Uruguay/ Diversidad. Habitar el conflicto [Soledad Castro Lazaroff]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Sep 29 21:26:27 UYT 2018


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Correspondencia de Prensa

29 de setiembre 2018

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Uruguay

 

Diversidad

 

Habitar el conflicto 

 

Soledad Castro Lazaroff

 

Brecha, 28-9-2018

https://brecha.com.uy/

 

Vivía en Buenos Aires, era el año 2012. Estaba cenando en la casa de una
amiga muy cercana, con su hijo de 7 años revoloteándome alrededor. De
pronto, me habló entusiasmado: “Tía, mañana es el casamiento de Clara y
Ofelia, la vamos a pasar bomba, ¿querés venir?”. Me impresionó la
naturalidad de su sonrisa. El día anterior, cuando su mamá le contó que dos
de sus amigas iban a casarse, Felipito la miró con curiosidad y le preguntó:
“¿Dos mujeres, mamá?”. Ella le iba a responder, pero él no la dejó: “Ah,
claro, ya entendí, es como vos decís siempre: lo único que importa es el
amor”.

 

Hoy Clara y Ofelia tienen una hija preciosa que se llama Alicia. Por esas
casualidades de la vida, Ofelia y yo terminamos trabajando en la misma
escuela: yo daba clases de inglés y ella de música. Viví a su lado todo el
proceso: la búsqueda de un donante, el embarazo de su esposa, el nacimiento.
Un día, en la sala de maestros, Ofelia se puso a contar sobre cómo iban a
hacer para que su hija no las confundiera: a una le iba a decir mami y a la
otra mamá. Recuerdo la ilusión encendida en sus ojos negros de morocha
tucumana; la carcajada nerviosa, su cuerpo tembloroso por la felicidad. Y
también recuerdo sentir vergüenza por enésima vez, por volver a no tener ni
idea de qué decirle, de qué contestarle cuando me hablaba de sus alegrías o
de sus problemas, por lo increíblemente nuevo que era para mí estar cerca de
una maternidad como la suya.

 

Este año me vine a vivir a Montevideo, y Clara vino a visitarme. Entramos a
una librería muy bonita del Parque Rodó a buscar un libro de regalo para su
hijita. Es una librería muy grande, con una gran sección de literatura
infantil. Nos acercamos al mostrador. Clara preguntó a la vendedora si tenía
algún libro sobre maternidades diversas o sobre homoparentalidades, que
estuviera pensado para chicos. “¿Qué?”, le contestó la vendedora con
desconcierto, con asco, como si le hubiera preguntado algo evidentemente
ridículo. Empezó a reírse con una risa aguda, forzada. El silencio de la
librería se volvió espeso, como si hubiera algo venenoso en el aire. La
muchacha no nos habló más; se dio vuelta, se puso a hablar con la otra
vendedora y tuvimos que irnos, sin más respuesta.

 

Clara me cuenta que le cuesta tremendamente encontrar libros sobre
maternidades diversas para su hija, o dibujitos, o canciones. En todas las
historias los niños y las niñas tienen mamá y papá, o si tienen dos mamás,
el cuento trata exclusivamente sobre eso, sobre lo buena e importante que es
la diversidad, y cómo hay que aceptarla. No hay cuentos donde haya niñas con
dos mamás a las que les pase cualquier cosa, como salir a la calle y
encontrarse con un gato que habla o con una bruja malvada, o tener que
ordenar el cuarto y lavarse los dientes. Las niñas a las que les pasan esas
cosas tienen, en la literatura, una mamá y un papá, aunque Alicia ordena el
cuarto y se lava los dientes todos los días.

 

Clara, Ofelia y Alicia viven en un barrio tranquilo de Buenos Aires, pero
igual saben a qué comercios ir y a cuáles no. En la verdulería de la esquina
las miran raro y les hacen chistes, así que mejor la evitan. En el
quiosquito de la otra cuadra, en cambio, les regalan caramelos. La
quiosquera tiene una especie de fascinación con ellas, y la saben
aprovechar. Hay otras personas homosexuales que no viven en barrios tan
tranquilos. Como Joe Lemonge, un varón trans de Entre Ríos a quien sus
vecinos le decían una y otra vez, por la calle y por teléfono, y en la
puerta de su casa, que a la gente como él hay que matarla. Los violentaron
tanto a él y a su mamá que un día, para defenderse, le pegó un tiro a uno de
sus agresores. No lo mató, e incluso se sabe que la vida de su agresor no
corrió riesgo, pero aun así la justicia decidió condenar a Joe a cinco años
de prisión. Cuando leyeron su sentencia usaron su nombre de mujer, porque la
justicia no consideró su derecho a modificar su identidad, por más que la
ley de identidad de género, que permite que las personas se inscriban con el
género que decidan, existe en Argentina desde 2012, el mismo año en que
Felipe, de 7 años, sorprendía a su mamá diciéndole que ya sabía que lo único
que importa es el amor.

 

***

 

En las salas de maestros que habito en Montevideo no hay ninguna madre que
tenga esposa. O, al menos, no conozco a ninguna. Todas las noticias de bebés
vienen acompañadas por una idea heterosexual: varón y mujer adultos, ella
con una gran panza o, apenas después del nacimiento, con el bebé en brazos.
Mis alumnos de Montevideo, de 7 años, me preguntan si tengo hijos. Les
contesto que no. Me miran raro, como si no entendieran. “¿Pero vas a
tener?”, me pregunta, intrigada, una niña. Miro sus ojos redondos color
aceituna que están ansiosos, casi asustados. “No”, contesto tranquila, y la
abrazo. Su desconcierto me da una ternura infinita.

 

En los libros de inglés de mis alumnos blancos de clase media montevideana
no hay familias homoparentales. En el libro que usamos en clase, que viene
de Oxford y está pensado para dar clase a niños de esa edad, el vocabulario
se enseña así: family, mum, dad, brother, sister, dog. Pero como no puedo
dejar de pensar en Alicia, les dibujo en el pizarrón todas las opciones: mum
and mum, dad and dad, mum and dad, mum or dad, solos. Temo por la reacción
de los padres y de las madres reales, que hablarán con sus hijos a la hora
de la cena, sin ver la naturalidad con que tratamos el tema en la clase.
Pero al otro día voy a la escuela y nadie dice nada, no hay cartas de quejas
ni llamados indignados. Respiro. Igual estoy amparada por la ley, pienso. Me
pregunto si Joe Lemonge habrá tenido clases de inglés cuando era chico.

 

***

 

Felipe ahora es un preadolescente. Asume la diversidad como un derecho y usa
el pañuelo verde atado en la mochila. Tiene 12 años, la misma edad de mi
sobrina Cecilia, que vive en Maldonado, y también está interesada en la
militancia feminista. El 8 de marzo me mandó por celular una foto con una
cinta violeta en la muñeca y un poema que habla de la belleza de las mujeres
fuertes. “Igual está escrito por un varón, tía, pero me pareció que estaba
bueno.” La otra vez íbamos caminando por su barrio de Maldonado y nos
gritaron algo por la calle. Le contesté fuerte al tipo, con una puteada.
Cecilia me miró con pánico, con sus ojos redondos color aceituna, tan otros,
tan los mismos. Su desconcierto dio paso a un sermón: tu cuerpo es tuyo, que
es tu derecho, que nadie puede, que vos podés. Lo que no le dije es que veo
florecer su belleza y no puedo evitar sentir terror, y aunque me preocupo
muy bien de que no se me note, de que nunca se me note, sé que por algún
lado se me nota. Menos, cada vez menos, pero ellas también aprenden a tener
miedo de sus cuerpos, como nosotras lo aprendimos. Qué vamos a hacer.

 

Alicia, Felipe y Cecilia viven en un tiempo futuro, un tiempo otro con el
que convivimos, pero que algunas personas deciden no entender, y recurren
por eso a la violencia. Es que la diversidad es, ante todo, asumir el
problema: todos somos diferentes. Habitar el conflicto es dejar entrar al
otro; es retirarse, hacer lugar, compartir el territorio. Saber que no hay
certezas ni varas de medida infalibles. Le escribo a Clara y le cuento que
voy a escribir este texto; le pido permiso para contar su historia. “No
pongas apellidos”, me pide enseguida, y me sorprende. Una vez más registro
cómo su posición difiere de la mía, y que, incluso en estos tiempos tan
diversos, no está bueno exponer su identidad así como así. “Claro, amiga”,
contesto. Y me siento a escribir.

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