Chile/ 1970-1973. La revolución desarmada [Franck Gaudichaud]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Sep 12 23:14:22 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

12 de setiembre 2020

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Chile



1970-1973



La revolución desarmada



Franck Gaudichaud *

Jacobin, 11-9-2020

https://jacobinmag.com/2020/09/



La posibilidad de que los Cordones Industriales reaccionen a las maniobras
militares y se lancen al combate en defensa de la revolución representó uno
de los mayores temores para los golpistas chilenos. Pero tal respuesta nunca
llegó.



A continuación, un fragmento de Chile 1970-1973. Mil días que estremecieron
al mundo (LOM ediciones, 2016)



En Chile, como en otras latitudes, la célebre frase de Carl von Clausewitz
según la cual «la guerra es la continuación de la política por otros medios»
parece verificarse. Como lo subraya la historiadora María Angélica Illanes:
«El tema de la historia de la Unidad Popular y de los cordones industriales
debiera ser, más bien, el de la no-insurreccionalidad armada de la vía
chilena. Tema que en realidad constituye la gran pregunta sobre la historia
del movimiento obrero en Chile».



Comprender el fin del poder popular implica entonces, interesarse en la
ofensiva que llevó a cabo la oposición, las Fuerzas Armadas y los grupos
paramilitares durante los últimos meses de la UP, pero también en los
preparativos de la izquierda y de los Cordones Industriales para
enfrentarlos.



«Si a Ud. le sobra una mano, amárrele los cordones a Allende»



Como lo subraya la sociología de los movimientos revolucionarios, «a las
imágenes y a los símbolos revolucionarios, la contrarrevolución responderá
con contraimágenes y contrasímbolos. Presentará la revolución inminente, o
en curso, bajo rasgos amenazadores y sangrientos; describirá las
consecuencias nefastas; denunciará a los ‘agitadores’, ‘provocadores’,
‘revolucionarios utópicos’ o ‘revolucionarios profesionales’, etc. El
lenguaje y el simbolismo de la contrarrevolución no son menos ricos que los
de la revolución».



Después del Tancazo la contrarrevolución chilena lanza una intensa campaña
ideológica. El objetivo es acompañar «la estrategia de invierno» de la
oposición y preparar el ambiente para una intervención militar. Esta
ofensiva reivindica los valores nacionales e invoca el respeto de la
democracia amenazada por la «dictadura marxista».



Se escoge con habilidad el ángulo de ataque, ya que busca atemorizar a una
población cansada de las dificultades cotidianas. Se sugiere la existencia
de un poder popular poderoso, organizado y armado.



A fines de julio, Tribuna, periódico del Partido Nacional, publica en su
portada «Si a Ud. le sobra una mano, amárrele los cordones a Allende». Para
esta prensa, los Cordones Industriales servirían para «establecer, como lo
pide el MIR, la ‘dictadura popular’». Los presidentes del Senado y de la
Cámara de Diputados, en nombre de la mayoría del Parlamento, emiten una
larga declaración en julio de 1973: «Debemos señalar que se habla
abiertamente por los más altos representantes del Ejecutivo de la
constitución de un poder popular.



Esto significa de hecho crear un ejército paralelo en el cual están
interviniendo numerosos extranjeros, lo que resulta a todas luces
intolerable». Los diputados agregan «quien tiene la mayor responsabilidad de
esta crítica situación es el gobierno».



El tema de un mítico ejército de los Cordones Industriales es a menudo
evocado y además combinado con otro temor: un posible cerco de las ciudades
del país por el poder popular. Las capacidades de los CI se consideran
gigantescas como «dispositivos de fuerza» a través de los cuales «el
marxismo está en condiciones de ejercer el control sobre medios de
producción, sectores residenciales, establecimientos de enseñanza y, en
general, sobre toda la actividad ciudadana en el Gran Santiago».



En abril 1973, la revista derechista Qué Pasa ya había publicado un
alarmante informe especial cuyo título explícito es: «Pueden los ultras
copar Santiago?» y que precisamente incluye un mapa detallado de los
cordones industriales, «puntos clave» y campamentos de Santiago. «El
copamiento, en verdad, ha sido ya planeado por la ultraizquierda –y se habla
de él sin disimulo- como respuesta a una eventual “aventura sediciosa” de la
oposición […]. En una emergencia, la ultra izquierda puede dejar a Santiago
sin servicios públicos: agua, luz, correos, teléfono y telégrafos y
locomoción del Estado. Ferrocariles y LAN no serán tan fácilmente
paralizables, pero ello también se conseguiría en definitiva mediante la
acción de los campamentos y cordones».



Este miedo a las clases peligrosas, inscrito espacialmente, subraya hasta
qué punto el movimiento obrero ha comenzado a trastornar las jerarquías
sociales y también las espaciales, al menos en el plano de las
representaciones colectivas. Se trata en este caso de un «efecto de lugar»
tangible del poder popular.



El ataque a los Cordones Industriales también proviene de los dirigentes
sindicales de la DC, quienes –debemos recordarlo– representan una de las
fuerzas dominantes del movimiento obrero y que bajo la conducción de Ernesto
Vogel, vicepresidente de la CUT, y organizados en el Frente de Trabajadores
Unitarios (FUT), se rebelan contra las movilizaciones del poder popular.



La idea del «desbordamiento» del gobierno por extremistas incontrolados es
una constante. En su editorial del 5 de agosto de 1973, El Mercurio escribe
que «la acción de grupos armados continúa, pese de los esfuerzos de los
militares por contener esta acción subversiva». El efecto buscado es
claramente el de aterrorizar a la población.



Para completar la embestida, el 23 de agosto de 1973, la Cámara de Diputados
aprueba un proyecto de acusación constitucional en contra del gobierno por
haber sobrepasado sus atribuciones. Este texto sirve para justificar el
golpe militar al mismo tiempo que denuncia explícitamente el «llamado ‘poder
popular’, cuyo fin es sustituir a los poderes legítimamente constituidos y
servir de base a la dictadura totalitaria». Para la revista Qué Pasa, frente
a los cordones y el peligro de «copamiento» de la capital que
representarían, la conclusión también parece obvia: «¿Quién resistiría? La
respuesta es sencilla, solo las Fuerzas Armadas».



«¡No a la guerra civil!»



Hasta los últimos momentos de Allende, la mayoría de la UP moviliza sus
tropas en torno a la consigna repetida hasta el cansancio de «No a la guerra
civil!», sin darse cuenta que ésta –en gran parte– ya había comenzado. Sólo
unos días previos al golpe, la dirección del PC arenga a sus militantes
afirmando que «así como la legalidad del Gobierno es una fuerza contra el
golpe, así lo es también el predominio del espíritu profesional … en las
filas de las Fuerzas Armadas».



Una de las mentiras más grande de la Junta Militar fue hacer creer que la
izquierda estaba extremadamente bien preparada desde el punto de vista
militar y lista para organizar un «autogolpe» con el objetivo de terminar
con las instituciones democráticas y las Fuerzas Armadas.



Paralelamente a este supuesto «plan Z», los oficiales golpistas hablaban de
la presencia de 15 mil peligrosos guerrilleros extranjeros. Esta imagen
fantasmagórica es omnipresente en el «libro blanco» de la dictadura cuya
redacción es encargada al historiador reaccionario Gonzalo Vial.



Estos antecedentes han sido desestimados por todas las investigaciones
serias que se han realizado posteriormente, incluida la comisión
presidencial Verdad y Reconciliación (1990) que reconoce la ausencia casi
total de resistencia armada el día del golpe de estado. La mayor parte de
los testimonios señalan que ningún partido estimó realmente lo que podría
significar la violencia del golpe de estado.



Hoy, Carlos Altamirano precisa «Yo sostengo que, en lo fundamental, el gran
vacío, el gran error de nuestro gobierno y de la experiencia de la UP fue
haber pretendido realizar una ‘revolución’ sin armas. Una revolución
desarmada». Este «vacío histórico» también ha estado en el centro de la
autocrítica del Partido Comunista a partir de 1977, la opción táctica que
realiza la izquierda antes de 1973 es respetar el funcionamiento de las
instituciones militares.



Allende y los «gradualistas» se proponen asegurar el monopolio de las armas
para los militares y creen poder reforzar su cohesión, integrándolos al
gabinete cívico-militar. Por su parte, el MIR y –en menor medida– el MAPU de
Garretón y el PS, levantan la idea de la necesidad de armar al pueblo,
aunque paralelamente llaman a los soldados y oficiales «honestos» a
desobedecer a los generales «sediciosos». La organización de Miguel Enríquez
multiplicó los llamados en ese sentido.



El MIR –con fuerzas muy limitadas y bajo la conducción de Andrés Pascal
Allende– intentó realizar un trabajo político semiclandestino con soldados y
suboficiales. El PC parece haber hecho lo mismo. Así como lo reconoce hoy
Manuel Cabieses, existía en toda la izquierda la convicción de que amplios
sectores militares estaban dispuestos a defender el gobierno.



Adonis Sepúlveda –senador socialista en 1973– también lo ha confidenciado:
la UP puso todas sus esperanzas de resistencia en manos de los mismos
militares. «El Partido Socialista no tenía –ni podía tener– una estrategia
de combate para luchar solo. Su acción estaba encuadrada dentro de las
medidas de defensa del gobierno. Pues bien, el gobierno preparó planes de
defensa, pero esos planes los dirigía […] el general Pinochet, como
comandante en jefe».



Por cierto, las direcciones de cada partido también han previsto una cierta
cantidad de medidas. El Libro blanco de la dictadura habla de decenas de
miles de revólveres y pistolas, metralletas, lanzallamas y otros cañones
antitanques, pero la realidad es muy distinta. En su testimonio, Carlos
Altamirano entrega sus cálculos: «No habría, entre militantes comunistas,
socialistas, del MAPU e incluso del MIR, más de 1500 personas con una mínima
formación militar. ¿Qué llamo ‘mínima formación militar’? Simplemente con
capacidad de disparar armas livianas».



Hacen parte de los efectivos militares del PS la guardia personal de Allende
(GAP) –algunas decenas de hombres bien preparados– y unas 150 personas que
pertenecen al aparato militar del partido. Los «Grupos Especiales
Operativos» (GEO) socialistas son los que se supone deben formar a los
militantes para resistir los primeros momentos del golpe de estado y quienes
elaboraron un plan de defensa del gobierno, llamado «Plan Santiago».



Este se basa sobre la teoría de los círculos concéntricos: se trata de
desplazarse desde el centro hacia la periferia, amplificando el arco de la
resistencia y retrasando el avance de los militares sediciosos. Para ello se
contaba con la ayuda de los Cordones Industriales y de militares leales así
como con acciones subversivas militantes que tendrían lugar en las
provincias.



La Fuerza Central del MIR y algunos miembros de los Grupos Político
Militares (GPM, en la base de la organización) también habían accedido a
cursos de entrenamiento paramilitar, a veces incluso en El Cañaveral donde
son formados los miembros del GAP. Según Guillermo Rodríguez, la Fuerza
Central del MIR está compuesta por unos cuarenta hombres armados y divididos
en dos unidades, equipados de fusiles e incluso lanzacohetes. Miguel
Enríquez, Andrés Pascal y Arturo Villabela redactan el «plan estratégico de
lucha político-militar contra el golpe», el cual es aprobado en febrero de
1972.



Para Pascal Allende, el plan vacila entre dos opciones, sin realmente
decidirse entre, por un lado, la ocupación de territorios urbanos en la
perspectiva de una acumulación de fuerzas junto a los militares de izquierda
y, por el otro, el repliegue defensivo en el campo, para desde allí librar
una guerra de guerrillas. Como sea, el MIR habría contado con no más de 200
armas de guerra y espera recibir otro tanto de parte de los soldados o del
GAP, en caso necesario.



Los comunistas disponen de las «comisiones de vigilancia» (de 10 militantes)
y de varios «grupos chicos» (5 personas). Estos últimos forman un
contingente de alrededor 200 personas, bien preparados. Según un informe
posterior de Luis Corvalán, el armamento del PC se limita a un número
indeterminado de armas cortas, 400 fusiles automáticos y 6 lanzagranadas
(con 3 proyectiles cada uno). El secretario general debe admitir además que
de todos modos, la formación político-militar nunca fue realmente tomada en
serio por la dirección.



Por lo demás, si se realizaron algunas reuniones de coordinación entre los
diferentes aparatos militares de los partidos de izquierda, esto quedó en un
nivel extremadamente embrionario. Sin embargo, aún convencida de contar con
el apoyo de una mayoría de militares, la izquierda se deja llevar por un
verbalismo revolucionario bélico, muy alejado de su real capacidad
político-militar.



Así, el 11 de agosto de 1973, Luis Corvalán ante una multitud de militantes
enardecidos declara: «Si la sedición reaccionaria pasa a mayores,
concretamente al campo de la lucha armada, que a nadie le quepa dudas que el
pueblo se levantará como un solo hombre para aplastarla con prontitud. En
una situación tal, que no deseamos, que no buscamos, que queremos evitar,
pero que se puede dar, no quedará nada, ni siquiera una piedra, que no
usemos como arma de combate».



Con la misma elocuencia el MAPU anuncia, el 24 de agosto de 1973: «Mañana,
cuando empiece el combate, bajo el ruido de la dinamita y la metralleta, al
calor de los gritos y canciones del pueblo, abriremos el camino a la
verdadera victoria».



«Mañana, cuando empiece el combate…»



Si los mil días de la Unidad Popular habían sido vertiginosos, el tiempo
sufrió una enorme aceleración el 11 de septiembre. Fue un día de
definiciones. Lo que estaba en juego no solo era la política, el cambio, el
socialismo, lo que ahora estaba en el centro de todo era la vida sin
abstracciones, era la propia vida. A principios de septiembre, Patria y
Libertad ya no vacila en distribuir a gran escala panfletos que le dejan dos
«alternativas» a Allende: la renuncia inmediata o el suicidio.



Todos saben que el enfrentamiento está próximo, que es una cosa de horas, a
lo más, de días. Como lo recuerda Rigoberto Quezada, el tema del armamento
vuelve una y otra vez a ser discutido en las bases obreras: «el golpe estaba
anunciado en los diarios, en la radio y hasta por el presidente del Senado,
Eduardo Frei (padre). Se hablaba mucho de la revolución española, por
ejemplo, donde los obreros asaltaron los cuarteles y se armaron».



El golpe está presente en todas las bocas y en todos los espíritus. Allende
tiene plena consciencia de esta coyuntura dramática y juega su última carta,
aunque tardía: el llamado a un referéndum popular, para cambiar la
constitución con la esperanza de poder estabilizar el gobierno hasta las
elecciones presidenciales de 1976. Con bastante certeza se puede decir que
si el golpe de estado ocurre precisamente el 11 de septiembre, es porque el
presidente de la República tiene proyectado convocar al plebiscito esa misma
tarde, como se lo ha anunciado personalmente al general Pinochet. Este
último no necesita más para decidirse a actuar rápidamente.



No nos detendremos aquí en los detalles de las operaciones militares que van
desde la intervención de la Armada en el puerto de Valparaíso, temprano en
la mañana del 11 de septiembre, hasta los desplazamientos de tropas en la
capital, acontecimientos ya bastante conocidos. Se trata de una guerra
relámpago de algunos días, una guerra interna llevada a cabo en vistas del
poder total. Comprende el uso de aviones de caza y tanques, y empuja al
suicidio del presidente Allende en el palacio presidencial de La Moneda, a
eso de las dos de la tarde.



Rechazando el ultimátum de los oficiales, Allende decide resistir algunas
horas sin dejar el palacio presidencial como se lo solicita el aparato
militar del PS. Junto a algunas personas de su círculo cercano y miembros
del GAP, el compañero-presidente tuvo el tiempo de pronunciar su último
discurso (conocido como el «Discurso de las grandes Alamedas») que es
también un testamento político dejado a las generaciones futuras.



Como lo ha explicado posteriormente el escritor Gabriel García Márquez, la
muerte de Allende en La Moneda en llamas es una parábola que resume las
contradicciones de la vía chilena: la de un militante socialista,
defendiendo metralleta en mano, una revolución que él deseaba pacífica y una
Constitución formulada por la oligarquía chilena a inicios del siglo. Esta
muerte es también la de un hombre íntegro y fiel a sus principios y
compromisos hasta el final.



Hasta las 8 de la mañana del mismo 11 de septiembre, el presidente de la
República tuvo confianza en la lealtad del general Pinochet y espera, de un
minuto a otro, su intervención en defensa del gobierno. Es sin embargo este
último quien encabeza la rebelión.



Los soldados, carabineros o suboficiales que rechazan lo que consideran una
traición, son inmediatamente fusilados. La estrategia militar desencadenada
en la capital sigue un plan simple pero eficaz: incursión directa a La
Moneda para destruir (simbólica y físicamente) el poder central y desde
allí, dirigirse hacia la periferia con la prioridad de tomar el control de
los Cordones Industriales. En sus memorias, el general Pinochet manifiesta
su sorpresa ante la débil resistencia encontrada en los CI: «Luego se inició
una dura labor de limpieza. En esos momentos finales no recibimos en los
cordones industriales ninguna de las reacciones que temíamos».
Inmediatamente después del golpe de estado, en el mundo circularon numerosos
rumores que anunciaban una oposición masiva de los obreros chilenos al
golpe.



Hoy conocemos más precisamente la amplitud de esta reacción popular y
«primera resistencia». En efecto, el principal foco de resistencia tuvo
lugar en la zona sur de Santiago, gracias al accionar de militantes de
izquierda aguerridos, miembros de los aparatos militares del PS y del MIR
que se desplazaron dentro de los Cordones, muchas veces con el apoyo activo
de los trabajadores dispuestos a combatir.



Una vez iniciado el golpe, el aparato militar del PS (encabezado por Arnoldo
Camú) logra congregar y armar a una centena de hombres, mientras que en la
industria FESA del CI Cerrillos se reúne la Comisión Política de este
partido. Las instrucciones consisten en iniciar un plan de defensa del
gobierno que intentaría liberar una zona de la ciudad donde pudiesen
coordinarse acciones en colaboración con los obreros de los CI de San
Joaquín, Santa Rosa y Vicuña Mackenna. El punto de encuentro fijado es la
industria Indumet (CI Santa Rosa), donde se reúnen los responsables del PC,
del PS y del MIR y a los cuales se suman alrededor de 200 trabajadores
combativos. A las 11 de la mañana, los dirigentes nacionales de cada
organización evalúan su capacidad político-militar inmediata. Como lo relata
Patricio Quiroga, testigo de esta reunión, para los militantes la
precariedad de la preparación es evidente. La propuesta del PS (tomar por
asalto una unidad militar para avanzar hacia La Moneda) es rechazada por el
PC, que prefiere confiar en la reacción tan esperada de las Fuerzas Armadas
(para finalmente pasar a la clandestinidad).



Por su parte, Miguel Enríquez –que está de acuerdo en intervenir– anuncia
que la Fuerza Central del MIR necesita varias horas más para estar
operativa, y reunir… solo cincuenta hombres bien armados. Según Guillermo
Rodríguez, el MIR desde el 6 de septiembre había puesto en vigilia su
aparato político-militar (y por ello había enterrado las armas), persuadidos
de que el gobierno estaba en un nuevo proceso de conciliación con la
derecha.



Rápidamente, las fuerzas represivas intervienen, lo que obliga a los hombres
armados a arrancar por la parte de atrás de Indumet. Ahí se produce la
dispersión de varios de ellos, entre los cuales se cuenta un grupo dirigido
por Miguel Enríquez, que escapa de la zona. Es desde aquí también que se
inicia el peligroso periplo de varios militantes socialistas, incluida la
columna dirigida por Arnoldo Camú. Esta huida se desarrolla en el desorden,
aunque después de enfrentamientos en la población La Legua, varios de los
combatientes logran llegar a su objetivo: la fábrica Sumar-Polyester. Sumar
es emblemática ya que en esta industria, varias decenas de armas de guerra
han sido efectivamente encaminadas y distribuidas por el PS.



«Con estas armas se comenzaría a organizar la resistencia en Sumar
Poliéster, y los esfuerzos de los trabajadores de la industria se verían
ampliados a primeras horas de la tarde, cuando comienzan a llegar a la
fábrica algunos de los trabajadores y militantes que se habían replegado
directamente desde Indumet, así como aquellos que habían realizado el camino
por La Legua, los cuales además venían reforzados por algunos pobladores
militantes del comité local Galo González del PC. De esta forma se va
tejiendo, en las primeras horas de la tarde del 11, una espontánea alianza
para combatir el golpe». Desde esta misma fábrica, el grupo de Camú logra
incluso impactar –desde una copa de agua– un helicóptero que sobrevuela la
zona y tiene que replegarse, acontecimiento grabado en la memoria obrera y
de la población La Legua hasta hoy.



Pero es la excepción que confirma la regla. Ya en la tarde, varios
militantes han caído bajo las balas y la mayoría de los trabajadores
combativos de los CI se encuentran paralizados, a falta de directivas y
armamento. El anuncio de la muerte de Allende, para muchos de ellos,
significa el fin de toda tentativa de oponerse al golpe de estado. La
dirección del MIR, muy rápidamente, decide que el enfrentamiento es
imposible y que deben replegarse.



Por su parte la CUT, se quedó muda, sin organización, ni radios clandestinas
capaces de articular a los trabajadores. Este dato es aún más impresionante
si recordamos que sólo algunos días antes (el 4 de septiembre), la central
sindical había logrado reunir a varias centenas de miles de personas en
apoyo al gobierno. Sin ningún poder de reacción, la caída de Allende es
también la de la CUT, poniendo de este modo término a una larga crisis del
movimiento sindical.



Sin embargo, fueron miles los que, en vano, esperaron las armas en  sus
respectivas industrias. Mireya Baltra, que el día del golpe va al Cordón
Vicuña Mackenna por orden de su partido, admite «los obreros me pedían las
armas…». El sentimiento de José Moya, que también aguarda en su fábrica el
armamento con que luchar, lo encontramos en la mayoría de los militantes de
los CI: «Pasamos toda la noche esperando armas que no llegaron nunca.
Sentíamos balaceras por el Cordón San Joaquín, donde había varias empresas;
ahí tenían armamento por lo menos en una de ellas, una empresa textil, la
Sumar […] nuestro sueño era que en cualquier momento nos podía llegar
armamento y también podíamos hacer lo mismo. Pero no pasó nada».



En Valparaíso, la misma constatación: «teníamos un sentimiento de impotencia
total –recuerda Pierre Dupuy-. Es inconcebible. ¿Qué están haciendo los
dirigentes de la UP? […] es más fuerte que yo, tengo que gritar, nuestros
dirigentes nos han traicionado».



Sin hablar de traición, el pequeño grupo que milita en el CI Cerrillos
también rechaza las instrucciones de su partido de replegarse. Durante la
mañana, patrullas de soldados recorren las avenidas e instalan
ametralladoras y tanquetas frente a las fábricas, controlando inmediatamente
las vías de acceso a los CI. Es el caso en Vicuña Mackenna y también en
Cerrillos. En la zona en la que Guillermo Rodríguez es encargado, cuando él
llega al lugar ya hay varios batallones militares fuertemente armados: «Yo
diría que no hubo funcionamiento [del sistema de defensa] para el 11 de
septiembre en el Cordón y tampoco lo hubo de la estructura del MIR. Quienes
llegamos ahí a tratar de conducir la situación somos los miembros de la
dirección del GPM. No llegó ninguno de los que respondían a mi mando, nos
quedamos sin armamento».



Después de varios retrasos, estos militantes de Cerrillos logran formar un
contingente bastante considerable en la industria Perlak, abandonada por los
trabajadores. Al anochecer, a pesar de varios enfrentamientos con los
soldados, dos pequeños grupos de 20 y 30 personas siguen dispuestos a
pelear. El desbande general es tal que recuperan armas abandonadas en los CI
por otros militantes de la UP.



Durante toda la noche, atacan a las patrullas que pasan cerca y dificultan
el desplazamiento de las unidades militares. Este tipo de actos heroicos
ocurren en varios lugares del país, pero todo es muy precario, sin
coordinación ni centralización de las direcciones de los partidos, a tal
punto que, durante la noche, los dos grupos que resisten en Cerrillos
intercambian disparos entre ellos, creyendo que se enfrentaban al enemigo:
un militante es mortalmente herido…



En el caso de ex–Yarur, «cuando no aparecieron ni las fuerzas amigas, ni las
armas, y quedó claro que Allende estaba muerto y la batalla militar perdida,
los angustiados trabajadores fueron enviados a sus casas. Unos pocos líderes
se quedaron en ex–Yarur, ya fuera para vigilar la fábrica contra robos y
daños de los cuales pudieran hacerlos responsables, ya en una última postura
de desafío que terminó cuando las tropas se acercaron a la fábrica y los
líderes más revolucionarios saltaron el muro del recinto y desaparecieron en
la resistencia clandestina».



Hernán Ortega, después de una reunión realizada en Fensa, ordena el
repliegue inmediato de los CI: «porque lo que vi venir, era una masacre». A
pesar de algunas reacciones valientes pero esporádicas, ese 11 de septiembre
de 1973 los Cordones Industriales se mantuvieron paralizados. Esta
afirmación es confirmada, indirectamente, por una revisión minuciosa de las
sentencias dictadas por los tribunales militares después del golpe de
estado: solo se realizaron siete consejos de guerra, involucrando a 55
personas relacionadas con los Cordones Industriales.



En las poblaciones más organizadas se repite la misma situación. Según
Christine Castelain, solo el campamento Ho-Chi-Minh posee un cierto grado de
preparación (y dos metralletas). En Nueva Habana, hacia las 10 de la mañana,
se realiza una reunión de la directiva y más tarde, una de los cuadros
pobladores del MIR. Por lo demás, sólo hay un fusil para defender todo el
campamento, razón por la cual el MIR llama a no seguir a los pobladores que
decidieran resistir. Por su parte, Abraham Pérez insiste en la falta de
preparación de los miristas del campamento para enfrentar este tipo de
situación.



Recuerda que en un primer momento, cuando el golpe comienza, es el único
dirigente presente en una asamblea que tuvo lugar en el campamento y en la
que participan 500 personas que le preguntan cuándo llegarán las armas. En
el sur, misma situación, misma impotencia: la represión en Constitución –por
ejemplo– comenzaría alrededor de las 23 horas del día 11 de septiembre de
1973, profundizándose el día 12 contra obreros, pobladores y militantes de
izquierda en general, bajo la dirección de efectivos militares de la Escuela
de Artillería de Linares al mando del capitán Juan Morales Salgado, sin
posibilidad de resistencia.



Finalmente, sin la ayuda de soldados de izquierda y sin una planificación
político-militar de largo plazo, el poder popular es incapaz de organizar
una resistencia armada al golpe de estado. Como lo dice hoy Guillermo
Rodríguez, quien junto a sus compañeros y a pesar de todo combatió ese día,
«creo que peleamos para la historia en ese momento, pero era para dejar
clavada una banderita diciendo: hicimos el intento y en otras partes no se
hizo nada».



La represión y el inicio del terrorismo de estado



La violencia de estado invade el país y pone en su mira, en primer lugar, a
los militantes de izquierda y dirigentes del movimiento sindical y popular,
a todos aquellos que se lanzaron en la aventura del poder popular. En los
testimonios, la dimensión traumática de esas horas de violencia intensa es
omnipresente. Es el inicio del «período negro» para los militantes que
sufrirán la detención, tortura, el asesinato de sus cercanos, el exilio y/o
la clandestinidad durante años.



Al mismo tiempo que la dictadura impone su manto de terror al conjunto de la
sociedad, los habitantes de las poblaciones, los obreros de los Cordones,
los militantes de izquierda conocen el significado concreto de lo que puede
representar el terror de estado.



Un ejemplo entre muchos es el de Carlos Mujica, trabajador de la industria
metalúrgica Alusa, militante del MAPU y delegado del Cordón Vicuña Mackenna:
«El día del golpe ya había muertos en la calle, los traían de otro lado, los
tiraban ahí […] ¡y uno no podía hacer nada! Creo que lo más duro fue en ese
tiempo, en el año 1973, 1974. Después en 1975 me va a buscar la CNI a Alusa,
me llevan detenido y me llevan a la Villa Grimaldi, ahí a uno lo tiraban
arriba de la parrilla, en un somier y le aplicaban corriente en las piernas,
en los muslos. Ellos sabían que era delegado del sector…».



Son centenas de miles los que pasan por las manos de los servicios secretos
de la Junta Militar y que son torturados. «Guillermo Orrego tenía 24 años y
trabajaba en Standar Eléctric, fábrica que era filial de la ITT
norteamericana y pertenecía al Cordón Industrial Vicuña Mackenna. El 11 de
septiembre de 1973 estuvo en su fábrica, junto a decenas de trabajadores,
para cumplir el llamado de los Cordones y la CUT de cuidar las fábricas y
empresas.



Al día siguiente, fue detenido en otra fábrica del sector, Textil Progreso,
donde se dirigió para tratar de coordinar la resistencia. Guillermo fue
trasladado al Estadio Chile, en el centro de Santiago, donde vio a Víctor
Jara antes de ser asesinado, aproximadamente el 16 de septiembre fue
transferido al estadio nacional, en la escotilla 7. Algo similar vivió
Ismael Ulloa, que era dirigente sindical de Cristalerías Chile, también
perteneciente al Cordón Vicuña Mackenna. Luego de ser detenido, Ismael
estuvo en el estadio nacional, desde el 27 de septiembre hasta el 8 de
noviembre, casi 50 días. Muchos de los detenidos recuerdan las torturas que
sufrieron, como Germán, quién era interventor –es decir, estaba el frente
del proceso de paso al área de propiedad social del estado– de la fábrica
Sumar Sedas».



Varios miles de sindicalistas y militantes son, hasta hoy,
detenidos-desaparecidos. En Constitución, figuras del movimiento popular
local como Arturo Riveros Blanco (nombrado gobernador después de la toma de
la ciudad) o José Alfonso Saavedra Betancourt, dirigente sindical y del CCT
hacen parte de las personas inmediatamente arrestadas y siguen hoy siendo
detenidos-desaparecidos. En el caso del primero, los testimonios confirman
que fue detenido por carabineros: «A primera hora del día siguiente, Riveros
se dirigió a la Celco, donde participó en una reunión con dirigentes
sindicales.



Antes de que ésta terminara, los militares rodearon la industria y
comenzaron a detener a la mayoría de los sindicalistas y trabajadores, todos
los cuales eran individualizados por un escribiente de carabineros que los
acompañaba. En estas circunstancias fue detenido Riveros y trasladado, junto
al resto, en un microbús de locomoción colectiva a la Comisaría de
Carabineros, ubicada junto a la Gobernación».



A escala nacional, la cantidad de muertos desde septiembre de 1973 es
todavía imprecisa y varía según los cálculos. Según Nathaniel Davis,
embajador de Estados Unidos en Chile al momento del golpe de estado, «las
estimaciones acerca del número de gente muerta durante o inmediatamente
después del golpe varían desde menos de 2500 a más de 80 mil. Una lista de 3
mil a 10 mil muertos cubre las estimaciones más fiables». Esta represión
está claramente dirigida a las clases populares como lo prueban las
estadísticas oficiales de la Comisión Verdad y Reconciliación (1991), según
la cual: «El conjunto de actos violatorios de derechos humanos por parte de
agentes del estado, se comienzan a producir desde el mismo día 11 de
septiembre, con la detención y posterior desaparición o muerte de algunas de
las personas que se encontraban en el Palacio de La Moneda, o en algunos
recintos universitarios o industriales, como ocurre por ejemplo en la
Universidad Técnica del Estado o en fábricas de los denominados “cordones
industriales”, las que fueron allanadas por efectivos militares,
procediéndose a la detención de las personas que se encontraban en ellos».



En el documental Septiembre chileno –realizado en caliente, después del
golpe–, Bruno Muel recoge el testimonio de un obrero metalúrgico del Cordón
Vicuña Mackenna que relata cómo cerca de 90 obreros habrían sido fusilados
por los soldados en su fábrica (sin que se haya podido comprobar este dato).
Una de las primeras medidas de la Junta tiene como objetivo aplastar al
movimiento sindical y prohíbe la CUT. La derrota del movimiento
revolucionario implica verdaderas purgas políticas al interior de las
empresas que –en el caso de las más importantes– sufren la razzia por parte
de los militares: en Madeco hay más de 270 detenidos, 500 personas son
inmediatamente despedidas en Sumar, y también se lleva a cabo una represión
más dirigida, como en Yarur y Cristalerías Chile.



Muchos patrones participan activamente en el sistema de delación y arresto
de los militantes que instala la Junta, como sucede precisamente en la
fábrica Elecmetal: «El 17 de Septiembre de 1973, la Empresa Elecmetal,
ubicada en Avenida Vicuña Mackenna 157; fue devuelta a sus antiguos dueños
con la nominación de Patricio Altamirano como delegado directo de la Junta
Militar. El directorio de esta empresa entregó a seis de sus trabajadores,
algunos dirigentes de la empresa y otros del cordón Vicuña Mackenna, a un
piquete compuesto por efectivos del Ejército y Carabineros.  Los
trabajadores José Devia Devia, José Maldonado, Augusto Alcayaga, [los
hermanos] Miguel y Juan Fernández Cuevas y Guillermo Flores fueron
asesinados brutalmente y luego repartidos en diversas calles de Santiago.
Solo por casualidad sus cuerpos fueron encontrados en el Instituto Médico
Legal poco antes de ser enterrados como N.N. Sus cuerpos presentaban señales
torturas y múltiples impactos de bala.  La decisión de entregarlos fue
tomada por el directorio de la empresa compuesta por Ricardo Claro Valdés,
Fernán Gazmuri Plaza, Danilo Garafulic, Gustavo Ross Ossa, Raúl Briones y el
delegado de la Oficial de los Golpistas Patricio Altamirano, quien
personalmente retiene en su oficina a Juan Fernández Cuevas y lo entrega a
sus ejecutores. Los demás dirigentes fueron detenidos al interior de
Elecmetal y sacados en un vehículo de carabineros y otro dispuesto por la
misma empresa».



Al parecer, Armando Cruces, uno de los máximos líderes de los Cordones de
Santiago, también es arrestado en esta misma ola represiva de Elecmetal
pudiendo escapar –y posteriormente partir al exilio– sólo porque lo dieron
por muerto: «confundieron su sangre con la sangre de sus compañeros». Otro
caso represivo es el de la textil Sumar. Las cuatro plantas son allanadas el
12 de septiembre e intervenidas por efectivos del Ejército. El 23 de
septiembre son detenidos una veintena de trabajadores, entre ellos Ofelia
Villarroel (encargada del Departamento Femenino del Sindicato de Empleados y
militante comunista), Adrián Sepúlveda (obrero de la sección Hilandería y
delegado del personal) y Donato Quispe (obrero boliviano).



Estos tres trabajadores, reconocidos por su compromiso sindical, son
ejecutados este mismo día, Hernán Ovalle Hidalgo era el oficial al mando.
Según informa la Comisión Verdad y Reconciliación: «Testimonios múltiples y
concordantes de obreros y empleados que se encontraban en el interior de la
empresa señalan que las víctimas fueron detenidas allí, por funcionarios del
Ejército, y luego separadas de los otros trabajadores que también habían
sido detenidos, siendo esta la última vez que se les ve con vida. Los
cadáveres de los afectados fueron encontrados en la vía pública, en la
carretera General San Martín».



Esta represión y militarización de los lugares de trabajo sobrevuela todo el
país y se acompaña con el despido de 100 mil asalariados inscritos en las
«listas negras» de la Junta (para que no pudiesen ser recontratados). Al
mismo tiempo, la dictadura impone la ley marcial, clausura el Congreso,
suspende la Constitución y prohíbe la actividad de los partidos políticos,
incluidos aquellos que apoyaron el golpe de estado.



La represión antiobrera sigue en los meses siguientes en la capital, como
también en provincia. En octubre 1973 ocurre la llamada «caravana de la
muerte», dirigida por el general Sergio Arellano Stark y que deja más de 100
muertos, decenas de personas torturadas en las seis ciudades visitadas por
la criminal comitiva, violando incluso las disposiciones de la propia
justicia militar. Al dar cuenta de los hechos en Antofagasta, El Mercurio
–gran apoyo ideológico de la dictadura– relata: «Se procedió a la ejecución
de Mario Silva Iriarte, Eugenio Ruiz Tagle Orrego, Washington Muñoz Donoso y
Miguel Manríquez Díaz, implicados todos en la formación de los denominados
‘cordones industriales’.



El comunicado oficial de la Oficina de Relaciones Públicas de la Jefatura de
Zona en Estado de Sitio informó que ‘las ejecuciones fueron ordenadas por la
Junta Militar de Gobierno a fin de acelerar el proceso de depuración
marxista y de centrar los esfuerzos en la recuperación nacional’».



Poco a poco, Pinochet y sus acólitos le otorgan a la represión una dimensión
transnacional. En coordinación con los otros regímenes militares de la
región y con el apoyo del gobierno de Estados Unidos, organizan lo que se
conoce como la «Operación Cóndor». Y es claramente en el marco de la
relación de fuerzas políticas mundiales que se inscribe este fin trágico de
la Unidad Popular. Se trata de una victoria estratégica del imperialismo que
permite, no sólo retroceder en los numerosos progresos sociales conquistados
durante estos mil días, sino también transformar Chile en un verdadero
laboratorio: el de un capitalismo neoliberal, hasta entonces desconocido en
otras latitudes.



Este pequeño país del Sur se convierte así en el primero en experimentar sus
recetas bajo la conducción de los Chicago boys. Los 17 años de dictadura
corresponden a lo que Tomás Moulian ha llamado «revolución capitalista»
debido a la gran remodelación que sufrirá la sociedad. Se trata, de hecho,
de una contrarrevolución en el sentido más estricto del término. Y la
magnitud de la violencia de estado es claramente desproporcionada vista la
resistencia que se le opone, lo que sólo se explica porque no se trataba
únicamente de asesinar los individuos más activos en el proceso de la UP,
sino también de arrancar las huellas, en lo más profundo de su enraizamiento
social, de las experiencias autogestionarias que se habían multiplicado.



Maurice Najman, que viajó a Chile para observar la UP, afirma en octubre de
1973, «en definitiva, los militares intervinieron en el momento en que el
desarrollo del poder popular planteaba e incluso comenzaba a resolver, la
cuestión de la formación de una dirección política alternativa a la Unidad
Popular». Frente al golpe de estado, Najman había creído en una rápida
resistencia armada. Este pronóstico errado se debe a una visión
sobredimensionada de la fuerza del poder popular. La oposición masiva a la
dictadura sólo aparecerá más tarde, a comienzos de los años ochenta, con las
grandes protestas.



* Franck Gaudichaud es doctor en ciencias políticas y catedrático en
estudios latinoamericanos en la Universidad Toulouse II Jean Jaurès. Es
miembro del consejo editorial de la revista ContreTemps y colaborador de
Jacobin América Latina.

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