Brasil/ Dilma: la caída [Agnese Marra]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Sep 2 13:20:30 UYT 2016


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Correspondencia de Prensa

2 de setiembre 2016

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germain5 en chasque.net

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Brasil

Dilma

La caída 

La primera mujer en ocupar la presidencia de Brasil perdió definitivamente
su cargo por un polémico impeachment lleno de debilidades jurídicas y mucha
saña política. Outsider de la vida política, extraña al PT, Dilma fue mano
derecha de Lula pero gobernó con un estilo propio que la aisló. La estadista
honesta no supo hacer política a la brasileña, y paga el precio de no haber
sabido escuchar. 

Agnese Marra, desde Brasilia

Brecha, Montevideo, 2-9-2016

http://brecha.com.uy/

El miércoles 31 a las 13.35 Dilma Rousseff fue apartada de la presidencia de
Brasil. Un total de 61 senadores la consideraron culpable de un crimen de
responsabilidad, y tan sólo 20 votaron por su inocencia. Nada más conocerse
el resultado comenzaron los aplausos y los parlamentarios entonaron el himno
de Brasil. Esta vez el presidente del Tribunal Supremo Federal, Ricardo
Lewandowski, sí permitió que se aplaudiera. El lunes, cuando Dilma dio su
último discurso como presidenta, cortó en seco las felicitaciones
improvisadas: “Hay que mantener el decoro”, dijo.

Pero este miércoles ya no había nada que mantener. No hubo disimulos, ni
consideraciones. El clima en el Senado era de fiesta. Los abrazos, las
palmadas en la espalda, las fotos con la bandera de Brasil… El propio
senador José Medeiros (Psd) dijo el día anterior que el jefe del Supremo
había hecho un trabajo “magnífico al arbitrar esta final de la Copa del
Mundo”, refiriéndose al proceso de impeachment, claro.

Dilma Rousseff no estaba acusada de corrupción, malversación de fondos o
algún tipo de crimen penal, como sí fue el caso en el impeachment de
Fernando Collor de Mello, en 1992. La mandataria se sentaba en el banquillo
de los acusados por un supuesto “crimen de responsabilidad” –el único delito
por el que se puede apartar a un presidente en el sistema presidencialista
brasileño–, que consistiría en haber firmado tres decretos presupuestarios
sin permiso del Congreso. Con estos decretos habría maquillado las cuentas
del gobierno para poder solicitar nuevos créditos a los bancos sin haber
devuelto los préstamos anteriores. Un delito económico que ya cometieron ex
presidentes como Fernando Henrique Cardoso, Lula da Silva y gobernadores de
diversos estados del país. Ellos nunca fueron castigados.

El juicio duró cinco días y la sentencia se conocía desde hacía tiempo. Más
de la mitad de los 81 senadores había declarado su voto antes de que
comenzara el proceso. Muchos de ellos ni siquiera fueron a escuchar a los
testigos de la acusación y la defensa. El pasado sábado en Brasilia había
más periodistas que senadores presentes en la Cámara.

A pesar de la sensación de trámite burocrático, el lunes hubo un cambio de
rumbo en el proceso. Ese día Dilma Rousseff acudió al Senado para defenderse
personalmente y respondió durante 14 horas a las preguntas de 48 senadores.
A las 9.44 Rousseff entró en la Cámara para dar el que sería su último
discurso, un alegato final que había preparado durante semanas junto con el
ex presidente Lula. Sus palabras fueron contundentes. No tuvo sus habituales
frases inconexas, ni confusiones. Todo lo contrario. Fue muy clara y dijo
que estaba allí “no para defender su mandato, sino para defender la
democracia”. En varias ocasiones repitió que no había cometido ningún crimen
de responsabilidad y que se valían de “pretextos legales y una frágil
retórica jurídica para viabilizar un verdadero golpe parlamentario”.
Consiguió que los propios senadores se sintieran juzgados. Desde ese momento
el proceso se basó en intentar legitimar “el golpe” que denunciaba la
presidenta. La ex mandataria ganó el cara a cara con los senadores y al
menos simbólicamente salió ilesa.

Dilminha y el presidente

trás queda 2002, cuando Lula da Silva acababa de ganar sus primeras
elecciones y buscaba un candidato para la cartera de Minas y Energía. Una
compañera de esta secretaría en el estado de Río Grande del Sur le llamó la
atención: “Iba con un pequeño ordenador en la mano y entre los 15 que
estaban en la reunión tenía un diferencial muy claro: era muy práctica. Ahí
pensé que ya tenía a mi nueva ministra”, contaba Lula da Silva en 2008 a la
revista Piauí.

En 2003 la invitó formalmente a su gobierno y desde entonces se hicieron uña
y carne. El carácter fuerte de Dilminha –como siempre la llama Lula–, su
valentía ante las situaciones difíciles y su minucioso trabajo, casi
obsesivo, conquistaron al presidente. Las mismas cualidades que hoy le
critican y que para muchos han sido la clave de su derrota.

Rousseff era la praxis y Lula la emoción. Ella daba los datos y él sabía
contarlos al pueblo. Durante la primera legislatura del petista, ella estuvo
en la sombra, resolviendo problemas, encerrada con su ordenador haciendo
estadísticas. Esta economista nacida hace 68 años en Minas Gerais, con una
ideología a la izquierda de Lula, siempre creyó en la fuerza del Estado y en
el intervencionismo económico. La esencia del neodesarrollismo:
fortalecimiento de la industria e inversión en infraestructuras. Ningún
interés por el ambiente, poco por la política internacional, y poquísimo por
todo lo relacionado con causas indígenas o movimientos sociales. Dilma era y
es industria.

El salto lo dio cuando Lula decidió darle un ascenso. En 2005 el escándalo
de corrupción del mensalão dejó al sindicalista sin sus principales
bastiones, acusados de desviar dinero para la financiación de campañas. Lula
comenzaba su segunda legislatura y necesitaba a alguien de confianza. Dilma
fue la primera que se le pasó por la cabeza. Porque Dilma también es
lealtad. Dicen que se asustó cuando la llamó para ser jefa de la Casa Civil
(jefa de gabinete), que tuvo miedo de no dar la talla. Lula quería a alguien
discreto que trajera a este ministerio un aire más técnico y menos político,
todo lo contrario de su antecesor, José Dirceu, que acabó entre rejas. Esa
tarea era la que mejor sabía hacer y la cumplió a la perfección. Los
encuentros entre Dilminha y “el presidente” –como ella sigue llamando a
Lula– eran diarios. Poco a poco ella pasó de ser su mano derecha a su
sucesora presidencial. El líder del PT no dio otras opciones, la lanzó como
candidata sin hacer preguntas: Rousseff sería su sustituta.

La noticia no cayó especialmente bien en filas petistas. Dilma se había
afiliado tarde al partido, recién en 2002. Venía del Partido Democrático de
los Trabajadores (Pdt), más a la izquierda que el PT, y más intelectual. Era
una intrusa que había llegado muy alto casi sin darse cuenta, una “traga” a
la que no querían en clase, esa alumna que nunca se deja copiar en el examen
y que siempre saca un diez. A ella nunca le importaron los corrillos y a
Lula mucho menos: era su apuesta personal. Hoy, según algunos, ha sido su
mayor error político.

Entre la macroeconomía y el “estilo”

Dilma ganó sus primeras elecciones en 2010, cuando su antecesor dejó el
poder con el mayor índice de popularidad de la historia: 88 por ciento de
los brasileños adoraban a Lula da Silva. El 1 de enero de 2011 Rousseff se
convirtió en jefa del Ejecutivo con un 70 por ciento de popularidad. Llegaba
con la fama de ser una técnica, responsable del Programa de Aceleración al
Crecimiento (Pac), presentado como uno de los mayores logros petistas, al
que daría continuidad en su nuevo mandato. Protección de la industria y del
empleo, inversión en infraestructuras e incentivos al consumo eran la
fórmula perfecta para mantener las políticas de inclusión social que dieron
fama a la era Lula.

Como primera mujer presidente en la historia del país, dio varios puestos de
poder a sus compañeras, y Lula le impuso el nombre de la mitad de sus
ministros. Ella los aceptó sin rechistar. Pero a los seis meses despidió a
cuatro de los hombres de Lula. No permitió que en su equipo hubiera alguien
acusado de corrupción. Ese despido masivo dio confianza a los brasileños.
Las elites del país estaban contentas: tenía estudios –no como Lula, tildado
de analfabeto por las clases más altas– y parecía seria. Pero en la cúpula
del PT esos despidos fueron una primera señal de alarma. Después vendrían
otras.

El año 2011 se cerró con 2 millones de empleos más, el país se colocó en el
puesto seis de las economías más ricas, por delante de Inglaterra, y la
aprobación del gobierno alcanzó al 64 por ciento, un récord. Pero la
aceptación en las calles poco tenía que ver con lo que sucedía en Brasilia.
En el Palacio de Planalto, Rousseff sólo quería trabajar por el ansiado
crecimiento económico. La relación con sus ministros era mínima. Daba
órdenes, exigía resultados y no aceptaba ni un solo fallo. No quería
negociar, sino trabajar. No quería hacer favores a nadie, sino resolver
problemas y aplicar medidas. En definitiva no quería hacer política, al
menos al estilo de como se hace en Brasilia, y sobre todo al estilo de como
la hacía Lula da Silva.

Mientras la economía y el empleo crecían, la falta de cintura y los
constantes relatos sobre cómo humillaba a sus subordinados quedaron en
simples anécdotas: “Soy una mujer dura rodeada de hombres dulces”, repetía
irónicamente cuando se la cuestionaba por su carácter. Después le pasarían
factura.

Sus éxitos continuaron en 2012 y la envalentonaron a expandir el gasto
público y preo­cuparse menos por la inflación. Bajó la tasa de interés de
los bancos estatales para fomentar el crédito y obligó a los privados a
hacer lo mismo. Comenzó a controlar el lucro de las concesiones privadas que
promovía y forzó la baja del precio de la electricidad, lo que generó
grandes pérdidas para las empresas del sector. Rápidamente saltó la alarma
de los empresarios, y los grandes medios le colgaron la etiqueta de
“gastadora”. Rousseff estaba encerrada en el Planalto, cada vez más aislada:
“Uno de sus grandes errores fue creerse que podía gobernar sola, ella
representaba un proyecto político y no a ella misma”, diría uno de sus ex
ministros en la revista Piauí hace un par de años.

Las manifestaciones de junio de 2013, que empezaron como una protesta contra
el alza del precio del boleto de autobús, derivaron en la indignación de la
ciudadanía por los gastos millonarios de la Copa del Mundo y la escasa
inversión en servicios públicos. La rabia se centró en Brasilia y la
popularidad de Dilma cayó en picada. Dicen que la única vez que cambió de
idea fue después de esas manifestaciones: empezó a reunirse con líderes
sindicales, políticos, empresarios, con todos los que hasta entonces había
ignorado. Pero en cuanto aumentó su popularidad volvió a encerrarse en
Planalto y siguió con su modus operandi: ejecutar sin negociar ni preguntar,
y mucho menos hacer favores a nadie. Su actitud acabó pesando en el
Congreso. En 2014 los diputados dejaron de apoyar sus propuestas de ley,
nunca había votos suficientes para aplicar sus medidas. Así se inició la
crisis de gobernabilidad que continuó en su segundo mandato: “Su caída no ha
sido por la macroeconomía, sino por su arrogancia, por su estilo de tratar a
la gente”, decían personas de su partido a la periodista Daniela Pinheiro.

La amenaza cumplida

Rousseff llegó a las elecciones de 2014 con el desprestigio del Congreso y
la desconfianza de su partido. Las previsiones electorales eran negativas
para el PT, y Lula a último momento decidió tomar las riendas de la campaña
y dar vuelta los resultados. Ganó por poco, por un 1,6 por ciento de los
votos. En el PT recuerdan que ganó por ellos, por prometer a sus bases que
el gobierno enfrentaría la crisis con políticas de izquierda, y no con los
recortes que exigía el Congreso.

Rousseff empezó su segundo mandato con una oposición (Psdb) enfurecida por
haber perdido una vez más con el PT. Aécio Neves no esperó ni una semana
para comenzar con las amenazas de impeachment. Dilma –en un intento de
contentar al Congreso y al empresariado– anunció recortes fiscales. Pero el
presidente del Congreso, Eduardo Cu­nha, enemigo acérrimo del PT, se encargó
de que no consiguiera apoyos. Los escándalos de corrupción de Petrobras
salpicaban a diversos aliados del gobierno y al propio PT. Los medios
atacaron sin piedad con dos consignas: el PT era el partido de la corrupción
y Dilma la responsable de la crisis económica.

Durante meses diversos juristas contratados por la oposición estudiaron
medidas para intentar hacer un impeachment. Lo que encontraron fueron tres
decretos presupuestarios que Rousseff firmó sin permiso del Congreso para
conseguir dinero por adelantado cuando todavía no había devuelto los
préstamos anteriores. Mientras, el principal partido aliado de Rousseff (el
Pmdb) y su vicepresidente, Michel Temer, como mayor representante de la
sigla, le daban señales de que abandonaban el barco.

A finales de 2015 Dilma estaba sola en el Congreso y en el Ejecutivo. Sola
en las calles, con los ciudadanos más preocupados por el aumento del
desempleo y el precio de los alimentos. Sola dentro de su partido. Y sola
ante el resto de la izquierda, que dejó de ver diferencias entre sus
políticas y las del programa de la oposición. Así se creó un contexto
perfecto para montar un juicio político donde lo legal nunca fue lo más
importante. Los senadores ya habían decidido, y ayer celebraban su victoria.
Ahora, con la salida de Dilminha, la política vuelve a Brasilia, con los
favores de siempre, las alianzas imposibles y los guiños en los pasillos.

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