Colombia/ La otra cara de la paz: la matanza de líderes sociales [Rafael Alonso Mayo]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Jul 14 14:49:36 UYT 2017


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Correspondencia de Prensa

14 de julio 2017

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Colombia

La otra cara de la paz

La matanza de líderes sociales 

A José Yimer Cartagena Úsuga lo mataron entre la noche del martes 10 y la
madrugada del 11 de enero en la región de Urabá. Su cuerpo fue agujereado
por más de 30 puñaladas y tenía visibles signos de tortura. Más de 40
dirigentes sociales han sido masacrados en los últimos siete meses en
Colombia, sin que del tema se hable a nivel internacional.

Rafael Alonso Mayo *

Brecha, 14-7-2017

http://brecha.com.uy/

Con 30 años de edad, Yimer era vicepresidente de la Asociación Campesina del
Alto Sinú (Asodecas) e integraba el movimiento político Marcha Patriótica,
en el departamento de Córdoba. En sus últimos meses de vida andaba motivando
a los campesinos de la zona a dejar los cultivos ilícitos y a integrarse a
los programas de sustitución que ha venido promoviendo el gobierno nacional
en distintas zonas del país. Pero también, dicen sus compañeros de Asodecas,
se encontraba haciendo pedagogía del acuerdo de paz firmado en noviembre de
2016 entre el gobierno colombiano y las Farc, tras 52 años de guerra. “Era
una persona muy entregada al trabajo social, muy atento al cambio del país y
de su comunidad. Su muerte fue para nosotros, como asociación, un golpe muy
duro”, dice su compañero Luis Carlos Suárez, coordinador de Asodecas.

José viajaba desde un sector conocido como El Cerro hasta el casco urbano de
Carepa cuando fue abordado por un grupo de hombres armados que lo obligaron
a subirse a una camioneta blanca de alta cilindrada. Los mismos hombres le
advirtieron a la comunidad no mencionar ni una sola palabra de lo que habían
visto.

Un día después sus familiares debieron ir hasta la morgue del pueblo a
reconocer el cadáver.

¿Quién lo asesinó y por qué? ¿Quién está matando a los líderes sociales en
Colombia tras la firma del acuerdo de paz? ¿Es este un fenómeno sistemático
o una simple coincidencia, en un país agobiado por múltiples conflictos y
acostumbrado a ver caer, asesinados, a defensores de derechos humanos,
profesores, alcaldes, ministros, e incluso a candidatos presidenciales?
Estas preguntas se las han venido haciendo en los últimos meses defensores
de derechos humanos, analistas, periodistas e investigadores, a raíz de la
muerte de José Yimer y de 41 líderes más que, según el medio independiente
Generación Paz, han sido asesinados entre el 2 de diciembre de 2016 y el 1
de julio del presente año.

¿De dónde vienen las balas y qué intereses hay de por medio para acabar con
la vida de representantes de pequeñas organizaciones rurales, muchas de
ellas ubicadas en las antiguas zonas de influencia de las Farc, que luego de
entregar sus armas se preparan para reintegrarse a la vida civil?

Son muchas preguntas sobre un asunto complejo para un país como Colombia,
que aunque transita hacia el posconflicto con la entrega reciente por parte
de las Farc de más de 7 mil armas a las Naciones Unidas y la desmovilización
de igual número de hombres de ese grupo, aún es escenario de combates en
selvas y montañas, donde operan el Ejército de Liberación Nacional (Eln)
–con cerca de 2.500 hombres, según estimaciones oficiales– y varias
disidencias de antiguos grupos paramilitares, desmovilizados hace una década
por el gobierno de Álvaro Uribe y que ahora se conocen con los nombres de El
Clan del Golfo y Autodefensas Gaitanistas de Colombia.

Reacomodo 

“No hay un actor único”, es la primera respuesta que ofrece el investigador
social Max Yuri Gil, quien lleva varios años descifrando las imbricadas
redes del conflicto armado en Colombia. Podría decirse, explica, que se debe
fundamentalmente a disputas de tipo territorial asociadas a la llegada de
nuevas organizaciones a los territorios abandonados por las Farc. Se trata
de grupos paramilitares o “grupos posdesmovilización”, como prefiere
llamarlos la Onu, que estarían disputándose estos territorios,
caracterizados por economías ilegales donde predominan los cultivos de coca,
la minería ilegal y la tala de bosques. “Eso ha generado una gran disputa
por los recursos, y cuando las Farc abandonan estas áreas empieza a
producirse un reacomodo, un reordenamiento que ha costado la vida de una
parte de estos líderes”, explica el académico. Sin embargo, el gobierno de
Juan Manuel Santos ha defendido la postura de que en el país no existen
grupos paramilitares sino bandas criminales que actúan sin mayor
articulación. “En Colombia no hay paramilitarismo. Decir que en el país hay
paramilitarismo significaría otorgar un reconocimiento político a unos
bandidos dedicados a la delincuencia común organizada”, dijo en enero pasado
el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas.

Las declaraciones de Villegas han sido rebatidas por instituciones como el
Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep), que en un informe
publicado en mayo (“El paramilitarismo en Colombia sí existe”) atribuye a
paramilitares 550 hechos violentos ocurridos en 2016, entre los que se
encuentran asesinatos, desapariciones y torturas. Esta cifra, destaca el
informe, “demuestra que continúa la guerra sucia contra líderes sociales,
defensores de derechos humanos y líderes políticos de izquierda”. 

El Ministerio de Defensa insiste en que aquí no hay paramilitares, pero se
comportan como tales, apunta Max Yuri Gil. “Lo que pasa es que la
particularidad del paramilitarismo colombiano es que desde hace muchos años
está muy permeado por el narcotráfico, y eso ofrece una especie de
turbulencia”, agrega.

Según el periodista Juan Diego Restrepo, las balas que están asesinando a
líderes sociales y a defensores de derechos humanos vienen de diversos
sectores. Entre ellos destaca los grupos de narcotraficantes con intereses
en algunas regiones estratégicas. Pero también están los dueños de amplias
extensiones de tierra que han sido afectados por los procesos recientes de
restitución. Restrepo tampoco descarta el accionar de grupos guerrilleros,
como el Eln y algunas disidencias de las Farc, que prefirieron huir de los
acuerdos antes que apostar a la vía pacífica.

El tema del narcotráfico resulta fundamental para entender el conflicto
colombiano durante las últimas tres décadas. Sobre todo si se tiene en
cuenta que los grupos ilegales se han alimentado de él para financiar sus
acciones. Así lo argumentan los distintos informes del Centro Nacional de
Memoria Histórica, organismo creado bajo la ley de víctimas y restitución de
tierras (1.448), de 2011, con el objetivo de reconstruir la memoria de la
guerra en el país.

Este no es un tema menor, sobre todo cuando se sabe que Colombia encabeza la
lista de los países con mayor producción de coca, según el informe anual del
Departamento de Estado de Estados Unidos. Las últimas cifras sobre el
crecimiento de este cultivo en el país indican que la cantidad de hectáreas
sembradas pasó de 160 mil, en 2015, a 188 mil en 2016, un crecimiento del 13
por ciento.

En cuanto al proceso de restitución de tierras, el asunto no es de menor
importancia si se entiende que éste ha sido determinante en el conflicto
armado interno. En las últimas tres décadas miles de campesinos han debido
abandonar sus parcelas, que han sido usurpadas. La ley 1.448 busca generar
las condiciones propicias para reparar a las víctimas y devolver la tierra a
quienes por derecho propio son sus poseedores. Pero antes de que la ley
demostrara resultados efectivos, los campesinos recibieron amenazas y
empezaron a ser asesinados. Ser “reclamante de tierras” en Colombia también
se ha convertido en un factor de persecución y asesinato. “Dada la
complejidad de los territorios, es necesario pensar que no hay un interés
común nacional, sino que hay unas agendas territorializadas que impactan a
diversos actores que desde la legalidad ven en el asesinato una manera de
intimidar y acallar voces tan importantes como las de los líderes sociales”,
reflexiona Juan Diego Restrepo.

Otro asunto que influye notoriamente, dice Max Yuri Gil, es que el acuerdo
de paz con las Farc ofrece un conjunto de transformaciones democráticas que
empiezan a llegar a los territorios. “Digamos que hay una especie de
reordenamiento de la competencia por los poderes locales, y creo que hay
sectores que están tratando de diezmar las bases sociales de las Farc de
cara a una competencia electoral futura.”

Asesinatos sistemáticos 

Un tema que ha estado en el debate durante los últimos meses entre el
gobierno y diversos actores sociales y académicos es si la muerte violenta
de líderes sociales puede considerarse sistemática o si por el contrario son
simplemente acciones no planificadas de los actores ilegales. En marzo
pasado, durante la sesión 161 de la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos (Cidh), el gobierno advirtió que era prematuro declarar la muerte
violenta de líderes sociales como una acción sistemática. Esas afirmaciones
se dieron dos meses después de que el ministro de Defensa dijera que estos
asesinatos están más relacionados con el crimen organizado y que no hay
evidencias suficientes para sugerir la existencia de elementos comunes. “Hay
asesinatos, pero no son sistemáticos. Si lo fueran sería el primero en
aceptarlo”, apuntó Villegas.

Para Max Yuri Gil, en cambio, no hay ninguna duda de la sistematicidad de
estas acciones. Por ello considera que la discusión propuesta por el
ministro de Defensa pertenece más al campo retórico y jurídico que al de la
realidad.

Una línea similar plantea Andrés Suárez, investigador del Centro Nacional de
Memoria Histórica, para quien el problema radica en que se está convirtiendo
un problema político, como es la muerte violenta de líderes sociales, en un
asunto jurídico. “Si yo empiezo a buscar que se cumpla desde lo jurídico la
condición de un ataque sistemático o generalizado, puedo encontrar las
razones para decir que no tengo elementos suficientes. Este planteamiento
ayuda a bajarle el perfil al tema y eso favorece el accionar de los
actores”, dice. Suárez plantea la necesidad de hacer un análisis político
del tema. “Desde 2012 hasta la fecha tenemos ataques recurrentes contra
líderes sociales, en un contexto donde la violencia se ha reducido, pero la
que afecta a los líderes está subiendo. Segundo, un ataque sistemático
también se puede leer por patrones que uno encuentra. Por ejemplo, a quién
se ataca de manera permanente. Y tercero, cuando hablamos de patrones
sistemáticos, a veces imaginamos que están orquestados desde el nivel
central, y resulta que los planes para que algo sea sistemático también
pueden ser regionales”, señala el académico, y llama la atención sobre la
necesidad de abrir la perspectiva para poder entender y visibilizar las
estrategias de los perpetradores de estos crímenes.

El periodista Juan Diego Restrepo tampoco duda de la sistematicidad de estos
homicidios. “Que hayan matado a 30 o 35 líderes sociales en lo que va del
año tiene que estar diciendo algo al respecto de cómo son miradas y cómo son
analizadas sus actuaciones”, observa.

El defensor del pueblo, Carlos Negret Mosquera, subraya a su vez que la
información obtenida por su entidad “revela que estas violaciones a los
derechos humanos son generalizadas, al tener un número significativo de
víctimas pertenecientes a grupos de características semejantes, y sucedidas
en un mismo período y espacio geográfico”. Entre el 1 de enero de 2016 y el
1 de marzo de este año, la Defensoría del Pueblo relevó 156 asesinatos de
dirigentes sociales y defensores de derechos humanos.

Nada nuevo 

Si bien estos asesinatos han aumentado sobre todo desde 2012, cuando
arrancaron las negociaciones de paz entre el gobierno y las Farc, atentar
contra líderes de la sociedad civil siempre ha sido parte de la estrategia
de los actores armados ilegales. Sólo entre 2005 y 2015 el Observatorio de
Restitución y Regulación de Derechos de Propiedad Agraria contabilizó el
asesinato de 500 dirigentes campesinos. El Observatorio, del que hacen parte
varias universidades colombianas, advierte que a pesar de las últimas
desmovilizaciones de organizaciones armadas, el fenómeno no ha disminuido y,
por el contrario, tiende a aumentar. También destaca que estas acciones
están asociadas a grupos herederos de las estructuras paramilitares
presentes en los territorios, aunque pone bajo la lupa que más de la mitad
de los asesinatos (58 por ciento) hayan sido perpetrados por “agentes
desconocidos”.

En este escenario también hay que recordar la masacre de buena parte de los
militantes de la Unión Patriótica (UP), el partido de izquierda que surgió
de las negociaciones de paz entre el gobierno de Belisario Betancur y las
Farc, en 1984. El asesinato de dos de sus candidatos a la presidencia, Jaime
Pardo Leal y Bernardo Jaramillo, de siete de sus congresistas, 13 diputados,
11 alcaldes, 70 concejales y de por lo menos 3 mil de sus militantes llevó a
que 32 años después el Estado reconociera este hecho como un genocidio
político. “El exterminio y desaparición de la Unión Patriótica jamás debió
haber ocurrido”, admitió en setiembre de 2016 el presidente Santos frente a
un grupo de sobrevivientes de la UP. Y admitió que “el Estado no tomó
medidas suficientes para impedir y prevenir los asesinatos, los atentados y
las demás violaciones, a pesar de la evidencia palmaria de que esa
persecución estaba en marcha”.

Comparando ese “genocidio” con la situación actual, Andrés Suárez enfatiza
que los militantes de la UP salieron a la escena pública a reivindicar las
banderas de su partido, cosa que no hacen los líderes sociales que están
siendo asesinados actualmente. “Estamos hablando de un perfil de gente que
no ha manifestado necesariamente apuestas de participación política. Se está
diciendo, entonces, que ahora no se necesita participar en una contienda
electoral para ser potencial víctima: no te organices, ni te quiero ver en
reu­niones en las cuales va a implementarse o se va a materializar el
acuerdo de paz…” 

Max Yuri Gil reconoce que aunque el asesinato de defensores de derechos
humanos y de dirigentes sindicales y campesinos ha sido habitual en el país,
las cifras presentes son superiores, y ello está relacionado directamente
con la finalización del proceso de paz. “Es evidente que hay un incremento
de las acciones ligado al fin del proceso de negociación y a la fase de
implementación y transformación de las Farc en partido político”, dice. Juan
Restrepo no lo niega, pero observa que “quienes dicen que esto es nuevo no
tienen el contexto, no ligan el pasado con el presente, no tienen esa
posibilidad de relacionar hechos, territorios, agendas, y eso va
invisibilizando situaciones que hablan de una sistematicidad”. Si los
asesinatos de este tipo se siguen produciendo sin que el Estado haga nada
por prevenirlo, se pregunta, “¿quién en los territorios se va a poner la
camiseta de la defensa del proceso de paz? ¿Quién en los territorios va a
participar de la implementación, quién lo va a liderar?”.  

* Antropólogo y periodista colombiano. Especial para Brecha.

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