Debates/ ¿Tenemos que salvar a las afganas? [Carolina Bracco]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Ago 25 15:37:39 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

25 de agosto 2021

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Debates



La vuelta de los talibanes



¿Tenemos que salvar a las afganas?



Promover una narrativa salvacionista sin escuchar las voces de las afganas
ni demandar un proceso de justicia transicional en el que se juzguen las
violencias cometidas contra ellas por todos los actores del conflicto es ser
cómplice de su situación.



Carolina Bracco *

Revista Anfibia, agosto 2021

http://revistaanfibia.com/



La nueva toma del gobierno afgano por parte de los talibán pone el foco en
la situación de las mujeres de ese país, cuyas fotos se viralizan bajo
consignas que dan por hecho el “regreso del apartheid de género”, aunque
todavía no se anunciaron medidas. En un contexto de internalización del
movimiento feminista, Carolina Bracco analiza la escena y pone en jaque la
vieja retórica salvacionista que legitima los imaginarios construidos en
torno a las musulmanas desde una mirada colonial.



Casi veinte años atrás, luego de los atentados a las torres gemelas del 11
de septiembre, Estados Unidos y sus aliados comenzaron una “guerra contra el
terror” bajo la justificación de liberar a las mujeres afganas de la
opresión de los talibán. Tras dos décadas de invasión militar, que
incluyeron graves violaciones a los derechos humanos, la caída de Kabul y la
nueva toma del gobierno por parte de los talibán volvió a poner el foco en
la situación de las mujeres, ubicándolas –una vez más– en el lugar de
víctimas pasivas de una sociedad que se presenta como bárbara y atrasada.



La obsesión de Occidente con el sufrimiento de las mujeres musulmanas no es
nueva y, sobre todo, no es inocente. El clamor mundial por la libertad y los
derechos de las afganas, impulsado en 2001 por las primeras damas del
momento, Laura Bush y Cherie Blair llevaba implícita una idea formulada casi
un siglo antes con la misma intención: legitimar la invasión de los países
de mayoría musulmana. Con este fin se actualizó la construcción del islam
como enemigo de Occidente y el imaginario de la mujer musulmana como
oprimida y víctima que debe ser salvada.



La clásica formulación de Gayarti Spivak de que los “hombres blancos buscan
salvar a la mujer de color del hombre de color” toma una forma más peligrosa
cuando las feministas blancas hacen suyo ese discurso que impregnó incluso a
los sectores y medios de nuestra geografía que se piensan como progresistas.
Allí desfilan improvisados analistas internacionales hablando del islam y el
status de las mujeres, dos cuestiones que se presentan como
irreconciliables. Las limitaciones de esta premisa tienen al menos tres
causas:



– La primera es que sobredetermina el status de las mujeres a cuestiones
relativas a “su cultura” y lo hacen inmutable, con la conclusión de que su
emancipación es imposible hasta que se liberen del islam.



– La segunda es que oculta la historia del desarrollo de regímenes
represivos en la región y el rol de Estados Unidos y sus aliados en esa
historia, fomentando únicamente la rivalidad entre Occidente, donde las
mujeres son libres, y las sociedades musulmanas donde las mujeres están
ocultas bajo un velo que simboliza su opresión.



– La tercera es que la imagen de la mujer musulmana como poco más que una
esclava ha contribuido históricamente a la construcción de la libertad
imaginaria de la mujer occidental.



Así, el repentino y fugaz interés de los medios en el posible deterioro de
los derechos de las afganas se funda en estas limitaciones e informa más
sobre los medios y la forma en la que consumimos el sufrimiento ajeno, que
sobre la realidad de las afganas. En el marco de las discusiones actuales y
del fortalecimiento del movimiento feminista como sujeto político no
deberíamos esquivar estas cuestiones y preguntarnos ¿Por qué necesitamos
salvar a las mujeres afganas?



La obsesión occidental con el velo y la identificación de su uso con una
supuesta opresión/sumisión ancestral de las musulmanas tampoco es nueva. A
comienzos del siglo XX, las europeas apoyaban y fomentaban la misión
civilizatoria del colonialismo para liberar a sus “hermanas musulmanas” tal
como en 2001 lo hacían las primeras damas y hoy lo hace nuevamente el
feminismo colonial y buena parte del progresismo global. En el caso afgano,
el burka ha pasado a simbolizar invariablemente la opresión de las mujeres y
su imposibilidad de cualquier acto de resistencia, sin mediar ninguna
contextualización o esbozo de comprensión.



El burka es una pieza usada tradicionalmente por las mujeres del pueblo
pastún, uno de los numerosos grupos étnicos de Afganistán. Como muchas otras
formas de velación, simboliza la respetabilidad de la mujer que lo porta y
la pertenencia a una comunidad específica además de proteger de las miradas
y el acoso de los hombres fuera del hogar. De esta manera, se porta como una
forma legítima de transitar el espacio público. En los países de mayoría
musulmana los motivos que cada mujer tiene para llevarlo son variados, pero
suelen responder a los estándares sociales que se consideran apropiados en
su comunidad.



Con el regreso de los talibán al poder comenzaron las especulaciones de si
se reestablecería la obligatoriedad de su uso, así como otras medidas
tomadas en su gobierno de 1996-2001 en relación a las mujeres, sin dar
cuenta de las violaciones a sus derechos en el largo plazo, cometidas desde
el comienzo de la ocupación soviética y la insurgencia de los muyahidines
hasta el reciente fin de la ocupación estadounidense. Lo cierto es que más
de cuarenta años de guerra continua destruyeron la sociedad civil, la
comunidad de clanes y la estructura familiar que eran el soporte de una
economía debilitada y esta nueva instalación de los talibán vino a empeorar
una situación ya de por sí negativa para las mujeres.



A pesar de que la maquinaria morbosa de los medios da por hecho el regreso
del apartheid de género –¿habilitando el camino para una nueva invasión?–
ninguna medida ha sido anunciada oficialmente por el gobierno de Kabul. Una
vez más, la narrativa apunta a que el odio intrínseco de los talibán hacia
las mujeres, a quienes quieren hacer desaparecer bajo un burka, es por
cuestiones religiosas o culturales, invisibilizando los factores históricos,
políticos y sociales que propiciaron la instalación de esas medidas.



Como muchos otros países musulmanes, algunos sectores de la élite afgana
atravesaron un proceso de modernización en las primeras décadas del siglo XX
que dejó atrás prácticas tradicionales como el uso del velo y la reclusión
femenina, promoviendo la igualdad de las mujeres. Sin embargo, su situación
comenzó a degradarse a partir de la invasión soviética de 1979, el comienzo
de una sucesión de conflictos armados y la militarización de la sociedad.
Durante la década del ochenta la ayuda humanitaria se ocupó del pueblo
afgano mientras la CIA y Arabia Saudita financiaban a los muyahidines en su
combate con la fuerza invasora, pero luego de que las tropas soviéticas se
retiraran en 1989 la ayuda se detuvo.



Tras la salida de esta potencia las muchas facciones de muyahidines
comenzaron a pelear entre ellas y de una segunda generación surgieron los
talibán, un grupo que creció en los campamentos de refugiados pakistaníes.
Entrenados con manuales estadounidenses regresaron a Afganistán en el marco
de la guerra civil y nacieron oficialmente como organización en 1994. Dos
años después, establecieron el Emirato Islámico de Afganistán beneficiándose
de las divisiones entre los muyahidines y el vacío de poder dejado por una
gran potencia, tal como sucedió ahora.



Todavía usan los manuales estadounidenses, sólo que tacharon donde decía
“soviético” y escribieron “americano”.



Así, los talibán nacieron atravesados por los proyectos imperiales y los
resabios de la guerra fría. Esto forjó su particular carácter intolerante y
segregacionista; se criaron en una sociedad completamente masculina, en un
ambiente donde el dominio de las mujeres y su exclusión era un símbolo de
virilidad y reafirmación de su compromiso con la yihad. No son producto de
una cultura basada en el islam, sino de una cultura de la guerra que buscó
“limpiar” a la sociedad y donde la discriminación de las mujeres se
convirtió en un elemento de resistencia a los gobiernos occidentales. En ese
momento, como ahora, las mujeres fueron las primeras en rebelarse contra sus
excesos. Las agencias internacionales optaron por “respetar las costumbres y
la cultura local” y luego se retiraron del país abandonando todos los
proyectos en los que muchas de ellas trabajaban. Cuando los talibán cerraron
las escuelas para niñas y comenzaron las prohibiciones, nadie alzó la voz.



Los nuevos gobernantes provenían de las provincias pastunes más pobres,
conservadoras y menos educadas del país, donde sus mujeres siempre habían
usado el burka y no iban a la escuela simplemente porque no las había. Los
talibán trasladaron su experiencia con las mujeres a todo el territorio
nacional y justificaron su política basándose en su particular
interpretación del Corán. El resto del país, diverso como es, en aquella
época no compartía estas tradiciones.



En algunas ciudades las mujeres habían abandonado a comienzo de siglo el uso
del velo y vestían a la occidental, como se ha visto en alguna foto que
circula por las redes en estos días, donde la ecuación ya formulada entre
libertad occidental y opresión musulmana se resume en minifaldas versus
burkas sin dar cuenta de la dimensión de clase: sólo una pequeña élite
vestía a la moda occidental mientras el país tenía apenas un 18% de su
población alfabetizada. Un asesor en seguridad de Donald Trump usó esta
misma foto hace exactamente cuatro años como prueba de que si la cultura
occidental una vez había cimentado en la sociedad afgana bien valía la pena
quedarse allí algunos años más. Dos décadas de ocupación no pudieron imponer
la minifalda sino más bien fomentaron la insurgencia de los talibán que
finalmente volvieron a tomar el poder. Para los afganos estas imágenes
recuerdan un pasado en el que el futuro parecía prometedor, que traería
secularismo, desarrollo, modernidad. Un futuro que quedó trunco por la
revolución, la guerra, la represión y la ocupación.



En su ensayo fotográfico “Érase una vez en Afganistán”, Mohammad Qayoumi
recupera su archivo de las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta donde
se puede ver a mujeres asistiendo a la universidad, trabajando como
enfermeras o tomando un autobús. Si bien las imágenes han sido utilizadas
para ejemplificar cómo era la vida antes de los talibán, el mismo año de su
publicación, 2014, el presidente Hamid Karzai aprobó un Código de Conducta
que dictaba que las mujeres no podían viajar sin un tutor varón y habilitaba
la violencia doméstica. Karzai, que gobernaba con el beneplácito del
gobierno estadounidense, había luchado contra los soviéticos y sido parte
del gobierno derrocado por los talibán en 1996. De regreso al poder y al
momento de la publicación del Código, sostuvo que no restringía las
libertades de las mujeres y que se basaba en el islam. Convenientemente, las
fuerzas de ocupación miraron para el costado por respeto “a la cultura
local”.



El uso del relativismo cultural, el reduccionismo y la difusión de las
imágenes de las mujeres musulmanas, son también armas que se utilizan para
hacer de sus derechos una moneda de cambio entre los señores de la guerra y
los poderes imperiales. La vieja retórica salvacionista se actualiza como
parte de un discurso colonial que legitima los imaginarios construidos en
torno a las mujeres musulmanas y el uso político que se hace de ellas para
llevar adelante proyectos coloniales. Promover una narrativa salvacionista
sin escuchar las voces de las afganas ni demandar un proceso de justicia
transicional en el que se juzguen las violencias cometidas contra ellas por
todos los actores del conflicto es ser cómplice de esta narrativa y de sus
usos políticos. Es necesario historizar la violencia de género por fuera del
análisis coyuntural –apurado, dicotómico– y a las miradas sesgadas que
absuelven a una amplia gama de perpetradores, así como las complicidades y
silencios históricos evidenciados en las representaciones contemporáneas de
la violencia de género en Afganistán.



* Carolina Bracco es politóloga (Universidad de Buenos Aires - UBA).
Magister y doctora en Culturas Árabe y Hebrea (Universidad de Granada,
España). Residió en El Cairo entre 2007 y 2011 realizando su investigación
doctoral sobre la imagen y el imaginario de las bailarinas en el cine
egipcio. Actualmente es profesora del Seminario “Mujeres y lucha
anticolonial en Medio Oriente y el Norte de África” (Carrera de Historia,
Filosofía y Letras - UBA) y del Seminario de Doctorado “Género, feminismo y
modernidad en el Mundo Árabe”.

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