Uruguay/ Barrio Casavalle: antes y después del megaoperativo policial y judicial [Daniel Erosa]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Dic 23 13:54:48 UYT 2017


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Correspondencia de Prensa

23 de diciembre 2017

Boletín Informativo

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germain5 en chasque.net

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Uruguay

El barrio Casavalle: antes y después del megaoperativo policial y judicial

El miedo, las bandas y los daños colaterales

El enfrentamiento encarnizado de dos bandas por el control del territorio
tenía al barrio entero sumido en el miedo y la incertidumbre. Una nueva
modalidad delictiva más violenta y arbitraria incluía el desalojo forzoso de
algunas familias de sus casas. Después del golpe policial, la detención de
una treintena de personas, la incautación de armas y de un laboratorio
clandestino para producir o cortar droga, lo que permanece intacto en el
barrio es el miedo, la pobreza, la desconfianza y una idea extendida entre
muchos jóvenes de que no hay otro futuro para ellos que la calesita de
entrar y salir de la cárcel.

Daniel Erosa

Brecha, 22-12-2017

https://brecha.com.uy/

Hasta el miércoles pasado, cuando a las 5 de la mañana la Policía cercó el
barrio Casavalle –específicamente Casavalle 2 y Unidad Misiones, más
conocida como Los Palomares– y desembarcó con 600 efectivos para realizar 68
allanamientos y detener a 34 personas, se vivía “una calma tensa”. Desde
hacía días todos pensaban que iba a pasar algo, pero no se sabía qué, ni
cuándo. Es que en los últimos meses las bandas o grupos de delincuentes
organizados que actúan en la zona comenzaron una guerra de posiciones que
implicó intensos tiroteos y muertes en pleno día y a la vista de todos,
amenazas explícitas a los trabajadores de los servicios que funcionan en el
barrio, presiones a los vecinos para que no circularan por algunos pasajes
ni participaran de actividades en el espacio público, y una práctica muy
poco conocida hasta ahora, al menos con la intensidad que la describen todas
las fuentes consultadas para esta nota:((1) los desalojos forzados. Se trata
de una modalidad incipiente que llaman “comerte la casa”, y que consiste en
invadir una vivienda a punta de pistola y expulsar bajo amenaza a sus
ocupantes, quedándose con todo lo que ella contiene y exigiéndoles a los
desalojados no denunciar ni resistirse para no poner en riesgo su vida ni la
de sus hijos.

A las duras condiciones de vida a las que estaban acostumbrados los vecinos
–se trata de un barrio que desde hace décadas está signado por la pobreza,
el hacinamiento, la escasez de recursos y servicios, la falta de movilidad
social; un barrio rodeado de basura y portador de un poderoso estigma
social– tuvieron que sumarles sus preocupaciones por este nuevo invento. El
miedo y la incertidumbre se instalaron. En una lógica de bandos es muy
difícil permanecer neutral, y además estaban pasando cosas sin precedentes.
El silencio era cada vez más espeso, y en consecuencia la sensación de
desamparo creció. Los vecinos empezaron a salir lo imprescindible de sus
casas por miedo a perderlas. Había una circulación mucho menor de gente por
las calles. Las escuelas tuvieron que suspender actividades que habían
preparado todo el año, y sobre todo en el turno de la tarde, tanto en
secundaria como en primaria, la asistencia de estudiantes mermó
significativamente. Algunos trabajadores que desarrollaban tareas de
limpieza y mantenimiento de los espacios públicos dieron cuenta de que
personas armadas llegaron a decirles que no fueran más porque no los querían
en el barrio. Empezó a ser más frecuente el cierre de servicios públicos
porque había amenazas de un tiroteo o porque habían matado a alguien. Como
dijo una vecina a Brecha: “Se han mejorado los espacios comunes, la plaza es
como un pulmón para que la convivencia se dé de otra manera, pero existen
grupos que no apuestan a la convivencia. Es difícil, porque aunque sean una
minoría, si tienen al resto aterrorizado, no hay escapatoria. El miedo es un
arma. Y ellos lo tienen claro, han jugado a aterrorizar y de alguna manera
lo han logrado. Si bien los enfrentamientos son entre ellos, siempre puede
haber daños colaterales”.

Tanto para la Policía como para la justicia –que actuaron también en un
formato sin precedentes, con un equipo de tres fiscales que intercambió y
unificó las investigaciones y la información– lo nuevo es “la combinación de
factores delictivos en determinado territorio en forma organizada”. Esto es:
se entrecruzaron tres investigaciones en curso por causas como extorsión,
tráfico de drogas y armas y homicidio, y se constató que muchos estaban
vinculados a varios de los delitos investigados y además estaban unidos por
el territorio. El control del territorio tiene que ver con dominar una zona
para trabajar más seguros, pero también por la puja existente entre las
bandas.

Tras el megaoperativo llamado Mirador, la Policía constató la existencia de
un laboratorio clandestino en el que se producía droga, donde además se
incautaron cinco quilos y medio de cocaína, 800 gramos de pasta base y 850
gramos de marihuana. Se requisaron una docena de armas de fuego (pistolas,
escopetas y una metralleta) y más de 200 municiones. Según dijeron fuentes
de la investigación a este semanario, “este operativo le pegó directo a la
estructura criminal. También a los brazos ejecutores, que muchos son casi
niños”. El relato tanto de la Policía como de los civiles consultados
coincide en los detalles más básicos: existe un conflicto territorial por el
control del negocio del tráfico entre grupos de delincuentes –generalmente
identificados por tales y cuales familias–. Uno de los grupos habría querido
desbancar al otro, que se encuentra debilitado porque los cabecillas están
presos o muertos. A partir de ese debilitamiento, la banda desafiante
–liderada básicamente por mujeres– quiso instalar una modalidad distinta de
gerenciar el negocio, mucho más agresiva. Entre las innovaciones se da el
mencionado desplazamiento forzado de alguna gente de sus casas, el
hostigamiento a algunos trabajadores de los servicios y a los vecinos para
que no vayan a los lugares públicos, así como distintas acciones
propagandísticas para promover el terror y “una dinámica mafiosa particular,
que no es a la uruguaya”. La fuente consultada hizo referencia a que algunos
de los cabecillas anteriores hacían fiestas en el barrio, organizaban
comidas populares, contrataban juegos para los niños en los festejos de fin
de año o días especiales. Una modalidad delincuencial que privilegiaba los
lazos sociales con la comunidad porque les generaba protección y cierto
liderazgo. La mentalidad era que las personas del barrio, aunque no fueran
parte del negocio, podían coexistir sobre la base de la omertà. Aceptando la
presión implícita pero nunca explícita de respetar a quien manda y de
mantenerse al margen.

Según supo Brecha, en esta nueva modalidad se trabaja de otra forma, menos
política: los que no son de los míos no son confiables y entonces se tienen
que ir. Es más una lógica de tierra arrasada y de no respetar viejas
jerarquías. “El 25 de setiembre, el que tiroteó al ‘Lalo’ Algorta –uno de
los capos narcos, asesinado en El Sauce hace pocas semanas– cuando intentaba
entrar un arsenal de armas al barrio, fue un pibe de 14 años que luego fue
ejecutado en la vía pública en pleno día”, dijo una fuente policial.

Comerte la casa. De lo distinto, es lo más visible. Porque los
enfrentamientos con la Policía o con otras bandas era lo habitual. Hace años
que los vecinos han naturalizado el estado de alerta. Hay personas que
hablan de diez casas y otras de 40. Los detalles nadie los dice por no
identificar a nadie. Como se dijo antes, a esta modalidad le llaman “comerle
la casa”. Entran con violencia y desalojan a los ocupantes, o invaden la
casa mientras las familias están trabajando. En algunos casos se quedan con
todo lo que hay dentro y en otros les permiten llevarse lo que quieran, pero
se tienen que ir en ese momento y no volver ni denunciar. A veces el
desalojo tiene que ver con cuestiones que pasan dentro de la cárcel; algunas
versiones hablan de represalias a familiares de la banda opuesta. Pero hay
quienes dicen que eso no tiene nada que ver y que lo que quieren en realidad
es controlar una parte concreta del territorio, y para eso precisan tener
gente de confianza en determinados pasajes. También sirve para evidenciar
que tienen el control. O incluso puede transformarse en un negocio, sacar a
personas muy vulnerables que no tienen cómo enfrentarlos –viejos o madres
con hijos chicos–, y vender el derecho de uso de esa vivienda.

Dice un trabajador social que hace años está vinculado al barrio: “En Los
Palomares, con esto de la expropiación forzosa de las casas, la gente tiene
miedo, aunque no tenga ningún contacto con ninguna de las bandas. Porque no
se sabe si es al azar. La gente siente inseguridad y miedo. Te acostumbrás a
escuchar los tiros. Pero siempre estás pendiente de que si hay más tiros de
lo normal, puede desembocar en un tiroteo serio o que la Policía esté
entrando al barrio”.

Quienes trabajan para promover la participación de la gente en el barrio
creen que estas formas de violencia y amenazas implican un retroceso y que
ponen en juego todo lo que generó el Estado para mejorar la convivencia. Se
preguntan: ¿cómo la gente va a salir a participar de los espacios públicos
si tiene miedo de que le copen la casa? Porque como dijo a este semanario
una asistente social consultada días antes del operativo policial: “Están
sacando a la gente de sus casas, los invaden, se les quedan con todas las
cosas. Están probando algo nuevo que hasta ahora no se daba. Buscan tener
una zona liberada, donde no haya nada ni nadie que se les interponga. He
visto el cruce de bandas, el cruce de muertos de una familia y de otra, la
defensa del territorio. Eso no impedía que los servicios funcionaran. Ahora
eso cambió. Están aplicando una forma delictiva diferente. Manipulan a la
gente, arengan para armar disturbios haciendo circular versiones falsas de
cosas que casi nunca pasan. Lo que está sucediendo ahora es más
propagandístico que real, es casi todo ficción. Hacen ostentación de
organización y de armamento. Creo que es una campaña de propaganda que
apuesta a aterrorizar a la gente, a generar la sensación de miedo para que
no salga de la casa”.

“Fronteamos porque podemos”

“También vivimos como una forma de violencia la fuerte presencia policial y
de la policía militarizada, con tanquetas y helicóptero a cada rato”, dijo a
Brecha un vecino que no cree que los cabecillas de las bandas sean estos
jóvenes que ponen el cuerpo y una dosis temeraria de desprecio por la vida.
“Son gente más grande. Los más chicos siempre son ‘perros’ de otros más
grandes. Tienen muertes y varios delitos encima, pero no son los que
dirigen. Habría que ver quiénes les dan las armas, quién entra la droga.
Estos pibes son los que ponen la cara. ¿Cuál es la otra parte del negocio
que no se ve?”

Es cierto que no son los más chicos quienes lideran las estructuras
delictivas, pero quizás sí sean los que hacen gala de una nueva subcultura
que les genera identidad entre sí y terror a los demás; son hijos de la
crisis de 2002 y portadores de una nueva construcción cultural que tiene
estética de nuevo rico o de futbolista famoso (grandes relojes, cadenas de
oro, autos y motos, ropa deportiva cara y de marca) y una épica que abreva
tanto en la vieja máxima de “no hay futuro” o en frases célebres tomadas de
las series de Pablo Escobar (“Para qué quiero 50 si 49 van a correr”). En
síntesis, la mentalidad se puede definir en esta frase recogida del perfil
público de uno de estos jóvenes: “Vive la vida a lo loco, que lo bueno dura
poco”. El problema es que no están pregonando sólo conductas vinculadas a la
diversión, expresan –y lo hacen de manera llamativa y sin anestesia en las
redes sociales– su orgullo de pertenecer al mundo de la delincuencia, hacen
ostentación de armas y de crímenes a cara descubierta. Y lo hacen al mismo
tiempo que le declaran amor incondicional a la madre o a sus pequeños hijos
(con fotos incluidas). La joda, la noche, la droga, la cárcel, los “carros”,
salir a ganar “siempre pa’lante”, y la imagen del “guerrero callejero” que
pelea contra la Policía o los traidores y que después que cae “en combate”
se transforma en un “angelito que me cuida desde el cielo” son los temas
recurrentes. Tienen una simbología que los identifica, se tatúan números en
las manos, como el 79 (el ladrón, para la quiniela) o armas en la zona de la
ingle; consideran la prisión como “un mal cuento del que siempre se sale”.
Utilizan términos centroamericanos como “frontear”, que quiere decir algo
así como “hacerte el macho”, y citan muy seguido la frase de una canción que
se llama “Fronteamos porque podemos” que encierra en su letra buena parte de
las claves de esta construcción social: “Mira ahora dónde estamos, contando
mucho dinero/ Empezamos desde abajo y ahora de todo tenemos/ Que no podían
dijeron, de mí se rieron/ Y mírame ahora, que yo mismo no me lo creo/ Carros
lujosos tenemos, prendas dobladas tenemos/ Hacemos lo que queremos, no te
preguntes cómo lo hacemos/ Aquí fronteamos porque podemos, fronteamos porque
podemos (…). Yo salí del barrio y el barrio me convirtió en guerrero (…) Un
soldado callejero, ese soy yo/ Haciendo mucho dinero, ese soy yo/ Tú quién
eres, nadie sabe/ Por qué no lo haces como yo, no matas como yo/ (…)
Vendiendo trabajo blanco, pero cuidado con los poli/ Fronteamos porque
podemos, tú no me jodas porque te quemo”.

En esos mismos perfiles también se pueden encontrar frases menos fanfarronas
y más dolorosas, como: “Si tu padre no te abandonó, no tuviste infancia”. No
creer en nada ni en nadie es parte de esta identidad que manifiesta mucha
desilusión y un marcado vacío existencial.

En términos concretos, según supo Brecha, las bandas tienen una estructura
muy organizada, tanto entre los jefes como entre los subalternos. Estos
últimos se clasifican en tres categorías. O sos “perro” (para iniciarlos les
dan un arma, una moto y ropa deportiva; son el brazo ejecutor del jefe, los
hombres de confianza), sos “mujer” (los cobardes en una lógica machista,
término que pareciera estar cambiando porque las mujeres que mandan ahora
reclaman que las saquen de ese lugar de desprecio), o sos “mula” (los
vendedores, los que distribuyen y venden; hay varios tipos de ellos: pueden
ser empleados de los jefes trabajando como si fueran cadetes, o tener una
franquicia en una zona, con cierta autonomía). Más allá de los métodos
violentos, se trata de una estructura comercial que vende y distribuye
mercadería. Es un mercado como cualquier otro y tiene que tener gente que
vigile, otros que produzcan, otros que negocien, otros que administren, unos
que laven el dinero, otros que hagan las inversiones. Algunos –aunque vivan
en estos barrios pobres– manejan mucho dinero.

Con el barrio de fondo

Los maestros saben que sus niños pasan mal algunas noches y se duermen en la
clase. Se los nota más inquietos y además su juego simbólico es muy
realista. Representan lo que ven: se ponen la capucha del canguro y se suben
la túnica hasta la nariz y “juegan a los milicos”. Cuando el barrio está
complicado, los niños que tienen problemas de conducta se vuelven
especialmente problemáticos, se ponen mano suelta y contestadores. Pero los
maestros son respetados en general. El desempeño curricular de los niños no
parece estar más deprimido que en otros barrios. De matemática aprenden más
por un tema de supervivencia: van a la feria, trabajan. Les cuesta más
verbalizar, la oralidad está menos desarrollada, y en escritura las
oraciones son bastante menos complejas. Hay muy pocos niños obesos, la
mayoría está en el peso normal y se encuentran algunos con bajo peso. Las
familias son en su mayoría monoparentales, con madres muy jóvenes, con
padres ausentes porque la mayor parte del tiempo están engrosando la
población reclusa. Hay mucha gente que no terminó la secundaria o incluso la
primaria. Tienen muy pocas herramientas para resolver conflictos, aparte de
la violencia. Dice una maestra consultada: “Hay familias que están muy
destruidas, que acumulan un deterioro de años. Muchas mamás de ahora eran
niñas de escuela o de inicial cuando la crisis de 2002. Los alumnos de 5
años tienen madres de 21. Uno se pregunta cuánto se le ha hincado el diente
a estos barrios. ¿Realmente se tiene que quemar todo para meter la cuchara?
Entiendo que hay que evitar que se favelice, de acuerdo, pero habría que
definir cómo se va a intervenir después, con los métodos de la Republicana
no creo que sea bueno. Para los niños son como unos ogros subidos a una
moto. Cuando están muy presentes, los niños están nerviosos”. Y cuentan sus
historias o sus experiencias del vínculo de los uniformados con el barrio.
Para estos niños es difícil pensar que la Policía los cuida. Han presenciado
cosas complicadas: megaoperativos, allanamientos, que se lleven a un vecino
o a un familiar. “A ellos la presencia (de los policías) en la puerta de la
escuela los pone muy nerviosos. No tienen la sensación de que los están
cuidando”.

Antes del operativo del miércoles la gente del barrio mantenía un silencio
total sobre lo que estaba pasando. Alguno comentaba que habían pasado el fin
de semana con intensos tiroteos, pero la mayoría esquivaba hablar del tema:
“Me tomé una pastilla para los nervios y dormí todo el fin de semana”, o “Me
fui a la playa, yo no sentí nada”. Pero los maestros sin preguntar se
enteraban porque los niños más chicos cuentan, o porque veían a mamás muy
angustiadas que iban a buscar a sus hijos antes de hora y lacónicamente
explicaban: “Está complicado”. Todos hablaban poco, sin contar detalles,
para proteger su vida y la de sus hijos.

Está claro que esta violencia no se da sólo en Casavalle, ni se forjó de un
día para el otro: Son decenas de años de pobreza, hacinamiento y exclusión.
La cronificación de esos elementos ocasionan este quiebre. Dice la asistente
social: “Unidad Misiones estaba pensado como un barrio-jardín con espacios
públicos y piscina. Pero nunca se terminó. Después se le agregaron Los
Palomares, casas precarias que ni siquiera tenían ventanas en las cocinas.
La gente le fue agregando para el frente, para el fondo, para el costado, y
hoy es un gueto donde es imposible que no haya violencia. La gente vive en
condiciones que no son dignas. Viven varias familias en una misma casa. Si
de generación en generación lo que ves es pobreza, basura, hacinamiento… no
te imaginás una ciudad ni una vida diferente”.

Una docente consultada cuenta con preocupación que mientras van a la escuela
los niños tienen cierta contención, pero que los adolescentes en el pasaje
al liceo se quedan sin referentes. “Hay un vacío en esa edad. Y ese vacío lo
ocupan con otras cosas que les dan sentido de pertenencia, que los cuidan,
que los hacen formar parte.” Según esta maestra, ellos piensan: “La casa que
tengo no está buena, el celular tampoco, quiero salir a laburar y no estoy
preparado, y si digo donde vivo, marché. El que delinque anda en auto, todas
las chicas del barrio andan atrás de él… ¿Adónde voy a ir? El modelo es el
que entra y sale de la cana. Ahora quizás funcione saturar con la
Republicana, pero no es algo que funcione a largo plazo. Como sociedad
tendríamos que tener claro que la mayor cantidad de ciudadanos uruguayos
nace en esos barrios. Y parece que a los gurises que se están criando ahí
les decimos ‘suerte en pila’. Y eso es trágico”.

Nota

1) Dados los riesgos concretos que se corren en el barrio y la reserva que
exigen las actuaciones judiciales, todas las fuentes consultadas para esta
nota pidieron permanecer en el anonimato.

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Los buitres y la brújula

Dice la maestra: “Lo que sale en la tele muchas veces es cualquier divague.
Los ves a los periodistas, muchas veces atrás de la Guardia Republicana,
como si fueran cuervos esperando alimentarse de la carroña, en vez de
arrimarse a la feria, hablar con la gente, mostrar la complejidad del
barrio. Están esperando que pase algo, que se muera alguien… no tienen
vergüenza. Se ponen todos juntos en el mismo lugar. Y como miran desde atrás
de la Guardia, tienen ese punto de vista. Si vos vas atrás del móvil de la
Republicana y filmás el barrio con los ojos de la Republicana, ya tomaste
partido. Es legítimo, pero no es la realidad del barrio. Si venís un día a
pintar las paredes de la escuela, o vas a la feria, te llevás otra visión.
Estos buitres vienen a confirmar el prejuicio. Y el prejuicio tiene un costo
caro. Una doctora no quiso entrar a atender a una niña que estaba con un
cuadro neurológico a las dos de la tarde porque ella, a las zonas rojas, no
entraba. Pidió que le llevaran la niña adonde ella estaba. Al final la
escoltó un patrullero y fue y la atendió. Pero el prejuicio es peligroso
hasta para la salud. Si no te vienen a atender a un niño a las dos de la
tarde, mucho menos podés esperar que vengan por un infarto a las tres de la
mañana. Hay repartos que no entran, ambulancias que no llegan. Y eso genera
un resentimiento del barrio hacia afuera. Nuestro rol tiene que ser, entre
otras, cosas humanizar a la gente del barrio frente al resto de la sociedad
que se maneja con prejuicios. Los niños tienen que ser tratados como niños y
sus familias, como gente. No podemos perder esa brújula”.

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