Bolivia/ Un nuevo bloque de poder [Fernando Molina]
Ernesto Herrera
germain5 en chasque.net
Sab Ene 18 00:09:32 UYT 2020
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Correspondencia de Prensa
18 de enero 2020
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Bolivia
Un nuevo bloque de poder
El derrocamiento de Evo Morales, más que a un gobierno transitorio, dio
lugar a un nuevo bloque político y social que busca «refundar» el país
borrando lo más posible huellas, símbolos y políticas de los últimos 14
años.
Fernando Molina *
Nueva Sociedad, enero 2020
https://nuso.org/
La situación boliviana actual solo puede comprenderse si se toma en cuenta
la siguiente noción del sociólogo Fernando Calderón: «En Bolivia el Estado
es muy débil y la sociedad, muy fuerte». Esto explica tanto las
peculiaridades de la caída del presidente Evo Morales, que no trataremos
aquí, como los sucesos de los dos primeros meses de la transición que esta
inició.
«El Estado boliviano es débil» significa que sus instituciones no poseen un
cuerpo propio y son fácilmente instrumentadas por los grupos de presión y
las fuerzas políticas. Significa, también, que las normas no se dictan ni se
cumplen por medio de procedimientos regulados y abstractos, sino de forma
subjetiva y de acuerdo con la correlación de fuerzas coyuntural.
De lo dicho se infiere el significado de la sentencia opuesta. «La sociedad
boliviana es fuerte» porque a menudo se impone al Estado y lo usa para sus
propósitos.
Coincidentemente, Bolivia es el segundo país con más linchamientos, solo
después de Guatemala. En un linchamiento, la sociedad prescinde del Estado o
inhibe la acción de este con el fin de ejecutar, por cuenta propia, su
concepción de la justicia.
Esta concepción es primitiva, pues se funda en un principio moralista,
aplica la ley del talión y se desencadena a causa del miedo a una amenaza
externa. Las víctimas de los linchamientos suelen ser forasteros, gente que
los linchadores encuentran sospechosa porque no pertenece al mismo grupo que
ellos. La estólida creencia de los linchadores en su propia superioridad
moral bloquea su capacidad de comprender y empatizar con los seres humanos
que sufren y se quejan por sus tormentos. Cuando este bloqueo se activa, los
excesos más terribles son alentados por la muchedumbre; se aplaude y protege
a los crueles, y se sospecha o escarnece a los tibios y a los renuentes.
Las clases medias bolivianas consideraban los linchamientos prácticas
salvajes, propias de indígenas, con las que ellas nada tenían que ver. Sin
embargo, su conducta respecto a los jerarcas del anterior gobierno y los
dirigentes y militantes del Movimiento al Socialismo (MAS) puede describirse
como un linchamiento por etapas o progresivo.
Este comenzó antes de la caída de Morales, cuando los recién formados
«grupos de choque» en contra del ex-presidente, que se llaman a sí mismos
«La Resistencia», comenzaron a buscar y agredir a masistas en las
principales ciudades del país. Estos grupos se habían radicalizado a causa
del asesinato a bala, por parte de miembros del MAS, de dos manifestantes en
Montero, el 29 de octubre pasado, en medio de las protestas que siguieron a
las elecciones. El 7 de noviembre, «La Resistencia» secuestró por algunas
horas a la alcaldesa de Vinto (Cochabamba), Patricia Arce, y la sometió a
escarnio (como invariablemente ocurre en todos los linchamientos). Si Arce
no perdió la vida fue porque por un equipo de televisión grabó a sus
captores. En los días siguientes, con el fin de presionar a los funcionarios
evistas para que renunciaran y la crisis se profundizara, grupos de civiles
quemaron, en Potosí, la casa de la madre del ministro de Minería, César
Navarro, y secuestraron a su sobrino; también capturaron, en la misma
ciudad, al hermano de Víctor Borda, presidente de la Cámara de Diputados. En
Oruro, fueron atacadas las casas de la hermana de Evo Morales y del
gobernador de esta región, Víctor Hugo Vásquez.
Estos hechos fueron acompañados por el «linchamiento» de los masistas en las
redes sociales, dominadas por los sectores más acomodados de la población.
Los ataques que ya existían contra los usuarios digitales de izquierda,
ligados al gobierno o simplemente críticos del sesgo antiinstitucionalista y
racista que iba adquiriendo la lucha contra la «dictadura» del MAS, se
tornaron simplemente frenéticos. Las redes se inundaron de mensajes de odio,
delaciones, falsas acusaciones e información creada a posta para aterrorizar
a los navegantes y azuzarlos en contra del masismo.
Luego de la renuncia de Morales, la tarde del 10 de noviembre, sus
seguidores se manifestaron violentamente en El Alto y La Paz y quemaron una
fábrica, una estación de buses, varios edificios policiales y las casas del
rector de la universidad paceña, Waldo Albarracín, y de la periodista
Casimira Lema. Estos excesos no fueron combatidos por la Policía, que
entonces continuaba desorganizada por el motín que se había declarado en sus
filas los días anteriores. Tampoco actuó el Ejército, que por razones
todavía no esclarecidas prefirió esperar en sus cuarteles hasta el 11 de
noviembre por la noche.
La indefensión de los barrios de La Paz durante estas 36 horas, en especial
de los que colindaban con la periferia campesina, algunos de ellos muy
ricos, reinstaló en la mentalidad de muchas familias el atávico «miedo al
ataque indio», efecto irracional de una larga historia de racismo y
conflictos étnicos. Numerosos vecinos varones se armaron con cuchillos y
bates, salieron y montaron barricadas para defenderse de las «turbas» de
alteños y las «hordas» de campesinos –como las llamaron los medios de
comunicación– que, suponían, venían dispuestas a saquear sus casas y a
violar y matar a sus residentes. Cuando, finalmente, los militares y
policías coaligados comenzaron a patrullar las calles, fueron recibidos con
un alivio que se trastocó rápidamente en adhesión fanática.
Los vecinos de clase media de La Paz y El Alto –y, por identificación
natural, los de las demás ciudades del país–, que ya estaban molestos con la
izquierda por la exclusión, los abusos y la torpeza del gobierno del MAS, y
también por su convencimiento de que había habido un «monumental fraude» en
las elecciones, giraron entonces completamente hacia la derecha. De ahí en
adelante, su principal preocupación no fue otra que la pacificación del país
mediante la implacable represión militar de cualquier fuerza y cualquier
demostración que reivindicaran a Morales, al MAS o el anterior estado de
cosas.
El vigor de este sentimiento fue tal que ahogó las aspiraciones
«republicanistas» que habían alentado estas clases, confirmó a los militares
el acierto de su decisión del 10 de noviembre de no defender al presidente
constitucional y proporcionó a la elite política hasta entonces opositora,
por primera vez en dos décadas, una agenda que podía realizarse con un
amplio respaldo popular.
Jeanine Añez, la segunda vicepresidenta del Senado y, por esto, la más alta
autoridad política que quedaba en el país después del desbande del gobierno
masista, pertenecía al «ala dura» de la Asamblea Legislativa. Conformó su
gabinete con otros «halcones» y con representantes de los distintos sectores
de las clases medias movilizadas, muchos de ellos provenientes de Santa
Cruz, Beni y Tarija. Añez los convocó tanto por afinidad personal –ella es
beniana– como porque estas regiones fueron la punta de lanza de la rebelión
contra Morales. Esta conformación ministerial anticipó el desembarco, en
todos los poderes del Estado excepto el Judicial (por razones que se
explicarán enseguida), de una nueva elite política. Una elite que era
distinta de la masista por su procedencia clasista y regional, como ya hemos
explicado, pero también por ser más homogéneamente «blanca». En cambio, era
similar a la anterior en su deseo («revolucionario» antes y
«contrarrevolucionario» ahora, si queremos adoptar la nomenclatura marxista)
de «refundar» el país, hacer desaparecer el legado de los últimos 14 años y
monopolizar el poder político.
Se ha especulado que esta salida no habría sido posible si la presidenta de
la Cámara Alta, Adriana Salvatierra, del MAS, no renunciaba junto con
Morales y Álvaro García Linera, pero esta teoría no toma en cuenta que, en
las circunstancias políticas de ese momento, era altamente improbable que el
gobierno de una dirigente del MAS hubiera sido respetado, tanto por la
gente, que continuaba movilizada y demandaba la consumación del
linchamiento, como por los propios militares y policías, que a esa altura ya
solo podían llevar el alzamiento hasta su conclusión final, fuera esta la
que fuere.
Desde el comienzo, el nuevo gobierno consideró al MAS «narcoterrorista» y su
gestión, un «narcogobierno». Estos conceptos se convirtieron en parte del
sentido común que emergió de la acción combinada de las redes, los medios de
comunicación y la competencia entre muchos intelectuales –incluso de
izquierda– para justificar con más y mejores argumentos una transición que
«no fue golpe, sino fraude».
A causa de la debilidad del Estado de la que hemos hablado, los fiscales y
los jueces –comenzando por los del Tribunal Constitucional y terminando por
los del último juzgado de provincia–, todos ellos nombrados de una u otra
manera por el gobierno anterior, se cuadraron con el nuevo orden. Ninguno
planteó la más mínima resistencia o crítica a las órdenes de los vencedores;
en cambio, se empeñaron en tratar de borrar las huellas de su pasado
comprometedor por medio de su diligente contribución a la «pacificación»,
entendida como sanción ejemplificadora de los movimientos sociales y de los
individuos que sirvieron al régimen caído. Así, la Justicia se convirtió en
una «guillotina» al servicio de los nuevos gobernantes y de las fuerzas
sociales que estos representaban.
La «pacificación» costó la vida de al menos 29 manifestantes, cientos de
heridos y miles de detenidos. El gobierno aprobó un decreto –posteriormente
abrogado– para eximir a los militares de responsabilidad penal por las
consecuencias de la represión. Al mismo tiempo, negó que las muertes
hubieran sido causadas por las fuerzas del orden. La fiscalía respaldó esta
inverosímil afirmación. «La Resistencia» se movilizó en contra de los
delegados de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que
llegaron a Bolivia para investigar lo sucedido. La policía no hizo nada para
proteger a los familiares de las víctimas que debían declarar ante esa
comisión de los grupos de activistas. La inmensa mayoría de los medios de
comunicación señaló, sin recurrir a otras fuentes que las oficiales, que en
Sacaba (10 muertos indígenas, ninguno político) y Senkata (10 muertos
indígenas, ninguno político) «grupos armados» pretendieron consumar
«atentados terroristas». Esta versión fue convalidada hasta por los
profesores «marxistas» de la universidad, mostrando hasta qué punto la voz
de los indígenas sin educación ni dinero iba a ser silenciada durante el
nuevo periodo histórico.
Esta relación de hechos muestra, ad ovo, cómo un conjunto de fuerzas
sociales, políticas, intelectuales y comunicacionales se articuló para
dominar a la sociedad. En otras palabras, la emergencia de un nuevo bloque
de poder en Bolivia.
Ese bloque está conformado por las fuerzas militares y policiales, la
Justicia, los medios de comunicación, las universidades y las organizaciones
e instituciones de las clases medias y altas (en lugar preeminente, los
comités cívicos y la red de grupos de choque de «La Resistencia», pero
también las asociaciones empresariales, las fraternidades, las logias, los
clubes sociales, etc.).
En este bloque participan «con voz y voto» los jefes y las expresiones
políticas de la derecha y la extrema derecha, sean de viejo cuño (el
ex-presidente Jorge Quiroga), sean relativamente recientes (el Movimiento
Demócrata Social, que es el partido de la presidenta Añez y de muchos
ministros) o sean recién llegados (los líderes cívicos Luis Fernando Camacho
y Marco Pumari, que constituyen la referencia política de «La Resistencia»).
Los partidos de centro, como Comunidad Ciudadana, del ex-presidente y
ex-candidato presidencial Carlos Mesa, y Unidad Nacional, de Samuel Doria
Medina, solamente han tenido una participación acotada a la negociación de
la sucesión presidencial; en este momento, respaldan a Añez sin participar
en su gobierno.
Las causas por las que el nuevo bloque de poder está consagrado a la
eliminación –el linchamiento– del enemigo en torno del cual se constituyó
son dos: a) la necesidad de adaptarse, de forma populista, al estado de
ánimo vengativo de las clases medias, que dominan el escenario luego de su
victoria sobre los movimientos sociales masistas; b) su ya mencionado
carácter «refundacional».
Las formas de este populismo son, también, de dos tipos:
- Populismo judicial: hay una persecución sistemática y masiva de las
ex-autoridades y ex-funcionarios del MAS, desde el propio Morales, buscado
por sedición y terrorismo (que se sanciona con la pena máxima de 30 años de
cárcel); sus ministros, algunos de los cuales están refugiados en la
residencia de México en La Paz, sin posibilidad de obtener salvoconductos;
hasta los mensajeros, las niñeras, los notarios y los parientes de los altos
cargos, culpabilizados por ayudarlos (llevarles papeles, darles poderes
notariales, sacar dinero del banco para ellos). Al mismo tiempo, se
investiga el patrimonio de 600 ex-ministros, ex-viceministros,
ex-directores, gobernadores y alcaldes del MAS, con el fin de encontrar
movimientos sospechosos que pudieran llevar a cualquiera de ellos a engrosar
la larga lista de procesados por corrupción que ya existe.
Los jueces son presionados para que manden a todos los imputados a prisión
preventiva. Repitiendo prácticas del gobierno del MAS, las autoridades
políticas consideran que un denunciado es de hecho culpable de lo que se lo
acusa. Añez ha pedido al Parlamento que anule una ley de abril de 2019 que
estaba orientada a dificultar el encarcelamiento preventivo de los
sospechosos.
Andrónico Gutiérrez, líder de los sindicatos cocaleros y precandidato del
MAS, anunció que este 22 de enero, el día en que el mandato de Morales se
hubiera cumplido, comenzará otra etapa de la «resistencia pacífica al
fascismo», sugiriendo que organizaría movilizaciones de protesta. En
respuesta, el gobierno lo amenazó personalmente y reanudó los patrullajes
militares, con carros de asalto, cánticos y coreografías que arrancan el
aplauso de los transeúntes, que se encuentran asustados por varias campañas
de desinformación en las redes sociales que alertan sobre la reanudación de
los «ataques masistas» y piden «tomar fotos, grabar y difundir
inmediatamente si ven algo sospechoso».
En un intento de frenar la ola represiva, la mayoría masista en la Asamblea
Legislativa aprobó una Ley de Cumplimiento de los Derechos Humanos, que
exige al gobierno de Añez pagar indemnizaciones a las familias de las
víctimas, invita a los políticos que se sientan injustamente perseguidos a
presentar recursos ante la Justicia y garantiza la libertad de expresión.
Pese al carácter genérico de esta ley, el oficialismo la ha rechazado,
afirmando que en realidad busca la «impunidad» de los «narcoterroristas».
El ministro de Gobierno, Arturo Murillo, se ha convertido en uno de los más
populares colaboradores de la presidenta Añez a plan de durísimas amenazas
(«cazar» personas, «pasar por delante» de los sospechosos, etc.) y de
detenciones diarias, por las cuales ahora trabaja «en la ampliación de las
cárceles».
- Populismo represivo: los grupos de civiles de «La Resistencia» tienen el
aval de la Policía para imponer su ley en las calles. Morales los considera
«grupos paramilitares y fascistas». Estas organizaciones civiles operan
cotidianamente en torno de la residencia diplomática de México en La Paz.
Sus miembros se turnan para revisar los automóviles que entran y salen del
exclusivo barrio La Rinconada, donde aquella se encuentra.
«La Resistencia» arrestó informalmente –y también ilegalmente, pero con
apoyo de la Policía y la Fiscalía– al ex-ministro de Gobierno, Carlos
Romero: grupos de civiles rodearon su domicilio, le cortaron el agua y el
acceso de comida, y luego acecharon la clínica en la que tuvo que refugiarse
ulteriormente, pese a que no estaba acusado de nada. Esta situación fue
aprovechada por un abogado interesado en hacerse un sitio en el nuevo
sistema político (varios de estos «justicieros» andan por ahí buscando la
forma de iniciar procesos contra masistas para recibir algún beneficio) y la
Fiscalía terminó acusándolo por corrupción y haciéndolo detener, esta vez de
forma legal.
«La Resistencia» está compuesta por vecinos de clase media y por jóvenes
estudiantes que, durante la crisis, se armaron con palos, cascos y escudos
improvisados para enfrentar a las columnas de trabajadores y de campesinos
que pretendían neutralizar las protestas en contra del «monumental fraude».
El nuevo bloque de poder no cuenta más que con unos pocos parlamentarios,
pero tiene la capacidad de inhibir y dividir a la bancada del MAS en la
Asamblea Legislativa. Su poder, entonces, es absoluto. En apenas dos meses,
pese a la retórica sobre un «gobierno provisional», ha invertido las
orientaciones de la política exterior, alineando a Bolivia con Estados
Unidos, que volverá a darle cooperación económica (el presidente Donald
Trump dijo que ayudar a Bolivia era «vital» para los intereses de su país).
También ha cambiado los principios de la política económica, pues liberó las
exportaciones de los controles estatales que les había impuesto la anterior
administración, rebajó las tarifas eléctricas a las industrias y a los
grandes consumidores en una proporción mayor que a los pequeños, y ha sacado
a las empresas estatales del sitial de privilegio en el que se encontraban.
Como se ve por sus políticas, el nuevo bloque busca llevar la sociedad
boliviana en dirección opuesta a la señalada por el bloque de poder
anterior, haciendo un movimiento de péndulo que es constante a lo largo de
la historia boliviana. En este caso, el péndulo está yendo desde un
estatismo desordenado y despilfarrador de energías, que beneficiaba –legal e
ilegalmente– a una elite plebeya (chola e indígena) y nacionalista, hacia un
capitalismo de camarilla, también despilfarrador, que beneficiará –legal e
ilegalmente– a una elite «meritocrática» (es decir, blanca) y conservadora.
Como elocuente símbolo de este viraje, la escuela castrense que se llamaba
«Juan José Torres» en homenaje a un presidente militar que fuera asesinado
por el Plan Cóndor, ya no impartirá asignaturas «antiimperialistas» y
cambiará de nombre por el de «Héroes de Ñancahuazú», que hace referencia a
los militares que capturaron y asesinaron a Ernesto «Che» Guevara en 1967.
El nuevo bloque en el poder está allí para quedarse, sin importar cuáles de
sus miembros terminen por ganar las elecciones del 3 de mayo. Un ganador de
centro quizá atenuaría sus aspectos más agresivos. Pero no cabe duda de que
si en estas elecciones el ganador fuera el MAS –lo que resulta improbable–,
el resultado no sería reconocido ni aceptado. Son vanas las ilusiones que,
respecto a un «milagro electoral», abriga Morales en el exilio. Las
dificultades que hoy sufre su movimiento se repetirán durante toda la
campaña. La derrota del MAS es profunda y será duradera (y, en parte, se
debe a los errores personales de Morales, que este haría bien en aceptar).
Quien desee comprender el proceso boliviano debe revisar la historia
latinoamericana de la segunda mitad del pasado siglo. Nada más reciente
puede comparársele.
* Periodista y escritor. Es autor, entre otros libros, de El pensamiento
boliviano sobre los recursos naturales (Pulso, La Paz, 2009) e Historia
contemporánea de Bolivia (Gente de Blanco, Santa Cruz de la Sierra, 2016).
Es colaborador del diario español El País.
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