Argentina/Venezuela/ El apoyo del gobierno argentino al "Informe Bachelet" [José Natanson]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mar Oct 13 13:49:01 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

13 de octubre 2020

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Argentina/Venezuela



El apoyo argentino al “Informe Bachelet”



Incómoda Venezuela



El “Informe Bachelet” sobre los derechos humanos en Venezuela conmocionó a
la izquierda latinoamericana en 2019. Volvió a hacerlo esta semana cuando
Argentina apoyó el informe contra el gobierno de Maduro. Jose Natanson
analiza las disyuntivas que evaluó Alberto Fernández antes de asumir la
polémica desatada en su partido, en la coalición oficialista y en algunos
intelectuales. “No estamos en los ´70 ni en tiempos del “club de los
presidentes progresistas”, dice.

José Natanson *

Revista Anfibia, octubre 20202

http://revistaanfibia.com/



En julio de 2019, la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los
Derechos Humanos, Michelle Bachelet, viajó a Venezuela, se reunió con
Nicolás Maduro y Juan Guaidó y se entrevistó con víctimas, familiares,
empresarios, académicos, periodistas y miembros de la Iglesia. El gobierno
de Maduro aceptó la visita y facilitó el acceso a las fuentes de
información, incluyendo detenidos.



El “Informe Bachelet”, como se conoció el documento final, produjo una
conmoción en la izquierda latinoamericana, básicamente por dos motivos:
porque, en un país en el que la polarización extrema y la baja credibilidad
de todos los actores políticos impide muchas veces acceder a información
objetiva, describía, en la prosa seca pero clara de los organismos
internacionales, una larga serie de violaciones a los derechos humanos. Y
porque la firma no correspondía a un personaje de la derecha regional ni a
un enemigo jurado del chavismo, ni siquiera un burócrata internacional
proveniente de un país lejano (el anterior comisionado, por ejemplo, era
jordano), sino a una ex presidenta socialista que formó parte del club de
presidentes progresistas latinoamericanos y que mantuvo una relación
amistosa con Hugo Chávez.



¿Qué dice el informe de Venezuela que no se pueda decir de otros países de
América Latina –o incluso del primer mundo? ¿Cuál es la singularidad
venezolana? El documento comienza describiendo el deterioro socioeconómico
experimentado en los últimos años y las malas condiciones de vida de la
población, los déficits de los servicios públicos, las muertes por
enfermedades evitables, el alto número de embarazos adolescentes en los
sectores populares, la reaparición de viejas enfermedades como el sarampión
y la difteria. Todas cosas dramáticas, pero no muy diferentes a las que
ocurren en otros países de la región, que en todo caso confirman el proceso
de “centroamericanización” que atraviesa Venezuela, el paso de un país más
parecido a, digamos, Argentina y Chile, a uno con índices sociales más
cercanosa, digamos, los de Guatemala u Honduras.



Lo mismo puede decirse de la emigración, que el informe sitúa en cuatro
millones de personas, un número chocante por su magnitud absoluta, por el
brevísimo tiempo –dos o tres años- en que se alcanzó, y por el hecho de que
históricamente Venezuela había sido un país receptor de personas, sobre todo
de Colombia, antes que uno emisor. Pero no es una rareza en América Latina,
ni tampoco el caso más grave: en términos absolutos, el país latinoamericano
con más ciudadanos viviendo fuera de sus fronteras es México (12 millones,
casi todos en Estados Unidos); en términos relativos, el caso extremo es El
Salvador, que ha expulsado a casi el 25 por ciento de su población (contra
poco más del 10 por ciento al que equivalen los 4 millones de venezolanos).




A continuación, el informe enumera la violación de los derechos humanos de
grupos sociales vulnerables como indígenas, campesinos y mujeres pobres, y
el aumento de la brutalidad policial, en particular con la modalidad de las
FAES (las Fuerzas de Acciones Especiales de la policía) de ingresar a
domicilios particulares, asesinar y plantar pruebas, una práctica aterradora
pero muy extendida en la región, en particular en contextos de aumento de
inseguridad, enfrentamientos entre bandas delincuenciales o lucha armada,
como demuestran los frecuentes episodios de “falsos positivos” en Colombia.



En suma, Venezuela no es el país más pobre de América Latina, ni el que
expulsa más personas, ni el más violento. Sin embargo, constituye un caso
único -excluyendo la eterna excepción cubana- en materia de derechos
políticos, libertades cívicas y democracia: desde hace al menos una década,
sostiene el informe de Naciones Unidas, el gobierno y las instituciones que
le responden “han aplicado leyes y políticas que han acelerado la erosión
del estado de derecho y el desmantelamiento de las instituciones
democráticas, incluyendo la Asamblea Nacional”.



Por último, la Argentina denuncia los bloqueos físicos y financieros contra
Venezuela y las sanciones contra sus funcionarios, especialmente en tiempos
de pandemia. Nuestro Gobierno defiende y defenderá la no injerencia externa
y los derechos humanos en cualquier circunstancia.



Este deterioro se combina con la “persecución selectiva” de la oposición.
Sin la necesidad de instalar formalmente un régimen de partido único ni
ordenar arrestos masivos, “sucesivas leyes y reformas legislativas han
facilitado la criminalización de la oposición y de cualquier persona crítica
al Gobierno mediante disposiciones vagas, aumentos de sanciones por hechos
que están garantizados por el derecho a la libertad de reunión pacífica, el
uso de la jurisdicción militar para personas civiles, y restricciones a ONG
para representar a víctimas de violaciones de los derechos humanos”. El
documento menciona casos de quita de inmunidad, exilio o directamente
detención de dirigentes opositores, a menudo por fuerzas militares o de los
servicios de inteligencia, sin dar vista a la justicia y sin informar a los
familiares. Venezuela es Milagro Sala por 135: 135 casos de personas
privadas arbitrariamente de su libertad según el mismo organismo que
denunció la situación de la líder jujeña. El panorama es claro: muchos de
los principales dirigentes opositores, incluyendo los últimos candidatos
presidenciales, están presos, exiliados o inhabilitados (si este no es el
lawfare, el lawfare dónde está).



Pero el aspecto más terrible son las violaciones a los derechos más
elementales. El informe denuncia que los detenidos han sido torturados
mediante “la aplicación de corriente eléctrica, asfixia con bolsas de
plástico, simulacros de ahogamiento, palizas, violencias sexuales, privación
de agua y comida, posturas forzadas y exposición a temperaturas extremas”,
en tanto que sus familiares suelen ser víctimas de amenazas de muerte,
vigilancia, intimidación y hostigamiento y, en el caso de las mujeres,
violencia sexual.



***



En los últimos años la democracia venezolana fue perdiendo su componente
liberal-republicano primero y su componente electoral después, hasta
conformar un caso típico de democradura. ¿Cuándo se produjo este quiebre, el
paso de una democracia imperfecta a un régimen híbrido? ¿Cuándo Venezuela se
convirtió en otra cosa? La respuesta es a partir de 2015, cuando la
oposición triunfó en las elecciones legislativas y el gobierno inició una
serie de maniobras que le impidieron a la Asamblea ejercer sus atribuciones
constitucionales, incluyendo la declaración de “desacato” por parte del
Tribunal Supremo y la anulación de todas las leyes aprobadas. A ello siguió
un intento de autogolpe, la decisión de Maduro de evitar el referéndum
revocatorio (que Chávez sí había aceptado, y ganado, diez años antes) y
finalmente la instauración de una Asamblea Constituyente votada según un
mecanismo electoral ad hoc, cuya convocatoria (otra vez, a diferencia de lo
que había hecho Chávez) no fue sometida a un plebiscito, y que en lugar de
escribir una nueva Constitución operó en los hechos como un poder
suprainstitucional que terminó de absorber las funciones legislativas. Desde
mi punto de vista -y el de muchos analistas que hasta el momento habían
acompañado al gobierno-, la frontera ardiente que separa a la democracia de
otra cosa se atravesó durante ese período.



El resultado es un híbrido, una deformidad singular. Por un lado, evidentes
rasgos autoritarios: control total de los poderes públicos, tutela militar,
achicamiento de los espacios de libertad de prensa y las violaciones a los
derechos humanos denunciadas por Bachelet. Por otro lado, persisten, aunque
cada vez más arrinconados, espacios democráticos: Venezuela no es la Unión
Soviética de Stalin ni Corea del Norte; tampoco China o Arabia Saudita. Ni
siquiera es Cuba, con su sistema de partido único y su Granma. El juego
electoral se ha ido desvirtuando hasta desaparecer casi por completo, pero
hay marchas opositoras (el derecho de manifestación no ha sido cancelado del
todo) y libertad de asociación, absolutamente prohibidas en los países
mencionados. No todos los dirigentes opositores van presos: el gobierno
nunca se atrevió a detener a Guaidó, por ejemplo. Aunque menguada, la
libertad de prensa sobrevive, sobre todo en las redes sociales.



La particularidad de este sistema se explica porque no es resultado de un
plan preconcebido sino de un proceso que se fue dando progresivamente a
partir de una serie de decisiones tomadas en función de las circunstancias
del momento, respuestas improvisadas a problemas que estallaban pensadas
como provisorias y que se fueron haciendo permanentes. Porque además el
sistema venezolano es un producto del XXI, lo que implica no solo una
configuración geopolítica diferente sino también un tipo de sociedad
totalmente distinta a las sociedades que se beneficiaron -o padecieron- las
revoluciones del siglo pasado. Esto hace del régimen venezolano una criatura
única, cuyas marcas más reconocibles son la ineficiencia de gestión, la
corrupción rampante y, sobre todo, el caos.



Si en algún momento fue un activo, un caso que la izquierda latinoamericana
podía exhibir como ejemplo de progreso e inclusión, Venezuela hoy es un
lastre, plomo en la mochila, a punto tal que el fantasma de venezolanización
se ha convertido en uno los argumentos favoritos de la derecha regional.
Venezuela incomoda, tal como demostró la polémica generada en el Frente de
Todos por la decisión del gobierno de Alberto Fernández de acompañar el
Informe Bachelet en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, decisión que
despertó las críticas de un sector de la coalición oficialista y de
diferentes intelectuales, en todos los casos a partir de versiones más o
menos sofisticadas, más o menos poéticas del viejo apotegma que dice que
criticar a la izquierda supone “hacerle el juego a la derecha”. De acuerdo a
este enfoque, condenar las violaciones a los derechos humanos equivale a
apoyar la injerencia extranjera, ignorar la “doctrina Drago” o directamente
apoyar la invasión estadounidense.



El problema de esta posición es que elude el detalle de que una invasión -e
incluso su versión light de bombardeos aéreos- es hoy imposible, dadas las
características de la geografía venezolana, el contexto regional y el poder
que conserva el chavismo. Sería un Vietnam a la enésima, impensable bajo un
gobierno como el de Trump, que más que avanzar repliega sus tropas dispersas
por el mundo: si se retiró de Siria e incluso, contra la opinión de sus
generales, de Afganistán, ¿para qué iría a meterse en Venezuela? Por
supuesto que la oposición venezolana, cuyas credenciales democráticas no son
mejores que las del gobierno, cuenta con el apoyo de Washington y se vale de
él para sus campañas de desestabilización, pero esto no le ha alcanzado para
llegar al poder. Sucede que el declive venezolano tiene causas internas y es
anterior a las sanciones de Estados Unidos; a diferencia de Cuba, no puede
ser atribuido a ellas. Las sanciones pueden haber agravado la crisis, pero
no la crearon.



Hay perspectivas tajantes que miran la situación venezolana actual con los
ojos de los 70, como si el planeta se dividiera entre Washington y Moscú y
hubiera que elegir entre uno u otro bando (o como si la escena fuera la
misma de hace quince años, cuando gobernaba Néstor Kirchner y el mundo, la
región y la misma Venezuela, que aún no se había hundido en el pozo de su
tragedia, eran otros).



El Gobierno argentino estableció los criterios que fundamentan su postura en
Ginebra ante el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas sobre la
situación en Venezuela.



***



En realidad, las alternativas de Argentina en la ONU no eran dos sino tres.
La primera es la posición cínica de Estados Unidos, que denuncia las
violaciones a los derechos humanos en sus países enemigos, que acusa a Irán
o Venezuela pero tolera que el gobierno de Arabia Saudita asesine,
descuartice y diluya en ácido el cuerpo de un periodista opositor que había
ido a hacer un trámite a un consulado. La segunda opción es la de China y
Rusia (y Venezuela), que por su propia situación interna hacen de cuenta que
el tema no existe. Y la tercera, la más compleja, es la que eligió:
acompañar la denuncia y condenar al mismo tiempo cualquier intervención, tal
como señala mismo texto aprobado en Naciones Unidas.



¿Podría haberse abstenido, como México? Sí, pero con un costo triple: por un
lado, mostrarse neutral frente a un informe severo que además –detalle que
increíblemente se pasa por alto- dice la verdad. Por otro, abandonar la
línea histórica e internacionalmente reconocida de defensa de los derechos
humanos de la diplomacia argentina, que viene votando de este modo en la
Comisión desde hace más de una década (incluyendo, atención
antiimperialistas, una condena a Israel por la situación de los palestinos).
México no ha hecho de los derechos humanos un eje de su diplomacia y no
percibe a Venezuela como un tema crucial, como sucede aquí. Acompañarlo en
la abstención hubiera supuesto, por último, desmarcarse del Grupo de
Contacto, que busca una salida negociada a la crisis venezolana y que
integran, entre otros, los gobiernos socialistas de Portugal y España (que
también votó a favor del informe).



Sub-óptima por definición, la posición del gobierno argentino no es
diferente a la que exploran las democracias europeas frente a los sistemas
iliberales que prosperan en la europeriferia, como Polonia o Hungría, o la
que deben tantear cada vez que tienen que enfrentarse con países a los que
por uno u otro motivo están atados, como Turquía, que integra la OTAN, o
Rusia, que les provee energía. ¿Qué deben hacer las democracias consolidadas
frente a las derivas autoritarias de sus socios? La pregunta común no tiene
una respuesta fácil. Por eso, aunque hecha de grises y medios tonos y aunque
obliga a explicaciones (“Votamos pero…”, “Condenamos aunque…”), esta postura
incómoda es la más adecuada si lo que se busca no es hablarle al público
local sino intentar una salida democrática, electoral y pacífica al
laberinto venezolano.



* Periodista y politólogo, actualmente dirige la edición Cono Sur de Le
Monde Diplomatique.

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