sobre todo “merodeo” (artículo 98). Esta última es tan
general que permite detener a quienes “permanecieran en las inmediaciones de
edificios o vehículos en actitud sospechosa”, algo que sólo la policía puede
determinar. En los hechos, la figura no permite distinguir entre pasear y
merodear, lo cual, dice el abogado, “se resuelve en los hechos con criterios
racistas, clasistas y culturalmente discriminatorios”.
En abril pasado se aprobó un Código de Convivencia que “no es otra cosa que
el Código de Faltas dibujado”, según los organizadores de la marcha. Por eso
el lema central fue “El Estado es responsable”, a la vez que exigen la
derogación del nuevo código.
Pibes que sobran
El asesinato del “Güere” fue uno de los crímenes policiales que mejor
desnudan la violencia contra los jóvenes pobres. Fernando “Güere” Pellico y
su amigo Maximiliano Peralta, de 21 y 18 años, salieron en su moto a comprar
vino un sábado por la noche. Cuando regresaban fueron emboscados por un
patrullero, que los siguió con las luces apagadas. Dispararon cinco veces.
Maxi corrió, herido al caerse de la moto. Al “Güere” lo mataron de cuatro
disparos. Los dos trabajaban en los cortaderos de ladrillos.
El viernes, al día siguiente de la marcha, comenzó el juicio contra los dos
policías que dispararon: el sargento Rubén Leiva y el oficial Lucas Chávez,
imputados de “homicidio calificado agravado”. El Güere es uno de los 150
muertos por la policía cordobesa registrados desde 2011. La cifra incluye
las muertes de mujeres por sus parejas uniformadas: la mayoría de los
femicidios en Córdoba tienen como victimarios a agentes policiales, según el
Colectivo de Jóvenes por Nuestros Derechos, inspirador de la Marcha de la
Gorra.
Es evidente que una política de seguridad de este tipo responde a intereses
de los grupos privilegiados, algo que los jóvenes tienen muy claro. “La
orientación de sus gobiernos ha fortalecido los intereses de minorías que
explotan y disgregan al pueblo. Un plan semejante sólo puede imponerse si
logran derrotar a quienes hoy estamos de pie enfrentando sus políticas
represivas y de ajuste”, señala la “Carta abierta al Estado policial”,
manifiesto leído en el cierre de la marcha, que recuerda el título de la
misiva de Rodolfo Walsh a la Junta Militar en 1976.
Dicen que el Estado es patriarcal además de policial, y denuncian “las
violaciones y abusos en las cárceles y en los barrios, para no detener a las
jóvenes, y el pedido de teléfonos y datos son prácticas que aparecen de
manera permanente”. Agregan que el aparato policial es la principal fuente
de delitos por su connivencia con el crimen organizado. “El Estado que
ustedes administran es un Estado policial, que no comete excesos en nombre
de la seguridad, sino que es la fuente misma del delito que dice combatir, y
que en estos diez años no ha dejado de subir”, denuncia el manifiesto.
Apuntan contra la ley antiterrorista aprobada por el gobierno de Cristina
Fernández, que lleva a una creciente intervención militar en el espionaje a
organizaciones sociales. Trazan un mapa transparente de sus alianzas: apoyan
al Encuentro Nacional de Mujeres, rechazan la criminalización de lesbianas,
gays, trans y bisexuales; están contra la penalización del consumo de
marihuana y la persecución a las trabajadoras sexuales, y contra la
represión a los movimientos sociales.
En suma, una suerte de alianza informal de los que no caben en un sistema
dominado por el capital financiero. O, como destaca Job, “quien no consume,
sobra”. En su opinión, el hecho de colocar las contravenciones del Código de
Faltas al mismo nivel que los delitos establecidos en el Código Penal dibuja
una policía preventiva, de saturación y ocupación territorial, que es el
núcleo del Estado policial, que “responde y debe estar enmarcado en la
reconfiguración que ha sufrido el sistema capitalista en las últimas
décadas”.
Un Estado policial funcional a la hegemonía del extractivismo, que se resume
en la expulsión de campesinos de sus tierras, pero también en la incapacidad
del modelo para cobijar con empleo digno a los millones de jóvenes que no
tienen otro futuro que trabajos de baja calidad, precarios y mal pagos.
Colectivo de jóvenes
Lucrecia Cuello egresó de la Facultad de Psicología para trabajar, a
comienzos de la década de 2000, en los barrios populares con la herramienta
de la psicología social comunitaria. La revuelta de diciembre de 2001 estaba
fresca cuando empezaron a organizar encuentros de jóvenes de diversos
barrios, que venían haciendo talleres de teatro, murga, revistas y cuanta
iniciativa les sirviera para sobrellevar la amarga cotidianidad.
En uno de los barrios más pobres de Córdoba, Barranca de Yaco, poblado por
carreros y cartoneros con viviendas precarias, Huayna explica una realidad
tremenda: “Hace unos meses se incendió una vivienda, llamamos a los bomberos
y llegó la policía. Alguien se enferma, llamás a la ambulancia y llega la
policía. Es lo único que nos mandan”. Lucrecia dice algo similar: “Hacíamos
una revista, y si se hablaba por ejemplo de salud sexual y reproductiva,
terminaba saliendo la cana, era imposible que no saliera”.
Hacia mediados de la década la política de seguridad del gobierno de De la
Sota llevó a que los jóvenes de los diversos barrios se empezaran a reunir.
“En un encuentro en 2007 los pibes nos dijeron a los técnicos que bastaba de
esta lógica de que ustedes arman el tallercito y nosotros tenemos que decir
lo que ustedes quieren. Queremos tomar las decisiones y queremos salir a la
calle”, relata Lucrecia. Y sigue: “Fue muy fuerte, porque nos interpelaban,
pero aceptamos el desafío. Hubo un primer momento en que nos separamos y
ellos nos decían: ‘Ustedes los técnicos vayan allá y nosotros nos reunimos
por nuestro lado y al final de la reunión nos encontramos’. Estuvimos como
un año así y nos bancamos”.
Con el tiempo, reflexiona que los técnicos estaban “reproduciendo el
tutelaje colonial sobre los pobres, que siguen siendo subalternos en
relación con las Ong y también en las organizaciones de la izquierda”. El
cambio de actitud de los jóvenes fue posible porque venían de un proceso muy
intenso con asambleas de hasta 300 de diferentes barrios. “Creo que lo que
pasaba era que en cada barrio ellos iban generando cosas muy interesantes,
hacían teatro, murga, y cuando se encontraron los barrios eso explotó.
Recuerdo cómo se miraban, cómo descubrieron la geografía en la que vivían
todo eso.”
El proceso que describe Lucrecia, como parte de una generación de activistas
universitarias que se comprometieron en el ciclo de luchas que cuajó en las
protestas de 2001, es menos excepcional de lo que parece. Durante años “los
técnicos” trabajaron con dinámicas de educación popular para fomentar
actividades recreativas. En cierto momento las relaciones dieron un vuelco.
“Desbordaron la educación popular. El encuentro entre ellos fue determinante
para romper con el técnico o con el militante que iba al territorio.”
Diez años después de la primera marcha, a la que fueron apenas 50 personas,
los jóvenes de los barrios están más seguros de sí mismos, tienen menos
miedo y mucha más decisión de seguir adelante. Durante la marcha alguien
saca un celular donde aparecen escenas de lo sucedido en la villa La Tela
cuatro días antes. La policía hizo disparos y el barrio entero salió a la
calle. No es el único caso.
“Está pasando en muchos barrios, creo que eso empieza hace cuatro, cinco
años. Después del período de 2000 a 2001, cuando hubo una explosión, vino
una anestesia porque las políticas sociales lograron frenar lo que sucedía
en los barrios. Pero desde 2010 hay otra cosa, una confianza con el que vive
al lado de tu casa. Entra la cana y los vecinos salen con piedras –como
sucedió en Los Cortaderos–, aunque no sepan por qué entró”, explica
Lucrecia.
El objetivo de los chicos es llegar al centro, traspasar las fronteras de
sus barrios cercados, trascender los límites.
—¿No tienen miedo?
—No tienen. Al “Güere” lo fusilaron dos policías en Los Cortaderos. Los
pibes nunca más se detuvieron, aunque saben que los pueden matar por la
espalda, como al “Güere”. Es un barrio de cinco quilómetros y la única
entrada es la ruta. En ese camino la cana los persigue, pero dicen: “No
vamos a parar nunca, si vemos un cana seguimos en la moto”. Y no van a
parar.
Muchos consideran la Marcha de la Gorra como expresión de un mundo en
movimiento que cobra visibilidad ese día, aunque en los barrios es lo
cotidiano. Una realidad que el Estado y los partidos no parecen reconocer.
Córdoba no es cualquier lugar. En 1918 fue el epicentro de la lucha por la
reforma universitaria. En 1968 el Cordobazo fue la insurrección obrera y
estudiantil que echó por tierra la dictadura militar de Juan Carlos Onganía.
En 2016 se realizó la décima marcha contra la represión policial, la mayor
movilización anual de la ciudad.
—¿Quiénes saldrían si hubiera un nuevo Cordobazo?
—Los barrios saldrían. Tengo mucha más confianza política en ellos que en
cualquier otro sector. Ahí no hay democracia, hay dictadura. El sentimiento
de “qué más vamos a perder” está en el cuerpo de generaciones.
Nota
1) Callejeando la alegría… y también el bajón. Córdoba, 2015.
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