EEUU/ El largo y solitario camino de Chelsea Manning [Matthew Shaer - entrevista]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mar Jun 13 10:32:19 UYT 2017


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Correspondencia de Prensa

13 de junio 2017

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germain5 en chasque.net

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Estados Unidos

El largo y solitario camino de Chelsea Manning

En 2010 fue responsable de la filtración de información clasificada más
grande en la historia de Estados Unidos que transformó la relación del poder
político y militar con internet. En una entrevista exclusiva al salir de la
cárcel, habla del mundo que ayudó a formar y de por qué cree que “hay cosas
que deben mantenerse en secreto”.

Matthew Shaer *

The New York Times, edición en español, 12-6-2017

https://www.nytimes.com/es/

Una mañana gris de primavera, Chelsea Manning se subió al asiento trasero de
una camioneta de color negro y le pidió a su guardia de seguridad que la
llevara al Starbucks más cercano. Se avecinaba una tormenta a Manhattan y
Manning estaba preparada: tenía sus botas Dr. Martens negras, un paraguas y
un vestido negro ajustado. Sus piernas desnudas, sus ojos azules. No se
había maquillado casi nada: un poco de delineador de ojos y brillo de labios
rosado.

En Starbucks ordenó un mocha de chocolate blanco y se sentó en un banco.
Manning siempre ha sido algo pequeña —mide 1,62— pero durante sus últimos
meses en las barracas disciplinarias de Fort Leavenworth, Kansas, comenzó a
correr con un afán casi religioso, en el patio de la prisión y en la pista
interior del gimnasio, y su cuerpo quedó más definido; era notorio en sus
brazos y sus pómulos. Se veía sana y en forma, aunque algo inquieta, como se
ven aquellos que han estado mucho tiempo en prisión.

Apenas ocho días antes estaba en la cárcel. Fue liberada tras cumplir siete
años de una condena de 35. Su delito fue impresionante: filtró alrededor de
250.000 cables diplomáticos estadounidenses y 480.000 reportes militares de
las guerras de Afganistán e Irak a WikiLeaks. Es la filtración más grande de
información clasificada en la historia de Estados Unidos; allanó el camino
para Edward Snowden y elevó el perfil de Julian Assange, en ese entonces
poco conocido fuera de ciertos grupos de hackers.

“Sin Chelsea Manning”, me dijo hace poco P. J. Crowley, subsecretario de
Estado de 2009 a 2011, “Julian Assange solo sería otro actor marginal que se
resiente con lo que ve como la hegemonía de un Estados Unidos con orgullo
desmedido”. Las acciones de Manning representan, en palabras de Denver
Nicks, autor de un libro sobre el caso, “el inicio de la implosión de la era
de la información”: aquella en la que las filtraciones son un arma, la
seguridad de los datos es de suma importancia y la privacidad, una mera
ilusión.

En enero de 2017, después de haber estado encerrada en cinco sitios
diferentes y de vivir en condiciones que las Naciones Unidas calificaron
como “crueles” e “inhumanas”, la condena de Manning fue conmutada de manera
sorpresiva por el presidente Barack Obama. Cuatro meses después, Manning
estaba libre e intentaba adaptarse otra vez a vivir en el mundo que ayudó a
formar.

Al terminar su café sacó su iPhone del bolso y le pidió al guardia de
seguridad que la llevara de regreso al departamento en el que se estaba
quedando en Manhattan. Un departamento con una habitación y pocos muebles,
entre ellos una mesa de cristal y un sofá de color canela, enfrente del cual
Manning había puesto una consola de videojuegos Xbox One. La decoración era
del estilo de un motel insulso: un cuadro con arte símil de los Viejos
Maestros, otro de una cebra enfrente de un bosque. Estábamos en un piso
alto, rodeados por nubes de tormenta, y desde la ventana se alcanzaban a ver
las agujas de los rascacielos del otro lado del río Hudson.

Manning, de 29 años, me señaló un microondas desconectado al lado de la
puerta y me pidió que pusiera ahí mi computadora portátil: actuaría como una
jaula de Faraday para bloquear las ondas de radio, me explicó. Pero el
microondas ya estaba lleno de otros aparatos, entre ellos los dos controles
del Xbox. “Puedes ponerla en el microondas de la cocina”, me dijo Manning.
Intuyó lo extraño que me parecía su pedido antes de añadir: “Nunca se pone
demasiado cuidado”.

Recordó que la última vez que le había dado una entrevista en persona a un
periodista fue en 2008. Durante casi una década, tuvo prohibido comunicarse
con el público y se mantuvo en silencio mientras su historia era contada en
libros, una ópera, una puesta en escena a las afueras de Broadway y en
decenas de artículos de revistas, prácticamente todos escritos antes de que
Manning revelara que era transgénero. “No era la historia completa”, me
dijo, “mi historia completa”.

Sin que se escuchara su propia voz, surgieron dos narrativas opuestas. Una
calificaba a Manning —en palabras del presidente Donald Trump— como una
“traidora desagradecida”; la otra la posicionó como un icono trans y una
heroína de la transparencia; una “mártir secular” fue como la describió hace
poco Chase Madar, exabogado y autor de un libro sobre el caso. Pero frente a
Manning, ambas narrativas se quedan cortas, se sienten como una
simplificación imposible; empezando por el hecho de que la misma Manning
sigue batallando con el significado de lo que hizo hace siete años. Cuando
le pregunté qué lecciones había aprendido en el camino, se puso inquieta.
“No tengo…”, empezó a decir. “He estado tan ocupada intentado sobrevivir
durante los últimos siete años que no me he enfocado para nada en eso”.

Insistí: seguramente debe tener alguna impresión del impacto que tuvo en el
mundo. “Desde mi punto de vista”, respondió, “el mundo me formó más a mí que
otra cosa. Es un ciclo de retroalimentación”.

Desde que tiene memoria de su infancia en Crescent, en las afueras de la
zona metropolitana de la ciudad de Oklahoma, Chelsea Manning ha sufrido un
intenso sentimiento de estar desencajada; algo constante y psíquico que no
podía definir para sí misma, mucho menos para su hermana mayor, Casey, o
para sus padres, Brian y Susan. Durante una de nuestras entrevistas,
mencioné que había escuchado a un psicólogo clínico comparar a la disforia
de género (el sentir que el género discrepa con el sexo biológico) con un
“dolor de muela gigante y cósmico”. Manning se sonrojó. Exactamente eso era,
me dijo: “En la mañana, por la tarde, al desayunar, comer, cenar, donde sea
que estés. Está ahí a donde vayas”.

A sus cinco años, recordó Manning, le confesó a su padre, un gerente de
informática en Hertz, que quería ser una niña “para hacer cosas de niña”.
Brian respondió con un discurso largo y torpe sobre las diferencias
esenciales en “las tuberías”. Pero Manning me dijo: “No entendí cómo eso
tenía que ver con cómo te vestías o te comportabas”. Poco después, comenzó a
escabullirse en el cuarto de su hermana para ponerse los jeans y chamarras
de Casey. Se sentaba frente al espejo y se ponía labial y rubor, que se
quitaba apurada y de manera frenética si escuchaba cualquier ruido en el
piso de abajo.

Cuando estaba en la primaria, le dijo a un amigo heterosexual que era gay.
El amigo fue comprensivo; los otros niños de la escuela no tanto. Manning
intentó retractarse, pero las burlas siguieron. “Llegaba llorando a casa
algunos días y si mi papá estaba ahí me decía: ‘Deja de llorar y actúa como
un hombre’. Como ‘Regresa ahí y golpea a ese niño en la cara’”. Era el final
de los años noventa, cuando el movimiento trans todavía era muy marginal.
“Lo más cerca que estuve de saber algo fue por cómo presentaban a personas
travesti al estilo drag queeen en la televisión amarillista”, me dijo
Manning. Pasaba su tiempo pegada a las computadoras que su padre siempre
llevaba a casa, jugando videojuegos o aventurándose a escribir código
básico.

Sus padres tenían sus propios problemas. Cuando Manning tenía doce años,
Susan se tomó una botella entera de tranquilizantes. Casey llamó al 911; le
dijeron que la ambulancia más cercana estaba a media hora. Casey entonces
subió a su madre al coche; Brian estaba, según Manning, demasiado
alcoholizado como para manejar y se fue en el asiento de copiloto, mientras
que Chelsea, aterrorizada, terminó en el asiento trasero, intentando
asegurarse de que su mamá todavía respiraba. Me dijo que fue un incidente
formativo. “Crecí muy rápido después de eso”, me dijo. (No fue posible
hablar con Brian sobre este asunto).

En Gales, país de origen de Susan y a donde Manning se mudó con ella en 2001
después del divorcio, Chelsea dijo que asumió todas las tareas del hogar,
como pagar las cuentas y hacer las compras en el súper. Ahí también había
libertades: podía comprar su propio maquillaje, usarlo durante unas horas en
público y tirarlo en un basurero cuando ya iba de regreso a casa. La mayoría
de sus tardes las pasaba en la computadora, en grupos de chat de personas
LGBT. Cambió su modo de ver el mundo.

Cuando estaba en Oklahoma, Manning había asumido como propias muchas de las
posturas conservadoras de su padre; “No cuestionaba nada”, me dijo. Pero en
la escuela en la que estudiaba en Haverfordwest le enseñaron sobre el
movimiento de los derechos civiles, el Temor Rojo por el comunismo, los
campos de concentración para los japoneses en Estados Unidos durante la
Segunda Guerra Mundial. En un ensayo para una clase de historia criticó las
razones que se usaron para la invasión de Irak.

Cuando Manning regresó a Estados Unidos en 2005 para vivir con Brian y su
nueva esposa en Oklahoma, era otra persona, aunque no transformada por
completo: usaba delineador de ojos y se dejó largo el cabello, que había
teñido de negro. “Pensé: ‘Igual solo quiero deshacerme de esta cosa del
género y ser un género neutro, como andrógino’”, dijo. Encontró trabajo en
una empresa emergente de internet y gracias a un sitio web de citas conoció
a su primer novio, que vivía en otro poblado, a 110 kilómetros. Su
madrastra, según Manning, no le permitía entrar a la cocina: “Ella sentía
que yo estaba sucia”.

Manning no le dijo a nadie lo que cada vez veía más claro: no era gay, no
era travesti; era una mujer. Su novio y ella terminaron su relación en el
verano de 2006 y decidió dejar Oklahoma, con todas sus pertenencias apiladas
en su pickup Nissan. Se volvió viajera itinerante por un tiempo: en Tulsa
trabajó en una pizzería, en Chicago en una tienda de guitarras y luego vivió
con su tía en los suburbios de Washington; con ella se sintió más conectada
que con cualquiera de sus padres. Acudió a un psicólogo en cuatro ocasiones,
pero no sintió que pudiera desahogarse más de lo que había podido hacerlo
con amigos o familiares. “Tenía miedo”, dijo Manning. “No sabía que la vida
podía ser mejor”.

Brian Manning le había contado en varias ocasiones a Chelsea de los buenos
momentos que había vivido en el ejército; le había dado algo de estructura y
rudimentos, dijo. Manning no había escuchado a su padre en ese entonces,
pero ahora sí. Alistarse al ejército quizá era lo que necesitaba para
“actuar como un hombre”, deshacerse del dolor. Aunque había matizado sus
impresiones sobre la política exterior estadounidense, seguía sintiéndose
como una patriota, y en el ejército podría usar sus herramientas de análisis
para ayudar a su país.

Ese otoño, Manning se reportó en el fuerte Leonard Wood en Misuri para
entrenamiento básico. En pocos días ya tenía herido el brazo. “Los sargentos
instructores actuaban como si me estuviera haciendo el enfermo o algo”,
dijo. “Pero yo estaba como: ‘No, no me quiero salir de esta. Realmente no
puedo sentir mi mano derecha’”. Un soldado que estuvo con Manning en Misuri
le dijo a The Guardian que a Manning le decían mucho “Marica”. “Le llegaban
los golpes de todas partes. No podía satisfacer a nadie. Y lo intentaba,
realmente lo hacía”, dijo aquel soldado.

El ejército, que necesitaba más miembros para luchar contra las insurgencias
en Afganistán e Irak, le dio otra oportunidad a Manning en el campo de
entrenamiento básico. En 2008 se graduó y pasó a la escuela para
inteligencia de Fort Huachuca en Arizona. Allí fue entrenada para clasificar
lo que en términos militares se conoce como “SigActs”, o acciones
significativas: los reportes escritos, fotografías y videos de los combates,
explosiones y tiroteos que en conjunto forman un mosaico de la guerra
moderna. Manning me dijo que sentía que encajaba bien entre los agentes de
inteligencia en Huachuca. “Había más gente que pensaba parecido ahí”, dijo.
“No era: ‘Ra, ra, ra, hay que hacer esto’. Nos alentaban a pronunciarnos, a
tener opiniones, a tomar nuestras propias decisiones”.

En su primer puesto oficial, Fort Drum, en el estado de Nueva York, a
Manning le encargaron participar en la construcción de una herramienta
digital que monitorearía y clasificaría de manera automática SigActs de
Afganistán. Cada día, durante horas, veía filmaciones de visión nocturna y
leía reportes de campos de batalla lejanos. Desde entonces fue expuesta al
derramamiento de sangre que la impulsaría a filtrar los documentos. Pero en
ese momento todavía manejaba el material con cierta distancia espacial y
emocional. Seguía “ansiosa” de ir al frente, me dijo. “Estaba hambrienta”.

Por medio de un sitio web de citas para gays, conoció a un estudiante de la
Universidad de Brandeis llamado Tyler Watkins. Comenzó a viajar a la zona de
Boston para visitarlo y se volvió cliente regular de Pika, una cooperativa
del Instituto de Tecnología de Massachusetts, y visitante frecuente de
Builds de la Universidad de Boston, una comunidad local de hackers. En las
reuniones en Pika encontró amigos que veían en la codificación lo mismo que
ella: un pasatiempo, un válvula de escape, una vocación. Se quedaban
hablando hasta la madrugada. Yan Zhu, en ese entonces estudiante de
licenciatura en MIT, recuerda a Manning como una persona “obviamente
inteligente”, pero “nerviosa”. A Zhu le quedaba claro que Manning parecía
tener algo que la acechaba. Nunca pudo averiguar qué era: ese otoño, la
unidad de Manning fue enviada a Irak.

En octubre de 2009, Manning se subió a un helicóptero Black Hawk en Bagdad
camino a la base Foward Operating Base Hammer, casi 50 kilómetros al este de
la ciudad. En la cabina empezó a ponerle nombre a lugares que por mucho
tiempo habían sido abstracciones digitales. “Había visto las imágenes
durante nueve o diez meses”, recordó Manning, “y conocía tan bien el paisaje
desde el aire que reconocía los vecindarios. Ver a la gente caminando y
manejando, y los edificios y los árboles debajo, me hizo despertar”.

Cada noche, Manning se levantaba a las 21:00 en su catre, se vestía en
camuflaje y agarraba su rifle. Comía algo y caminaba al Sensitive
Compartmented Information Facility (dependencia de información sensible y
compartimentada), o SCIF. La habitación segura era una “caja de madera” mal
ventilada ubicada en la cancha de básquetbol. Se sentaba en una silla
reclinable y pasaba la noche viendo tres computadoras. Escondida en el SCIF,
trabajaba durante ocho horas seguidas revisando reportes metidos al sistema
de manera segura por tropas estadounidenses en el campo y tratando de
destilar los datos en bruto para los oficiales de inteligencia de alto
nivel. Allí su aislamiento cobró nueva vida: seguía alejada del conflicto
verdadero, aunque alcanzaba a escuchar el estallido de coches bomba y, a
veces, se topaba con otros soldados empolvados y aturdidos después de
regresar de un tiroteo.

En ese momento, me dijo Manning, estaba demasiado ocupada como para pensar
en las implicaciones de lo que veía. “Al hacer mi trabajo ni siquiera podías
leer todo en el archivo”, dijo. “Era necesario leer por encima para más o
menos encontrar qué era relevante y qué no”. Aun así, tenía una impresión
mucho más abarcadora del papel estadounidense en Irak que la infantería en
el campo —literalmente, por las imágenes aéreas— y cuando octubre dio paso a
noviembre comenzó a sentirse cada vez más consternada de que había poca
conciencia pública sobre una guerra que parecía ser inútil e
ininterrumpidamente sangrienta. “En algún momento”, me dijo, “dejé de ver
archivos y empecé a ver a personas”: los soldados estadounidenses
ensangrentados, los civiles iraquíes baleados.

En los pocos momentos que tenía fuera del SCIF, Manning acompañaba a
funcionarios de alto nivel a reuniones con el ejército y la policía federal
iraquíes, que profundizaron su desilusión. “Eran estas sesiones del té con
los policías federales iraquíes en sus uniformes azules y el ejército iraquí
en camuflaje que parecía de chispas de chocolate y los estadounidenses en
nuestro camuflaje verde manchado”, dijo Manning, y todos hablando diferentes
idiomas, con propósitos frecuentemente encontrados. “Entraba pensando que
eran temas blanco y negro. No lo eran”.

Manning escuchó el nombre de WikiLeaks por primera vez en 2008, durante un
taller de entrenamiento en seguridad informática en Fort Huachuca. Para
finales de 2009, había comenzado a meterse a sitios de chat en internet que
discutían la plataforma fundada por Assange. (IRC, un protocolo semiseguro,
era entonces el método de comunicación preferido por los hackers).

Al principio solo observaba: le intrigaba el trabajo que hacían Assange y su
equipo, aunque no estaba lista para respaldar por completo sus argumentos a
favor de la transparencia total. Me dijo que creía entonces, como lo hace
ahora, que “hay muchas cosas que tienen que mantenerse en secreto”.

“Hay que proteger a fuentes sensibles. Hay que proteger los movimientos de
tropas. Hay que proteger información nuclear. No hay que esconder los malos
pasos, las políticas equivocadas. No hay que esconder la historia. No hay
que esconder quiénes somos y qué estamos haciendo”.

Cada vez estaba más cerca de actuar, pero no dijo nada a sus amigos en la
base Hammer, como no dijo nada sobre su caos interno. Estaba peleando por
proteger dos secretos que cambiarían su vida. No podía discutir de manera
abierta su identidad: seguía vigente la política de “No preguntes, no digas”
(en inglés Don’t ask, don’t tell, según la cual cualquier persona homosexual
o bisexual en el ejército no debía revelar sus “tendencias o prácticas” y
los superiores no debían preguntar sobre ellas a menos que se exhibiera el
comportamiento prohibido) y todavía faltaban algunos años para que
permitieran alistarse a personas trans. “Veía de manera obsesiva programas
de televisión en internet”, dijo Manning. “Fumaba mucho. Estaba tomando
cantidades exageradas de cafeína. Iba al comedor y comía tanto como podía.
Buscaba cualquier pequeño escape o manera de sentirme como que ya no estaba
ahí”. Su novio no ayudó mucho; Manning sentía que se estaba retirando. “Lo
negaba, pero tenía ese sentimiento… de que estaba siendo olvidada”.

Se acercaba un periodo de licencia de dos semanas. Planeaba pasar el tiempo
en Boston para intentar remediar la relación con Watkins y en los suburbios
de Washington con su tía. Soñaba con aprovechar la ocasión para salir del
clóset como trans frente a su familia y amigos. “Tenía esta imagen mental
constante en la que lo gritaba a todo pulmón”. Pero en su corazón sabía que
nunca podría hacerlo.

Antes de dejar la base Hammer, Manning descargó del Combined Information
Data Network Exchange del gobierno estadounidense prácticamente todos los
reportes SigActs sobre las guerras en Afganistán e Irak e hizo una copia con
los datos comprimidos en discos CD-RW; a uno le puso la etiqueta “Lady
Gaga”. Lo hizo enfrente de todos los soldados. Pero lo que hizo después fue
lo que violó uno de los principales preceptos que le enseñaron en Fort
Huachuca, junto con el juramento que tomó al alistarse en 2007: subió el
contenido de los discos a la computadora personal que planeaba llevarse
consigo a Estados Unidos. Todavía no había decidido qué haría con la
información.

Unos días después, Manning se puso una peluca rubia y corrió desde la puerta
lateral de la casa de su tía, donde los vecinos no podían verla, a su auto,
que manejó hasta la estación ferroviaria. Traía puesto un abrigo oscuro y
debajo de este una vestimenta casual para mujeres que había comprado en una
tienda departamental cercana; dijo que era para una amiga que necesitaba el
atuendo para una entrevista de trabajo. En Washington fue a un Starbucks,
comió en un restaurante bullicioso y caminó por los pasillos de una
librería; después se volvió a subir al metro y recorrió varias estaciones
sin tener un destino fijo. Estaba disfrutando de ser vista como quería
serlo, reconfortada por lo fácil que fue hacerlo: prácticamente nadie se
volteó a mirarla de reojo.

“Antes de aquel despliegue no tenía las agallas”, dijo Manning, quien
entonces se refería a sí misma en privado como Brianna. Pero el tiempo que
había pasado en Irak la había cambiado. “Estar expuesta a tanta muerte a
diario hace que te enfrentes a tu propia mortalidad”, explicó. Ya no quería
esconderse.

Su expedición por Washington fue el mejor momento de una vacación
decepcionante. El ejército había adelantado su salida de la base Hammer y su
familia no pudo cambiar sus planes: la tía de Manning estaba en un viaje en
el extranjero y su hermana Casey acababa de dar a luz a su segundo bebé, por
lo que se le complicaba hacer tiempo para Chelsea. Manning tomó el tren para
ver a Watkins en Massachusetts, pero sentía como que él realmente no la
quería ahí y se quedó tres días menos de lo planeado.

En ese momento, Manning podría haber regresado a Irak sin haber compartido
los archivos. Sus acciones habían sido ilegales, pero reversibles. Sin
embargo, Manning dijo que estar en Estados Unidos fue lo que la hizo tener
una epifanía: en casa, dijo, se dio cuenta de qué tan invisibles se habían
vuelto las guerras para la mayoría de los civiles; lo que sabían sobre lo
que pasaba en Irak no iba más allá del titular de algún artículo en un
periódico o una cápsula de los noticieros de televisión por cable. “Había
dos mundos”, dijo. “El de Estados Unidos y el que yo veía (en Irak)”.
Continuó: “Quería que la gente viera lo mismo que yo”.

Una tormenta de nieve azotó a Washington. La tía de Manning todavía no
regresaba de vacaciones. Sola en la casa, comenzó a transferir parte de los
archivos a una tarjeta de memoria y preparó un archivo de texto anónimo que
quería que acompañara la información. “Este es posiblemente uno de los
documentos más significativos de nuestro tiempo para levantar la niebla de
la guerra y revelar la verdadera naturaleza de los conflictos armados
desiguales del siglo XX”, escribió. “Buen día”.

Manning me dijo que su decisión de darle la información a WikiLeaks fue por
cuestiones prácticas: originalmente, quería entregar los datos a The New
York Times o The Washington Post y se movió de teléfono público a teléfono
público la semana anterior de su regreso a Irak intentando llamar a las
oficinas de ambos periódicos; dejó un mensaje para el editor público del
Times y tuvo una conversación frustrante con una reportera del Post, que
dijo que tendría que saber más sobre los archivos antes de que su editor
aceptara que se hiciera un artículo. Una reunión planeada de último minuto
con el sitio web Politico, donde esperaba hablar con los blogueros sobre
temas de seguridad, fue descartada por el clima. “Quería establecer un
contacto de modo que la información no pudiera ser vinculada conmigo”, dijo
Manning. Pero tenía poco tiempo. “Necesitaba hacer algo y no quería que nada
me detuviera”.

El 3 de febrero del 2010, Manning se conectó con su computadora portátil y,
usando un protocolo para la transmisión segura de datos, envió los archivos
a WikiLeaks.

De regreso en la base Hammer, el tiempo parecía acelerarse: todo estaba
pasando de golpe. Manning estuvo fuera dos semanas y había mucho trabajo por
hacer; “era casi el triple”, dijo. No había indicaciones de que WikiLeaks
hubiera recibido los archivos ni de que el ejército supiera que algo no
estaba bien. Manning recuerda que sentía una ansiedad aguda todo el tiempo.
Dormía menos, fumaba más.

A mediados de febrero, durante un descanso del SCIF, encontró una
conversación interesante en el canal de IRC de WikiLeaks, en el que los
participantes estaban discutiendo la crisis financiera en Islandia. Era un
colapso bancario que Manning —quien había leído parte de los cables
diplomáticos a los que tenía acceso como analista— concluyó que avanzaba por
la inacción estadounidense y lo que describió como abuso diplomático por
parte del Reino Unido y los Países Bajos. “Desde mi punto de vista, parecía
que no nos estábamos involucrando por la falta de un beneficio geopolítico a
largo plazo”, testificó después. Siguió los mismos pasos que antes y filtró
a WikiLeaks algunos de los cables diplomáticos vinculados a la crisis
islandesa. Esta vez, en pocas horas, WikiLeaks hizo públicos los documentos.
Manning estaba entusiasmada: si los cables llegaron a WikiLeaks, los SigActs
también lo habrían hecho.

Para ese momento, Manning había tenido varias conversaciones por IRC con una
persona que después identificó en su lista de contactos en línea como
“Nathaniel Frank”, en honor al autor del libro Unfriendly Fire: How the Gay
Ban Undermines the Military and Weakens America. Es muy probable que Frank
fuera Assange, aunque Manning no quiso discutir el tema conmigo; buena parte
de esa conversación en línea está clasificada y podría ser usada en acciones
legales futuras contra Assange.

A las transmisiones de los SigActs y los cables diplomáticos sobre Islandia
le siguieron filtraciones difíciles de ignorar. Publicado por WikiLeaks con
el título “Asesinato Colateral”, un video de tres años atrás captado por una
cámara montada en un helicóptero estadounidense mostraba a un grupo de
hombres y una camioneta en un área donde se registraron disparos. La
tripulación del helicóptero pide repetidamente abrir fuego —“¡Déjennos
disparar!” se alcanza a escuchar— antes de recibir la orden y hacerlo. Al
menos una decena de personas murieron en ese ataque de 2007, incluidos
varios civiles y dos empleados de la agencia Reuters. Manning dijo que sabía
que Reuters, con una solicitud de información oficial del Freedom of
Information Act, había pedido una copia del video, pero nunca la recibió. Y
dijo que era un síntoma de los peores impulsos de un gobierno obsesionado
con clasificar todo. “Tiene sentido mantener secreta alguna información por
unos días, quizá algunos años”, me dijo. “El problema es que cada vez más el
estándar es que todo sea secreto”.

La relación de Manning con Nathaniel Frank creció por medio de largas
conversaciones en chats. Ella comenzó a acoger su papel de transmisora de
“la verdad”. “Vivir una vida tan opaca me obligó a nunca dar por sentada la
transparencia, la apertura y la honestidad”, le escribió al antiguo hacker
Adrian Lamo, a quien Manning contactaba para confesarse. Sin que ella
supiera, Lamo ya trabajaba con investigadores del gobierno estadounidense.

Mientras, en privado, Manning estaba colapsando. Los investigadores del
ejército a cargo de su caso después describieron varios episodios de
“comportamiento extraño”, como su mirada perdida o un incidente en el que
fue hallada en el piso de un cuarto junto a una silla en la que había
tallado las palabras “YO QUIERO”. Ella recuerda que toda la unidad estaba
“en ascuas”, con varias discusiones y algunas peleas. Estaba por terminar su
periodo en Irak “y es entonces cuando la gente empieza a cansarse de los
otros y las antipatías personales hacen erupción”.

En abril, Manning le envió un correo a un superior en el ejército en el que
adjuntó una foto de ella como Brianna que se había tomado en Washington.
“Ahora sabía quién era”, me dijo Manning. “Pero la gente que me rodeaba
todavía no”. El asunto del correo decía “Mi problema”. Escribió que la
cuestión de su identidad de género “no iba a desaparecer” y que “las
consecuencias son graves”. (Manning dice que su capitán le confirmó como
recibido el correo, pero que escondió el tema).

Manning me dijo que en mayo ya había decidido hacer público su papel como
filtradora, aunque todavía tenía problemas con cómo expresar su identidad de
género. No pudo encontrar la manera de hacerlo. A finales de mayo, fue
convocada a una sala de conferencias en la que la esperaban dos agentes de
la división de investigaciones penales del ejército. Manning estaba
aterrorizada, pero no quería mostrarlo: “Estaba enfocada en mí: quién era,
cuáles eran mis valores”, dijo. Se retiró “a su cabeza”. Días después estaba
esposada y fue llevada al campamento Arfijan en Kuwait, donde la pusieron en
una jaula de acero.

Siete años después, es difícil exagerar el impacto que tuvieron los
registros de las guerras de Afganistán e Irak o de la publicación de los
cables diplomáticos. “El material tocaba prácticamente todas las relaciones
que tenía Estados Unidos en el mundo”, dijo Crowley, exsubsecretario del
Departamento de Estado. Las repercusiones llegaron de inmediato: Carlos
Pascual, el embajador estadounidense en México, tuvo que renunciar por
cuestionar la efectividad de la guerra contra el narcotráfico, lo que
envenenó la relación que tenía Pascual con el entonces presidente mexicano
Felipe Calderón. El embajador Gene Cretz se tuvo que retirar de Libia por
los cables que detallaban las andanzas del régimen de Muamar Gadafi,
incluido el dato de que tenía un grupo de escoltas ucranianas. Usualmente se
asocia la publicación de los cables sobre el hombre fuerte de Libia, Zine el
Abidine Ben Ali, con los inicios del levantamiento en ese país, lo que
desató la Primavera Árabe.

Los documentos sobre Afganistán e Irak también dejaron claro en casa, como
Manning esperaba, el desorden de ambos conflictos. “Estos registros de
guerra”, escribió The Guardian en una introducción a la publicación del
material, contrastan con la imagen pública “arreglada y saneada que aparece
en comunicados oficiales y en las instantáneas necesariamente limitadas de
quienes reportan desde ahí”.

Los funcionarios estadounidenses estaban furiosos; las filtraciones los
tomaron por sorpresa. El texto completo de los registros de guerra sobre
Afganistán fue publicado en el sitio web de WikiLeaks y redactado solo de
manera parcial por Julian Assange; se podían ver varios nombres de afganos
que habían colaborado con la coalición. En 2010, el representante Mike
Rogers, republicano de Michigan, dijo: “Sabemos con certeza que la gente
probablemente será asesinada por la revelación de esta información”. Aunque
reportes posteriores de The Associated Press y McClatchy determinaron que
este riesgo había sido sobredimensionado y los testigos del gobierno dijeron
durante el acto de sentencia de Manning que no podían atribuir muertes de
estadounidenses a las filtraciones. Pero Crowley señala que la falta de
evidencia de esas muertes no significa que no haya causado perjuicios: “Ella
‘quemó’ a una cantidad considerable de fuentes de inteligencia”, dijo. “Ella
puso en peligro a afganos que nos decían qué hacía el Talibán en sus
pueblos”.

En su jaula en Kuwait, Manning no registró ninguna consecuencia. “Estaba
completamente aislada”, dijo. En algún momento concluyó que “había sido
olvidada y había desaparecido”. Pensó que Lamo, el hacker, era quien la
había identificado ante las autoridades, pero no sabía si su involucramiento
con las filtraciones era de conocimiento público. El único contacto humano
que tenía era con otros guardias. “Cuando llegué al centro de detención les
dije que era trans”, cuenta Manning. “‘Soy mujer’ les dije muy prosaica. Se
rieron”. En el aislamiento, Manning quedó consumida por la ira y la
tristeza. Los oficiales observaron lo que el abogado de Manning llamó un
episodio de “gritos incontrolables, temblores, balbuceo y golpes con la
cabeza contra el muro de la celda”.

Manning me dijo: “Tenía miedo de quedar en esa celda o algo parecido por el
resto de mi vida. Y que me iban a pasar cosas malas”. Después de una semana
usó las sábanas del catre para hacer una horca e hizo lo que calificó como
un “intento poco entusiasta” por suicidarse. “Como que sabía que no iba a
funcionar”. Llamó la atención del personal penitenciario y, de acuerdo con
un reporte médico obtenido después por el equipo legal de Manning, un doctor
militar le diagnosticó ansiedad, depresión y “probable desorden de identidad
de género”. Le dieron un antidepresivo que hizo sangrar su nariz y le
provocó náuseas. No quería comer. Su piel se volvió amarillenta. En julio,
cuatro días después de que The Guardian y otros medios publicaran los
reportes sobre Afganistán, Manning fue esposada de nuevo y subida a un avión
militar. Dijo que los guardias le habían indicado que sería “llevada a un
crucero de la Marina” por unos meses; ahora sus escoltas le indicaban que
iba a ir a Guantánamo. A la mitad del vuelo, la versión cambió una vez más:
iba al calabozo de la base de la Marina en Quantico, Virginia.

Al llegar ahí supo que el mundo la conocía. “¡Así que tú eres Manning!”, le
dijo un soldado muy entusiasta. Le contó que estaba en la televisión. El
gobierno la había transferido a Quantico para que estuviera en instalaciones
más aptas para lidiar con su estado mental. Pero una investigación militar
de 2011 reveló lo opuesto: en Quantico pasó 23 horas al día en una celda de
1,8×2,4 metros por casi nueve meses, la mayor parte con el estatus de POI
(prevención de heridas autoinflingidas). Las condiciones fueron descritas
después por un reportero especial de la ONU como posiblemente tortura.
Manning usaba una “bata de suicidio”: una vestimenta blanca de nailon que es
imposible torcer o romper para hacer una horca. No tenía ni almohada ni
sábanas. Tenía que confirmar verbalmente varias veces al día que estaba
“bien”. (Después de la investigación, el ejército ordenó el cierre de la
zona de detención preventiva en Quantico).

Cuando le pregunté a Manning que describiera esas condiciones, contestó como
si todavía estuviera ahí. “Las emociones son más intensas”, dijo. “No hay
cómo liberarlas. Un comentario mal intencionado de un guardia” (como una
broma sobre su género) “te saca de quicio. Sé que he estado en mi celda,
encerrada y sin tener a dónde ir, dando pasos enojada y frustrada. Solo te
hace sentirte más y más molesta y eres impotente”, explicó. “Empiezo a
gritarle, a nadie en especial, o a cantar a todo pulmón”.

Pero Manning a veces recibía visitas, como su tía. “Aunque estaba detrás de
un vidrio y no podíamos hablar sin que nos grabaran”, me dijo Manning, “fue
una de las reuniones más fuertes que he tenido en mi vida”. “Te queremos”,
le dijo su tía, “te extrañamos”. Hicieron planes para contratar a un abogado
independiente y seleccionaron a David Coombs, un cuarentón que había estado
más de una década en el órgano de fiscales del ejército.

Habían empezado a filtrarse rumores sobre el tratamiento que Manning recibió
en Kuwait y Quantico, y llegaron a los oídos de destacados activistas y
letrados como el constitucionalista de Harvard Laurence Tribe y el teórico y
filósofo Kwame Anthony Appiah, quienes firmaron una carta en la que
criticaban las condiciones de su cautiverio. En la primavera de 2011, el
gobierno transfirió de nuevo a Manning al correccional de Fort Leavenworth.
En Kansas pudo estar entre la población general de la prisión; era “un shock
al sistema, porque antes había estado esposado adonde fuera que iba o en un
cuarto pequeño o en una jaula”.

Los reos no están obligados a trabajar, por lo que ella pasaba su tiempo en
la biblioteca ayudando al abogado Coombs y a sus asistentes a preparar el
caso. Enfrentaba una cantidad impresionante de cargos, 22 en total, por
evadir mecanismos de seguridad para ayudar al enemigo, un delito que tiene
como posible condena la cadena perpetua. Durante dos meses, Manning estuvo
en una prisión afuera de Maryland mientras Coombs argumentaba en el juicio
que había anarquía en la unidad de Manning y pocos protocolos de seguridad
en su SCIF. Después argumentó que la disforia de género de Manning y la
incapacidad del ejército de ofrecer tratamiento habrían afectado el juicio y
la capacidad mental de la soldado. Pocos días después, el juez halló
culpable a Manning en 20 de los 22 cargos; se libró de los cargos de ayudar
al enemigo y la cadena perpetua. Manning me dijo que sintió alivio, pero no
solo por las razones obvias. Temía que el cargo de ayudar al enemigo
establecería un precedente tenebroso para la persecución de delatores.
“Todavía me preocupa cómo podría aplicarse ese cargo”, dijo.

Ella decidió que no haría pública su identidad de género en el tribunal
militar, porque temía que complicara un juicio de por sí complicado. Pero al
escuchar el testimonio de Lauren McNamara, una amiga trans que testificó en
la audiencia, se dio cuenta de que estaba por quebrarse. “Estaba cansada de
fingir”, dijo. Escribió una declaración en la que se identificaba como
Chelsea, un nombre que había usado en su niñez cuando jugaba a los Sims. El
22 de agosto, David Coombs apareció en el programa televisivo de NBC “Today”
mientras la conductora Savannah Guthrie leía al aire el comunicado:
“Conforme hago la transición a la siguiente fase de mi vida, quiero que
todos conozcan a mi yo verdadero. Soy Chelsea Manning. Soy mujer”. Manning
no supo cuál fue la reacción ni pudo ver el segmento. Estaba en un avión de
regreso a Fort Leavenworth.

Las barracas disciplinarias están en el extremo norte de Fort Leavenworth.
El complejo de máxima seguridad, con 515 camas, está reservado para los
prisioneros militares con las sentencias más largas. Durante la mayoría de
su tiempo ahí, Manning vivió en el segundo piso. Su celda era angosta y
pequeña; tenía un catre, un escusado, un espejo y un lavabo. La única
ventana miraba hacia el norte, al paisaje que rodea el fuerte. El clima se
volvió su entretenimiento: la nieve que se juntaba en las rejas. La luz de
vigilancia que se movía de un lado al otro y hacía que los conejos y los
ciervos corrieran para esconderse.

Durante el juicio de Manning, Coombs introdujo como evidencia la foto que su
cliente le mandó a su superior en el correo electrónico de 2010. La imagen
después fue enviada a los medios y, para otoño de 2013, había aparecido en
un sinnúmero de artículos sobre la transición de Manning. Para ella fue
doloroso que eso fuera lo que la definía. “Era tan distante de su
experiencia en Fort Leavenworth”, dijo Evan Greer, un amigo de ella y
activista trans. “Creo que algunas personas vieron esa imagen, con la peluca
lustrosa, y pensaron que tenía algo de libertad tras las rejas”.

La realidad es que cada aspecto físico de Manning estaba determinado por las
reglas del ejército, desde su ropa hasta el cabello que tenía que usar,
según la sección 670-1 del reglamento, en un “estilo conservador y pulcro”.
Manning estaba en una posición difícil de entender para quienes no son
trans: se había identificado como mujer pero los guardias la trataban como
si fuera hombre; a veces de manera enfática. Vincent Ward, uno de los
abogados, recuerda que “desde que entrabas al lugar podías percibir la
intimidación, las risitas, los comentarios”. Es un tipo de aislamiento que
puede inducir a una acción drástica: los psicólogos clínicos que trabajan
con prisioneros trans han documentado elevadas tasas de suicido y depresión
en los reos que no reciben el tratamiento médico apropiado. En los peores
escenarios, los prisioneros han intentado alterar sus propios genitales con
lo que tienen a mano.

Manning estaba en una posición difícil de entender para quienes no son
trans: se había identificado como mujer pero los guardias la trataban como
si fuera hombre; a veces de manera enfática.

Cuando ingresó a las barracas en 2013, Manning pidió tener acceso al
tratamiento de estrógeno y antiandrógeno recetados a personas que hacen la
transición de hombre a mujer. La rechazaron. El ejército no había sancionado
aún el uso de terapias hormonales para los soldados; mucho menos para los
prisioneros. En vez de eso, Manning recibió antidepresivos y sesiones de
terapia. “Permitirle al señor Manning vivir como mujer, que pueda feminizar
su cuerpo, creará retos operacionales a medida que la población carcelaria
responda a estos cambios”, escribieron los administradores de Fort
Leavenworth en un memorando obtenido después por la Unión de Libertades
Civiles Americana, la ACLU.

La prisión no cedió durante casi un año. Mientras, uno de los abogados de
Manning –Chase Strangio, también trans– estaba preocupado de que su cliente
intentara herirse de nuevo, por lo que presentó una demanda contra el
Departamento de Defensa. El ejército aceptó en 2014 enviar ropa interior de
mujer a la celda de Manning. Fue una situación inédita en las fuerzas
armadas estadounidenses. (Un juez civil del condado de Leavenworth ya había
avalado la solicitud de Manning para cambiarse de manera oficial el nombre a
Chelsea Elizabeth Manning). Siguió la terapia hormonal a principios de 2015;
le entregaban las píldoras en el dispensario médico cerca de la cafetería.

Las primeras fases de la terapia hormonal fueron muy gratificantes para
Manning: su piel se sentía más suave, tenía menos vello corporal. Pero
también surgieron otros cambios: “Había construido todos estos muros y
defensas alrededor de mis emociones desde que era adolescente”, dijo
Manning. “Cuando cayeron en picada mis niveles de testosterona de repente me
volví más vulnerable, ya no podía esconder mis emociones, tenía que lidiar
con ellas, usualmente en ese mismo momento”. Llegaban más rápido de lo que
Manning podía procesarlas: “Unas buenas, como la confianza, un sentido de
conexión con mis amigos, pero mezcladas con muchas malas, como la
incertidumbre, la soledad, la pérdida”. Buscó apoyo en sus amigos trans, que
la ayudaron a experimentar con su voz “para ponerla en diferentes
tonalidades y encontrar la que pareciera correcta”, me dijo su amiga Annie
Danger, activista y artista. “Intenté hablar con ella durante todo ese
proceso de evolución que es tan importante. Es, literalmente, encontrar tu
voz”.

Los días en las barracas tenían un ritmo casi mundano. Chelsea se despertaba
a las 4:30 de la mañana y se ponía el brasier deportivo blanco, el uniforme
de la cárcel que le quedaba holgado, casi como si fuera un espantapájaros, y
las botas del ejército. “Ok”, se decía a sí misma frente al espejo, “tú
puedes con esto”. Desayunaba e iba al taller de la prisión en el que ella y
otros reos construían muebles de madera que vendían en el comisariato.
Comenzó a jugar Dungeons & Dragons cada semana tras la invitación de otro
prisionero; hacía de una mujer de la nobleza llamada Esvele Dundragon.
Manning me dijo que nunca se sintió amenazada físicamente por los otros
prisioneros, sino por los guardias.

En abril de 2014, la solicitud de clemencia de Manning fue rechazada por el
ejército. Todavía estaba la posibilidad de un perdón presidencial, pero
Manning no tenía por qué esperarlo: la Casa Blanca había condenado las
filtraciones. La mejor opción era apelar. Pero estaba cansada. Su cabello
estaba corto, como establecen los estándares militares. Los guardias no le
daban tregua. “Si intentaba que fueran más neutros respecto al género, se
volvían más específicos”, dijo Manning. Una solicitud para poder someterse a
la cirugía de reasignación de sexo fue recibida con silencio. (De acuerdo
con los abogados de Manning, el ejército la avaló en septiembre pero no
estableció cuándo debía llevarse a cabo). Las barracas de Fort Leavenworth
estaban “causando, de manera deliberada y a sabiendas, situaciones que
causan mucho estrés en muchas personas. La gente se desmorona. Las buenas
personas se desmoronan”.

Uno de los amigos más cercanos de Manning en la prisión, Anthony Raby,
recuerda que “la idea de que alguien pueda creer que es de un género
distinto al que nació era como creer que un pollo es un sombrero. No
entendía. Pero, como cristiano, creo en mostrarle compasión a todos,
entonces hablamos”, escribió en una carta enviada desde Fort Leavenworth.
Raby entendía más que cualquier persona los estragos que le causaban la
prisión a Manning. “No es el mejor lugar para alguien que tiene emociones
distintas al odio, la ira, la amargura, la apatía o la indiferencia”,
escribió.

En julio de 2016, otro reo le pasó una nota: “Es de tu novia” le dijo en
tono burlón. Los miedos de Raby estaban por confirmarse: la desdobló y leyó
la primera línea: “Chelsea E. Manning, re: Mi última carta”. Manning había
escrito que se suicidaría después del espectáculo de fuegos artificiales del
4 de julio, que había terminado a las 22:00. Eran las 00:25.

Raby le avisó a un guardia y le entregó la carta. “Y a eso de la 1:00
escuché en la radio el anuncio de una alerta en la unidad habitacional donde
estaba Manning”, contó. “Estaba seguro de que no habían llegado a tiempo”.
Pero a las 3:30 se le acercó un investigador del ejército para decirle que
Manning estaba viva.

Los oficiales no han querido dar detalles del incidente. Manning me dijo que
solo recuerda haberse despertado en la ambulancia.

Pero gente con conocimiento de la situación dice que Manning intentó
colgarse y los guardias la encontraron inconsciente, aunque todavía
respiraba. Los días antes del intento de suicidio, me dijo Manning, se
sintió particularmente sola y triste. Quería aguantar hasta que terminara el
fin de semana, cuando su psicólogo regresaría a la base. “No alcancé”, dijo.

En septiembre empezó una huelga de hambre contra lo que calificó “el
escrutinio exagerado y constante por parte de los oficiales de la prisión y
militares”. Terminó la huelga cuando la cárcel prometió que tendría acceso a
la cirugía de reasignación de sexo, algo inédito.

Manning fue enviada después a la unidad de reclusión solitaria por dos
semanas más por el delito de amenazar el orden de las barracas… por su
intento de suicidio.

Si la prisión la hizo sentirse como fantasma, su tiempo en reclusión
solitaria fue como si la hubieran borrado. “Empiezas a olvidar el mundo
afuera, ya no es relevante ni te identificas con él. La parte más oscura del
confinamiento solitario es que empiezas a olvidar los autos, los trabajos,
las familias, el clima y los políticos. Todo lo que hace a una sociedad”.

Intentó suicidarse de nuevo, pero un guardia se dio cuenta antes de que
quedara inconsciente. Una semana después regresó de confinamiento solitario.
Estaba aterrorizada y enojada. También tenía, según me dijo, estrés
postraumático por su tiempo en Irak y en Quantico.

Los abogados de Manning se dieron cuenta de que quedaba muy poco tiempo.
“Chelsea necesita ayuda y no la está recibiendo”, me dijo Chase Strangio en
el invierno. La solicitud para conmutar la pena, que presentaron en
noviembre, era su mejor esperanza. La solicitud fue enviada junto con una
carta escrita por Manning. “No soy Bradley Manning. Realmente, nunca lo fui.
Soy Chelsea Manning, una orgullosa mujer transgénero quien, a través de este
documento, solicita de manera respetuosa tener mi primera oportunidad para
vivir”.

La tarde del 17 de enero, Manning estaba en el taller de la prisión llena de
virutas de madera. Recuerda que volteó y había un equipo de seguridad
entrando al cuarto. “Dije: ‘Oh Dios, estoy en muchos problemas’”, contó. “Ni
siquiera sé qué es lo que hice ahora”. El jefe de seguridad de la prisión le
indicó que debía ir con ellos.

“¿Y voy a regresar?”, les preguntó. No, le respondieron.

Agarró sus cosas y los siguió; pensó que iba de nuevo a la unidad de
confinamiento solitario, y como reflejo empezó a quitarse las agujetas de
las botas para entregarlas. El oficial le indicó que no era necesario: iba a
estar en custodia protectora. La televisión de la zona de recreo estaba
prendida en CNN: “Conmutan sentencia de Manning”, decía el titular.

Se quedó atónita. Nunca siquiera se permitió pensar en la posibilidad de la
conmutación de sentencia para no caer en una oscuridad todavía más profunda.
“Fue tan difícil para mí procesarlo y lidiar con ello”, dijo.

Cuatro meses después, el 17 de mayo, Manning fue escoltada a una camioneta
negra y dejó atrás Fort Leavenworth. Alrededor de la una de la mañana llegó
a un estacionamiento donde la esperaban sus abogados. Manning estaba tan
emocionada que al intentar abrazarlos le pegó a uno de ellos en la cara con
su codo.

La semana que pasé con Manning en Nueva York fue como un momento suspendido
en el tiempo: los días entre todo el caos que era su vida antes y lo que sea
que venga ahora. En sus últimos meses en prisión, Manning escribió 300
páginas de una autobiografía y ha pedido que un agente la promueva en casas
editoriales. En otoño aparecerá en un documental llamado XY Chelsea,
producido por Laura Poitras, quien hizo un documental de Snowden y otro de
Assange. Sus abogados todavía trabajan en su apelación: aunque sea exonerada
es difícil saber qué tan cómoda será su vida en los años venideros, dado que
parte del país —del mundo— quizá nunca logre lidiar con lo que hizo.

Pero no quiere pensar mucho en su reputación. Esa semana en Manhattan se
veía feliz de ser libre. Caminamos por calles abarrotadas, comimos en
McDonald’s y en restaurantes y cafés, fuimos al cine a ver Alien: Covenant.
Camino a la sala, el hombre que recogía los boletos pidió revisar la bolsa
de Manning. Me quedé sin aire unos segundos: pensé que la había reconocido.
Pero ella solo se hincó y abrió la bolsa para enseñar su computadora. La
dejaron pasar. La famosa delatora y exprisionera militar ahora era solo
alguien más del público dominical.

Pensé que si Manning ha tenido dificultades en entender el efecto de sus
acciones en el mundo, quizá sea en parte resultado del aislamiento
extraordinario que vivió, incluso antes de su arresto: durante su infancia
en Crescent, cuando buscaba cómo solucionar su “dolor de muelas”; en Kuwait
y Quantico, en la unidad de solitario de Fort Leavenworth. Ahora podía vivir
en público y de manera abierta siendo quien siempre supo que era y estaba
apenas ajustándose a esa idea, como si fuera un lago helado y estuviera
metiéndose poco a poco.

Más de una vez, caminando por Nueva York, sentí que estaba en la presencia
de alguien que por primera vez se daba cuenta de que estaba viva. Manning me
dijo que entendía que su identidad y las acciones que llevaron a su arresto
han sido parte del imaginario público desde hace tiempo. No quiso discutir
hipotéticos, como si su disforia había contribuido a que quisiera filtrar la
información, “pero lo que puedo decirte es que mis valores serían los
mismos. Las cosas que me importan serían las mismas”.

Una mañana, al final de una de las rondas de entrevistas, Manning me mostró
un sobre blanco. Adentro estaba la nota de un niño transgénero de 14 años.
“Solo quería decir que me da gusto que vas a estar libre en unos meses”,
decía la carta escrita a mano y con pluma, “y que estoy orgulloso de ti (¿es
raro decir eso?). Eres una inspiración”. Manning volvió a guardar la carta
en el sobre. Dijo que, honestamente, nunca quiso ser un modelo a seguir. Le
pregunté cómo hubiera sido su vida si ella hubiera tenido un modelo. Bajó la
mirada. “No sé cómo”, dijo después de un rato, “pero hubiera sido mejor”.

* Matthew Shaer es un reportero que contribuye a The New York Times Magazine
y está basado en Atlanta. Ha escrito para Wired, Tha Atlantic, Harper's y la
revista Smithsonian, para la cual trabaja como corresponsal.

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