Análisis/ El descalabro del sistema interamericano [Juan Gabriel Tokatlian]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Jue Sep 17 15:04:45 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

17 de setiembre 2020

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Análisis



El descalabro del sistema interamericano



La elección de un estadounidense a la cabeza del Banco Interamericano de
Desarrollo (BID) revela una situación de mayor alcance: los efectos de la
llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, el giro a la derecha de varios
gobiernos de la región y, no menos importante, una fragmentación extrema de
América Latina que la condena a una suerte de irrelevancia internacional
autoinfligida.



Juan Gabriel Tokatlian *

Nueva Sociedad, setiembre 2020

https://nuso.org/articulo/



El sistema interamericano contemporáneo remite al conjunto de instrumentos e
instituciones que han configurado las relaciones entre Estados Unidos y
América Latina. Con un variado legado de doctrinas, organizaciones, usos y
prácticas no carentes de tensiones y divergencias, ese sistema tuvo su mayor
institucionalización después de la Segunda Guerra Mundial. En 1947, por
ejemplo, se firmó el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR),
en 1948 se creó la Organización de Estados Americanos (OEA) y en 1959 se
fundó el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y se creó la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en el seno de la OEA. Por
supuesto, no siempre ni en todos los temas los intereses y propósitos
latinoamericanos y estadounidenses fueron plenamente coincidentes. Sin
embargo, y dadas las enormes asimetrías de poder, la región procuró y avaló
compromisos multilaterales entendiendo que, a través de ellos, se podía
limitar la arbitrariedad de Washington, reforzar los lazos intrarregionales,
avanzar en algunos aspectos de la agenda latinoamericana y alcanzar ciertos
beneficios con el menor costo posible. Aquellos años coincidieron con el
momento de apogeo de la hegemonía de Estados Unidos a escala mundial y
continental.



En el periodo comprendido entre 1947 y 1959, Washington concentró su
atención política y sus recursos militares en Europa (el bloqueo de Berlín
de 1948-1949), el sudeste de Asia (la Guerra de Corea de 1950-1953) y
Oriente Medio (la Guerra del Sinaí de 1956 y la crisis en el Líbano de
1958). En América Latina, la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus
siglas en inglés) organizó, en 1954, el derrocamiento mediante un golpe de
Estado del presidente guatemalteco Jacobo Árbenz. Este golpe fue antecedido
por una resolución anticomunista auspiciada por Estados Unidos en la OEA
(con el voto en contra de Guatemala y la abstención de Argentina y México) y
fue encubierto mediante la inacción de la organización.



Los tres acuerdos (TIAR, OEA, BID) se enmarcaron en la disputa estratégica
entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Visto desde Washington, y también
desde la mayoría de las capitales latinoamericanas, se debía contener –y de
ser necesario, revertir– el eventual avance político de Moscú, frenar el
comunismo en el área y hacer atractiva para América Latina la inversión
estadounidense y su American way of life.



Con marchas y contramarchas, el sistema interamericano se preservó durante
décadas. Fue actualizado con la aprobación, en 2001, de la Carta Democrática
Interamericana. Desde la región surgieron proyectos alternativos tales como
la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y la Comunidad de Estados
Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) que no alcanzaron a cimentar un sistema
latinoamericano sólido. Se dirá que primó el divide et impera de Estados
Unidos. Sin embargo, ese argumento registra una condición necesaria pero no
suficiente a los efectos de explicar y entender la ausencia o la
imposibilidad de opciones exitosas para la reformulación de las relaciones
entre Estados Unidos y la región provenientes de América Latina. Hoy
Latinoamérica ha llevado al límite su propia fragmentación, lo cual conduce
a la región a una irrelevancia internacional autoinfligida.



El más reciente y mayor intento de transformación del sistema interamericano
provino de Estados Unidos durante el gobierno de Donald Trump y contó con el
notable acompañamiento y aquiescencia de un buen número de gobiernos de la
región. Es posible que estemos frente a la búsqueda de una redefinición
sustantiva del manejo de la relación entre Washington y América Latina de
acuerdo con los objetivos, intereses y preferencias exclusivas de los
sectores más reaccionarios en Washington (en consonancia con la lógica de
America First). Si así fuera, se trataría de un ejercicio de poder que ha
contado con el estímulo y/o el beneplácito de diversos actores domésticos en
distintos países de la región. Tres ejemplos apuntan en esa dirección.



El primero tiene que ver con el sistema interamericano en materia de
defensa. En 2019 se decidió aplicar el TIAR a Venezuela, país que lo había
denunciado en 2013. Históricamente, el TIAR y su convocatoria han mostrado
ser ineficaces en su propósito de prevenir o resolver conflictos. En abril
del año pasado, la OEA reconoció como representante de la Asamblea Nacional
de Venezuela a un hombre designado por Juan Guaidó. En septiembre, el
enviado de Guaidó solicitó la convocatoria de una reunión para activar el
TIAR. Bajo la batuta de Estados Unidos, y en el marco del artículo 6 del
tratado (que no es aplicable al caso en cuestión), se identificó a Venezuela
como una amenaza al mantenimiento de la paz y la seguridad del continente.
Según la resolución aprobada, esto podría llevar a considerar «eventuales
recomendaciones en el marco del artículo 8», artículo que incluye «el empleo
de la fuerza armada».



Las consecuencias que se podrían derivar de la invocación del TIAR en el
caso de Venezuela pueden ser muy inquietantes. Ubica a la región en la «alta
política» mundial de competencia entre grandes poderes –como no lo había
estado desde la crisis de los misiles en Cuba en 1962–, identifica una
suerte de peligro para la seguridad internacional en América del Sur en el
doble marco de la «guerra contra el terrorismo» y la «guerra contra las
drogas» lideradas por Estados Unidos, y agita, como en la Guerra Fría, el
regreso de la idea del «cambio de régimen» –pero en este caso, mediante el
uso colectivo de la fuerza–. En los primeros nueve meses de 2020 y en el
contexto de la pandemia de covid-19, cuyo epicentro está ahora en el
continente, la probabilidad de recurrir al TIAR y aplicarlo en Venezuela
disminuyó notablemente. Sin embargo, esto no significa que no se pueda
reactivar (así sea para fines simbólicos) en medio de la elección
presidencial estadounidense o después (de modo más coercitivo), dependiendo
de su resultado.



Un segundo caso se vincula con el sistema interamericano en materia de
derechos humanos. A principios de 2016, la CIDH, que tiene un presupuesto
regular anual de unos cinco millones de dólares y además recibe donaciones,
anunció que atravesaba una grave crisis financiera que amenazaba su
funcionamiento básico. Muchos países del continente reaccionaron y
realizaron aportes: Estados Unidos, Argentina, Panamá, Colombia, Chile,
Perú, México y Uruguay efectuaron contribuciones importantes. La Comisión
continuó con su trabajo serio, riguroso y reconocido, abocándose a distintos
casos a lo largo y ancho del continente y sin distinciones ideológicas.



Pero a partir de la inauguración de la presidencia de Donald Trump, el 20 de
enero de 2017, los derechos humanos se han venido ubicando en un lugar de
mucho menor prioridad, tanto en el campo de la política exterior
estadounidense como en el plano de la política interna. Estados Unidos se
rehusó a asistir a las audiencias de la CIDH sobre inmigración a principios
de 2017 y se retiró del Consejo de Derechos Humanos de la ONU en 2018.
Además, año tras año, fue reduciendo las partidas presupuestarias para la
promoción de la democracia y los derechos humanos y, en 2020, impuso
sanciones contra la fiscal jefe de la Corte Penal Internacional, Fatou
Bensouda, por «intentos ilegítimos de someter a estadounidenses a su
jurisdicción». En ese contexto, entre abril de 2018 y principios de 2019,
Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Paraguay y Perú abandonaron la
Unasur (Uruguay hizo lo propio en marzo de 2020). A su vez, en marzo de
2019, se creó el Foro para el Progreso de América del Sur (Prosur), con la
participación de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Paraguay, Perú
y Guyana (en marzo de este año se sumó Uruguay). En ese mismo mes, la
administración Trump decidió reducir en 210.000 dólares su contribución a la
CIDH acusándola, desatinada e injustificadamente, de promover la
legalización del aborto. En abril, y en la única declaración trascendente,
cinco países de Prosur (Argentina, Brasil, Chile, Colombia y Paraguay) le
demandaron a la CIDH, después de insinuar su intromisión en asuntos
internos, que respete «el legítimo espacio de autonomía» de los Estados
respecto a la cuestión de los derechos humanos. Es decir, se optó por poner
en entredicho las recomendaciones del Consejo, remarcar el carácter
subsidiario del sistema interamericano de derechos humanos y remozar una
actitud más soberanista frente a esta cuestión.



Con ese telón de fondo, en marzo de 2020 fue reelegido Luis Almagro como
secretario general de la OEA. Esa reelección fue impulsada por Estados
Unidos, Brasil y Colombia. Ya en enero la CIDH había decidido por unanimidad
renovar el mandato de su secretario general, Paulo Abrão. En agosto, Almagro
se abstuvo de nombrarlo, con lo que emprendió un embate contra la autonomía
del Consejo. En realidad, el secretario general de la OEA –con el pleno
respaldo de la Casa Blanca y el empuje de los sectores más conservadores del
Partido Republicano en el Congreso– no ha hecho más que consolidar, en el
seno del órgano más prestigioso de la organización, la polarización que
caracteriza las realidades nacionales del continente así como las fisuras
entre países de América. El efecto potencial sobre la credibilidad, eficacia
e independencia del sistema interamericano podría ser nefasto. Máxime en un
momento en el que regional e internacionalmente hay un reflujo inquietante
en cuanto al debilitamiento del derecho humanitario, la regresión de la
democracia y el deterioro de los derechos humanos.



El tercer ejemplo remite al sistema interamericano en materia financiera. En
el tema de la elección del nuevo presidente del BID, se debe subrayar la
confluencia de dos hechos. El primero es que el gobierno de Trump decidió
asumir el control del banco que ayudó a crear y financiar con el propósito
de condicionar la provisión de créditos y buscar limitar la expansión de
China en América Latina –en especial, en el terreno de los proyectos de
infraestructura, energía y tecnología–. En segundo término, América Latina
mostró una vez más su disfuncional fractura al carecer de una candidatura de
consenso. Desde hace un buen tiempo la región viene erosionando su capacidad
de convergencia y concertación.



En efecto, desde que el 16 de junio de este año se presentó el candidato de
Estados Unidos, Mauricio Claver-Carone, se produjeron fisuras notorias.
Brasil, Colombia, Uruguay, Paraguay y Ecuador apoyaron al candidato de
Washington el mismo 17 de junio. Las expresiones de respaldo se hicieron
incluso antes de que el candidato divulgara su agenda, como si los planes de
gestión de los candidatos (el de Claver-Carone, el de Laura Chinchilla de
Costa Rica y el de Gustavo Béliz de Argentina) del banco fueran
irrelevantes. A su vez, entre las cuatro economías más grandes de la región
hubo otro clivaje: Brasil y Colombia se manifestaron a favor de la elección
estipulada para el 12 de septiembre, y Argentina y México pidieron postergar
la votación. También hubo disensos en el seno de Mercado Común del Sur
(Mercosur) (Brasil, Paraguay y Uruguay por un lado y la Argentina, por el
otro) y la Alianza del Pacífico (Chile y México solicitando la postergación,
Perú en silencio y Colombia en favor de Claver-Carone). Con el correr de los
días hubo otra diferencia: los alineados con Washington procuraron
consolidar y ampliar el voto regional a favor del candidato de Trump,
mientras el cuarteto que bregaba por la postergación, compuesto por
Argentina, Chile, Costa Rica y México, apuntó a lograr el acompañamiento de
los miembros extrarregionales del banco, en especial de los países europeos.




¿Cuáles eran las opciones para los que cuestionaban que Estados Unidos
estaba incumpliendo un pacto político tácito que desde 1959 se había
cumplido mediante la elección de un latinoamericano para la presidencia del
BID? La probabilidad de lograr la postergación fue siempre muy baja: se
necesitaba una adhesión mayoritaria improbable por las divisiones
intralatinoamericanas o la concreción de un aplazamiento concertado con
Estados Unidos, lo que era a todas luces imposible, tal como se reflejó en
las entrevistas brindadas por el candidato de Trump. La probabilidad de
llegar a la fecha de elección y no dar el quórum –por reglamento del BID eso
requería 25% de los votos– era igualmente muy reducida, ya que exigía un
notable grado de coordinación (que era prácticamente inexistente). La
riesgosa decisión de acudir a esta modalidad podía interpretarse como hostil
por parte de Estados Unidos (que además, con 30,006% de los votos, puede
unilateralmente impedir el quórum). También exigía un compromiso tácito muy
fuerte y seguro de latinoamericanos y europeos (que era inviable pues
Washington también desplegó su diplomacia a los dos lados del Atlántico).



En los días previos a la elección del nuevo presidente del banco, Chinchilla
y Béliz bajaron sus candidaturas de manera separada. Era evidente que
ninguno de los dos habría logrado los votos necesarios. Ahí se abrió la
abstención como posibilidad. El 12 de septiembre, Claver-Carone, el único
candidato en competencia, resultó elegido con 30 votos (equivalente a 66,8%
de los apoyos), mientras la abstención obtuvo 16 votos, de los cuales 5 eran
de la región (Chile, Argentina, México, Perú y Trinidad y Tobago) y 11 eran
extrarregionales (esencialmente europeos). La más reciente votación con un
solo candidato fue la reelección de Luis Alberto Moreno en 2015: obtuvo
96,2% de los respaldos. El resultado que lleva a un estadounidense a la
presidencia del BID puede interpretarse como una prueba de insatisfacción
política o como la demostración de un déficit de legitimidad de origen. En
todo caso, Washington logró su objetivo y hoy controla el banco. La
fragmentación de América Latina ha sido sin duda artífice de ese logro.



En solo dos años (2019-2020) se ha generado un gran descalabro en el sistema
interamericano en materia de defensa, derechos humanos y finanzas. El
presidente Trump, con una relativamente nutrida participación de gobiernos
de Latinoamérica, ha ido reconfigurando las relaciones entre Washington y la
región. En ese sentido, la próxima elección presidencial en Estados Unidos
tiene ahora para los latinoamericanos un significado mucho más importante
que las recientes votaciones en ese país: o se ahonda la quiebra del sistema
interamericano con consecuencias imprevisibles para la región, o se intenta
paliar los daños ya producidos mediante la limitación de la arbitrariedad de
Washington. Para lo primero, la desunión latinoamericana será un factor
coadyuvante; para lo segundo, se requerirá reducir la grieta intrarregional.




* Es sociólogo, con un Ph.D. en Relaciones Internacionales por The Johns
Hopkins University School of Advanced International Studies en Washington,
DC (Estados Unidos). Vicerrector y profesor plenario del Departamento de
Ciencia Política y Estudios Internacionales de la Universidad Di Tella
(Argentina) y ex-director del mismo departamento (2012-2016). Fue profesor
asociado de la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá) y cofundador y
director del Centro de Estudios Internacionales (CEI) de la Universidad de
los Andes (Bogotá, Colombia, 1982-1998). Es especialista en política
exterior, narcotráfico, terrorismo y crimen organizado.

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