Ciencia/ Es hora de contar una nueva historia sobre el Coronavirus: nuestras vidas dependen de ello [Sonia Shah]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Jul 29 00:04:28 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

29 de julio 2020

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Ciencia



Es hora de contar una nueva historia sobre el Coronavirus: nuestras vidas
dependen de ello



Sonia Shah *

The Nation, 14-7-2020

https://www.thenation.com/

Viento Sur, 28-7-2020

https://vientosur.info/



En el verano de 1832, un misterioso flagelo que había llegado desde Asia se
cernía sobre la ciudad de Nueva York, tras asolar Londres, París y Montreal.
Los funcionarios sanitarios recogieron datos que mostraban que la enfermedad
– el cólera – se estaba propagando a lo largo del recién abierto Canal Erie
y el río Hudson, dirigiéndose directamente a la ciudad de Nueva York. Pero
los líderes de Nueva York no intentaron regular el tráfico que venía por las
vías fluviales.



Las demandas del comercio eran parte del motivo; los funcionarios sabían que
el cierre de las rutas habría perturbado poderosos intereses comerciales.
Pero no menos poderosa era la creencia de que no era necesario. Según el
paradigma reinante, los contagios como el cólera se propagaban a través de
nubes de gas maloliente llamadas miasmas. El cólera, según un experto de la
época, era «una enfermedad de la atmósfera… llevada en las alas del viento».
Para protegerse de estos gases mortales, la gente quemaba barriles de
alquitrán y colgaba grandes trozos de carne en postes, de los que se
esperaba que absorbieran los vapores del cólera. En Londres trataron de
deshacerse de los apestosos miasmas de sus casas arrojando residuos humanos
al río, el cuale también servía como suministro de agua potable de la
ciudad.



Las historias que la gente contó sobre el contagio en su entorno sellaron su
destino. Los brotes de cólera plagaron Londres, Nueva York y muchas otras
ciudades durante la mayor parte del siglo, matando a millones de personas.



Los paradigmas, los oscuros marcos conceptuales, no explicitados, que dan
forma a nuestras ideas, son poderosos. Traen orden y comprensión a nuestras
observaciones sobre el desordenado y cambiante mundo que nos rodea. El
filósofo Thomas Kuhn dijo que sin ellos  la investigación científica es
imposible: no sabríamos qué preguntas hacer o qué hechos recopilar. Pero los
paradigmas también nos ciegan, al encumbrar determinadas narrativas y al
servir a intereses particulares, a menudo para peligro nuestro como durante
las pandemias de cólera del siglo XIX.



Hoy en día nos enfrentamos una vez más a un patógeno virulento y de rápida
propagación. Nuestros conocimientos científicos han avanzado desde la época
del cólera, pero no obstante están limitados por los paradigmas que
determinan la forma en que respondemos a este brote y a los futuros. Vale la
pena detenerse, entonces, para desenterrar este marco explicativo oculto que
se esconde en las historias que contamos sobre el SARS-Cov2, el virus que
causa la Covid19. ¿Qué realidades ilumina y cuáles oscurece? ¿A qué
intereses sirve y a quién deja atrás?



En el caso de Covid-19, la historia que hemos contado desde el principio ha
sido la de una población pasiva atacada repentinamente por un ser
extranjero. La pandemia, en el discurso popular, es un acto de agresión
externa, un asalto de un «enemigo invisible» que «ataca a la gente tan
salvajemente«, como dijo un médico en The Baltimore Sun. En el New York
Times, Steven Erlanger comparó el virus con un acto de terrorismo o un
desastre natural. El escritor Michael Lind lo comparó con «una invasión
alienígena«.



De acuerdo con estas metáforas marciales, la respuesta se ha enmarcado como
una forma de combate contra un intruso invasor. Francia se declaró «en
guerra» con la infección. China lanzó una «guerra popular». Y Donald Trump
se autoproclamó «presidente en tiempo de guerra«. Las naciones han impedido
los vuelos y han cerrado las fronteras. En las primeras semanas del brote,
cuando los cruceros llenos de pasajeros enfermos se acercaron, los países
los alejaron, y sus súplicas de medicinas, alimentos y cuidados fueron
desoidas.



Si bien la escala de la respuesta no tiene precedentes, las ideas que
enmarcan el brote emanan de un viejo paradigma sobre el contagio. Según ese
paradigma, el contagio es un problema de invasión microbiana, una incursión
extranjera en los cuerpos locales que debe ser repelida de forma militar.
Consideremos la historia de cómo el establishment biomédico occidental ha
denominado a los contagios. Durante décadas, los nombraron basándose en el
lugar donde fueron descubiertos o donde hicieron erupción por primera vez,
cuando esos lugares estaban distantes, pero no cuando eran locales. Por
ejemplo, el Ébola recibió su nombre por un río de la República Democrática
del Congo, y la gripe de 1918 se denominó gripe española, aunque no se
originó en España. Pero el VIH, cuya aparición se registró por primera vez
en California y Nueva York en el decenio de 1980, no era el «virus de LA» o
«NYC-1», y la infección por SARM resistente a los antibióticos, que estalló
en Boston en 1968, no se conoce como «la plaga de Boston». Las enfermedades
infecciosas se nombraban tan a menudo de manera que se destacaba su
alteridad y se provocaba un estigma que la Organización Mundial de la Salud
publicó en 2015 directrices más neutrales sobre la forma de darles nombre.



Nuestro paradigma de invasión microbiana tiene sus orígenes en los albores
de la teoría de los gérmenes, a finales del siglo XIX, cuando el químico
Louis Pasteur descubrió el microbio responsable de causar una enfermedad en
los gusanos de seda y el microbiólogo Robert Koch identificó el microbio que
causa el ántrax. Durante los siglos anteriores a esa fecha, la medicina
occidental describió los contagios en términos de una interacción dinámica
entre los miasmas (que estaban conformados por las condiciones ambientales,
como el clima y la geografía local) y las cualidades interiores de los
individuos (desde su moral hasta el equilibrio único de «humores» en sus
cuerpos). Pasteur y Koch produjeron pruebas que sugerían un proceso más
tangible: que la enfermedad no era el resultado de desequilibrios complejos
sino el resultado de la simple presencia de microbios identificables.



La teoría de los gérmenes de la enfermedad forjó una forma totalmente nueva
de pensar y actuar contra el contagio. En lugar de desenredar la red de
relaciones sociales, factores ambientales y comportamientos humanos que
promovían la enfermedad, los científicos podían culpar a una sola mota
microscópica. El movimiento de una enfermedad podía ser detenido o incluso
repelido por completo. Podría ser extirpada quirúrgicamente o destruida con
productos químicos mortales, lo que los científicos de principios del siglo
XX llamaron balas mágicas. El multifacético proceso de la infección se
redujo a sus componentes más simples: una víctima ingenua, un germen
extraño, una incursión no deseada.



El paradigma de la invasión microbiana revolucionó la medicina,
permitiéndonos domar los contagios de formas totalmente nuevas, con
medicamentos antimicrobianos en forma de balas mágicas y vacunas eficaces.
Como han documentado los historiadores de la enfermedad, estas
intervenciones por sí solas no domesticaron el cólera, la malaria y otros
contagios que asolaban las sociedades occidentales. Pero su llegada
coincidió con amplios cambios sociales, muchos de ellos impulsados por el
movimiento de reforma sanitaria, que sí lo hicieron. El establecimiento de
sistemas de agua potable, saneamiento y regulaciones de vivienda segura
-todas ellas reformas sociales duramente conseguidas- redujeron
drásticamente las oportunidades de transmisión de patógenos como el cólera.
El número de enfermedades infecciosas se redujo enormemente. A finales del
siglo XIX, el 30 por ciento de las muertes en Estados Unidos fueron causadas
por infecciones, y a finales del siglo XX, menos del 4 por ciento.



Sin embargo, el paradigma del germen invasor y las intervenciones
consiguientes se llevaron casi todo el crédito del éxito, convirtiéndose en
«la fuerza dominante de la medicina occidental», como dijo un observador.
Parte de esto puede haberse derivado de la genuina elegancia de la teoría.
Pero las curas mágicas que hizo posible también encajaban en la lógica del
capitalismo industrial, en el que las divisiones entre nosotros y ellos, los
puros y los contaminados, eran claras y, lo que es igual de crucial, podían
gestionarse mediante la compra y venta de productos biomédicos.



A pesar de la seductora simplicidad del paradigma del germen invasor, los
científicos comenzaron, casi inmediatamente, a darse cuenta de que el
contagio es mucho más complejo que un simple proceso de invasión. Con cada
avance en la ciencia de la detección de microbios -desde microscopios cada
vez más potentes hasta nuevos métodos de detección de ADN microbiano- los
científicos encontraron pruebas de que cada vez había más microbios
acechando en cada vez más lugares, incluso dentro del cuerpo humano. La
mayoría de estos microbios son beneficiosos, incluso necesarios, según han
ido aprendido los investigadores en estos  últimos años. Y cuando causan
daño, el problema a menudo proviene de la forma en que nuestros cuerpos
responden a los microbios, no de las acciones de los microbios en sí.



El paradigma de la invasión arroja a los patógenos microbianos como enemigos
invisibles llenos de violencia incipiente, pero descubrimientos más
recientes han revelado que incluso los responsables de brotes mortales
pueden permanecer extrañamente quietos en ciertos ambientes. El Helicobacter
pylori, por ejemplo, causa úlceras gástricas en algunos, mientras que se
muestra inofensivo en el estómago de otros. Las cepas de Lactobacillus que
provocan sepsis en algunas personas se promueven como «probióticos» por
otras. Mientras tanto, los microbiólogos han descubierto que muchos
patógenos viven en los cuerpos de otros animales a puñados y no les causan
ningún problema. El zooplancton incrustado con la bacteria del cólera, por
ejemplo, flota imperturbable por sus huéspedes microscópicos en las cálidas
aguas costeras; las aves acuáticas salvajes, repletas de virus de la gripe,
vuelan alegremente por los cielos; y los murciélagos, con sus tejidos llenos
de Ébola, revolotean ilesos por el aire nocturno.



Todo esto quiere decir que, contrariamente a la línea argumental central del
paradigma de la invasión, los patógenos de hoy en día no llegan a un
territorio intacto tal como lo hacen los invasores. Más bien, si hay alguna
invasión en marcha, es encabezada por nosotros. La mayoría de los patógenos
que han surgido desde 1940 se originaron en los cuerpos de los animales y
entraron en las poblaciones humanas no porque aquellos nos invadieran, sino
porque nosotros invadimos sus hábitats. Al invadir los humedales y cortar
los bosques, hemos obligado a los animales salvajes a amontonarse en trozos
cada vez más pequeños de hábitat, llevándolos a un contacto íntimo con las
poblaciones humanas. Es esa proximidad, que forzamos a través de la
destrucción de los hábitats de la vida silvestre, lo que permite a muchos
microbios animales encontrar su camino hacia los cuerpos humanos.



Pero el paradigma de la invasión microbiana oscurece estos hechos
inconvenientes. A pesar del creciente reconocimiento científico de la
complejidad y de las diferencias en el proceso de la enfermedad así como la
de nuestra propia complicidad en él, el establishment biomédico centra la
mayor parte de su atención y de sus recursos en la búsqueda de curas mágicas
para el contagio en lugar de abordar los factores subyacentes. Esto es
cierto a pesar de que rara vez hemos sido capaces de desarrollar
medicamentos y vacunas para los patógenos emergentes con la suficiente
rapidez como para salvarnos de su efecto. Como informó un estudio de Lancet
en 2018, el desarrollo de una sola vacuna «puede costar miles de millones de
dólares, puede tardar más de 10 años en completarse, y tiene un promedio de
un 94% de posibilidades de fracaso«. A los investigadores les llevó más de
una década desarrollar terapias efectivas para el SIDA, y hasta el día de
hoy, no existe una vacuna efectiva contra el VIH. Los medicamentos y vacunas
para una amplia gama de otros patógenos de reciente aparición, desde el
virus del Nilo Occidental hasta el Ébola y el SARM, han demostrado ser
igualmente difíciles de conseguir.



Incluso en el caso de los patógenos más antiguos, las vacunas que
proporcionan una inmunidad total y los tratamientos que nos liberan de la
enfermedad son la excepción, no la regla. La viruela es el único patógeno
humano que hemos erradicado a través de una campaña de vacunación
intencionada, sin embargo, arrasó con las poblaciones humanas durante siglos
antes de que tuviéramos éxito. El mejor tratamiento para la gripe, un
patógeno que infecta anualmente a mil millones de personas, puede hacer poco
más que reducir la duración de la enfermedad en un día o dos. Y a pesar de
un esfuerzo anual masivo y costoso para investigar, desarrollar y distribuir
las vacunas contra la gripe, sólo son parcialmente efectivas, dejando que
alrededor de medio millón de personas perezcan cada año.



Sin embargo, seis meses después de nuestra actual pandemia, una expectativa
desesperada envuelve el desarrollo de medicamentos y vacunas. Pero con
tratamientos y vacunas todavía a meses de distancia, el hecho es que debemos
enfrentarnos al SARS-Cov-2-así como al próximo coronavirus, el virus de la
gripe u otro patógeno novedoso, sin armas médicas. Nuestra única esperanza
de evitar los peores daños es alterar nuestro comportamiento para reducir
las oportunidades de que el patógeno se extienda.



Es hora de una nueva historia, una que capture con más precisión la realidad
de cómo se desarrollan los contagios y por qué. En esta historia, las
pandemias se presentarían como una realidad biológica y un fenómeno social
formado por la acción humana. Y el coronavirus, si se presenta como
cualquier tipo de monstruo, sería un monstruo de Frankenstein: una criatura
de nuestra propia creación. Después de todo, creamos el mundo en el que
evolucionó el SARS-Cov-2, un mundo en el que nuestra industria se ha tragado
tanto del planeta que los microbios de los animales salvajes se deslizan
fácilmente en el ganado y los humanos. Creamos la sociedad de las prisiones
y asilos superpoblados atendidos por empleados mal pagados que deben
trabajar en múltiples instalaciones para llegar a fin de mes; en la que los
empleadores obligan a sus trabajadores a trabajar en las líneas de empacado
de carne incluso si están enfermos; en la que los solicitantes de asilo son
hacinados en los centros de detención, y en la que las personas que viven en
ciudades duramente golpeadas como Detroit carecen de acceso a agua limpia
con la que lavarse las manos.



Un relato que ponga el foco en estas realidades nos obligaría a considerar
una gama mucho más amplia de respuestas políticas para contrarrestar la
amenaza de las pandemias. En lugar de culpar a los forasteros y esperar la
cura a partir de una bala mágica, podríamos trabajar para mejorar nuestra
resistencia y reducir, en primer lugar, la probabilidad de que los patógenos
nos alcancen. En lugar de exigir irreflexivamente que se esparzan por todos
lados productos químicos mortales para destruir los mosquitos infectados por
el virus del Nilo Occidental y las garrapatas infectadas con la bacteria de
la enfermedad de Lyme, podríamos restaurar la biodiversidad perdida que una
vez evitó su propagación. Podríamos proteger los bosques donde los
murciélagos se posan, para que el Ébola, el SARS y otros virus permanezcan
en ellos y no encuentren su camino hacia las poblaciones humanas.



Una nueva historia nos permitiría ver el contagio como algo más que un
fenómeno puramente biomédico que debe ser manejado por expertos biomédicos
y, en cambio, nos permitiría ver el contagio como los dinámicos fenómenos
sociales que son. Se necesitarían nuevas alianzas entre los defensores de la
salud pública y los ambientalistas, entre médicos, epidemiólogos, biólogos
de la vida silvestre, antropólogos, economistas, geógrafos y veterinarios.
Cambiaría el significado de la salud humana en sí misma. En lugar de pensar
en la buena salud como la ausencia de contaminación patógena, la
entenderíamos como un complejo entramado que vincula la salud de nuestro
ganado, la vida silvestre y los ecosistemas con la salud de nuestras
comunidades.



Cuando los patógenos emergen, podríamos examinar nuestras relaciones
sociales y económicas para encontrar formas de reducir las oportunidades de
transmisión tan atentamente como examinamos los compuestos farmacéuticos
para crear nuevas píldoras y pociones. Cuando nos encontramos con patógenos
respiratorios que se propagan silenciosamente en lugares concurridos,
podríamos dar a nuestros trabajadores una paga por riesgo, licencia por
enfermedad y salarios justos. Cuando nos enfrentamos a virus transportados
por mosquitos, podríamos trabajar para mejorar los drenajes y las viviendas
para que la gente no esté expuesta regularmente a sus picaduras sedientas de
sangre. En lugar de apoyar una industria farmacéutica que se beneficia de
nuestra enfermedad, podríamos trabajar para prevenir las condiciones que
conducen a los contagios.



El progreso hacia este nuevo paradigma ya ha comenzado, gracias a un nuevo
enfoque llamado One Health (Una Salud), que considera la salud humana en el
contexto de la salud de la vida silvestre, el ganado y los ecosistemas. Como
enfoque teórico, One Health ha sido respaldado por la OMS junto con una
amplia gama de organismos de alto nivel en salud pública y medicina
veterinaria. También se ha puesto en práctica, de manera más limitada. Tras
un brote de gripe aviar en 2005, la USAID lo utilizó para poner en marcha el
programa Predict, que pretendía identificar los virus que podían pasar de
los animales a los seres humanos. La Alianza EcoHealth, con sede en la
ciudad de Nueva York, utilizó el método One Health para descubrir un
reservorio del virus del SARS en murciélagos, lo que abrió nuevas vías para
comprender los coronavirus que afectan a los seres humanos. Y en los Países
Bajos, se ha utilizado para hacer frente a la propagación de patógenos
resistentes a los antibióticos en las personas, abordando el uso de
antibióticos en el ganado.



Estos esfuerzos, aún incipientes, podrían ir mucho más lejos para abordar
los fenómenos sociales, políticos y ambientales que impulsan la aparición de
enfermedades infecciosas, pero, sin embargo, ya están siendo objeto de
ataques. La administración Trump canceló el programa Predicto en 2019 y
recientemente retiró los fondos del gobierno para EcoHealth Alliance. Aún
así, hay señales de que los políticos comienzan a ver el valor del enfoque.
Justo el año pasado, se introdujo en el Congreso (de los EEUU) una
legislación bipartidista para establecer un marco nacional de One Health
para prevenir y responder a los brotes de enfermedades.



Podemos escribir una nueva historia para esta pandemia y las siguientes.
Debemos hacerlo si esperamos sobrevivir a un futuro marcado por los brotes.
En esta nueva historia, el otro microbiano se desvanecerá en este contexto
de fondo, y la naturaleza de nuestras relaciones entre nosotros y el medio
ambiente reclamará el primer plano. En lugar de ser las víctimas pasivas de
los invasores microbianos, podemos emerger como los creadores de nuestro
propio destino, y reconstruir el mundo pospandémico de nuevo.



* Sonia Shah es periodista científica y autora de PANDEMIC: Tracking
Contagion from Cholera to Ebola and Beyond (PANDEMIA: Siguiendo el contagio
las enfermedades más letales del planeta, Capitan Swing, 2020).

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