Cultura/ "Fellini es más grande que el cine". [Martin Scorsese}

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Ago 8 20:26:25 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

8 de agosto 2021

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Cultura



El homenaje de un maestro a otro



“Fellini es más grande que el cine”



Antaño, las muchedumbres entusiasmadas se agolpaban en las salas de cine
para ver la última película de Jean-Luc Godard, Agnès Varda o John
Cassavetes. El cine, convertido en entretenimiento visual, ha perdido su
magia, considera Martin Scorsese. Con este homenaje a Federico Fellini, el
director intenta recuperarla.



Martín Scorsese

Le Monde Diplomatique, agosto de 2021

https://mondiplo.com/

Traducción de Carles Morera



La cámara se fija en la espalda de un joven que camina decidido hacia el
oeste por una calle abarrotada de Greenwich Village. Bajo un brazo lleva
libros. En la otra mano, un número del Village Voice. Camina deprisa,
dejando atrás hombres vestidos con gabardina y sombrero, mujeres con
pañuelos en la cabeza que empujan carritos de la compra plegables, parejas
cogidas de la mano, y poetas y chulos y músicos y borrachines, frente a
farmacias, licorerías, restaurantes y bloques de apartamentos. Pero el joven
solo se fija en una cosa: la marquesina del Art Theatre, que exhibe Shadows,
de John Cassavetes y Los primos, de Claude Chabrol.



El joven toma nota mental y entonces cruza la Quinta Avenida y sigue
caminando hacia el oeste, pasando librerías y tiendas de discos y estudios
de grabación y zapaterías hasta llegar al Playhouse de la Calle 8: ¡Cuando
pasan las cigüeñas e Hiroshima Mon Amour y próximamente Al final de la
escapada!



Seguimos tras él mientras gira a la izquierda por la Sexta Avenida y dejamos
atrás restaurantes y más licorerías y kioscos de prensa y un estanco y
cruzamos la acera para ver mejor la marquesina del Waverly: Cenizas y
diamantes, de Andrzej Wajda.



Da media vuelta y vuelve hacia el este por la Cuarta dejando atrás el Kettle
of Fish y la Judson Memorial Church hasta Washington Square, donde un hombre
vestido con un traje harapiento reparte folletos con la imagen de Anita
Ekberg cubierta de pieles: La dolce vita se estrena en una de las
principales salas de teatro de Broadway, ¡con asientos reservados a la venta
a precio de entrada de Broadway!



Camina desde La Guardia Place hasta Bleecker, dejando atrás el Village Gate
y el Bitter End hasta llegar al Bleecker Street Cinema, que tiene en cartel
Como en un espejo, Tirad sobre el pianista, El amor a los veinte años, y La
noche, ¡que ha aguantado tres meses en cartelera! Se pone a la cola para la
película de Truffaut, abre su ejemplar del Voice por la sección de cine y un
maná de riquezas brota desde las páginas y revolotea a su alrededor: Los
comulgantes, Pickpocket, El ojo maligno, La mano en la trampa, pases de Andy
Warhol, Cerdos y acorazados, Kenneth Anger y Stan Brakhage en Anthology Film
Archives, El confidente… Y en mitad de todo eso, alzándose imponente sobre
el resto: ¡Joseph E. Levine presenta 8½, de Federico Fellini! Mientras pasa
las páginas enfervorecido, la cámara asciende sobre él y la multitud
expectante como elevada por las olas de su excitación.



Adelantemos al momento presente. El arte del cine está siendo
sistemáticamente devaluado, marginado, menospreciado y reducido a su mínimo
común denominador: “contenido”. Hace apenas quince años, el término
“contenido” solo se escuchaba cuando la gente discutía sobre cine a un nivel
serio, y siempre en contraste con la “forma”. Entonces, gradualmente, empezó
a usarse más y más por aquellos que tomaron el control de los grupos de
comunicación, que en su mayoría desconocían todo sobre la historia de este
arte o no tenían el interés suficiente como para pensar siquiera que debían
saber algo. El término “contenido” pasó a hacer referencia a cualquier
imagen en movimiento: una película de David Lean, un vídeo de gatitos, un
anuncio de la Super Bowl, la secuela de una película de superhéroes, un
capítulo de una serie… Se asociaba, claro, no a la experiencia de una sala
de cine, sino a la del visionado en el hogar, en las plataformas de
streaming que han vaciado las salas de cine, como ya hiciera Amazon con las
tiendas físicas. Por un lado, esto ha sido bueno para los cineastas, yo el
primero. Por otro, ha creado una situación en la que todo se presenta al
espectador en igualdad de condiciones, lo que suena democrático sin serlo.
Si lo próximo que vas a ver viene “sugerido” por algoritmos que se basan en
lo que ya has visto y dichas sugerencias se basan solo en temas o géneros,
¿qué supone eso para el arte cinematográfico?



La prescripción no es antidemocrática o “elitista”, un término tan manido
hoy día que ha perdido su significado. Es un acto de generosidad: estás
compartiendo aquello que amas y te resulta inspirador (de hecho, las mejores
plataformas de streaming, como Criterion Channel y MUBI o canales
tradicionales como TCM se basan en la prescripción, es decir, hay alguien
ahí filtrando el grano de la paja). Mientras que los algoritmos, por
definición, se basan en cálculos que tratan al espectador como mero
consumidor y nada más.



Como en un sueño



Las elecciones que hacían distribuidores como Amos Vogel de Grove Press en
los años sesenta no solo eran actos de generosidad, a menudo también lo eran
de valentía. Dan Talbot, que era un exhibidor y programador de salas de
cine, fundó New Yorker Films para distribuir una película que amaba, Antes
de la revolución, de Bertolucci, una apuesta todo menos segura. Las
películas que llegaron a nuestras orillas gracias al empeño de este y de
otros distribuidores, comisarios y exhibidores generaron un momento
extraordinario. Las circunstancias de dicho momento se han ido para no
volver, desde la preponderancia de la sala de cine hasta el entusiasmo
compartido respecto a las posibilidades de esta disciplina. Por eso vuelvo
tan a menudo a aquellos años. Me siento afortunado por haber sido joven y
haber estado vivo y abierto a todo aquello mientras sucedía. El cine siempre
ha sido mucho más que contenido y siempre lo será, y los años en que
aquellas películas llegaban de todas partes del mundo conversando unas con
otras y redefiniendo la disciplina semanalmente son la prueba.

En esencia, aquellos artistas estaban lidiando constantemente con la
pregunta de qué es el cine para después lanzársela a la siguiente película y
que esta diera su respuesta. Nadie trabajaba en un vacío, y todo el mundo
parecía responder a y alimentarse del resto. Godard y Bertolucci y Antonioni
y Bergman e Imamura y Ray y Cassavetes y Kubrik y Varda y Warhol estaban
reinventando el cine con cada nuevo movimiento de cámara y cada nuevo corte,
y cineastas más asentados como Welles y Bresson y Huston y Visconti se
vieron revigorizados por aquel estallido de creatividad que los rodeaba.



En el centro de todo aquello había un director por todos conocido, un
artista cuyo nombre era sinónimo del cine y sus posibilidades. Era un nombre
que instantáneamente evocaba un cierto estilo, cierta actitud frente al
mundo. Tanto fue así que se convirtió en un adjetivo. Supongamos que querías
describir la atmósfera surreal de una fiesta o una boda o un funeral o una
convención política o, ya puestos, el sinsentido del mundo entero: bastaba
con pronunciar la palabra “felliniano” y la gente entendía exactamente a qué
te referías.



En los sesenta, Federico Fellini se convirtió en más que un cineasta. Al
igual que Chaplin y Picasso y los Beatles, trascendía su propio arte. A
partir de cierto momento, ya no se trataba de tal o cual película y pasó a
tratarse del conjunto de todas sus películas combinadas en un gran gesto
inscrito a lo largo y ancho de la galaxia. Ir a ver una película de Fellini
era como ir a escuchar a Maria Callas cantar o ver actuar a Laurence Olivier
o ver bailar a Nureyev. Sus películas hasta empezaron a incorporar su
nombre: Fellini Satiricón, Fellini 8½. El único ejemplo cinematográfico
comparable era Hitchcock, pero aquello era otra cosa: una marca, un género
en sí mismo. Fellini era el virtuoso del cine.



La absoluta maestría visual de Fellini empezó a manifestarse en 1963 con su
8½, en la que la cámara planea y flota y se eleva entre realidades internas
y externas, al compás del humor cambiante y los pensamientos secretos del
alter ego de Fellini, Guido, interpretado por Marcello Mastroianni. Pienso
en fragmentos de esa película, que he visto en incontables ocasiones, y aun
hoy me encuentro a mí mismo preguntándome: “¿Cómo lo ha hecho? ¿Cómo es que
cada movimiento y cada gesto y cada ráfaga de viento parece darse en el
momento justo? ¿Cómo puede ser que todo resulte inquietante e inevitable
como en un sueño? ¿Cómo puede ser que cada momento resulte tan rico y como
habitado por un anhelo inexplicable?”.



El sonido jugaba un papel importante en esa atmósfera. Fellini era tan
creativo con el sonido como con las imágenes. El cine italiano tiene una
larga tradición de postsincronización de sonido que comenzó bajo el mandato
de Mussolini, que decretó que todas las películas importadas de otros países
debían doblarse. En muchas películas italianas, incluso en algunas de las
más importantes, el carácter desencarnado de la banda sonora puede resultar
desconcertante. Fellini sabía cómo usar esa desorientación como herramienta
expresiva. Los sonidos y las imágenes en sus películas juegan y se resaltan
unos a otros de tal manera que la experiencia cinematográfica al completo se
desarrolla como una partitura musical o como un gran pergamino
desenrollándose. Hoy en día, la gente alucina con las últimas herramientas
tecnológicas y con lo que pueden hacer. Pero las cámaras digitales ligeras y
las técnicas de posproducción como los retoques digitales no hacen la
película por ti: lo importante siguen siendo las decisiones que tomas
durante su creación. Para los grandes artistas como Fellini no hay elemento
pequeño, todo importa. Estoy seguro de que le habrían fascinado las cámaras
digitales ligeras, pero no habrían cambiado el rigor y la precisión de sus
decisiones estéticas.



Es importante recordar que Fellini comenzó en el neorrealismo, lo que
resulta interesante porque en muchos aspectos acabó representando su polo
opuesto. De hecho, fue uno de los inventores del neorrealismo, en
colaboración con su mentor Roberto Rossellini. Ese momento sigue
impresionándome. Inspiró tantas cosas en el cine, y dudo que toda la
creatividad y exploración de los cincuenta y los sesenta se hubiera
producido sin los cimientos aportados por el neorrealismo. No fue tanto un
movimiento como un grupo de artistas del cine respondiendo a un momento
inimaginable en la vida de su nación. Tras veinte años de fascismo, después
de tanta crueldad y terror y destrucción, ¿cómo seguir adelante como
individuos y como país? Las películas de Rossellini, De Sica, Visconti,
Zavattini, Fellini y tantos otros, películas en las que la estética, la
moralidad y la espiritualidad estaban tan entretejidas que eran
inseparables, jugaron un papel vital en la redención de Italia a ojos del
mundo.



Fellini coescribió Roma, ciudad abierta y Paisá (Camarada) (se dice que
también dirigió algunas escenas del episodio florentino mientras Rossellini
estaba enfermo) y coescribió y actuó en El milagro de Rossellini. Su camino
como artista obviamente se separó pronto del de Rossellini, pero ambos
mantuvieron un gran amor y respeto mutuos. Y Fellini una vez dijo algo muy
astuto: que lo que la gente definía como neorrealismo solo existía en las
películas de Rossellini y en ningún otro lugar. Exceptuando El ladrón de
bicicletas, Umberto D. y La tierra tiembla, creo que lo que Fellini quería
decir era que Rossellini fue el único que confió tan plenamente en la
simplicidad y la humanidad, el único que se empeñó en permitir que la vida
misma se acercara tanto como fuera posible al punto donde poder contar su
propia historia. Fellini, en contraste, era un estilista y un fabulista, un
mago y un contador de historias, pero las bases en términos de experiencia y
ética que recibió de Rossellini fueron cruciales para el espíritu de sus
películas.



Yo crecí al tiempo que Fellini se desarrollaba y eclosionaba como artista y
muchísimas de sus películas fueron tesoros para mí. Vi La strada, la
historia de una joven pobre que es vendida a un forzudo ambulante, cuando
tenía unos trece años, y me golpeó de modo particular. He ahí una película
ambientada en la posguerra pero que se desarrollaba como una balada medieval
o algo incluso anterior, una emanación del mundo antiguo. Lo mismo podría
decirse de La dolce vita, creo, pero esa es un panorama, un vodevil de la
vida moderna y la desconexión espiritual. La strada, estrenada en 1954 (dos
años más tarde en Estados Unidos), era un lienzo más pequeño, una fábula
asentada en lo elemental: tierra, cielo, inocencia, crueldad, afecto,
destrucción.



Para mí, La strada tenía una dimensión añadida. La vi por primera vez con mi
familia en la televisión y a mis abuelos la historia les pareció un fiel
reflejo de las penurias que dejaron atrás en el viejo país. Esta cinta no
fue bien recibida en Italia. Para algunos suponía una traición al
neorrealismo (en aquel entonces ese era el baremo según el cual se juzgaban
las películas) y supongo que ubicar una historia tan descarnada dentro del
marco de una fábula fue algo demasiado desconcertante para muchos
espectadores italianos. En el resto del mundo fue un éxito rotundo, la obra
que lanzó a Fellini. Fue la película a la que Fellini dedicó más trabajo y
sufrimiento –su guion era tan detallado que ¬alcanzaba las seiscientas
páginas, y hacia el final de un rodaje difícil tuvo una crisis nerviosa que
le obligó a ¬pasar por el primero de (creo) muchos psicoanálisis antes de
poder finali¬zarlo. También fue la película que, durante el resto de su
vida, atesoró con más cariño cerca de su corazón.



El “shock” de La dolce vita



Las noches de Cabiria, una serie de episodios fantásticos en la vida de una
prostituta (que sirvió de inspiración para el musical de Broadway y la
película de Bob Fosse Sweet Charity), consolidó su reputación. Como todo el
mundo, la encontré emocionalmente avasalladora. Pero la siguiente gran
revelación llegaría con La dolce vita. Ver esa película en compañía de una
sala abarrotada cuando acababa de estrenarse era una experiencia
inolvidable. La dolce vita fue distribuida en Estados Unidos en 1961 por
Astor Pictures y presentada en un evento especial en un gran teatro de
Broadway, con asientos numerados y entradas caras, el tipo de presentación
que asociábamos a las grandes películas bíblicas como Ben-Hur. Ocupamos
nuestros asientos, las luces se apagaron y vimos cómo se desplegaba ante
nosotros un fresco cinematográfico majestuoso y aterrador y todos
experimentamos el shock del reconocimiento. Estábamos ante un artista que
había logrado expresar la ansiedad de la era nuclear, la sensación de que ya
nada importaba porque todo y todos podíamos ser aniquilados en cualquier
momento. Sentimos ese impacto, pero también la euforia del amor de Fellini
por el arte del cine y, en consecuencia, por la vida misma. Algo parecido se
avecinaba en el rock and roll, en los primeros discos eléctricos de Dylan y
después en el White Album de los Beatles y el Let It Bleed de los Rolling
Stones, álbumes sobre la ansiedad y la deses¬peración, pero que al tiempo
resultaban experiencias trascendentales y emocionantes.



Cuando hace una década presentamos en Roma la versión restaurada de La dolce
vita, Bertolucci dejó muy claro que quería asistir. En aquel entonces ya le
resultaba complicado desplazarse porque iba en silla de ruedas y estaba
aquejado de dolores constantes, pero se empeñó en que tenía que estar allí.
Y tras la proyección me confesó que La dolce vita fue la película que le
hizo dedicarse al cine. Aquello me sorprendió mucho, pues nunca le había
oído hablar de ella. Pero en el fondo, tampoco era tan sorprendente. Aquella
película fue una experiencia estimulante, como una onda expansiva que asoló
la cultura a todos los niveles.



Las dos películas de Fellini que más me afectaron, las que realmente me
marcaron, fueron Los inútiles y 8½. Los inútiles porque capturó algo tan
real y tan precioso que apelaba directamente a mi propia experiencia. Y 8½
porque redefinió mi idea de lo que era el cine, de qué podía hacer y adónde
podía transportarte.



Los inútiles, estrenada en Italia en 1953 y tres años después en Estados
Unidos, fue la tercera película de Fellini y su primera gran obra. También
fue una de las más personales. La historia consiste en una serie de escenas
en la vida de cinco amigos veinteañeros en Rimini, donde se crio Fellini:
Alberto, interpretado por el gran Alberto Sordi; Leopoldo, interpretado por
Leopoldo Trieste; Moraldo, el alter ego de Fellini, interpretado por Franco
Interlenghi; Riccardo, interpretado por el hermano de Fellini; y Fausto,
interpretado por Franco Fabrizi. Estos se pasan el día jugando al billar,
persiguiendo chicas, y paseándose por ahí burlándose de la gente. Tienen
grandes sueños y grandes planes. Se comportan como niños y sus padres los
tratan como tales. Y la vida sigue.



Tuve la impresión de conocer a aquellos chavales, como si hubieran surgido
de mi propia vida, de mi propio barrio. Incluso reconocí parte del lenguaje
corporal, el mismo sentido del humor. De hecho, en cierto momento de mi
vida, yo fui uno de esos chicos. Entendí lo que Moraldo estaba
experimentando, su desesperación por escapar. Fellini lo capturó todo tan
bien –la inmadurez, el aburrimiento, la tristeza, la búsqueda de la próxima
distracción, del próximo estallido de euforia–. Nos regala la calidez y la
camaradería y las bromas y la tristeza y la desesperación interior, todo a
la vez. Los inútiles es una película dolorosamente lírica y agridulce y fue
una inspiración crucial para Malas calles. Es una gran película sobre una
ciudad natal, sobre cualquier ciudad natal.



En cuanto a 8½, toda la gente que conocía en aquel entonces que intentaba
hacer películas tuvo un punto de inflexión, una piedra de toque personal. La
mía fue y sigue siendo 8½.



Torbellino de película



¿Qué hacer después de una película como La dolce vita, que se ha llevado el
mundo por delante? Todos están atentos a cada palabra que pronuncias,
esperando ver qué será lo próximo que hagas. Eso mismo fue lo que le pasó a
Dylan a mediados de los sesenta tras Blonde on Blonde. Para Fellini y para
Dylan, la situación era la misma: habían tocado a legiones de personas, todo
el mundo sentía que los conocía, que los entendía, y, a menudo, que eran de
su propiedad. Es decir: presión. Presión por parte del público, de los fans,
de los críticos y de los enemigos (y los fans y los enemigos a menudo dan la
sensación de confundirse en un solo ente). Presión para producir más. Para
ir más allá. Presión de uno sobre sí mismo.



Para Dylan y Fellini la respuesta fue volver la mirada adentro. Dylan buscó
la simplicidad en el sentido espiritual propugnada por Thomas Merton, y la
encontró tras su accidente de motocicleta en Woodstock, donde grabó The
Basement Tapes y escribió las canciones para John Wesley Harding.



Fellini vivió su propio episodio a principios de los sesenta e hizo una
película sobre su crisis artística. Al hacerlo, emprendió una expedición
arriesgada hacia terrenos inexplorados: su mundo interior. Su alter ego,
Guido, es un director famoso que sufre el equivalente cinematográfico al
miedo a la página en blanco y busca un refugio donde encontrar paz y
orientación, como artista y ser humano. Busca una “cura” en un lujoso
balneario, donde su amante, su esposa, su ansioso productor, sus hipotéticos
actores, su equipo de rodaje y una -heterogénea procesión de fans y
parásitos y clientes del balneario desciende sobre él; entre ellos hay un
crítico que proclama que su nuevo guion “carece de conflicto central y
premisa filosófica” y se reduce a “una serie de episodios gratuitos”. La
presión se intensifica, sus recuerdos de infancia, anhelos y fantasías se
manifiestan inesperadamente día y noche y espera a su musa –que viene y va
fugazmente manifestándose en la figura de Claudia Cardinale– para “crear
orden”.



8½ es un tapiz tejido a partir de los sueños de Fellini. Al igual que en un
sueño, todo parece sólido y bien definido por un lado y etéreo y efímero por
el otro; el tono cambia constantemente, a veces de modo violento. En
realidad, Fellini creó un equivalente visual del monólogo interior que
mantiene al espectador en un estado de sorpresa y alerta y una forma que
constantemente se redefine a medida que se desarrolla. Básicamente estás
viendo a Fellini hacer la película ante tus ojos, porque el proceso creativo
es la estructura. Muchos cineastas han intentado hacer algo por el estilo,
pero creo que nadie más ha conseguido lo que consiguió Fellini aquí. Tuvo la
audacia y el atrevimiento necesarios para jugar con todas las herramientas
creativas, de estirar la cualidad plástica de la imagen hasta un punto en el
que todo parece existir a un nivel subconsciente. Hasta los fotogramas
aparentemente más neutrales, si los miras muy de cerca, tienen un elemento
en la iluminación o la composición que te descoloca, que de algún modo está
infundido de la consciencia de Guido. Al rato, renuncias a intentar
comprender dónde estás, si en un sueño o en un flashback o en la pura y
simple realidad. Lo que quieres es seguir perdido y vagar con Fellini,
rendido a la autoridad de su estilo.



La película alcanza un pico en una escena en la que Guido coincide con el
cardenal en los baños, un viaje al inframundo en busca de un oráculo y un
retorno al fango del que provenimos todos. Al igual que durante toda la
película, la cámara está en movimiento –febril, hipnótica, flotante, siempre
apuntando hacia algo inevitable, algo revelador–. Mientras Guido se abre
paso en su descenso, vemos desde su punto de vista una sucesión de personas
aproximándose a él, algunas dándole consejos para congraciarse con el
cardenal y otras ¬suplicando favores. Entra en una antesala llena de vapor y
se abre camino hasta el cardenal, cuyos asistentes sostienen una sábana de
muselina ante él mientras se desnuda y nosotros le vemos solo como una
sombra. Guido le dice al cardenal que no es feliz, y el cardenal se limita a
dar su inolvidable respuesta: “¿Por qué había de ser feliz?



El problema del hombre no es ese. ¿Quién le ha dicho que venimos al mundo
para ser felices?”. Cada fotograma de esta escena, cada fragmento de
decorado y de coreografía entre cámara y actores, es de una complejidad
extraordinaria. Soy incapaz de imaginarme cuán difícil de ejecutar debió de
ser. En la pantalla se desenvuelve con tanta gracilidad que parece la cosa
más fácil del mundo. Para mí, la audiencia con el cardenal encarna una de
las verdades más destacables de 8½: Fellini hizo una película sobre una
película que solo podría existir como película y como nada más, ni como
pieza musical, ni como novela, poema o baile, solo como obra
cinematográfica.



Cuando 8½ se estrenó, la gente discutió sobre ella incansablemente: así de
dramático fue su efecto. Cada uno teníamos nuestra propia interpretación, y
nos pasábamos horas hablando sobre la película, diseccionando cada escena,
cada segundo. Claro está que nunca llegamos a una interpretación definitiva,
pues la única forma de explicar un sueño es echando mano de la lógica de un
sueño. La película no alcanza una resolución, lo que molestó a mucha gente.
Gore Vidal me contó una vez que le dijo a Fellini: “Fred, a la próxima,
menos sueños, debes contar una historia”. Pero en 8½ la falta de resolución
es más que adecuada, porque el proceso artístico tampoco tiene resolución:
debes seguir adelante. Y cuando acabas, sientes la necesidad de volver a
empezar, igual que Sísifo. Y, al igual que descubriera Sísifo, empujar la
piedra colina arriba una y otra vez se convierte en el propósito de tu vida.



La película tuvo un impacto enorme en los cineastas. Inspiró Alex in
Wonderland, de Paul Mazursky, en la que el propio Fellini hace de Fellini;
Recuerdos, de Woody Allen; y All that Jazz, de Fosse, por no hablar del
musical de Broadway Nine. Como he dicho, soy incapaz de contar cuántas veces
he visto 8½, y no sabría ni por dónde empezar a hablar de las innumerables
formas en que me ha influido. Fellini nos enseñó a todos nosotros qué
significaba ser un artista, esa irreprimible necesidad de hacer arte. 8½ es
la expresión más pura de amor al cine de la que tengo conocimiento.



¿Seguir tras La dolce vita? Difícil. ¿Hacerlo tras 8½? No quiero ni
pensarlo. Con Toby Dammit, un mediometraje inspirado en un relato de Edgar
Allan Poe (el último de los segmentos que conforman el largometraje
colectivo Historias extraordinarias), Fellini llevó al extremo su imaginería
alucinada. La cinta es un descenso visceral a los infiernos. En Satiricón,
Fellini creó algo nunca visto: un mural del mundo antiguo en forma de
“ciencia-ficción invertida”, en sus palabras. Amarcord, su película
semiautobiográfica situada en Rimini durante el periodo fascista, hoy es una
de sus obras más apreciadas (está entre las favoritas de Hou Hsiao-hsien,
por ejemplo), aunque es mucho menos osada que sus películas anteriores. Con
todo, es un trabajo repleto de visiones extraordinarias (me fascinó la
especial admiración de Italo Calvino hacia la película como retrato de la
vida en la Italia de Mussolini, algo que a mí no se me ocurrió). Tras
Amarcord, todas sus películas tienen destellos de brillantez, especialmente
Casanova. Es una película gélida, más helada que el último círculo del
infierno de Dante, y es una experiencia remarcable y estilizada pero
indudablemente intimidante. Dio la impresión de ser un punto de inflexión
para Fellini. Y, la verdad sea dicha, la horquilla entre los setenta y los
ochenta pareció serlo para muchos cineastas en el mundo entero, yo incluido.
La sensación de camaradería que todos habíamos sentido, fuera esta real o
imaginada, pareció romperse y todos se convirtieron en islotes
incomunicados, luchando por hacer su próxima película.



Conocí a Federico lo suficientemente bien como para considerarme amigo suyo.
Nos conocimos en 1970, cuando fui a Italia con una colección de cortos que
había seleccionado para presentarlos en un festival. Contacté con la oficina
de Fellini y me concedieron más o menos media hora de su tiempo. Fue tan
cálido, tan cordial. Le conté que en mi primera visita a Roma me los reservé
a él y a la Capilla Sixtina para el último día. Aquello le hizo reír. “¿Has
visto, Federico? –dijo su asistente– ¡Te has convertido en un monumento
aburrido!”. Le aseguré que aburrido era lo único que jamás podría ser.
Recuerdo que también le pregunté dónde podía encontrar buena lasaña y me
recomendó un restaurante maravilloso –Fellini conocía los mejores
restaurantes en todas partes–.



Años después me mudé a Roma y empecé a ver a Fellini con bastante
frecuencia. Solíamos cruzarnos y quedar para comer. Siempre fue un showman y
con él el espectáculo nunca se detenía. Verle dirigir una película era toda
una experiencia. Era como si dirigiera una docena de orquestas a la vez. Una
vez llevé a mis padres al set de La ciudad de las mujeres y él correteaba
por todas partes, camelando a unos y otros, suplicando, actuando,
esculpiendo y ajustando cada elemento de la película hasta el mínimo
detalle, ¬ejecutando su idea como un torbellino en perpetuo movimiento.
Cuando nos fuimos, mi padre dijo: “Pensaba que habíamos venido a sacarnos
una foto con Fellini”. “¡Y lo habéis hecho!”, le respondí. Todo sucedió tan
deprisa que ni se dieron cuenta.



La era de la diversión visual



En los últimos años de su vida intenté ayudarle a encontrar distribuidor en
Estados Unidos para su película La voz de la luna. Tuvo problemas con sus
productores en ese proyecto, pues ellos querían un gran vodevil felliniano y
él les dio algo mucho más meditativo y sombrío. Ningún distribuidor quería
saber nada de ella y me sorprendió ver que nadie, ni siquiera las
principales salas independientes de Nueva York, tenía interés en
proyectarla. Sus anteriores películas sí, pero no la nueva, que resultó ser
su última. Poco tiempo después ayudé a Fellini a conseguir algo de
financiación para un proyecto documental que tenía planeado, una serie de
retratos de la gente que hace posibles las películas: actores y actrices,
cámaras, productores, responsables de localizaciones (me acuerdo de que en
el guion provisional de ese episodio el narrador explicaba que lo más
importante era organizar expediciones de forma que las localizaciones
estuvieran cerca de un buen restaurante). Por desgracia, murió antes de
iniciar ese proyecto. Recuerdo la última vez que hablé con él por teléfono.
Su voz sonaba tan apagada que supe que ya nos estaba dejando. Fue triste ver
cómo esa potencia de la naturaleza se desvanecía.



Todo ha cambiado: el cine y su importancia dentro de nuestra cultura. A
nadie puede sorprenderle que artistas como Godard, Bergman, Kubrick y
Fellini, que un día reinaron imponentes sobre el séptimo arte como dioses,
acabaran relegados a las sombras con el paso del tiempo. Pero a estas
alturas no podemos dar nada por sentado. No podemos dejar el cuidado del
cine en manos de la industria cinematográfica. En el negocio del cine, ahora
del entretenimiento visual de masas, el énfasis siempre está en la palabra
“negocio”, y el valor siempre viene determinado por la cantidad de dinero
que puede hacerse con determinada propiedad. En ese sentido, todo, desde
Amanecer hasta La strada o 2001: una odisea del espacio, está prácticamente
empaquetado y listo para ocupar la categoría “Arte y ensayo” de alguna
plataforma de streaming. Quienes conocemos el cine y su historia debemos
compartir nuestro amor y nuestro saber con la mayor cantidad posible de
gente. Y debemos dejarles claro y cristalino a los actuales propietarios
legales de esas películas que estas son mucho más que meras propiedades que
explotar y dejar tiradas, pues están entre los mayores tesoros de nuestra
cultura y merecen recibir un trato acorde.



Supongo que también debemos refinar nuestra idea de lo que es cine y lo que
no. Federico Fellini parece un buen punto de partida. Se pueden decir muchas
cosas sobre las películas de Fellini, pero hay una que es incontestable: son
cine y su obra supuso una contribución enorme a la hora de definir el
séptimo arte.

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