América Latina/Debates/ Oleada reaccionaria global y vuelta a la guerra de clases [Martín Mosquera - Franck Gaudichaud]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Lun Dic 9 15:51:39 UYT 2019


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Correspondencia de Prensa

9 de diciembre 2019

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América Latina/Debates

 

Las nuevas derechas radicales

 

América Latina ante la ola reaccionaria global

 

Martín Mosquera *

Revista Viento Sur, N° 166

https://www.vientosur.info/

 

Es tan evidente la realidad del giro a la derecha en curso en América Latina
como su inestabilidad. No hay que engañarse: no se trata de ningún impasse o
empate hegemónico. La relación de fuerzas se degrada respecto al ciclo
anterior, como es evidente en la emergencia de un fenómeno autoritario en
Brasil, en el giro moderado del kirchnerismo, en las permanentes amenazas
golpistas sobre Venezuela o en los riesgos de victorias de la derecha en
Bolivia y Uruguay. Sin embargo, la derechización latinoamericana se asienta
sobre una dinámica todavía fluctuante y con contestaciones palpables: la
victoria de AMLO y la caída del viejo régimen en México, la aplastante
derrota electoral de Macri en Argentina, el empantanamiento del imperialismo
y de la derecha en Venezuela, la vitalidad de algunos movimientos sociales
(especialmente el feminista, aunque también el movimiento obrero en algunos
países). En Brasil el resultado también es ambiguo por el momento: Bolsonaro
avanza significativamente con sus grandes reformas (previsional,
tributaria), pero sumando desprestigio, inestabilidad y despertando
respuestas del movimiento de masas. Lejos por el momento de una
bolsonarización generalizada de la región, el giro a la derecha avanza pero
sobre un suelo inestable y no hemos asistido hasta ahora a una derrota
estratégica de las clases populares.

 

Globalmente, las clases dominantes tienen la iniciativa, pero no logran
asentar una nueva hegemonía ni estabilizar una nueva correlación de fuerzas
entre las clases. Aun en este marco defensivo para las clases populares
(incluso reaccionario en el caso de Brasil), la ofensiva capitalista es
ralentizada por la resistencia social, y aunque avanza la persecución
judicial y mediática y la represión a las luchas sociales, tampoco se ha
logrado estabilizar hasta ahora nuevos regímenes políticos autoritarios (el
Estado militarizado colombiano viene de larga data). Las políticas de los
gobiernos derechistas avanzan, pero pierden paulatinamente su base de masas
y se enfrentan a situaciones recurrentes de movilizaciones sociales o
sanciones electorales, aunque sin que emerja un bloque político y social
alternativo. Podríamos definir la situación regional como de inestabilidad
hegemónica, para utilizar una expresión de Poulantzas.

 

¿Los años treinta en cámara lenta?

 

En los años noventa del pasado siglo, Tony Cliff afirmó que se había abierto
una etapa que se podía definir como “los años treinta en cámara lenta”. La
fórmula tenía muchas limitaciones. Fundamentalmente, ignoraba el significado
del ciclo que se abría con la restauración capitalista en el Este y la
ofensiva neoliberal, es decir, una derrota histórica que despejaría por un
largo periodo la idea de una alternativa socialmente viable al capitalismo.
Difícilmente podría hablarse entonces de una amenaza revolucionaria por
parte de la clase obrera, como la que caracterizó a la polarización política
de los años treinta.

 

Sin embargo, si nos cuidamos de la tendencia, propia de las analogías
históricas, a resaltar más las similitudes que las diferencias, podemos
advertir que, pese a todo, la fórmula encierra un momento de verdad. Al
compás de una nueva crisis histórica del capitalismo asistimos al lento
eclipse de un mundo. En un ritmo menos acelerado que el de los años treinta,
vemos erosionarse lentamente cierto equilibrio político-social, con sus
representaciones políticas, sus concepciones ideológicas, su cultura. En el
espacio dejado por el declive de los partidos tradicionales, que han
gestionado el capitalismo desde la posguerra, emergen nuevos fenómenos
políticos, muchos de ellos mórbidos. Pese a las nuevas luchas sociales, la
espiral de derrotas de la clase trabajadora no se ha quebrado, por lo que la
correlación de fuerzas sociales y políticas tiende a favorecer a la extrema
derecha como salida al descontento social.

 

El capitalismo ha mutado luego de todas sus grandes crisis (1873, 1930,
1973). En cada oportunidad se trató de profundas transformaciones que no
afectaron solamente al terreno exclusivamente económico sino a la
articulación del conjunto del sistema capitalista, implicando cambios en el
campo político, institucional e ideológico. No sabemos qué mundo
encontraremos a la salida de la actual transición, pero por el momento
podemos advertir que el reforzamiento estatal autoritario es una de las
grandes tendencias contemporáneas. Los EE UU de Trump, el Brasil de
Bolsonaro, la Rusia de Putin, la China liberal-estalinista, el crecimiento
de la extrema derecha en Europa Occidental (la cuna de la democracia social)
o el fundamentalismo islámico en Medio Oriente son ejemplos de un mundo que
se vuelve día a día más hostil. Hacia fines de los setenta, autores
marxistas como Poulantzas anunciaban la consolidación de un estatismo
autoritario como forma de gobierno normal del capitalismo. Sin embargo, el
neoliberalismo ascendente pudo articularse con formas consensuales de
dominación política y se apropió enteramente del significante flotante de la
democracia. Ante la caída del muro de Berlín y la desarticulación del campo
socialista, el capitalismo triunfante dio por cerrado el siglo de los
extremos y se anotó en el campo de los vencedores de la disputa secular
entre democracia y totalitarismo. El matrimonio de la economía de mercado y
la democracia liberal se presentaba entonces como fin de la historia. Ahora,
en la época de la crisis hegemónica del capitalismo neoliberal, se quiebra
la cadena hegemónica entre democracia y neoliberalismo y se desarrolla un
progresivo endurecimiento del factor coercitivo de la dominación política.

 

También existe otra opción, más temible. Que la involución autoritaria no
descanse solamente en las necesidades de las clases dominantes de fortalecer
el factor coercitivo en un contexto de crisis de hegemonía, sino que también
sea consecuencia de una presión que viene de abajo. No se trataría entonces
de una mera radicalización de la derecha tradicional, que se impone ante la
falta de alternativas y la desmoralización de la izquierda y los oprimidos,
sino que la extrema derecha logra capitalizar y sintonizar con el
descontento popular. Dicho de otro modo, siendo que el capitalismo
neoliberal ha generalizado un entorno social de inseguridad, inestabilidad
laboral y anomia mercantil, el anhelo de orden empieza a ser un reclamo
popular. No se trataría, en este caso, solamente de la emergencia de un
individualismo autoritario, sombra siniestra del liberalismo tradicional,
que lleva hasta consecuencias punitivas su deseo de respeto de la propiedad
y el individuo, sino que el giro autoritario expresa un deseo de comunidad y
de protección colectiva de las clases populares ante las desatadas fuerzas
impersonales del mercado. En este segundo caso, la nueva derecha autoritaria
contaría con un potencial mayor para construir hegemonía.

 

Argentina, Brasil y la nueva derecha latinoamericana

 

El ascenso de Bolsonaro al gobierno del gigante latinoamericano impuso el
retorno del debate sobre el fascismo. ¿Estamos efectivamente ante una forma
contemporánea de fascismo? Es preciso mantener el rigor y no usar
livianamente el término. No se trata de un sinónimo para capitalismo
autoritario ni de un calificativo apropiado para toda dictadura militar o
bonapartismo represivo. Por otra parte, es evidente que ninguno de los
fenómenos actuales de la extrema derecha es una simple repetición del
fascismo histórico. Pero decir que ninguna experiencia histórica es igual a
otra es una trivialidad. Se trata, en todo caso, de saber si los fenómenos
de los treinta ofrecen referencias útiles para pensar el mundo actual, donde
vemos renacer todo tipo de experiencias autoritarias.

 

En mi opinión, el fascismo se diferencia de otros movimientos reaccionarios
y autoritarios en que se inviste del ropaje de la rebelión (contra los
políticos, las finanzas, las élites, etc.) y esto le permite capitalizar
frustraciones populares de distinto tipo en un programa que fusiona
liberación con autoritarismo. Este es el núcleo del carácter contradictorio,
enigmático y peculiar del fascismo. Se trata de un movimiento que pretende
institucionalizar métodos de guerra civil contra la clase trabajadora, la
izquierda y los derechos democráticos, impulsado en una gran movilización de
masas reaccionaria. George L. Mosse lo define como una “revolución burguesa
antiburguesa”. Togliatti como un “régimen reaccionario de masas”. Enzo
Traverso como una “revolución contra la revolución”. Todas las definiciones
intentan captar el mismo núcleo paradójico 1/.

 

¿Está emergiendo entonces, en América Latina, un nuevo autoritarismo social?
¿Asistimos a la emergencia de un fenómeno de extrema derecha con peso de
masas del cual el gobierno brasileño es solo su expresión más nítida? ¿Cuál
es su relación con el ciclo progresista precedente”?

 

Está muy generalizada una explicación del retroceso del progresismo que
asocia sus medidas redistributivas con la emergencia de un sujeto social
hostil resultado de esas mismas políticas. Estos gobiernos, habiendo sacado
a franjas sociales de la pobreza, habrían construido una nueva clase media
que tuvo acceso a un consumo que estaría cargado de dimensiones
aspiracionales típicas de los sectores medios tradicionales y que
políticamente se representarían en la derecha. Los gobiernos
latinoamericanos habrían construido su propio enterrador: los mismos
beneficiados por sus políticas. Se construye así un relato trágico de estas
experiencias, donde toda radicalidad es funcional a la reacción y toda
política popular construye un sujeto social hostil. Esta jaula de hierro del
posibilismo es el relato predilecto de quienes consideran que los gobiernos
progresistas fueron más lejos de lo que sus sociedades estaban dispuestas y
por eso quedaron descubiertos ante la reacción conservadora.

 

Esta explicación debería poder pasar la prueba del contraste con las
experiencias clásicas de compromiso de clase de los años cuarenta y
cincuenta (varguismo, peronismo, etc.). Ellas también estuvieron
caracterizadas por una generalización, más intensa, del consumo popular,
pero es incontestable que en ese caso permitieron la consolidación de esos
gobiernos como identidades populares duraderas (el peronismo,
paradigmáticamente) en lugar de producir su declive. Hay que mirar entonces
más de cerca esta cuestión.

 

El kirchnerismo tuvo en el acceso a mayores niveles de consumo privado la
forma de realización de sus políticas tibiamente redistributivas y no
involucró como sujetos sociales activos al movimiento de masas, sino que
hizo de la población una beneficiaria pasiva de políticas verticales que
derramaban desde el Estado. Fue habitual, entonces, que este componente
político quedara oscurecido y se autoadjudicara exclusivamente al esfuerzo
privado personal. Este oscurecimiento pudo luego ser radicalizado en una
concepción meritocrática individualista hostil a la politización de las
necesidades sociales y a la intervención del Estado, que intentó recoger y
estimular el macrismo.

 

Sin embargo, estudios empíricos (o los simples análisis demográficos del
voto) muestran que las franjas sociales más hostiles a los gobiernos
progresistas no fueron las beneficiarias directas de sus políticas, sino sus
perjudicadas relativas, aquellas que se vieron menos beneficiadas que otros
sectores sociales más pauperizados y que sintieron lesionado su estatus
cultural por este emparejamiento (por momentos más imaginario que real).
Aquí aparece lo que el politólogo argentino Juan Carlos Torre llama “los
corolarios políticos de la fragmentación social, los prejuicios de las
clases medias bajas frente a los sectores más pobres. Como nos lo dice la
sociología cuando destaca que el uso de los estigmas es tanto más probable
cuanto más próximas están las poblaciones al contraste social o cultural, y
como nos lo cuentan los testimonios de antropólogos y periodistas, en los
barrios de las clases medias bajas es muy difundida la visión de los pobres
como vagos que viven del Estado y cuya presencia muy cercana es una fuente
de inseguridad” (Torre, 2017). La clase obrera formal, entonces, muestra
tendencias a rechazar el asistencialismo, la inmigración y a estar más
inclinada a legitimar políticas represivas y jerarquías rígidas. En cierto
modo, buena parte de este sector social actúa políticamente y se autopercibe
simbólicamente en rechazo a los sectores más pauperizados dependientes de la
economía informal y la asistencia estatal, de un modo similar a la vieja
clase media de la época de la naciente clase obrera peronista.

 

El kirchnerismo produjo una amplia red asistencial que sacó de la pobreza
extrema a un amplio sector social, sin generar, en cambio, un nuevo umbral
de derechos laborales para la clase trabajadora formal (a diferencia del
peronismo histórico), más allá de una paulatina recuperación salarial
posterior a la depresión económica de 2001. Este aspecto se terminó
expresando en el conflicto entre sectores mayoritarios del sindicalismo y el
último gobierno de Cristina Fernández de Kirchner en torno al llamado
impuesto a las ganancias (que en realidad es un impuesto a aquellos salarios
relativamente altos de un sector de la clase trabajadora). Estos sectores
sintieron parasitado su esfuerzo personal por parte de un Estado ineficaz y
corrupto, y a cambio consideraban que ese dinero era drenado a planes
sociales para los sectores más pauperizados (los vagos que viven del
Estado). Una nueva mitología reaccionaria, fuertemente estimulada por los
medios de comunicación, se fue generalizando dentro de esta creciente
derecha social: las mujeres pobres se embarazan para cobrar la asignación
social por hijo, los pobres viven del Estado sin trabajar, el Estado drena
los recursos que extrae de la Argentina productiva hacia la corrupción y el
clientelismo. Cada una de ellas significaba poner una carga negativa
exasperada en un derecho popular y convertir la crítica a un gobierno en un
cuestionamiento de valores democráticos elementales.

 

En la medida en que el kirchnerismo desarrolló roces con las clases
dominantes a partir de 2008, se desarrolló entonces una politización
derechista de un sector de masas al calor de las movilizaciones
antipopulistas (2008, 2012, 2014) protagonizadas principalmente por clases
medias, pero también por franjas de la clase trabajadora formal antes
descrita (aunque en menor medida). A diferencia de lo que pasó en 2001,
cuando las clases medias protagonizaron enormes movilizaciones populares
antineoliberales y giraron mayormente a la izquierda, el actual fracaso
electoral del macrismo no quiebra las fidelidades políticas precedentes y
las concepciones del mundo de su base social. Es decir, aun si el macrismo
está por ser desalojado del gobierno, sin embargo no se habrá derrotado
adecuadamente a este macrismo de base, donde se combina el rechazo a la
politización de las necesidades sociales, la apología del mercado como
asignador de recursos (de la crisis se sale trabajando) y el reclamo de
orden y de intervención represiva contra la delincuencia y la protesta
social. Reacción en espejo, de desarrollo paulatino y todavía minoritaria,
al ciclo 2001: es decir, a la centralidad de la política (y el Estado) como
solución a las demandas sociales, a la presencia casi permanente de la
movilización callejera, a la limitación del factor coercitivo como respuesta
a la protesta social y a un gobierno (moderadamente) progresista como
representación estatal de este ciclo. Es decir, queda en disponibilidad una
base de masas para futuras alternativas o realineamientos políticos.

 

En Brasil la relación de fuerzas está sustantivamente más degradada pero hay
simetrías muy significativas. Según un texto reciente de Perry Anderson, la
reducción drástica de la pobreza que produjo Lula logró convertir a una masa
social que antes apenas sobrevivía en la economía informal en un bastión
electoral del PT. “Millones fueron sacados de graves dificultades –dice
Anderson– y sabían a quién se lo debían. Pero, alentado por periodistas
interesados y la ideología de ese momento, el régimen se jactó de su logro
como la creación de una nueva clase media en Brasil, cuando en realidad el
ascenso social de la mayoría de los afectados no solo fue más modesto
–trabajos formales y salarios mínimos más altos que los ascendieron a algo
así como la posición de una nueva clase trabajadora– sino también más
precario. Políticamente (…) la propaganda oficial tuvo un efecto bumerán: su
resultado fue producir una identificación con el individualismo consumista
de la clase media real, en lugar de con la clase trabajadora existente”
(Anderson, 2019). Este sector popular fue elevando sus aspiraciones sociales
y se sintió muy golpeado cuando la economía entró en recesión. La
frustración fue particularmente sentida en los jóvenes que se habían
beneficiado por las políticas precedentes y especialmente por la extensión
de la educación superior. Aquí estuvo una de las fuentes de la nueva derecha
juvenil que emergerá de a poco a partir de las movilizaciones de 2013.

 

Sin embargo, lo fundamental estaba pasando en la verdadera clase media.
Continúa Anderson: “Las grandes empresas, la clase trabajadora y los pobres
fueron beneficiados por el gobierno del PT. En cambio, profesionales, mandos
directivos intermedios, personal del sector servicios y pequeños empleadores
no lo fueron. El aumento de su ingreso fue menor en proporción al aumento
del ingreso de los pobres, y su estatus se ha visto erosionado por las
nuevas formas de consumo popular y movilidad social”. Es en este sector
social donde anidó el grueso de la reacción popular al petismo y por eso la
elección de Haddad [PT] se mantuvo muy fuerte en el nordeste pobre del país.

 

El bolsonarismo responde a la experiencia de los sectores medios y de la
pequeña burguesía durante los gobiernos del PT y a la crisis económica y el
deterioro social de los últimos años. “El antipetismo de los últimos cinco
años –afirma Valerio Arcary (2018)– es una forma brasilera del
antiizquierdismo, antiigualitarismo o anticomunismo de los años treinta. No
fue una apuesta del núcleo principal de la burguesía contra el peligro de
una revolución en Brasil. (…) Su candidatura es expresión de un movimiento
de masas reaccionario de clase media, apoyado por fracciones minoritarias de
la burguesía, ante la recesión económica de los últimos cuatro años”.

 

A esta radicalización autoritaria de la pequeña burguesía hay que agregar la
influencia social del evangelismo (el 22% de la población) que, dando
respuesta a los deseos de comunidad en los sectores más pauperizados de la
población, ha avanzado notablemente dentro de la religiosidad popular y
acumulado un notable poder político en Brasil (ya habían colocado al
vicepresidente de los dos mandatos de Lula, José Alencar).

 

En un sentido muy general, vemos que la emergencia de un fenómeno de extrema
derecha a nivel latinoamericano es una respuesta al ciclo progresista. No
solo a sus gobiernos (más radicales en algunos casos, más social-liberales
en otros), sino a la dinámica política que se inició con los levantamientos
populares de principio de siglo y sus reverberancias políticas y sociales
que impusieron límites a la ofensiva de las clases dominantes. Los casos de
Argentina y Brasil encontrarían paralelos rápidos en la pequeña burguesía en
Venezuela o de la media luna oriental de Bolivia, donde los componentes
fascistas son evidentes. Aunque la popularidad de AMLO es todavía muy fuerte
y la derecha aparece desarticulada, algunas iniciativas balbuceantes
anuncian la posibilidad de un fenómeno de este tipo también en México,
aunque la dinámica progresista recién está empezando y es prematuro para
hacer pronósticos seguros.

 

Sin embargo, hay que tener cuidado en comparar la reacción autoritaria al
populismo latinoamericano con el comunismo de entreguerras. No solo porque
la amenaza revolucionaria frente a la cual reacciona el fascismo histórico
está ausente en el ciclo progresista, con las excepciones parciales de
Venezuela y Bolivia. Sino porque el país donde efectivamente avanzó un
gobierno de características semifascistas como el de Bolsonaro es
precisamente donde la clase obrera ya se encontraba más a la defensiva y
donde la amenaza populista estaba más despejada y docilizada. El
desprestigio del PT antes del impeachment era lo suficientemente amplio como
para que fuera muy probable su derrota en una futura elección normal. Es
necesario evitar, entonces, el exceso instrumentalista de suponer que el
fascismo es simplemente la respuesta de la burguesía a una situación de
crisis.

 

Es crucial para el próximo periodo un balance riguroso del progresismo
latinoamericano, incorporando al mismo la imagen sombría que arroja la
actual reacción derechista autoritaria. Durante años, el modelo del PT fue
puesto como referencia por las izquierdas moderadas de distinto tipo,
oponiendo los lentos avances y las amplias alianzas del lulismo con la
radicalidad de la fallida experiencia de la Unidad Popular chilena o del
proceso bolivariano que se desarrolló en paralelo. Sin embargo, una mirada
rápida al paisaje geopolítico latinoamericano muestra una tendencia
relevante para nuestros debates estratégicos: las experiencias radicales de
Venezuela y Bolivia, pese a haber enfrentado las hostilidades más agresivas
(golpes militares, tentativas separatistas, maniobras intervencionistas),
son las que logran mayor sustentabilidad y penetración en las clases
populares. La izquierda herbívora de Brasil, Argentina, Ecuador, Honduras o
Paraguay, que fantaseaba con la fortaleza de su moderación, sus alianzas
amplias y su política conciliadora con la burguesía, mostró rápidamente su
notable debilidad confrontada a las presiones de las clases dominantes. 

 

* Martín Mosquera es militante de la organización política argentina
Democracia Socialista.

 

Notas

 

1/ Para un mayor desarrollo de la caracterización del “fenómeno Bolsonaro” y
los debates actuales sobre el fascismo ver mi texto “Al borde del abismo:
Bolsonaro y el retorno del fascismo” en
https://vientosur.info/spip.php?article14293/
<https://vientosur.info/spip.php?article14293/> 

   <https://vientosur.info/spip.php?article14293/> 

Referencias

 

Anderson, Perry (2019) “Bolsonaro’s Brazil”, en
https://www.lrb.co.uk/v41/n03/perry-anderson/bolsonaros-brazil
<https://www.lrb.co.uk/v41/n03/perry-anderson/bolsonaros-brazil> 

Arcary, Valerio (2018) “¿Bolsonaro es o no un neofascista?”, en
https://correspondenciadeprensa.com/2018/10/19/brasil-bolsonaro-es-o-no-un-n
eofascista-valerio-arcary/
<https://correspondenciadeprensa.com/2018/10/19/brasil-bolsonaro-es-o-no-un-
neofascista-valerio-arcary/>  

Torre, Juan Carlos (2017) “Los huérfanos de la política de partidos
revisited”, en
http://www.panamarevista.com/los-huerfanos-de-la-politica-de-partidos-revisi
ted/ 

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Entrevista a Franck Gaudichaud

 

América Latina: ofensivas conservadoras y vuelta a la guerra de clases 

 

Antoine Pelletier 

L’Anticapitaliste, 9-12-2019 

https://npa2009.org/idees/international/

Traducción de Viento Sur

https://www.vientosur.info/

 

Los países de América Latina están viviendo actualmente conflictos de clase
muy potentes y una represión con actuaciones enormemente violentas por parte
de las fuerzas reaccionarias y estatales. Franck Gaudichaud 1/ introduce el
informe que aborda la situación en algunos países y las dinámicas de esas
luchas.

 

-Antoine Pelletier: Hace algunos meses atrás se comentaba el “fin” del ciclo
progresista en América Latina. Ahora, parece que se empieza a gestar una
nueva situación. Por una parte, las clases dominantes están a la ofensiva,
por otra, las resistencias al neoliberalismo se expresan tanto en las
calles, como en las urnas.

 

Franck Gaudichaud: Efectivamente, ha habido un debate sobre si asistimos
sensu stricto al llamado fin de ciclo de los gobiernos progresistas,
nacional populares o de centro izquierda: desde el violento fin de la
gestión del Partido de los Trabajadores (PT) de Brasil hasta la crisis sin
fin en la Venezuela de Nicolás Maduro, pasando por Argentina, Uruguay,
Bolivia, Ecuador... En realidad, lo que se confirma más que un “fin” es el
reflujo turbulento de esas experiencias y lo que aflora más que nunca son
los límites estratégicos y las contradicciones de estos diferentes proyectos
y sus regímenes políticos. Me remito al ensayo que acabamos de publicar
sobre este tema con Jeff Webber y Massimo Modonesi 2/. Especialmente, con la
crisis económica mundial y el agotamiento más o menos profundo según los
países de los proyectos neodesarrollistas y neoextractivistas progresistas,
se entró en una coyuntura caótica y difícil, en la que las clases
dominantes, los sectores conservadores, las élites mediáticas, las
burguesías financieras, las iglesias evangélicas y la extrema derecha
militarista están a la ofensiva por todas partes. Esto es particularmente
cierto tras la victoria de Jair Bolsonaro en Brasil, país clave en la
geoestrategia regional; victoria que se inscribe en la estela del triunfo
del golpe de Estado parlamentario contra Dilma Roussef, y después con el
encarcelamiento ilegal e ilegitimo de Lula.

 

Al mismo tiempo, no existe ninguna estabilidad para esta ofensiva
conservadora y/o reaccionaria; parece que las clases dominantes no
encentraron la llave para asentarse de nuevo en el poder, con cierto nivel
de consenso, y para construir una nueva hegemonía neoliberal-autoritaria. En
Argentina, el neoliberal Mauricio Macri ha sido descabalgado por las urnas y
su mandato ha estado marcado por un hundimiento económico dramático, a pesar
de -o más bien deberíamos decir a causa de- la ayuda gigantesca del FMI
dirigido por Christine Lagarde. En México, apareció un progresismo tardío
con la victoria de López Obrador (centro izquierda), que, seguramente, no
encarnará esa gran transformación anunciada, pero que, sin embargo,
constituye un freno relativo a comparación con los ejecutivos neoliberales
precedentes. En Venezuela, la ofensiva de la oposición apoyada a duras penas
por Washington con la autoproclamación de Juan Guaidó (a finales de febrero
de 2019) y la asfixia económica del país, fracasó lamentablemente. Sin
embargo, el gobierno Maduro permanece enormemente debilitado, y sigue
marcado por el autoritarismo, la mala gestión y la corrupción masiva,
tampoco es capaz de remontar la pendiente de la economía cuando en paralelo
las sanciones estadounidenses pesan mucho sobre las condiciones cotidianas
de vida. Pero, hecho fundamental para el gobierno bolivariano, las Fuerzas
Armadas Bolivarianas han permanecido leales al poder madurista. Otro ejemplo
de la coyuntura indecisa actual, Uruguay, donde la derecha acaba de poner
fin a quince años de gobiernos socialdemócratas del Frente Amplio, después
de una apretada victoria en la segunda vuelta de las elecciones, con el
apoyo de la extrema-derecha militarista.

 

Frente a esta ofensiva conservadora no estabilizada, se constata una
recuperación de fuerzas populares descontentas y de las resistencias
colectivas que se expresan indirectamente en las urnas con, por ejemplo, la
victoria peronista en Argentina, pero, sobre todo, por abajo, con un reguero
de luchas sociales. También se ve con la gran victoria democrática de la
puesta en libertad de Lula (sin que por ello haya salido libre del proceso
judicial) en Brasil. En resumen, hay una recomposición de la lucha de clases
muy potente que configura un periodo marcado por la incertidumbre, tanto
desde el punto de vista del poder como de las clases populares. Estas
intentan reorganizarse, pero en un contexto degradado y sin siempre hacer el
necesario balance crítico del periodo anterior, el de la “edad de oro”
progresista (2002-2013). Otro dato importante: la amplitud de la represión
estatal y de la criminalización de los movimientos populares con decenas de
muertos en toda la región (de Chile a Honduras pasando por Bolivia),
prácticas de tortura, violaciones y feminicidios por parte de una policía
militarizada, desapariciones y detenciones ilegales. Desde mi punto de
vista, la urgencia está políticamente ahí para quienes vivimos en Europa:
¿qué campaña de solidaridad internacionalista, amplia y unitaria, hacer para
poner freno inmediatamente a estas prácticas de terrorismo de Estado? ¿Cómo
aumentar la presión sobre nuestros propios gobiernos y la UE, que mira para
otro lado y apoya de lleno los Estados responsables de estas violaciones
sistemáticas de los derechos fundamentales?

 

-A. P.: Chile, Ecuador, Haití y ahora Colombia, la lista de los movimientos
populares se alarga. ¿Qué se puede decir de estos movimientos, de sus raíces
y sus perspectivas?

 

F. G.: Según diversos observadores, después de las primaveras árabes o el
movimiento de los indignados en el Estado español, estamos en un contexto de
revueltas globales y las insurrecciones latinoamericanas resuenan con los
ecos lejanos de Líbano, Irak, Argelia, Hong-Kong o incluso, con los chalecos
amarillos de Francia. Quizás es una generalidad decirlo, pero se trata de
resistencias al neoliberalismo y contra el autoritarismo en un contexto de
crisis de legitimidad de los sistemas políticos actuales, percibidos como
dominados por “castas” políticas donde reinan el clientelismo, la soberbia y
la corrupción. Si se habla de Chile, de Haití, de Ecuador, de Colombia, está
claro. No obstante, no se trata de luchas globalizadas, dependen antes que
nada de consideraciones locales y relaciones de fuerzas nacionales (incluso
si existen influencias mutuas reales, especialmente, vía redes sociales y
circulación de repertorios de acción). Este rechazo del “sistema” tiene
diferentes dimensiones más o menos fuertes según el país: la cuestión de la
corrupción, central en Haití, la del modelo económico y el autoritarismo en
Chile, en Ecuador y en Colombia. Se trata de crisis que nacen de la
precarización generalizada de la vida, de la naturaleza y del trabajo en la
era neoliberal en los países del sur global. Es necesario tomar el pulso al
descontento acumulado a lo largo de los últimos decenios, a las dificultades
cotidianas para millones de personas para vivir y tener vivienda en las
grandes ciudades o en los espacios rurales contaminados y controlados por
las multinacionales, etc. y también entender la dimensión de la rabia de las
y los de abajo al constatar la incapacidad de regímenes políticos muy poco
democráticos para responder a estas expectativas mientras que la riqueza se
acumula en un extremo de la sociedad. En el caso chileno, se trata nada
menos que de poner fin a la Constitución de Pinochet, todavía vigente, hoy,
en 2019…

 

-A. P.: La pequeña burguesía (las clases medias) juega un papel importante
en las manifestaciones populares, pero con trayectorias diferentes.

 

F. G.: En Chile, asistimos ante todo a una explosión de la juventud
precarizada, es el alumnado de colegios e institutos, a menudo muy jóvenes,
que han saltado las barreras del metro y han rechazado pagar los treinta
céntimos de aumento para los billetes del metro más caro del mundo (en
relación al poder adquisitivo). Verdaderamente, es una juventud que sale de
los sectores populares o de las capas medias precarizadas. Globalmente, en
los países del sur, amplias capas de la “pequeña burguesía” están muy
precarizadas, endeudadas, sin trabajo estable y – en algunas coyunturas-
acaban por seguir y acompañar las movilizaciones populares. Un elemento
importante es el nivel de escolarización. Actualmente existe una juventud
latinoamericana (urbana pero también rural) escolarizada, más diplomada que
antes, conectada a las redes sociales, menos afiliada a los partidos
políticos y sindicatos que en los años setenta y que entra en la lucha de
forma más o menos espontánea y muy explosiva frente a medidas inmediatas,
aunque – obvio - en momentos diferentes en cada país.

 

El contenido antiliberal, antiautoritario, democrático de los movimientos
sociales antagónicos actuales es muy claro en Chile, en Ecuador, en Haití y
ahora en Colombia, con una huelga general de una amplitud que no se había
visto desde hace décadas. Al mismo tiempo, hay ingredientes locales
esenciales. Por ejemplo, la cuestión del proceso de paz en Colombia que el
gobierno de Duque y el uribismo han intentado torpedear por todos los
medios. En Chile, la arrogancia patronal de Piñera y la militarización del
espacio público han acelerado la movilización (reactivando la memoria
traumática de la dictadura de Pinochet). En Ecuador, el gobierno Moreno
(salido de Alianza País), se alineó con el neoliberalismo, el FMI, Estados
Unidos y la patronal de Guayaquil. En Haití, el elemento fundamental es el
rechazo a la casta corrupta y al ejecutivo de Jovenel, pero también las
consecuencias de quince años de ocupación del país por tropas de la ONU, en
particular brasileñas.

 

Bolivia tomó un camino distinto: también existe allí un descontento social
real acumulado pero no frente al neoliberalismo, sino más bien frente al
caudillismo de Evo Morales, que se presentó a las elecciones para un cuarto
mandato a pesar del resultado del referéndum de 2016 [en el que resultó
derrotada su propuesta de poder hacerlo], gracias a una decisión un tanto
polémica del tribunal constitucional. Aunque durante los 14 años de evismo,
la pobreza haya disminuido muy significativamente y se haya construido un
Estado más social y plurinacional, también existen críticas sobre el modelo
de desarrollo extractivista y un creciente divorcio entre la gestión
gubernamental y una parte del movimiento popular. Sin embargo, el hecho
fundamental para explicar el golpe de Estado contra Evo es la capitalización
política de este descontento ciudadano por la derecha dura, por el comité
cívico de Santa Cruz y las corrientes evangélicas reaccionarias. Camacho, el
líder neofascista de las llanuras orientales, aprovechando la debilidad del
MAS que perdió parte de su capacidad de movilizar a sus bases históricas,
encabezó este movimiento heterogéneo donde se encuentran sectores populares,
latifundistas, organizaciones indígenas, patronal, etc. Estamos en un
equilibrio de fuerzas diferente. El giro de una parte de las nuevas clases
medias apoyando el golpe jugó también su papel: después de aprovecharse de
la buena gestión del MAS, del triple aumento del PIB y hoy tienen
expectativas a las que el MAS no dio respuesta. Al mismo tiempo, la gestión
profundamente clientelar de las relaciones entre las organizaciones
populares y el MAS (que más que un partido es una especie de federación de
organizaciones sociales) no contribuyó a blindar el gobierno frente a este
tipo de desestabilización. En fin, también habría que desarrollar más y
entender en detalle lo que tiene que ver con la acción del imperialismo en
el golpe, que cada día aparece como más decisiva, no solo a través de la OEA
en la denuncia del fraude electoral, sino también a través del apoyo activo,
desde 2005, a los sectores de derechas y a los separatistas de la parte
oriental, que buscaban derrocar a Morales.

 

-A. P.: El movimiento feminista parece especialmente potente en América
Latina. ¿Podemos hablar de una nueva “ola feminista” que atraviesa todo el
continente?

 

F. G.: Las luchas de las mujeres y el movimiento feminista son un actor
clave en la recomposición de la lucha de clases y del movimiento popular
antagónico en la región. Están fuertemente ancladas en la juventud y no
solamente estudiantil. Han logrado establecer vínculos con una parte del
movimiento sindical y del movimiento campesino. Eso se ve, por ejemplo, en
la importancia del movimiento de mujeres y feminista en las luchas populares
de Brasil y del Movimiento Sin Tierra (MST).

 

Al mismo tiempo, es un movimiento amplio, continental, transnacional, con
especificidades locales. La dinámica argentina tuvo influencia en Chile,
especialmente con el potente movimiento “Ni una menos” y con la lucha por el
aborto, con el símbolo del pañuelo verde que se convirtió en emblema
internacional. Este movimiento desbordó las fronteras e inspiró al otro lado
de la Cordillera, las luchas feministas chilenas. Estas tienen sus
reivindicaciones y dinámicas propias; sobre todo, después del movimiento
universitario en 2018 con la masiva ocupación de las universidades en contra
los abusos sexuales y la educación sexista. El movimiento en Chile se
dispara con la gran huelga de marzo de 2019 y la creación anterior de la
Coordinadora del 8 de Marzo que agrupa a decenas de organizaciones. El
movimiento feminista latinoamericano de la última época demostró que es
posible articular enfoque unitario y radicalidad, convirtiéndose en un
movimiento de masas y popular. En mi opinión, encarna una gran esperanza
para cualquier transformación democrática profunda, no solo antipatriarcal
sino también decolonial y anticapitalista. Es un movimiento que se define
contra la precarización de la vida e integra trabajadoras y trabajadores,
migrantes, las reivindicaciones indígenas, las luchas LGBTQI+, etc.

 

En México, la lucha contra la violencia neoliberal y los numerosos
feminicidios (no solo en Ciudad Juárez) constituyó un eje central de este
movimiento sin que, hasta este momento, llegue a transformarse en un
movimiento nacional masivo. También hubo avances en relación a la
despenalización del aborto (en el estado de Oaxaca y en México capital). En
Brasil, las luchas feministas con la campaña “Ele Não” (“Él no”) contra el
ascenso de Bolsonaro, o incluso la gran marcha de las margaritas de
centenares de miles de mujeres rurales en agosto de 2019, confirman ese
compromiso. Esta última fue una marcha masiva, nacida en el feminismo
comunitario campesino. Se articula con el papel jugado por militantes de la
izquierda radical, más urbana, como lo era Marielle Franco, asesinada por
los esbirros de Bolsonaro.

 

Hay una nueva ola feminista pero no en el sentido europeo o estadounidense.
Es más bien, un momento histórico, muy importante, de las luchas de las
mujeres y de los feminismos (que son plurales), con también algunas
influencias venidas del norte, del movimiento del Estado español y la huelga
feminista que une a teóricas como Silvia Federici, Cinzia Arruzza y otras,
pero que parte y, sobre todo, está anclado en las entrañas de las
especificidades de la América Indo-Afro-Latina.

 

-A. P.: Otros actores especialmente importantes en Latinoamérica son los
movimientos campesinos e indígenas. ¿Cómo se puede comprender el papel
progresista de esas fuerzas y en particular, su relación con el movimiento
obrero?

 

F. G.: Ahora que conmemoramos los 25 años del surgimiento de la rebelión
indígena, campesina, antineoliberal y anticapitalista neozapatista en
Chiapas, creo que tendría un gran mérito extraer las lecciones de esta
experiencia capital y también reactivar las redes de solidaridad con el
proceso zapatista que dura desde hace un cuarto de siglo en un territorio
tan grande como Bélgica y que emprendió la construcción de formas
alternativas de gobierno y de vivir en un mundo al borde del colapso... El
zapatismo ha logrado resistir los asaltos de las fuerzas militares mexicanas
y construir, en positivo, un nuevo relato de cómo intentar, a duras penas,
forjar una perspectiva poscapitalista, estando abierto a todas las luchas
internacionalistas, conectado con el pueblo kurdo y con otras muchas luchas,
poniendo en marcha la cuestión del comunalismo, pero a partir de las
coordenadas de los pueblos mayas de Chiapas, elaborando la confluencia entre
los territorios indígenas y la construcción de un poder político democrático
innovador, etc. Esta experiencia es fundamental para pensar las alternativas
para el siglo XXI. Por supuesto que hay límites y muchos problemas no
resueltos (especialmente, en el plano económico), como lo reconocen allí
mismo. La relación con las otras izquierdas mexicanas también es difícil, a
menudo. Pero cuando se ve el hundimiento del chavismo en Venezuela, la
ausencia de transformaciones estructurales en Argentina, la trayectoria del
PT en Brasil o del Frente Amplio en Uruguay, el balance de quince años de
progresismo es bastante limitado y contradictorio. Así que, a mi modo de
ver, hay que volver a la experiencia zapatista y su concepción del poder
desde abajo sin caer en la cantilena estratégica de “cambiar el mundo sin
tomar el poder: cambiemos el mundo transformando el poder parece que nos
dice el zapatismo...

 

En relación a los actores movilizados en el resto del subcontinente, se
podría aventurar que asistimos al retorno de la emergencia plebeya
destituyente, como a finales de los años 90 o principios de los años 2000,
durante las grandes confrontaciones frente al neoliberalismo, con la CONAIE
3/ en Ecuador, la dinámica del Movimiento Sin Tierra en Brasil, la “guerra”
del agua y del gas en Bolivia, el qué se vayan todos en 2001 en Argentina e
incluso ante las revueltas urbanas del tipo Caracazo en Venezuela. Son
actores variados, salidos de formaciones sociales en las que lo popular
engloba una gran multiplicidad de fracciones de clase. En las últimas
semanas, vimos de nuevo movilizados -según el país- movimientos indígenas y
de la clase trabajadora, las y los sin techo, gente parada (los piqueteros),
jóvenes, las y los mismos que habían abierto un nuevo ciclo político
posneoliberal a principios del siglo XXI.

 

Hoy asistimos a una nueva explosión plebeya, en la que las y los indígenas,
se ha visto en Ecuador, juegan un papel central. Son capaces de hacer
temblar al gobierno neoconservador de Lenín Moreno. En Brasil, habrá que ver
cómo se va a posicionarse el MST, porque los vínculos con el PT han sido muy
fuertes durante mucho tiempo, lo que le ha paralizado ampliamente. Pero, con
el movimiento contra las represas (MBA), el movimiento de las margaritas,
las luchas ecoterritoriales alrededor de la Amazonia y frente a la ofensiva
de la extrema derecha, hay una reactivación de las resistencias. Los
sectores campesinos e indígenas están en el centro de los ataques del
neoliberalismo, se encuentran también entre los decepcionados de las
experiencias progresistas y, por lo tanto, encarnan un actor muy importante.
Mientras Evo Morales y Garcia Linera están en el exilio en México, son los
Ponchos Rojos 4/ quienes llevan la ofensiva para responder a la dimensión
ultra violenta del golpe de Estado boliviano.

 

Esto no impide que también haya resistencias obreras y urbanas; son
fundamentales pues están el corazón de la relación capital-trabajo. En
Ecuador, ha sido la unión de los movimientos urbanos e indígenas la que ha
dado dinámica nacional a la revuelta contra Lenín Moreno. En Chile, el
movimiento salió, sobre todo, de las poblaciones urbanas, de la juventud
urbanizada y escolarizada, de una parte de la pequeña burguesía, pero
también del sindicalismo: la Unión Portuaria de Chile está en el centro de
la revuelta actual y del movimiento de la huelga nacional, al igual que una
parte de las organizaciones sindicales en la Mesa de la Unidad Social
alimenta esta rebelión. En mi opinión, incluso es ahí donde se va a jugar la
salida de la crisis chilena: la capacidad de la clase trabajadora de entrar
en movimiento nacional y bloquear la economía será la batalla decisiva
contra Piñera y contra la represión del Estado, inédita desde 1990.

 

Pero también hay contradicciones desde este lado: en Bolivia, una parte de
la dirección de la Central Obrera (COB), con su llamamiento a la renuncia de
Morales para “pacificar el país”, se puso de hecho del lado de los militares
y, por tanto, ¡apoyó el golpe de Estado! El movimiento obrero no está
siempre listo para la lucha, lejos de eso. Las grandes centrales, la CUT
chilena, la CUT brasileña, tienen grandes dificultades para volver a
articular un movimiento de resistencia frente a los gobiernos de extrema
derecha o neoliberales, porque desde hace tiempo son correas de transmisión
de varios partidos “progresistas”. Y uno de los desafíos del periodo es
precisamente reconstruir un sindicalismo combativo e independiente de las
instituciones, arraigado en los lugares de trabajo y territorios. 

 

Notas

 

1/ F. Gaudichaud es profesor de historia latinoamericana en la Universidad
de Toulouse Jean Jaurès (Francia) y miembro del comité editorial de la
revista Contretemps: https://www.contretemps.eu.

2/ En castellano, disponible en línea:
http://ciid.politicas.unam.mx/www/libros/gobiernos_progresistas_electronico.
pdf.

3/ Confederación de las nacionalidades indígenas de Ecuador (NdelT).

4/ “Milicia” de la etnia aymara, originaria de la región del lago Titicaca
en el cruce de Bolivia, Perú, Argentina y Chile (NdelT).

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