Debates/ La izquierda latinoamericana frente a Venezuela [Pablo Stefanoni]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Feb 22 14:28:16 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

22 de febrero 2020

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Debates

 

La izquierda latinoamericana frente a Venezuela 

 

Venezuela acabó por ser un peso político para las izquierdas, cada vez más y
mejor aprovechado por las derechas para construir fantasmas de
«venezuelización». Frente a un escenario en el que el proceso venezolano
resulta cada vez más alejado de visiones emancipatorias, gran parte de las
izquierdas carecieron de herramientas teórico-políticas para dar cuenta de
lo que estaba ocurriendo.

 

Pablo Stefanoni *

Nueva Sociedad, febrero 2020

https://nuso.org/

 

El 30 de enero de 2005, en el estadio Gigantinho de Porto Alegre, el
presidente Hugo Chávez declaraba la necesidad del socialismo. Con su
característica camisa roja, el líder venezolano dijo:

 

«Negar los derechos a los pueblos es el camino al salvajismo, el capitalismo
es salvajismo. Yo cada día me convenzo más, [entre] capitalismo y
socialismo… no tengo la menor duda. Es necesario, decimos y dicen muchos
intelectuales del mundo, trascender el capitalismo, pero agrego yo […]  al
capitalismo hay que transcenderlo por la vía del socialismo […].»

 

En estas declaraciones resonaba, lejanamente, aquella declaración del
«carácter socialista» de la Revolución Cubana pronunciada por Fidel Castro
en abril de 1961, en medio de fusiles y llamados a resistir la agresión
imperialista. Venezuela no fue invadida, pero el chavismo extrajo una
potente dosis de mística política de su victoria contra el golpe de Estado
de 2002, apoyado por la oligarquía local y Estados Unidos, el paro patronal
y la huelga en Petróleos de Venezuela (PDVSA) de 2002-2003, que provocó un
fuerte golpe a la economía.

 

Frente a Chávez no había milicianos sino militantes sociales agrupados en el
Foro Social Mundial, una articulación de partidos de izquierda y movimientos
sociales movilizada contra la «mundialización del capital» y en favor de un
cambio en las relaciones de fuerza a escala global. En este nuevo escenario
post-socialismo real, el presidente bolivariano anunció, y enfatizó, que la
nueva transición al socialismo debía ocurrir «¡En democracia!». Pero acto
seguido aclaró: «Ojo pelao y oído al tambor: ¿en qué tipo de democracia? No
es la democracia que míster Superman [por G. W. Bush] quiere imponernos
desde Washington, no, esa no es la democracia». Y ahí subyace uno de los
problemas neurálgicos del chavismo en sus dos décadas de hegemonía sobre la
política venezolana. Si esa «no es» la democracia, ¿con qué tipo de
democracia «superar» la democracia liberal? Y, en segundo lugar: además de
la democracia, ¿qué diferenciaría a este «socialismo del siglo XXI» de las
experiencias del socialismo real y las «democracias populares» del siglo XX
en la Unión Soviética, el este de Europa, Asia y Cuba?

 

Se trataba entonces del momento épico de una «marea rosada» que se estaba
completando. Ya estaban en el poder Néstor Kirchner y Luiz Inácio Lula da
Silva, y estaban por llegar Tabaré Vázquez, Evo Morales, Rafael Correa,
Fernando Lugo, el enigmático Manuel Zelaya y, dos años más tarde, el más
polémico Daniel Ortega. Venezuela parecía ocupar entonces el lugar de una
suerte de «núcleo radical» alrededor del cual se iban ubicando regímenes
nacional-populares o de izquierda democrática, más moderados y/o más
novatos, que daban forma al inédito giro a la izquierda continental.

 

No obstante, el «socialismo del siglo XXI», que en sus comienzos contenía la
promesa de una renovación de la izquierda que permitiera dejar atrás la
historia del socialismo real, terminó por mostrar sus límites
infranqueables. Lo que aparecía como una locomotora (la Revolución
Bolivariana) para jalar a las fuerzas transformadoras latinoamericanas se
fue transformando en un sistema crecientemente ineficiente y poco
pluralista, y las semillas militaristas que contenía desde el comienzo
terminaron por capturar el proceso político iniciado con el triunfo
electoral de fines de 1998. En ese marco, Venezuela acabó por ser un peso
político para las izquierdas continentales, cada vez más y mejor aprovechado
por la derecha para construir fantasmas de «venezuelización» en cada país
donde las fuerzas progresistas tienen posibilidades de triunfo. Como
escribió el economista Manuel Sutherland: «En este infausto panorama,
Venezuela constituye el mejor ‘argumento’ para las derechas más retrógradas.
En cualquier ámbito mediático, aprovechan la situación para asustar a sus
compatriotas con preguntas como: ‘¿Quieren socialismo? ¡Vayan a Venezuela y
miren la miseria!’. ‘¿Anhelan un cambio? ¡Miren cómo otra revolución
destruye un país próspero!’. Sesudos analistas aseveran que las políticas
socialistas arruinaron el país y que la solución es una reversión
ultraliberal de la revolución».

 

Frente a esta situación, las izquierdas carecieron de herramientas
teórico-políticas para dar cuenta de lo que estaba ocurriendo, especialmente
la izquierda congregada en el Foro de San Pablo. En el caso del Frente
Amplio de Uruguay, existen visiones cada vez más críticas; en el Partido de
los Trabajadores de Brasil, la detención de Lula da Silva y la llegada de la
extrema derecha al poder parecen haber provocado un repliegue hacia
posiciones más defensivas, lo que incluye la cuestión venezolana. En el
Movimiento al Socialismo (MAS) de Bolivia, el discurso es poco permeable a
un balance crítico. Y aunque Bolivia estaba lejos de ser Venezuela, Evo
Morales compartía algunas visiones no pluralistas del poder que lo llevaron
a buscar la reelección una y otra vez, lo que a la postre desencadenó una
crisis política y una ola de protestas que a su vez dieron lugar a un golpe
de Estado policial-militar y a un giro conservador y un represivo gobierno
dirigido por la senadora Jeanine Añez, quien entró en el Palacio con una
enorme Biblia entre manos. 

 

Mucho de lo que había hecho de Venezuela un modelo atractivo era
profundamente contradictorio desde sus orígenes. El proceso venezolano
combinó formas diversas de empoderamiento popular con el liderazgo
ultracarismático de Chávez; redistribución de la renta petrolera con
mecanismos de saqueo de los recursos estatales por parte de camarillas
burocrático-militares que feudalizaron el Estado; democracia comunal «por
abajo» con formas pretorianas y autoritarias «por arriba»; imaginación para
impulsar proyectos posrentistas con absoluta incapacidad para llevarlos
adelante; reforzamiento del rol del Estado con incapacidad de gestión
pública. Y, desde la muerte de Chávez en 2013, un declive económico que
condujo a una caída del PIB de más de 50% durante la gestión de Nicolás
Maduro y una inflación de 130.000% en 2018 –según datos oficiales finalmente
emitidos tras un largo silencio informativo oficial–.

 

Las izquierdas latinoamericanas leyeron –y aún leen– Venezuela a partir de
los imaginarios del «cerco» construidos en relación con Cuba desde los años
60. De esta forma, el «socialismo petrolero» venezolano –tal como lo
denominó el propio Chávez en 2007– es exculpado de manera regular por el
retroceso al que está llevando a la sociedad venezolana. Predomina en estas
visiones el antiliberalismo fuertemente afincado en las izquierdas
regionales y que tiende a minimizar los problemas democráticos, en el marco
de lo que en Francia denominan «campismo»: la sobredeterminación de las
variables geopolíticas en el análisis de cualquier realidad nacional. 

 

Así, el antiimperialismo se desacopla de su dimensión emancipatoria para
asumir una dimensión justificatoria –e incluso celebratoria– de diversos
regímenes supuestamente enemigos del Imperio (la popularidad de Muamar
Kadafi en algunos sectores de las izquierdas continentales es un buen
ejemplo de ello). La narrativa sobre el «poder popular» –a menudo abstracta–
se vuelve una forma de encubrir los déficits democráticos y, más aún, las
(abundantes) violaciones de los derechos humanos por parte de las fuerzas
represivas del Estado. De este modo, el «silencio Cuba», al decir de Claudia
Hilb, de muchas izquierdas latinoamericanas –y de más allá también– devino
en un «silencio Venezuela», que no significó, como tampoco ocurrió en el
caso de la isla, no hablar de Venezuela, sino evitar enfrentar los
problemas, desechando los datos empíricos y apelando de manera mecánica a
las «agresiones imperiales» como única variable explicativa, tras años de
hacerlo del mismo modo con la hoy pasada de moda «guerra económica». 

 

Existen diversas correas de transmisión del discurso oficial venezolano
hacia el resto de la región. Además de medios como Telesur, durante años la
Revolución Bolivariana, al igual que en su momento la cubana, organiza
diversos eventos de solidaridad, que sirvieron para organizar a una masa
intelectual disponible para diversos tipos de pronunciamientos «solidarios»,
más o menos automáticos. Algunos han sido más organizados, e incluso
apéndices de las embajadas, y otros menos, pero en general se fue
construyendo un discurso sobre Venezuela que congeló la foto del golpe de
2002 y es incapaz de ver las aporías del bolivarianismo y los
desplazamientos en la coyuntura política. 

 

Hoy es imposible, por ejemplo, pensar el clivaje que atraviesa el país como
un enfrentamiento «transparente» entre la izquierda y la derecha, o el
pueblo y la oligarquía. En gran parte de las izquierdas regionales, se
subestima la profundidad y la multidimensionalidad de la crisis, así como la
degradación –política y moral– de la elite cívico-militar bolivariana. La
«gente común» puede ser sacrificada sin problemas en el altar
antiimperialista y funcionan eficazmente latiguillos como «la oposición es
peor», «el problema son las sanciones estadounidenses», etc. Junto con ello,
se minimizan los ataques al Estado de derecho y a la propia
institucionalidad nacida de la Constitución bolivariana de 1999: la Asamblea
Nacional Constituyente actúa como un poder supraconstitional y sin
contrapesos, un poder de facto que no se concentró en redactar una
Constitución sino en legitimar cualquier medida del gobierno sin necesidad
de enmarcarse en una república constitucional. 

 

Esto no significa, sin duda, que no existan agresiones e injerencias
imperiales. Ni que los neocons que rodean a Donald Trump, como Elliot Abrams
o John Bolton (quien finalmente terminó distanciado del presidente), no sean
peligrosos. Pero precisamente esto ilumina otra cuestión: el discurso
antiimperialista latinoamericano tiene como contrapartida un débil interés
por estudiar el «Imperio» realmente existente, sus dinámicas políticas, sus
(in)consistencias y sus intereses geoestratégicos concretos. Tampoco se
trata de negar que en la oposición haya sectores financiados por Estados
Unidos, halcones anticomunistas estilo Guerra Fría, antipopulistas racistas
y elitistas retrógrados. Ni tampoco apelar al ni-nismo: «ni con Maduro ni
con el Imperio». Sino, por el contrario, se trata de pensar la realidad
venezolana en una doble clave: antiimperialista y democrática, sin
sacrificar ninguno de los términos de la ecuación. La pregunta es sencilla:
incluso si Maduro sale airoso de esta última batalla contra el «presidente
encargado» Juan Guaidó, ¿qué tipo de futuro se puede esperar para Venezuela?
¿Qué energías vitales tiene la Revolución Bolivariana para encarnar los
«nuevos comienzos» que Maduro promete una y otra vez para enfrentar la
degradación societal que vive el país? El último nuevo comienzo es la
dolarización informal de la economía.

 

Sin una izquierda más activa y creativa respecto de Venezuela, la iniciativa
regional fue quedando, sin contrapesos, en manos de las derechas del
continente. En la última reunión del Foro de San Pablo en La Habana, la
secretaria ejecutiva, Mónica Valente, dijo que el vigésimocuarto encuentro
de este espacio que reúne a gran parte de las izquierdas de la región «puede
tener la misma importancia histórica de los años 90 cuando cayó el Muro de
Berlín». No se refería específicamente a Venezuela, sino al «giro a la
derecha» latinoamericano. Pero si se puede hablar de un Muro de Berlín
regional, este se vincula de manera directa a la implosión de la Revolución
Bolivariana –precisamente en el primer país que se declaró socialista
después de 1989–. Por este solo hecho, el balance de esta experiencia es
indispensable para cualquier renovación política y teórica de las izquierdas
latinoamericanas. 

 

Esta es una tarea importante, aunque las victorias de Andrés Manuel López
Obrador en México y Alberto Fernández en Argentina hayan matizado la idea de
un giro a la derecha tout court en la región. 

 

* Jefe de redacción de Nueva Sociedad. Coautor, con Martín Baña, de Todo lo
que necesitás saber sobre la Revolución rusa (Paidós, 2017).

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