Estados Unidos/ Racismo. Los que mueren más rápido [Diego E. Barros]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Jun 3 00:34:46 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

3 de junio 2020

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Estados Unidos



Los que mueren más rápido



El asesinato del afroamericano George Floyd por un policía de Minneapolis
provoca una ola de protestas en EE.UU. El fuego que arde estos días viene
espoleado por la tormenta perfecta: fractura política, pandemia y
desesperación económica.



Diego E. Barros, desde Chicago *

CTXT, 1-6-2020

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En el número de julio de 1968, tres meses después del asesinato de Martin
Luther King y de la ola de rabia desatada en más de un centenar de ciudades
del país (46 muertos, la mayoría a manos de la represión policial y la
Guardia Nacional en apenas cuatro días), la revista estadounidense Esquire
publicó una entrevista con el escritor afroamericano James Baldwin. Un mes
antes, Robert Kennedy había sido también tiroteado –otro de esos asesinatos
nunca esclarecidos del todo que jalonan la mitología americana–, en un
pasillo de un hotel de Los Ángeles, en los primeros pasos de una campaña
presidencial centrada en la lucha por los Derechos Civiles. En un momento
dado, se produjo este intercambio entre el entrevistador y el escritor:



ESQ: ¿Cómo podemos hacer para que los negros lo enfríen [la situación]?

BALDWIN: No nos corresponde a nosotros enfriarlo.

ESQ: ¿Pero no son ustedes los que más sufren?

BALDWIN: No, nosotros solo somos los que morimos más rápido.



En 1968 ardió EE.UU. porque el mundo en general ardía. En 1965 ardió el
vecindario angelino de Watts. En 1967 ardieron Detroit y Newark como antes
habían ardido San Luis (1917), Chicago (1919), Tulsa (1921), –la pasada
noche hizo exactamente 99 años de la llamada Masacre de Tulsa–, Harlem
(1935) y de nuevo Detroit (1943). Como después arderían Miami (1980), Los
Ángeles (1992); y más recientemente Cincinnati (2001) o Ferguson (2014). Son
solo unas cuantas chinchetas marcadas en la línea temporal, pero señalan una
tendencia, casi una maldición histórica. Si bien hasta la revuelta de Harlem
los “disturbios raciales” estadounidenses habían sido principalmente
supremacistas blancos, aunque arrasaban el lado negro de la ciudad. Desde
entonces, todos han venido precedidos de un acto de violencia policial
contra los negros.



Ardieron esas ciudades como llevan ardiendo, con distinta intensidad y desde
hace una semana otras como Minneapolis, Chicago, Seattle, Salt Lake City,
Louisville, Atlanta o New York. Trece estados tienen la Guardia Nacional
desplegada, y desde el viernes, el toque de queda entra en vigor en todas
las ciudades mencionadas tan pronto como empieza a caer el sol.



El vecindario en el que vivo, de mayoría afroamericana, aunque uno de los
pocos multirraciales de Chicago –la prestigiosa universidad tiene la culpa–,
lleva 48 horas sobrevolado por helicópteros y con policía (ciudad,
universidad y quién sabe si Servicio Secreto –Barack Obama tiene residencia
aquí) casi en cada esquina. Aun así, en la noche del sábado varios
establecimientos de las arterias comerciales del barrio fueron saqueados.
Ayer no había nada abierto en una ciudad en la que casi nada cierra en
domingo. Los saqueos continuaron al final del día, y también las cargas
policiales.



Arde EE.UU. como ardía Mississippi en la magnífica película de Alan Parker.
Arde y, la verdad, poco importa quién prenda la mecha, aunque los que lo
hacen ahora tengan la razón de su parte. Que arda es una tradición tan
americana como las hamburguesas en una parrilla la tarde del 4 de julio. Mal
que nos pese. Y cada vez que arde América, la rueda vuelve a girar para
volver al punto de partida, al tiempo que los agentes de opinión pública se
ocupan de mantener nuestra mirada fija en el dedo para olvidar, rápidamente,
la luna que había sacado a la gente a la calle.



La tarde del sábado casi todos los medios mantenían una actitud proclive a
los manifestantes. A medida que caía la noche y la violencia y los saqueos
se iba imponiendo todo cambió. Ayer la protesta parecía haber pasado a
segundo plano y los saqueos, los saqueadores y el nuevo juguete de la
derecha americana –“los Antifa”– se convirtieron en los reyes de la
pantalla. Especialmente desde que en uno de sus habituales arrebatos, el
presidente asegurara en Twitter que “EE.UU. designará ANTIFA como
organización terrorista”.



Según la Liga Anti-Difamación, no ha habido ningún asesinato relacionado con
los denominados Antifa. Sin embargo, grupos de ultraderecha, neonazis y
supremacistas perfectamente identificados –“very fine people”, según Trump–
han cometido tres de cada cuatro delitos de odio desde 2010. En 2017, una
manifestación organizada por este tipo de grupos en Charlottesville acabó en
enfrentamientos entre antifascistas y ultras. Resultó muerta una chica de 19
años cuando un extremista de ultraderecha se lanzó con su coche contra un
grupo de contramanifestantes.



Será difícil lograr dicha designación para una “organización” cuya
existencia como tal es difícil de probar. Además, la legislación
antiterrorista norteamericana no lo permite para grupos domésticos. Pero es
probable que tengamos tonto debate para las próximas semanas.



Nadie condona la violencia, los saqueos, los incendios y las palizas que
hemos visto, una vez más, en los últimos días. Es un milagro que tras seis
días solo haya habido, todavía, tres víctimas mortales, en Chicago, Detroit
y Oakland, en diversos incidentes que permanecen bajo investigación. En LA
92 hubo 54. Hay cientos de detenciones a lo largo de todo el país.



Martin Luther King, quien además de condenar toda violencia era un
antifascista pues es la única forma de ser persona, advirtió: “Un disturbio
es el lenguaje de los que no son escuchados”. Un lenguaje que –decía el
reverendo– América se niega a escuchar. Él fue asesinado.



Cuando lean esto habrán quedado atrás 6 días de protestas, disturbios y
saqueos de diversa intensidad con su punto álgido en las noches del sábado y
el domingo. Era esperable. Era fin de semana. Y era esperable también
porque, tras la actitud contemporizadora un tanto laissez faire, que habían
demostrado las diversas policías en las jornadas anteriores, era hora de la
mano dura. Así lo hacía sospechar la subida de tono del presidente Donald
Trump a través de sus vomitonas tuieras pidiendo palo y llamando “thugs”
(matones) a los manifestantes en Minneapolis –sin diferencia. Pronto a
todos, en todas partes.



Si la América normal se resiste a escuchar el lenguaje, imaginen el Pirómano
en Jefe.



La razón de que EE.UU. vuelva a arder, a estas alturas, la conocen todos. La
agonía y muerte del afroamericano George Floyd televisada en todo el país
vía videos virales el pasado lunes. Muerte, supuestamente, por la asfixia
provocada por la rodilla del agente de la Policía de Minneapolis, Derek
Chauvin, sobre el cuello de Floyd. Lo último que se le escuchó a Floyd, lo
último que todos en EE.UU. escuchamos ante la actitud indiferente de hasta
cuatro agentes y el horror de los testigos presenciales, fue un grito de
sobra conocido: “I can´t breath” (no puedo respirar). Fue lo mismo que había
pronunciado otro afroamericano, Eric Gardner, el 17 de julio de 2014
mientras la vida se le escapaba ahogado por el brazo del oficial de policía,
blanco, Daniel Pantaleo. Este nunca fue acusado y permaneció en su puesto
hasta ser despedido y despojado de su pensión en agosto de 2019.



El de Floyd es solo uno de tantos casos, el último. El 13 de marzo Breonna
Taylor murió después de que la policía de Louisville entrara en su casa en
medio de una persecución y se iniciara un tiroteo. Este mismo miércoles en
Tallahassee, Tony McDade, un afroamericano transgénero fue asesinado a tiros
por la policía. Ahmaud Arbery, de 25 años, murió el pasado 23 de febrero por
los disparos de Gregory McMichael, un expolicía de 64 años, y su hijo
Travis, de 34. Arbery corría por un barrio de mayoría blanca y a sus
asesinos les resultó sospechoso. Los negros solo corren por una buena razón
dentro de un recinto deportivo, debieron pensar los McMichael antes de
subirse a su furgoneta, perseguirlo, detenerlo, forcejear con el joven y
dispararle.



La lista es interminable. Poco importa, solo son vidas. Vidas negras,
cuerpos negros. Como le escribe Ta-Nehisi Coates a su hijo en el durísimo y
bellísimo Between the world and me:



“Y ahora sabes, si no lo sabías antes, que a los departamentos de policía de
tu país les han otorgado autoridad para destruir tu cuerpo. No importa que
esa destrucción sea resultado de una reacción desafortunadamente excesiva.
No importa que su origen sea un malentendido. No importa que la destrucción
parta de una política ridícula. Si vendes cigarrillos sin la debida
autorización, tu cuerpo puede ser destruido. Si guardas resentimiento a la
gente que está intentando inmovilizar tu cuerpo, te lo pueden destruir. Si
te metes en una escalera a oscuras, tu cuerpo puede ser destruido. A quienes
lo destruyen casi nunca se les hace responsable de ello. […] Y la
destrucción no es más que la forma superlativa de un dominio cuyas
prerrogativas incluyen los registros, las detenciones, las palizas, las
humillaciones. Esto le pasa a toda la gente negra. Y les ha pasado siempre.
Y no se responsabiliza nadie. No hay nada extraordinariamente maligno en
esos destructores, ni siquiera en el momento presente. Los destructores no
son más que hombres que garantizan el cumplimiento de los caprichos de
nuestro país, interpretando su herencia y su legado”.



¿Es racista la policía estadounidense? ¿Es racista EE.UU.? La respuesta a
ambas preguntas no es sencilla. En cualquier caso, la policía de Estados
Unidos no es más racista que cualquier otra policía de los países blancos
desarrollados; y EE.UU. no lo es más que cualquier otro país occidental. La
diferencia es que la de este es la historia de sus cepos de castigo, sus
cruces ardiendo y los fantasmas de extraños frutos colgando de sus árboles.
Y es esa historia escrita en un lenguaje nunca escuchado y por tanto nunca
reparada la que explica, en parte, el desaguisado. Lo cierto es que un
adulto afroamericano tiene tres veces más posibilidades que un blanco de
morir a manos de la policía. Y eso aunque tenga 1,3 veces más posibilidades
que un blanco de estar desarmado en el momento de verse involucrado en una
acción policial. No hay una relación directa entre índices de violencia y la
posibilidad de ser asesinado por la policía. Y una cosa es cometer un crimen
y otra ser condenado. Los afroamericanos constituyen el 13,4% de la
población total de EE.UU. por el 76,5% que se identifican como blancos.
Según los datos de 2018, el 43% de los crímenes violentos fueron cometidos
por afroamericanos por el 46% achacado a los blancos. Sin embargo, los
afroamericanos son más propensos que los blancos a ser arrestados; una vez
arrestados, es más probable que sean condenados; y una vez condenados, es
más probable que reciban largas condenas. Los adultos afroamericanos tienen
5,9 veces más probabilidades de ser encarcelados que los blancos (3,1 veces
más, los hispanos). Uno de cada tres niños negros nacidos a partir de 2001
podría ir a prisión en su vida, uno de cada seis latinos. La comparación con
los niños blancos es de 1 de cada 17.



Hay algo, pues, que escapa a la frialdad de las estadísticas. Según The
Sentencing Project, la explicación a semejante disparidad “es más profunda y
más sistémica que la discriminación racial explícita”, pues en EE.UU.
“operan dos sistemas penales distintos: uno para las personas ricas y otro
para los pobres y las personas de color”. La diferencia entre la renta media
de un hogar blanco frente a uno afroamericano es de treinta mil dólares. Esa
misma diferencia se dispara a un par de cientos de miles de dólares en
cuanto entra en juego un factor como la educación universitaria.



Se trata, pues, de un entramado de causas en un país que soporta índices de
violencia más propias de una zona de conflicto que de un estado
desarrollado. Un país en el que cualquiera puede ir armado; algo que la
policía tiene siempre presente.



Hay ocasiones como esta en la que la violencia acaba por rebosar los bordes
del depósito y se convierte en un espectáculo hipnótico a través de la
pantalla del televisor. Es en los hogares de los suburbios blancos de los
alrededores de las ciudades en cuyas afueras se despliegan los guetos
afroamericanos. Es en las ciudades donde se producen los choques entre
manifestantes y policía, los saqueos. Es en los suburbios blancos y en los
barrios ricos (no necesariamente blancos) donde se ven las cadenas por
cable. Y es allí donde vive la gente que vota, la mayor parte al menos.
Gente normal y de orden, a la que aunque casi nunca le salpiquen los
cristales rotos y mucho menos la sangre, odia ver el caos desde la comodidad
de sus salones.



El silencio de los líderes nacionales –no de los alcaldes afectados, no del
presidente, nunca del presidente– de ambos partidos, pero especialmente de
los demócratas, el sábado resultó ensordecedor. Hay elecciones
presidenciales en noviembre y quien le diga que sabe qué va a ocurrir le
miente como un bellaco.



Todos los políticos necesitan los votos de la gente normal y de orden. Todos
los políticos necesitan el apoyo de la policía y de sus poderosos sindicatos
para ganar elecciones. Nadie ha mimado tanto a los sindicatos policiales
como Trump, a los que incluso ha animado a no ser “demasiado amables” en los
arrestos. El pasado octubre el líder del sindicato de policías de
Minneapolis participó en un mitin del presidente y le agradeció haberles
librado de las “esposas y la opresión” padecidas durante la era Obama.



Durante ocho años hubo un afroamericano en la Casa Blanca, otro
afroamericano al frente de la Fiscalía General. Ocho años no son suficientes
para cambiar los 236 anteriores, ni mucho menos cicatrizar las heridas y la
memoria. El día después es historia reciente, la estamos viviendo. El
verdadero drama, dijo el viernes por la noche con su torrente habitual el
profesor Cornel West, es estar siendo testigos de “América como experimento
social fallido”. West, uno de los intelectuales más reputados de EE.UU.,
evidenció que el capitalismo “no protege a la gente” y cargó contra el ala
neoliberal del Partido Demócrata que, según él, está únicamente interesada
en “colocar caras negras en posiciones altas”, pero no en el cambio real.



Como me dijo hace poco un amigo afroamericano: “No es que haya menos
racismo, es que ahora tenemos teléfonos móviles”.



Estos días se han hecho paralelismos con 1968. Hay algunos, pero también
diferencias. El fuego que arde estos días viene espoleado por la tormenta
perfecta: fractura política, pandemia y desesperación económica. Veinte
millones de estadounidense perdieron su trabajo el pasado abril, el paro
alcanzó el 14,7%, diez puntos más que en marzo. El número de desempleados
alcanza ya los 40 millones, (20,3%). En USA, un país sin apenas cobertura
social y colchón familiar, no job no money. Y tampoco sanidad. Los bancos de
comida, con colas kilométricas, están al borde del colapso financiero.



Ahí se acaban los paralelismos y es, de nuevo, James Baldwin, desde el
pasado y “optimista” el que nos dice: “Los blancos deben buscar respuesta en
sus corazones, por qué fue necesario tener un nigger (vocablo inglés
especialmente peyorativo y racista) desde el principio, porque no soy un
nigger, soy un hombre. Pero si crees que soy un nigger significa que me
necesitas (…) y si yo no soy ese nigger, tú lo inventaste y debes
preguntarte por qué”.



Nadie ha respondido todavía.



* Estudió Periodismo y Filología Hispánica. Vive en Chicago y es profesor
universitario.

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