Chile/ El despertar de los que sobran [Facundo Ortiz Núñez]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Feb 23 15:31:47 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

23 de febrero 2020

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Chile

 

El despertar de los que sobran

 

La rebelión chilena desapareció de los medios y de las redes, aunque su
desenlace permanece abierto. En el horizonte se vislumbra la elección
Constituyente de abril, mientras en el camino asoma una reacción
conservadora que está agazapada y espera su oportunidad. El cansancio crece,
la unidad se agrieta, la represión no mengua, pero las iluminaciones
simbólicas y la fuerza descubierta por la sociedad durante el estallido
siguen alimentando la ilusión de un cambio real. ¿Qué está pasando allende
la cordillera?

 

Facundo Ortiz Núñez

Crisis, 20-2-2020

https://revistacrisis.com.ar/

 

La nación que engendró al neoliberalismo antes de que se extendiera por el
mundo, desde el 18 de octubre de 2019 parió un movimiento que parecía
imparable. “No nos vamos ni cagando”, se gritaba en las multitudinarias
marchas como respuesta a la violencia estatal que busca encerrarlos en sus
casa. Atronaron los cacerolazos en Valdivia, La Serena, Concepción,
Antofagasta o Puerto Montt hasta altas horas de la noche, en respuesta al
toque de queda que impuso el gobierno en todas las capitales de provincia
del país. Y, día tras día, en cuanto emergía el sol, de norte a sur a lo
largo del territorio, incluso en la isla de Chiloé, los chilenos salían a
ondear banderas nacionales, mapuches, feministas, LGBTIQ+, también las de
sus equipos de fútbol, en medio de barricadas, saqueos y duros
enfrentamientos contra carros lanza-aguas y lanza-gases, frente al silencio
mediático y la alianza entre el Estado y las empresas privadas, aterradas de
ver en peligro sus privilegios.

 

“Evadir, no pagar, otra forma de luchar”, repetían los más jóvenes en las
estaciones de metro tomadas. “En Chile se tortura”, gritaban los futuros
médicos e ingenieros de las escuelas privadas, tapándose un ojo mientras
recibían su título de secundaria. Todos cantaron “El baile de los que
sobran” en aquella marcha histórica que recorrió Santiago y congregó a más
de un millón de personas, al igual que participaron en (o acompañaron) el
baile de “Un violador en tu camino” ante el palacio presidencial de la
Moneda o el Congreso Nacional en Valparaíso, antes de que su letra se
convirtiera en el himno mundial del feminismo.

 

Ante escenas tan incuestionables de unidad, no se esperaban que el proceso
pudiera llegar a terminar obedeciendo a una canción muy distinta, “Fiesta”
de Joan Manuel Serrat: “con la resaca a cuestas, vuelve el pobre a su
pobreza, vuelve el rico a su riqueza, y el avaro a sus divisas”. Porque,
tres meses después, el movimiento se dio de bruces con una realidad
subyacente que todos habían creído poder vencer: la diferencia de clases. El
problema es que las clases sociales no se derriban con una canción.

 

Pateando piedras

 

El 6 de enero de 2020, todos los que “sobraban” de verdad, esos adultos en
ciernes que saldrían del sistema de educación pública para enfrentar un
futuro incierto —dado que la mitad de ellos no accedería a la universidad; y
si llegaban a enfermarse gravemente morirían en las colas de espera de los
hospitales; y en el caso de salvarse no tendrían acceso a pensiones dignas
bajo el actual sistema privado de Administradoras de Fondos de Pensiones
ideado por el hermano del presidente Piñera—, llamaron a boicotear la
rendición de la Prueba de Selección Universitaria, que supone, en la
práctica, uno de los principales factores de segregación social del país.
Distintos colegios donde tendría lugar el examen amanecieron tomados por
estudiantes. En una universidad de Reñaca se lanzaron facsímiles por la
ventana. En los liceos San Pedro Nolasco y el Instituto Superior de Comercio
de Valparaíso llegaron incluso a quemarlos. No cabe duda de que muchos
estudiantes de las escuelas privadas apoyan el movimiento, pero no fueron
pocos los que se vieron sobrepasados por una ola de rabia en la que ellos
mismos habían participado, pero en la que ya ni estaban ni se los esperaba,
porque una cosa era solidarizarse con los heridos, y otra muy distinta
quedarse sin la oportunidad de ingresar en la universidad.

 

Ahora bien, sería injusto señalar esta fecha como el comienzo del quiebre de
la unión del pueblo chileno, que tan al alcance de la mano había parecido
durante el toque de queda, cuando el país entero colaboró para mandar un
claro mandato al gobierno: “No queremos otra dictadura” y “Queremos un país
mejor, más justo, más solidario y el derecho de vivir en paz”. La división
ya había empezado antes. Los sectores más privilegiados se escandalizaron
cuando en el centro de Santiago ardió la torre de ENEL (principal compañía
eléctrica del país), o el Ripley (una de las principales cadenas de venta
minorista del país) de Valparaíso, o los sesenta locales propiedad de
Walmart que fueran saqueados en el país. Muchos podían entender que
saquearan algunas sucursales de Farmacias Ahumada, Cruz Verde o Salcobrand,
las principales corporaciones farmacéuticas nacionales, sancionadas por
colusión de precios entre ellas; pero, con el paso del tiempo, ya se robaba
hasta en las medianas empresas, las barricadas impedían que los no
movilizados llegaran al trabajo, y la represión estatal provocaba tal caos
en el centro de las capitales regionales que hasta los pequeños comerciantes
a pie de calle veían peligrar sus ingresos.

 

Poco a poco, muchos de los sectores de la clase media comenzaron a ver en
las marchas el origen de todos sus problemas. Llevaban dos meses en el caos
y no se aguantaba más. Era hora de que pararan. Tiempo de volver a la
“normalidad”. El problema es que esa “normalidad” resume precisamente lo que
pretende derribar el estallido social.

 

Poco a poco, muchos de los sectores de la clase media comenzaron a ver en
las marchas el origen de todos sus problemas. Llevaban dos meses en el caos
y no se aguantaba más. Era hora de que pararan. Tiempo de volver a la
“normalidad”. El problema es que esa “normalidad” resume precisamente lo que
pretende derribar el estallido social.

 

El futuro no es ninguno

 

Desde el principio el gobierno de Sebastián Piñera, al igual que toda la
élite política del país, demostró poco olfato político y una severa
incapacidad para comprender y empatizar con lo que sucedía en las calles.
Cuando vio surgir manifestaciones por todo el territorio, le dio por acusar
a agentes externos que buscaban destruir la nación. Hasta llegó a pagar un
informe llamado “Big Data” que acusaba al movimiento K-Pop de haber
alimentado la protesta. La paranoia llegó a su cénit en un audio que se
filtró a los medios en el que Cecilia Morel, esposa del presidente, le
comentaba a una amiga que esto era “una invasión extranjera y alienígena”.
Con el correr de los días y los militares siendo increpados en las calles,
Piñera comenzó a aparecer noche tras noche en directo anunciando nuevas
medidas de alivio. Mientras seguía tildando a los movilizados de “vándalos”
y “delincuentes”, empezó por cancelar el aumento a la tarifa del metro,
prometió un ligero incremento a las pensiones, anunció una renta mínima
garantizada y hasta aceptó aumentar los impuestos a las fortunas más altas
del país, pero nada parecía ser suficiente. Tras décadas de despolitización
ciudadana, a los chilenos ya no les bastaban medidas cosméticas. Ahora lo
querían todo, empezando por su dimisión.

 

¿Qué había pasado en el “oasis latinoamericano”? Quizá el problema fuera que
Chile es de los pocos países del mundo donde el agua sigue siendo privada,
lo que asegura que ese “oasis”, en un país con sequía y famoso por su
producción de palta, esté en manos de unos pocos. Quizá el problema sea el
sistema privado de las AFPs que se impuso hace treinta años y cuyos usuarios
han empezado a jubilarse ahora para descubrir que fueron estafados, y que
tras una vida de contribuciones al sector privado recibirán una pensión de
miseria. Quizá el problema sea la escasez de insumos para un sistema de
salud público que no cubre las operaciones más costosas, o que el sistema
educativo es un jugoso patio de juegos para corporaciones y empresas
público-privadas. Quizá el problema sea que los estudios superiores de Chile
son los segundos más caros del mundo en relación a su salario medio, algo en
lo que el país es únicamente superado por Bulgaria.

 

La generación anterior, atormentada por el recuerdo de la dictadura, se
sintió obligada a aceptar la desigualdad, la corrupción institucional y las
continuas cesiones de todo el espectro político al poder económico, porque,
en comparación a lo que sucedía en los ochenta, “al menos” ya nadie los
ametrallaba en la calle ni los sometía a vuelos de la muerte. Pero la nueva
generación, los nacidos en democracia, habían perdido el miedo. No es
casualidad que, entre todas las propuestas de Piñera para aliviar la
situación, no hubiera ninguna medida para los jóvenes, ninguna mención al
CAE (sistema de créditos universitarios con garantía estatal que supone un
constante flujo de dinero del Estado a los bancos).

 

Durante años, la Concertación de partidos progresistas que gobernaron luego
de la dictadura no hicieron otra cosa que ahondar en esta clase de medidas
impopulares, y cuando algún gobierno intentó buscar alternativas se daba de
bruces con el Tribunal Constitucional, custodio último del modelo. Por eso,
las anteriores movilizaciones significativas que conmovieron al país, como
las estudiantiles de 2011, aunque permitieron un aumento del acceso al
crédito universitario, no lograron la ampliación del sistema público.
Aquellas protestas contribuyeron, sin embargo, al surgimiento de nuevas
fuerzas políticas como el Frente Amplio, que canalizaron el voto juvenil
pero no pudieron convertirse en alternativa de gobierno. En cierto modo, el
estallido era solo cuestión de tiempo.

 

Únete al baile

 

Todo el mundo en Chile sabe que la vida de un mapuche vale poco a ojos del
poder nacional. En medio del estallido se cumplió un año de la muerte de
Camilo Catrillanca, dirigente estudiantil que había participado de
movilizaciones para recuperar tierras mapuches en la Araucanía, hijo del
presidente de una comunidad local. Catrillanca fue asesinado el 14 de
noviembre de 2018, con un tiro en la cabeza por la espalda, disparado por el
grupo especial de carabineros denominado “Comando Jungla”. Asimismo, el 3 de
enero último se celebró el doceavo aniversario de la muerte de Matías
Catrileo, un estudiante que cursaba Agronomía en Temuco y fue acribillado
por carabineros a los 22 años mientras participaba en una “ocupación” de
tierras en Vilcún bajo el gobierno de Michelle Bachelet.

 

Son solo dos ejemplos de una larga lista de bajas en el denominado
“conflicto mapuche”. Sin importar qué gobierno haya estado al mando del
país, se siguen encarcelando y asesinando a mapuches por una lucha política
que nadie en las esferas del poder nacional parece dispuesto a querer
encarar de un modo que no sea represivo y armado. Lo sucedido en Temuco en
la segunda semana de iniciado el estallido, cuando manifestantes mapuches
arrancaron la cabeza de una estatua de Pedro de Valdivia para colocarla bajo
el brazo de una estatua de Caupolicán, líder indígena del siglo XVI, revela
que para ellos esto es una batalla que lleva 5 siglos.

 

La brutal y constante falta de empatía del Estado contra mapuches,
estudiantes, mujeres o trabajadores precarizados se ha hecho más presente
que nunca desde el 18 de octubre. Como se dice popularmente en Chile, “el
gobierno intenta apagar el fuego con bencina”. Más que el aumento de 30
pesos al precio del metro, la gota que realmente colmó el vaso fueron las
declaraciones del ministro de economía, Juan Andrés Fontaine, cuando señaló
que el valor era menor entre las 6:00 y las 6:59 de la mañana, así que la
medida iba a beneficiar a quienes madrugaban para ir a trabajar. Luego de
las primeras protestas, el director del servicio de metro provocó a los
manifestantes por televisión: “Cabros, esto no prendió”. El funcionario
había pifiado feo. La pradera no tardaría en incendiarse. Y el fuego iba a
llegar bien lejos.

 

La brutal y constante falta de empatía del Estado contra mapuches,
estudiantes, mujeres o trabajadores precarizados se ha hecho más presente
que nunca desde el 18 de octubre. Como se dice popularmente en Chile, “el
gobierno intenta apagar el fuego con bencina”.

 

Por qué no se van

 

“Kiltro” es el nombre que en Chile se le da al perro mestizo sin pedigrí que
suele descender de canes callejeros o salvajes. Durante las protestas de
2011, uno de ellos adquirió particular notoriedad por su manera de acompañar
a los estudiantes en los enfrentamientos contra las fuerzas de seguridad.
Los cabros lo bautizaron el “Negro Matapacos”. Ocho años después aquel
perrito se convertiría en el principal icono del estallido social. Con un
pañuelo rojo alrededor del cuello, su imagen ha superado en Chile la del Che
Guevara como símbolo revolucionario. Se lo ve en camisetas, pañuelos,
carteles, murales, rayados, y en Santiago se fabricó un enorme muñeco que
llevaron en procesión por la ciudad.

 

El kiltro representa como nadie el sentimiento que une a buena parte de los
que combaten. Compuesta mayoritariamente por jóvenes, “la primera línea” es
acompañada por adultos mayores que pelearon en su día a la dictadura, o por
madres que enseñan a sus niños cómo alimentar las barricadas. Aunque no hay
un liderazgo claro, cada miembro cumple un rol. Hay camoteros que lanzan
piedras (“camotes”), creadores (que fabrican la munición reventando los
escombros a martillazos), enfermeros (que rocían de agua con bicarbonato a
los afectados por los gases), bomberos (que apagan las lacrimógenas),
escuderos que protegen, brigadistas de salud que curan heridas, músicos que
ponen el ritmo con tambores, fotógrafos que glorifican a los luchadores o
registran las violaciones a derechos humanos de la policía. Todos ellos se
sienten perros abandonados, sin dueño, sin correa.

 

Pero tras meses de marchas y concentraciones, la “primera línea” que en cada
ciudad del país hace de escudo entre los manifestantes y la policía, se está
comenzando a quedar sola y concentra sobre sí toda la criminalización del
oficialismo y los grandes medios de comunicación. Los acusan de pretender
desestabilizar el “Acuerdo por la Paz”, firmado por todo el espectro
político a excepción del Partido Comunista y algunas facciones del Frente
Amplio. La clave de ese Acuerdo es una nueva Constitución. La primera del
país, en caso de concretarse, en cuya redacción no participarán los
militares.

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