Memoria/ El 68 mexicano, 50 años después [Manuel Aguilar Mora]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mar Jul 31 22:19:40 UYT 2018


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Correspondencia de Prensa

31 de julio 2018

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Memoria/1968



El 68 mexicano, 50 años después



Manuel Aguilar Mora *



Ciudad de México, julio de 2018



¿Por qué si los Estados Unidos prosiguen la bárbara

guerra de Vietnam y la URSS invade Checoeslovaquia

con el mayor descaro, sin importarle a ninguno

las censuras ni la indignación de la opinión pública mundial,

no se iba permitir el gobierno de Díaz Ordaz consumar

la espantosa matanza de Tlatelolco,

sin cuidarse para nada

del honor de México en el extranjero?



José Revueltas, “Carta abierta a los estudiantes presos”,

escrita en octubre de 1968, un poco antes que su autor fuera detenido por la
policía diazordacista y encarcelado en Lecumberri con los estudiantes a los
que había dirigido la carta.



 Las conmemoraciones, más cuando son centenarias o cincuentenarias como ésta
de los acontecimientos de 1968, son rituales complejos. Pueden ser
irrelevantes, incluso vacíos pero también hay ocasiones en que desempeñan
momentos de reflexión importante. En este caso se trata de uno de los
momentos estelares del siglo XX, un año en el que surgió a la superficie ese
proceso de revolución mundial que, subterráneo, se viene preparando y
realizando desde la irrupción de la sociedad globalizada del capitalismo y
cuya codificación fue proclamada en el texto político revolucionario más
influyente y leído de la historia, el Manifiesto del Partido Comunista de
Karl Marx y Friedrich Engels.



A diferencia de otros países en los que la celebración del cincuenta
aniversario de los acontecimientos de 1968 puede carecer de relevancia, en
México es muy previsible que el próximo 2 de octubre se realicen actos y
manifestaciones masivas importantes en todo el país. De hecho durante los
cincuenta años transcurridos desde entonces el “¡2 de octubre no se olvida!”
como han coreado ese día todas las generaciones de jóvenes que se han
manifestado anualmente llenando con su brío la plaza de las Tres Culturas en
Tlatelolco para rendir tributo a los mártires de la masacre de hace
cincuenta años.



Precisamente hace cincuenta años, el 26 de julio de 1968 estalló en pleno
centro histórico de la Ciudad de México el conflicto político que cimbró al
país y lo puso en sintonía con los conmocionantes acontecimientos
internacionales. El ’68 mexicano, en especial su sangrienta tragedia final
en Tlatelolco, fue en realidad el último gran jalón de la serie de sucesos
que estremecieron al mundo en ese año cúspide de los agitados años de la
década de los sesenta.



La dimensión internacionalista



El año se había iniciado en enero y febrero con un hecho que produjo un
choque político de dimensiones planetarias. El combate que arrasaba Vietnam
con la ocupación de medio millón de tropas del ejército de Estados Unidos
llegó a un momento crucial que pareció incendiar al mundo. A pesar de la
parafernalia de su armamento y del salvajismo de sus métodos (en el
conflicto murieron un millón de vietnamitas y se arrojó un caudal de bombas
sobre Vietnam equivalente al de todas las bombas arrojadas en el Segunda
Guerra Mundial), el gobierno de Washington no lograba apagar el incendio de
la guerra de liberación nacional del pueblo vietnamita y en esos días se
confrontó con una ofensiva militar de tales  dimensiones (la ofensiva del
Tet, nuevo año vietnamita) que, a pesar de las apocalípticas bajas de los
combatientes que llegaron incluso a ocupar durante varias horas la embajada
estadounidense en Saigón, constituyó una contundente victoria política de
las fuerzas insurgentes. Ese mensaje fue recibido y así se inició la serie
de hechos que marcaron a 1968 como el año en que el mundo pudo cambiar de
base.



En Estados Unidos las escenas tremendas de la guerra del sureste de Asia
fueron presenciadas en las pantallas de televisión. El sentimiento
antibélico estadounidense escaló niveles inauditos que se reflejaron en
multitudinarias protestas en las principales ciudades que obligaron a Lyndon
Johnson a cambiar al general de sus tropas y a renunciar a su reelección
como presidente. La lucha de la población negra se recrudeció con motivo del
asesinato de Martin Luther King y el país se confrontó a su peor crisis
política desde la guerra civil de la época de Lincoln.



Las erupciones del volcán vietnamita se esparcieron por todo el mundo. Un
amplísimo y poderoso sentimiento antiimperialista contra la política
estadounidense prendió, en especial entre la juventud. De Japón a Alemania,
de Inglaterra a Brasil, cientos de miles de jóvenes, en especial
estudiantes, ocuparon las calles y se solidarizaron con el combate épico de
los campesinos y trabajadores vietnamitas. Esa fue la primera fuente de la
internacionalización de las luchas de 1968, su matriz antiimperialista. A
partir de allí escalaron otros niveles y en mayo sobrevino el ejemplo más
espectacular que nadie había previsto ni de lejos: el mayo francés. A
principios de mayo, varias huelgas universitarias en París y sus alrededores
confrontaron a los estudiantes con los granaderos y súbitamente después de
varios días transcurridos de enfrentamientos de diverso tipo, una noche los
estudiantes tomaron los adoquines de las calles del barrio universitario y
construyeron barricadas para impedir el paso a la policía a sus escuelas y
facultades. La noche de las barricadas incendió París y de inmediato estalló
el 14 de mayo la huelga más grande de la historia del capitalismo: 10
millones de trabajadores pusieron al gobierno de Charles de Gaulle al borde
del precipicio. Con el mayo francés se inició en Europa occidental una
auténtica renovación de las perspectivas revolucionarias que se proyectaron
hasta bien entrada la década de los años setenta: Italia, Portugal, España,
surgimiento de nuevas vanguardias y recomposición del movimiento de los
trabajadores.



La historia se escribía no sólo en el “bloque capitalista”. También se
movían las aguas en lo que entonces era “el bloque socialista” dividido
entre la Unión Soviética y la República Popular de China. Sólo semanas antes
en 1967, el país más populoso del mundo había experimentado una convulsión
revolucionaria con repercusiones internacionales, la llamada “revolución
cultural china” y ya en 1968 los movimientos democratizadores de
trabajadores en los países europeos dominados por las burocracias de origen
estalinista también se hicieron sentir, en especial con el despertar de la
Primavera de Praga en Checoeslovaquia. Por último y de ningún modo menos
importante en octubre de 1967 había sido asesinado por órdenes de la CIA en
Bolivia Ernesto Che Guevara, posiblemente el líder revolucionario más
influyente en esos días cuya convocatoria a “crear uno, dos, tres muchos
Vietnam” había repercutido en los rincones más apartados. Este y oeste, sur
y norte el mundo giraba enfebrecido.



La dictadura perfecta



Ese 26 de julio de 1968, como en los últimos diez años, la izquierda
estudiantil mexicana había organizado las manifestaciones conmemorativas del
inicio de la Revolución cubana. En la Ciudad de México, un conjunto de dos
mil personas partió en la tarde de ese día hacia la Alameda en pleno centro
histórico de la ciudad. Allí se unieron a su mitin otros tres mil
estudiantes que habían sido brutalmente repelidos por granaderos que les
impidieron llegar a la plaza del Zócalo en donde habían decidido protestar
frente al Palacio Nacional sede del presidente Díaz Ordaz. Se trataba de
estudiantes del Instituto Politécnico Nacional (IPN) quienes habían sido
objeto días antes de una embestida represiva de la policía capitalina con
motivo de un pleito intranscendente entre pandillas juveniles. La represión
se había escalado de tal manera que las bandas policíacas invadieron las
instalaciones escolares y arremetieron incluso contra los profesores. Por
supuesto, estas acciones prendieron en el IPN y la reacción no se hizo
esperar. Precisamente esa manifestación repelida en el Zócalo ese viernes 26
de julio era la culminación de protestas realizadas los días anteriores. Así
la respuesta a las protestas contra la represión fue más represión, la cual
se extendió a todo el centro de la ciudad tocando a las preparatorias de la
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) las cuales seguían allí
instaladas en el viejo barrio universitario, a sólo una cuadra del Zócalo.



Ese fin de semana el centro histórico permaneció como campo de batalla. La
policía se demostró incapaz de vencer a los estudiantes atrincherados en los
edificios escolares ya no sólo del centro histórico sino de otros lugares de
la ciudad. Las labores represivas se extendieron y para el fin de semana
habían sido detenidos y encarcelados una mayoría de los miembros de comité
central del Partido Comunista mexicano que los reflejos simples del
anticomunismo reinante culpaban, sin fundamento alguno, de la subversión en
marcha. En la noche del lunes y la madrugada del martes siguiente tuvo lugar
el acontecimiento que con su estallido expandió nacionalmente el conflicto y
lo convirtió en una movilización masiva: a petición de las autoridades
federales intervino el ejército que con un bazukazo derribó el viejo portón
del antiguo edificio de la Rectoria en donde se encontraban los recintos de
las Preparatoria 1 y 3 de la UNAM. Fue la señal para salir a las calles, la
de la primera gran manifestación del Movimiento estudiantil-popular el 2 de
agosto desde la Ciudad Universitaria de san Ángel, dirigida por las propias
autoridades universitarias con el rector Javier Barros Sierra a la cabeza
pero que no pudo llegar al centro histórico por la muralla del ejército que
se interpuso en su recorrido.



Los caminos de la historia fueron tejiéndose esa tarde del 26 de julio y los
días siguientes y la unión de esas dos marchas estudiantiles con objetivos
distintos fue el detonador de un movimiento masivo que se desencadenó hasta
convertirse en el Movimiento estudiantil-popular mexicano. Pero la historia
no es gratuita. La palabra represión ha sido escrita varias veces en  las
líneas anteriores. Y para entender los acontecimientos que siguieron es
necesario un breve recordatorio histórico.



Cada proceso nacional inmerso en ese inmenso crisol del estallido global que
fue el del 1968, forjaba su dinámica en una combinación específica de los
determinantes mundiales con las especificidades y peculiaridades nacionales.
Y las peculiaridades mexicanas eran bien evidentes. Se trataba del
determinante fundamental de la política mexicana que constituía la
“dictadura perfecta”, el imperio del Partido Revolucionario Institucional
(PRI), la cúspide de un sistema de partido único de facto, casi totalitario,
que sin embargo se cubría con los ropajes usurpados de una revolución que de
1910-19 había desafiado y derrotado a una de las dictaduras oligárquicas
latinoamericanas más poderosas y feroces, la de Porfirio Díaz. Pero el PRI,
cuyo antecesor fue fundado como Partido Nacional Revolucionario en 1929, se
había perpetuado en el poder recurriendo cada seis años a la farsa de unas
jornadas electorales en las que era imposible diluir el hecho de que cada
nuevo elegido a la silla presidencial en la práctica tenía un único y gran
elector: el dedo del presidente en turno que lo designaba como su sucesor. 



Precisamente en 1968 el imperio del PRI se encontraba en uno de sus momentos
dorados. Desde el punto de vista económico, el capitalismo mexicano
disfrutaba de un auge considerable que desde entonces ya no ha repetido:
altos índices de crecimiento en la industria y en la agricultura,
estabilidad financiera, mínimo endeudamiento, en síntesis, se trataba de lo
que los apologistas del régimen llamaban con orgullo “el milagro mexicano”.
El PRI-gobierno como se decía entonces, contaba con enormes acervos de
estabilidad también política: controlaba corporativamente sin desafíos
importantes al movimiento obrero y manipulaba a los campesinos con los
acervos de una reforma agraria que a pesar de ser cada vez más insuficiente
mantenía márgenes de maniobra considerable.



Con el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970) la prepotencia priista
llegó a niveles muy altos. Como secretario de Gobernación del gobierno del
presidente anterior, Adolfo López Mateos (1958-1964) y después él mismo como
presidente, Díaz Ordaz fue el cerebro ejecutor de una de las ofensivas
reaccionarias más feroces de América Latina en plena temporada de la guerra
fría anticomunista llevada a su paroxismo por los ocupantes de la Casa
Blanca Kennedy, Johnson y Nixon. Bajo el pretexto de la lucha contra el
comunismo la represión a las luchas populares había cobrado muchas víctimas
(el asesinato del líder campesino Rubén Jaramillo, su esposa embarazada y
familiares), la terrible ruptura de la huelga de los trabajadores del riel
en 1959 con miles de despedidos, decenas de dirigentes encarcelados durante
años. El famoso penal de Lecumberri era el sombrío símbolo de ese momento
albergando a decenas de trabajadores, estudiantes, médicos, periodistas,
profesores, intelectuales y en la cárcel de mujeres, también había presas
políticas. Precisamente Demetrio Vallejo, el líder ferrocarrilero que
llevaba casi diez años entre rejas se convertiría en el símbolo de los
presos políticos cuya libertad se convirtió en la principal demanda del
Movimiento estudiantil-popular.



La dinámica del movimiento



Los movimientos sindicales se habían topado con el muro represivo
implacable: ferrocarrileros, electricistas, petroleros, maestros,
telegrafistas, médicos y antes de 1968 también los estudiantes habían sido
reprimidos en Michoacán, Puebla, Chihuahua, Sonora y la propia Ciudad de
México. El despotismo diazordacista parecía invencible.



La represión iba mostrarse con toda su crudeza: la cuenta macabra de los
caídos se inició desde el mismo 26 de julio y culminó en la masacre del 2 de
octubre. No se sabe exactamente cuántos cayeron en Tlatelolco: el vocero del
gobierno de Díaz Ordaz declaró el 3 de octubre que “en los disturbios de
ayer hubo cerca [sic] de 20 muertos, 75 heridos y más de 400 detenidos”, sin
embargo “se garantiza la tranquilidad durante los Juegos Olímpicos”. Hubo
otras estimaciones. El periodista del diario británico The Guardian,
presente en el país, como muchos otros periodistas internacionales con
motivo de la proximidad de la realización en la Ciudad de México de los
Juegos Olímpicos, escribió en su reportaje de la noche de Tlatelolco que los
caídos llegaban a 350. Esta cifra es la que, por ejemplo, consideró Octavio
Paz adecuada y la citó en su libro sobre Tlatelolco, Postdata. Debe
considerarse que en ese año, a excepción de Vietnam en donde se desarrollaba
una guerra, sólo en México se contaron por centenas las víctimas de la
represión en el transcurso de los dos meses y días que duró el movimiento.
Ni la huelga de 10 millones de trabajadores en Francia tuvo una sola
víctima, a excepción de un ahogado en el Sena, ni la invasión militar
soviética en Checoeslovaquia provocó víctimas a excepción del joven que se
inmoló con un galón de gasolina.



En el México antidemocrático de los sesenta, los campus de la educación
superior, en especial los universitarios y politécnicos, eran islas rebeldes
donde pululaban las ideas y polémicas ideológicas. La rebeldía juvenil se
expresaba incluso en las melenas, en la introducción del rock, en las
costumbres sexuales más liberales, todo ello adobado con crecimiento
gigantesco de la matrícula. La UNAM, el IPN y atrás de ellas las demás
instituciones universitarias se masificaron rápidamente.



El caldo de cultivo surgió para la acción de los grupúsculos, como
despectivamente calificó en ese entonces el Partido Comunista francés a los
sectores politizados y radicalizados que desafiaban al capitalismo, al
imperialismo y, cada vez más, también al estalinismo. Estos grupos abundaban
en la Ciudad Universitaria, en santo Tomás, en Zacatenco, en Chapingo y se
extendían a las preparatorias y vocacionales. De estos grupúsculos curtidos
desde principios de la década en polémicas y luchas incesantes con los
“reformistas” del Partido Comunista mexicano y las autoridades salieron una
gran parte de los dirigentes de los comités de lucha e incluso de Consejo
Nacional de Huelga (CNH).



Desde un principio el movimiento estudiantil fue político revolucionario. En
el pliego petitorio que enarboló la dirección del movimiento acuerpada en el
Consejo Nacional de Huelga, las dos demandas principales que encabezaban sus
peticiones eran: la libertad de los presos políticos y la derogación del
delito de disolución social del Código Penal, utilizado como instrumento de
represión por el estado contra los opositores. La huelga que se extendió por
todos los planteles de educación media y superior de la Ciudad de México y
de muchas otras ciudades, no se hizo contra las autoridades universitarias o
politécnicas, sino contra las de la Ciudad de México y ante todo contra el
propio presidente Díaz Ordaz, quien recogió el guante y decidió que la
insolencia sería pagada con creces por los estudiantes.



Por supuesto que era una lucha por la democracia en México pero efectuada de
modo plebeyo. La ausencia de los organismos políticos de la sociedad
burguesa, en especial de sus partidos, era evidente. El impulso no tenía
nada de conciliador y negociador con las instituciones de la dictadura: se
exigía un diálogo público, la disolución del cuerpo de granaderos, la
indemnización de los familiares de las víctimas de la represión y la
democracia reinante en el CNH era la directa, representantes sólo de las
escuelas y facultades en huelga (primero tres y después dos por plantel). Y
abajo el músculo del movimiento lo constituían los cientos de brigadas que
se desparramaron por toda la ciudad a las plazas, los parques, los mercados,
los centros comerciales, los cines, los teatros y todo lugar público en
donde se pudiera oír la voz y repartir los volantes explicando al pueblo las
razones de la rebeldía. De varias tumultuosas manifestaciones que se
apoderaron de las grandes avenidas e impusieron su entrada al Zócalo,
destacaron dos que sin duda fueron las más grandes. La del 27 de agosto,
realizada dos días después de la invasión soviética a Checoeslovaquia, en la
que la manta que encabezaba a la vanguardia decía: “Los estudiantes
mexicanos repudiamos la invasión de Estados Unidos en Vietnam y la de los
tanques soviéticos a Checoeslovaquia”. Y la “Manifestación del silencio” del
13 de septiembre en la que el movimiento “contestó” elocuentemente las
amenazas de la terrible represión que anunció Díaz Ordaz en su Informe
Presidencial al Congreso de la Unión el 1° de septiembre.



Y en efecto después vino el 2 de octubre, el macabro acontecimiento que de
inmediato acaparó la atención mundial pues en la Ciudad de México se
encontraban ya decenas de periodistas de todos los países venidos. El
gobierno manipuló lo que más pudo pero el hecho no pudo difuminarse ante las
cataratas de información que lo difundieron. Ni siquiera se pudo diez días
después blindar a los juegos olímpicos del escándalo cuando los dos atletas
negros estadounidenses parados en el podio de honor de las medallas, al
iniciarse las notas del himno de su país, en lugar de oírlo con respeto, lo
desafiaron alzando sus puños al aire con el saludo del poder negro. A su
manera rendían tributo a todo lo que había ocurrido y ocurría ese año en
México y en el mundo.



Esquizofrenia y masacre



La dimensión profunda del Movimiento estudiantil-popular mexicano de 1968 se
explica en última instancia por la reacción terrible que desató y que
culminó criminal y espantosamente en la noche de Tlatelolco. Finalmente la
masacre del 2 de octubre descubre todos los enigmas que pudieran parecer
escondidos. La crudeza de los métodos utilizados por el gobierno de Díaz
Ordaz para dar fin al movimiento costará lo que costará sigue sorprendiendo
por su crueldad y violencia. Ciertamente no seremos quienes le quitemos un
ápice de su responsabilidad criminal a Díaz Ordaz pero las versiones que
consideran que la masacre fue la típica respuesta de la personalidad
psicótica del presidente se quedan cortas ante la magnitud del conflicto.
Más correcto es considerar que aparatos estatales que llegan por la dinámica
de la lucha política a niveles de represión fascista o cuasi fascista
moldean a sus dirigentes: Hitler se curtió como líder durante años en la
extrema derecha alemana y en 1933 ya era el hombre apropiado para la tarea
que le asignaba la historia al capitalismo alemán. Pinochet surgió de las
filas de un militarismo chileno profundamente enraizado en las tradiciones
oligárquicas seculares de ese país. Igualmente el hecho represivo mayúsculo
de Tlatelolco se inscribió en la dinámica de los actos que durante años lo
precedieron: asesinatos, desapariciones, encarcelamientos, ocupaciones
militares de talleres y campus, una propaganda anticomunista vil y
calumniosa, etc. No era sólo el odio sin límites de Díaz Ordaz a quienes se
atrevieron a desafiarlo, en Tlatelolco se expresó ante todo el terror de la
camarilla priista ante lo que consideraba el peligro mortal de los contactos
y la influencia cada vez mayores que el Movimiento estudiantil estaba
anudando y expandiendo en los sectores populares, en especial obreros, un
temor a que en México se reeditara una experiencia similar a la del mayo
francés. Y si De Gaulle pudo superar el desafío, Díaz Ordaz y su camarilla
sabían que no podrían.



Fue una señal imposible de ignorar. El régimen priista registró su primera
gran sacudida que anunció el inicio de su larguísima y truculenta
decadencia. Los siguientes presidentes Luis Echeverría y José López Portillo
se encargaron de garantizar en las nuevas circunstancias la sobrevivencia
del régimen. Contando con la inteligencia de muchos funcionarios e
intelectuales reformistas, Echeverría delineó la llamada “apertura
democrática” consistente en mantener firmes las riendas de la represión,
ahora ante todo frente a los numerosos grupos guerrilleros que surgieron en
especial en el sur del país y la concesión de ciertas demandas a los
sectores universitarios, todo ello adobado con una cruda demagogia
“tercermundista”. Se forjó así la estrafalaria imagen de un gobierno con una
cara internacional “progresista”, supuestamente opuesto a las dictaduras
militares del cono sur, hospitalario con los refugiados de esas dictaduras
pero que en su política interna desplegaba una “guerra sucia” implacable
contra los grupos guerrilleros, tan cruel y terrible como la de las
primeras. A López Portillo le tocó administrar el auge petrolero que se dio
a fines de los años setenta y principios de los ochenta y que le dotó con el
margen de maniobra necesario para poner en práctica una “reforma política”
que mantuvo la presión democratizadora bajo control durante más de una
década, canalizando hacia vías parlamentarias a gran parte de la oposición.



Cincuenta años después



En los cincuenta años que han transcurrido ciertamente el país ha cambiado
mucho. Precisamente en estos días en que se celebra el cincuentenario del
inicio del Movimiento estudiantil-popular, tuvo lugar otro hito de la lucha
del pueblo mexicano: en las elecciones generales del 1° de julio un tsunami
de más de 30 millones de votos de mexicanos y mexicanas propinaron su peor
derrota histórica a la mancuerna partidaria representante de los amos de
México: lo que la vox populi llama el PRIAN, la unión de los principales
partidos de la derecha, el PRI y el PAN, que constituyeron durante los
últimos treinta años el reciclamiento del régimen presidencialista. Tanto el
PAN como el PRI se han derrumbado cayendo el segundo a una situación de
irrelevancia política. El imperio del PRI finalmente ha sido sepultado.



La victoria electoral aplastante de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) no
significa todavía la desaparición del régimen. El régimen se encuentra en
crisis con sus dos principales partidos sostenedores y apoyadores de los
capitalistas seriamente dañados, tal vez sin remedio. El Movimiento de
Regeneración Nacional (Morena) no es todavía un partido estructurado y en él
se han refugiado muchos antiguos priistas y panistas, así como grupos
heterogéneos provenientes de otras orientaciones. Constituye un gran
conglomerado cuyo único común denominador es el caudillo dirigente. AMLO, el
gran árbitro, se enfrenta a la tarea colosal de, al mismo tiempo, tener muy
en cuenta a la por él mismo definida “mafia del poder”, que desde el mismo 2
de julio lo ha rodeado y aceptado como su nuevo guía, y a los millones de
trabajadores y pueblo oprimido que le ha dado la victoria con inmensas
esperanzas de que la situación del país va experimentar un giro decisivo en
favor del bienestar popular.



Cincuenta años después de 1968 se ha producido una situación nueva de la
lucha política cuyos enigmas complejos y profundos son evidentes desde el
primer mes de sucedido el giro electoral del 1° de julio pasado. Se ha
abierto un nuevo capítulo de la historia de México.



No es exagerado concluir que verdaderamente mucho de lo que sucede hoy tiene
sus raíces en las alegres y audaces jornadas de las masas juveniles que
recorrieron las calles de la capital de México y de otras ciudades del país,
cimbrando los palacios y convocando al pueblo a unirse a su lucha por un
México democrático y libertario. Fueron los héroes populares que se ganaron
para siempre un lugar de honor en la memoria colectiva del pueblo mexicano.



* Profesor de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM),
militante de la Liga de Unidad Socialista (LUS). En 1968 integró el Comité
de lucha de Filosofía y Letras al lado de José Revueltas, Luis González de
Alba y Roberto Escudero. Fue fundador del Partido Revolucionario de los
Trabajadores (PRT). Autor de numerosos libros sobre la historia política y
social de México.

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