Cultura/ Ígor Stravinsky, el gran compositor del siglo XX. [Guilherme de Alencar Pinto]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Abr 23 12:12:59 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

23 de abril 2021

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Cultura



Ígor Stravinsky (1882-1971)



El gran compositor del siglo XX



El 6 de abril se cumplieron 50 años de la muerte del ruso Ígor Stravinsky.
Fue el artífice de una obra extensa, variadísima, realizada con excepcional
pericia, caracterizada por una peculiar vitalidad, por el amor al cuerpo, la
danza y la materia sonora, con una poética singular y una confluencia única
de gustos e ingredientes. Fue uno de los más grandes compositores de todos
los tiempos.



Guilherme de Alencar Pinto

Brecha, 23-4-2021

https://brecha.com.uy/



Si la música erudita significara algún rédito para la condición de
influencer, podría crearse alguna movida para cancelar a Ígor Stravinsky. Si
bien es cierto que, pese a haber nacido en una familia aristocrática, tuvo
el valor adolescente de renegar de la religión y simpatizar con el
liberalismo político, cuando la revolución bolchevique lo despojó de todos
sus bienes y lo privó de sus rentas, se volvió un feroz anticomunista. Esa
postura lo llevó, en el correr de la década del 20, a la nostalgia del
zarismo, a un regreso a la fe ortodoxa y a profesar sin tapujos su
antisemitismo. Se adhirió al fascismo y quedó muy feliz porque se le
concedió una charla a solas con el mismísimo Benito Mussolini. Cuando, en
1938, las autoridades nazis incluyeron su música en una nómina de «música
degenerada», por ser modernista y porque lo calificaron de judío, se sintió
apenado por el error e hizo llegar a la oficina de Asuntos Exteriores de
Alemania una carta en la que insistía sobre su condición de ario. La misiva
iba acompañada por un árbol genealógico que demostraba sus raíces en la
aristocracia polaca, y en ella agregaba: «Detesto todo tipo de comunismo,
marxismo, el execrable monstruo soviético, y también todo liberalismo,
democratismo, ateísmo, etcétera». Con ello logró la plena rehabilitación por
el régimen alemán, al menos por un breve plazo. Lo patético es que, pocos
meses después, los nazis lo prohibieron de todos modos, porque prevaleció la
aversión del régimen a la música degenerada (modernista). De cualquier
manera, a esa altura Stravinsky ya se había mudado, prudentemente, a Estados
Unidos. En otro terreno menos grave, fue flor de mentiroso y mistificador, y
montones de veces tergiversó su propia historia en función de alimentar su
prestigio y su posición como «el gran compositor del siglo XX». En buena
medida lo logró (¡y acá estamos, homenajeándolo!).



A su favor, en todo caso, se puede decir que supo recapacitar. En Estados
Unidos volvió a abrazar el liberalismo, condenó el nazifascismo, aceptó un
encargo del Estado de Israel para componer Abraham and Isaac (1963) y tuvo
el gesto generoso de donar los manuscritos de esa obra a la Biblioteca de
Jerusalén. Por suerte, nadie está proponiendo la idea tonta de cancelar a
Stravinsky y, ya que se trata de uno de los compositores más difundidos de
la música erudita del siglo XX, podemos apreciar los frutos de sus 70 años
de actividad creativa y genial, que incluyen fases muy distintas y
vinculables a signos ideológicos y a estéticas muy contrastables unas con
las otras.



La formación



Ígor Fiódorovich Stravinsky nació en 1882 en Oranienbaum, cerca de San
Petersburgo. Fue el más importante y legítimo heredero de las grandes
luminarias de la música erudita rusa del siglo XIX. Su padre, Fiódor
Stravinsky, fue un bajo operístico respetadísimo que llegó a cantar
acompañado al piano por Modest Músorgsky e interpretó roles en los estrenos
de las óperas de Piotr Chaykovsky, Aleksandr Borodín y Nikolái
Rimsky-Kórsakov. Gracias a su condición de terrateniente, era muy adinerado
y su enorme biblioteca personal incluía una notable colección de partituras.
Ígor no tenía memoria de haber aprendido a leer música en un momento
concreto y algunos de sus primeros recuerdos ya lo encontraban enfundado
entre las partituras de la colección paterna, aun antes de alfabetizarse. A
los 20 años se convirtió en discípulo de Rimsky-Kórsakov (1844-1908), con
quien estudió composición, orquestación y se perfeccionó en materias
teóricas. Al inicio fue uno de los protegidos del maestro, pero a este se le
enfrió bastante el entusiasmo por su discípulo cuando empezó a manifestar
admiración por los compositores impresionistas franceses Claude Debussy y
Maurice Ravel, a quienes él detestaba. Una vez que Rimsky-Kórsakov
prácticamente comenzó a comandar la vida musical de San Petersburgo, las
perspectivas de expansión de la carrera de Stravinsky se vieron algo
acotadas. Hasta que…



Consagración



No hubo en la música erudita una carrera musical establecida en forma tan
veloz y contundente como la de Stravinsky. Hasta 1909 era un talentoso
estudiante avanzado en San Petersburgo. En 1910 era un excelente compositor
que jugaba con los grandes del momento en la escena parisina. En 1911 era
muy famoso: la gran novelería del momento. Y en 1913 entró a la historia con
una reputación a prueba de balas, siendo algo así como el Pelé o el Maradona
de la música erudita del siglo XX. No siempre pasa, pero en su caso se
conjugaron la suerte y el talento. El empresario Serguéi Diáguilev
(1872-1929) venía realizando, desde 1906, una serie de presentaciones de
arte ruso en París. Sus Conciertos históricos rusos (1907) contribuyeron a
poner de moda en Occidente a compositores como Músorgsky y Borodín (ya
fallecidos), junto con Rimsky-Kórsakov, y lanzaron como estrellas al
pianista Serguéi Rajmáninov y al bajo Fiódor Chaliapin, lo que propició una
fuerte moda de música rusa. En 1909 armó los Ballets Russes, presentando en
París algunas luminarias del Balé Imperial Ruso, como las jóvenes estrellas
de la danza Vaslav Nijinsky y Tamara Karsávina. Esos espectáculos globales
incluían coreografías, composiciones musicales, argumentos, vestuarios y
escenografías muy originales. Las temporadas de los Ballets Russes fueron,
por algunos años, uno de los eventos cruciales de la agenda cultural
parisina.



Para la temporada de 1910, Diáguilev había planificado un ballet original
sobre el asunto ruso folclórico del pájaro de fuego. Acudió a todos los
compositores relevantes que pensó que podían agarrar viaje con el proyecto,
como Aleksandr Cherepnín, Anatoli Liádov y Nikolái Sokolov, pero
sucesivamente le fallaron. Qué más hacer: estaba el muchacho ese,
Stravinsky, que, al menos, había demostrado que sabía orquestar muy bien.
Nadie esperaba lo que iba a pasar. El pájaro de fuego no podría haber sido
más perfecto para los propósitos de Stravinsky y para el público del París
de la belle époque. La seductora combinación de rusismo y modernidad, aparte
de lucir totalmente a tiro con lo que había de más avanzado en el medio
(recordemos que Stravinsky había absorbido plenamente a los impresionistas),
estaba potenciada con un increíble y gozoso festival de colores sonoros
tímbricos y armónicos exquisitamente realizados; una enorme variedad de
climas, que incluían melodías contenidamente tiernas asociadas a las
princesas; ritmos bárbaros y ritmos lúgubres asociados al brujo Kashchey;
aparte de los revoloteos del pájaro y un final solemne y glorioso, que ponía
los pelos de punta. Había, además, un especialísimo sentido del tiempo,
digno de un Beethoven en lo que refiere al timing de los crecimientos
emotivos, de las esperas, y al manejo, siempre vital, de los engaños
rítmicos, que producen sorpresa al traicionar nuestras expectativas, pero
tienen su gracia intrínseca, suenan orgánicos y no se reducen a una mera
deformidad. Los oídos atentos podían distinguir algunos procedimientos
innovadores: las armonías basadas en la «escalera de terceras», la
desincronización entre melodía y armonía en el finale.



El pájaro de fuego fue estructurado de una manera tradicional para un
ballet, es decir, en números danzados alternados con momentos de pantomima,
con la música unificada por algunos leitmotivs. De hecho, buena parte de la
música fue compuesta con Stravinsky improvisando al piano mientras el
coreógrafo Mijail Fokin le mostraba, bailando, su planteo de la coreografía.
Sin embargo, ya establecido, Stravinsky pudo comandar plenamente su
siguiente proyecto para los Ballets Russes, estrenado en 1911. El concepto
de Petrushka fue desarrollado junto con Diáguilev y Alexandre Benois: en una
feria popular rusa un titiritero deslumbra al público con la expresividad de
sus marionetas. El titiritero tiene poderes mágicos e infunde vida a los
muñecos. La contrapartida de ello es que las marionetas tienen sentimientos,
se arma un triángulo amoroso entre el pierrot del título, la bailarina y el
moro, y todo termina en tragedia. Fue con esta obra que Vaslav Nijinsky se
convirtió en un mito. Años después, un testigo británico comentó, comparando
su desempeño en el rol con el de otros bailarines: «Él sugería un muñeco que
a veces imitaba a un ser humano, mientras que todos los demás intérpretes
transmitían un bailarín que imitaba a un muñeco».



Buena parte del carácter ruso de Petrushka se basaba en melodías
folclóricas. Esto, de por sí, no implicaba ninguna novedad: hacía más de un
siglo que distintos compositores recurrían a melodías folclóricas para
otorgar color local a ciertas obras. Pero Stravinsky las usó como una de las
bases de su modernidad. El empleo del folclore no era sólo tradición,
autenticidad y exotismo, sino también la clave misma para generar nuevas
ideas: nuevas relaciones entre las notas, el tratamiento modular de las
melodías, nuevas métricas, nuevas maneras de estructurar, una nueva
sensibilidad a las repeticiones. Posteriormente, cuando el compositor quiso
venderse al mundo como un aristócrata facho occidentalizado, buscó ocultar o
disminuir ese aspecto folclorista, que fue bastante profundo. Así, quien
terminó quedándose con la reputación de principal folclorista-modernista fue
su coetáneo húngaro Béla Bartók (1881-1945), pero lo cierto es que
Stravinsky había sido más precoz y una importante influencia para Bartók. Si
bien Stravinsky no fue un etnomusicólogo –como sí lo fue Bartók–, algunas
veces recogió melodías en su residencia rural y, además, siguió muy de cerca
los trabajos de Ievguiéniia Liniova, una de las pioneras (si no la pionera)
en el trabajo etnomusicológico con criterio científico. Esa irrupción de una
alternativa de la modernidad que está construida a partir de datos que
vienen de la población periférica de un país periférico (el campesinado
ruso) es importantísima en un contexto –el de la música erudita– cuya propia
definición implica un proceso globalizador cuyo epicentro está en Europa
Occidental.



Algunos pasajes de Petrushka están concebidos como si fueran acordes
distintos que suenan en forma simultánea, y en algunos puntos la relación
entre esos acordes es sumamente disonante. A partir de esta obra, las
nociones de poliacorde y politonalidad se instalaron con firmeza en el mundo
musical. La rítmica era sumamente compleja, quizá de lo más complejo que se
hubiera hecho hasta el momento. Los elementos se enganchan como si
estuvieran cortados con tijera y pegados unos con otros, como si formaran
parte de un collage. A veces ese cortar y pegar es imperfecto y, entonces,
por un lapso, parecen correr dos músicas distintas en simultáneo, hasta que
la primera de ellas desaparece. Las intervenciones de piano sólo sugerían
una manera totalmente nueva de abordar el instrumento, enfatizando su
carácter de percusión. Era muy fácil encontrar analogías entre esos procesos
y la plástica cubista, y también con el jovencísimo arte cinematográfico.



Hay más. Toda la cultura de estudios folclóricos del siglo XIX estuvo
vinculada a la noción del paisano, el hombre del campo como representante
esencial del espíritu de la nación, no mediatizado por el cosmopolitismo
burgués del hombre urbano. El mundo digno ocurría entre esos dos polos: el
campesino puro y el burgués cultivado y cosmopolita. El propio Bartók
participó de esa noción, muy difundida hasta muy avanzado el siglo XX. Al
embreñarse por los rincones más recónditos del interior de Hungría, Bartók
buscaba la «verdadera» música húngara, a diferencia de aquella, «falsa», que
había servido de referencia para Franz Liszt y que, en realidad, derivaba de
los conjuntos gitanos y no era el «verdadero» folclore. En Petrushka,
Stravinsky incorporó, además de los elementos folclóricos, elementos tanto
de la música característica del proletariado urbano como de la música de la
pequeña burguesía: eso que actualmente llamamos música popular. Ahí aparecen
un valsecito, música de organillo, una marchita con trompeta, como
inserciones pegadas a una obra que, en términos generales, luce totalmente
distinta de esas intervenciones. Son como objets trouvés insertados en la
composición. Esos elementos banales de la cotidianidad musical también se
pueden vincular al procedimiento cubista de pegar en los cuadros pedazos de
diario o imitaciones de letreros y propagandas.



Con el éxito descomunal de Petrushka, Stravinsky pasó a ser parte del jet
set artístico-intelectual parisino. Era amigo de Debussy, Ravel, Erik Satie,
Pablo Picasso y Jean Cocteau. Así, pudo embarcarse en un proyecto aún más
osado. Su tercera producción para los Ballets Russes fue La consagración de
la primavera (1913), unánimemente considerada su obra máxima. Fue algo
totalmente nuevo en el mundo del ballet, ya que no contaba una historia,
sino que representaba un ritual. Ubicada en territorio ruso en tiempos
precristianos, describe una ceremonia de fertilidad basada en estudios
etnológicos, pero con elementos inventados. Hay invocaciones y luego se
selecciona a una virgen para el sacrificio humano que ocurre al final. La
coreografía original fue del propio Nizhinsky y resultó todo un hito: nadie
vestía ropas pegadas al cuerpo, nadie bailaba en puntas de pie, nadie debía
expresar emociones con el rostro. Se evitaba cualquier movimiento lánguido o
expresivo; en cambio, todo se resumía a unos contados gestos estilizados,
angulosos, y todo eso sobre unos paneles pintados en un estilo que recordaba
al de Paul Cézanne o al de Marc Chagall.



La música de La consagración… iba más lejos que la de Petrushka en cuanto a
modernidad y en el uso de fuentes folclóricas. En muchas ocasiones parecía
no haber criterio alguno para determinar un centro tonal, las disonancias
eran más extremas y más insistentes. El nivel avasallador de ruidaje estaba
posibilitado por un contingente enorme de instrumentos de percusión en el
contexto de una orquesta gigantesca. La música sonaba muy rítmica, pero,
además, el ritmo era empleado de una forma estructural que no tenía
precedentes. En uno de los episodios se delineaba un «tema» tan sólo con el
patrón de acentos de unos acordes graves repetidos, y ese patrón de ritmo
era, en sí mismo, objeto de un desarrollo temático (es decir, se trabajaba
temáticamente un patrón puramente rítmico, sin configuración melódica). Todo
era tan peculiar que la sensación no era tanto la de una evolución como la
de encontrarse frente a algo radicalmente nuevo: se había inaugurado un
nuevo período en la historia de la música.



El estreno de La consagración… fue uno de los escándalos más recordados que
haya habido en un espectáculo musical. A las risas de sorna, las protestas
horrorizadas y los abucheos pronto se sumaron los gritos de los defensores
de la obra, al punto de tapar el sonido de la orquesta. Los distintos
relatos de esa velada refieren a paraguazos, improperios y objetos tirados
por la gente a la orquesta y los bailarines. No fue el único escándalo
ocurrido en una sala de concierto a inicios del siglo XX: la estética se
veía entonces como un patrón de medida de los rumbos de la sociedad. Muchos
espectadores tomaban la alteración de sus costumbres como una afrenta, una
ofensa, una amenaza al orden social; otros pretendían precisamente eso y se
regocijaban con épater le bourgeois (espantar a los burgueses).



Con la corriente



La Primera Guerra Mundial agarró a Stravinsky fuera de Rusia. Se refugió
mayormente en Suiza. Estaba allí cuando, en 1917, ocurrió la revolución
bolchevique. Su «fase rusa» se prolongó hasta 1922, siempre en el exilio. En
ella profundizó los caminos planteados con los Ballets Russes, en los que
exploraba el modernismo con base folclorista y con la eventual intrusión de
elementos de la música popular (coqueteos con el ragtime y el jazz). Tuvo
una obsesión cada vez mayor con lo mecánico, lo maquinal, lo no expresivo, y
tendió a trabajar con agrupaciones menos convencionales de instrumentos y
más chicas. La obra más notoria de esa etapa es el más extraño de sus
ballets, La boda, esencialmente compuesto en 1917, pero finalizado en 1922.
Al igual que La consagración…, se trataba de la representación de un ritual,
el de una boda campesina. La música era cantada, con lo que cada personaje
tenía una existencia escénica bifurcada: una encarnación que bailaba y una
voz que, alevosamente, provenía de los costados. La formación instrumental
era estrafalaria: cuatro pianos de cola y un largo contingente de percusión
que debían estar sobre el escenario, entreverados con los bailarines.



Una vez que el Ejército Rojo ganó la guerra civil rusa y quedó claro que el
régimen bolchevique duraría un buen rato, Stravinsky empezó a hacerse la
cabeza de que ya no regresaría a su país natal, en el que, además, su música
se prohibió por modernista y por proceder de un compositor explícitamente
opositor. Pragmático, decidió que no quería pasar el resto de su vida como
un expatriado y se dedicó a vender la imagen de un compositor occidental
más, fuertemente vinculado a las tradiciones de la música erudita europea.
Tendió a recurrir a formaciones instrumentales estereotipadas y a formas
establecidas (sinfonías, conciertos, sonatas). Muchas de sus músicas
contenían glosas de referentes de distintas épocas de la historia: el
medieval Guillaume de Machaut, el manierista Carlo Gesualdo, el barroco
Johann Sebastian Bach, el clásico Wolfgang Amadeus Mozart, el posromántico
ruso Chaykovsky. Algunas de sus obras trataron temáticas de la Grecia
antigua y tuvieron textos en latín. Esta etapa de su trabajo tendió a ser
calificada de neoclásica. Eso resultó muy divertido para sus seguidores y
fue objeto de burla de sus detractores. Arnold Schoenberg, su principal
rival en cuanto líder de la modernidad musical, publicó una pieza satírica
con texto propio en la que hablaba del «pequeño Modernsky» jugando con su
tamborcito y usando una peluca dieciochesca.



Otros aspectos de la actitud clásica fueron la objetividad y el
profesionalismo. Empezó a abrazar la idea de que la música no expresa
sentimientos, sino que es un objeto agradable engendrado por un artesano. En
calidad de tal, trabajaba por encargo, no en función de una inspiración. Su
prestigio inigualable tenía su rédito en plata. Comentó que pretendía ganar
cada moneda que le había sido negada a Mozart, ya que el gran compositor de
Salzburgo había muerto en la pobreza. Entonces, nadaba según la corriente.
Una vez que se estableció en Estados Unidos, en 1939, su música volvió a
cambiar, adaptándose a un público superficial y provinciano. La ligereza de
su Sinfonía en do (1940) tiene que ver con que fue encargada por una mecenas
estadounidense. Y si su siguiente sinfonía, Sinfonía en tres movimientos
(1945), regresó al aire bárbaro de la etapa rusa fue porque en 1940 Walt
Disney había incluido La consagración… en su película Fantasía y el público
yanqui esperaba eso. Pero luego, a inicios de la década del 50, el impulso
de las vanguardias radicales de la posguerra fue tan fuerte que uno ya no
podía jugar en las primeras filas del arte haciendo de pequeño Modernsky. Ya
fallecido Schoenberg (1951), Stravinsky tomó a su exrival como un nuevo
modelo. Junto con las influencias de Anton Webern y Pierre Boulez,
Schoenberg fue el guía de su etapa final, en la que, en forma muy paulatina,
el compositor septuagenario se fue metiendo con los procedimientos seriales,
y su música volvió a ambientarse, si no en la vanguardia, al menos en la
contemporaneidad, manteniendo su vigencia.



Se forró de plata. Vivió en una mansión en Hollywood. Celebró sus 80 años en
una cena con el presidente John Kennedy. En 1962 fue invitado a visitar
Rusia por primera vez desde 1914 y fue recibido por el premier Nikita
Jrushchov. Siguió componiendo hasta los 84, mientras le dio la salud.
Falleció en 1971, en Nueva York.



Legado



La fase rusa de Stravinsky no dejó a nadie indiferente y ejerció una
influencia incluso entre sus mayores, que lo habían influido a él: Debussy,
Ravel, Satie. Prácticamente todo compositor de aquella época que no seguía
la carretera principal de la música alemana lo tomó como referencia,
incluidos dos de sus más célebres coetáneos europeos (Bartók y Varèse) y
varios estadounidenses (Ives, Copland) y latinoamericanos (Villa-Lobos,
Chávez, Revueltas, Fabini). Sus coqueteos irreverentes con la música popular
y la politonalidad fueron fundamentales para el Grupo de los Seis (una
generación de compositores franceses). Ese aspecto rítmico, popular y
folclórico implicó un puente muy atractivo para músicos populares, tanto del
jazz (Ellington, Kenton, Brubeck) como de otros géneros (Piazzolla,
Viglietti). La dureza disonante, la austeridad, el orden, el maquinismo
futurista y el dominio emocional de la etapa neoclásica, empujados por la
ideología profesada por el compositor, atrajeron a muchos compositores en la
Italia fascista (Casella, Pizzetti) y, por esa vía, son características que
llegaron a la música para cine (sobre todo, en Fusco y Rota). Además,
Stravinsky fue, quizá, el primer compositor que sugirió la prescindencia
radical de un estilo, ese criterio que luego se vería en la música popular
de la época roquera (sobre todo, en The Beatles). Cuando las vanguardias de
la década del 50 parecían llegar a un callejón sin salida, los minimalistas
estadounidenses (Reich, Glass, Riley) y quizá alguno de los europeos
(Andriessen) recurrieron a Stravinsky como una vía de salida basada en la
recuperación de un ritmo activo, de configuraciones melódicas simples y de
algunos procesos de transformación gradual con una alta tasa de
repetitividad.

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