Argentina/ El futuro imposible del capitalismo dependiente argentino. [Esteban Mercatante/Matías Maiello]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Jul 11 21:57:24 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

11 de julio 2021

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germain en montevideo.com.uy <mailto:germain en montevideo.com.uy>

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Argentina



Si tu moneda hablara… Gerchunoff, Hora, y el futuro imposible del
capitalismo dependiente argentino



Apuntes a partir del libro La moneda en el aire, de Roy Hora y Pablo
Gerchunoff, el círculo vicioso en el que se viene hundiendo cada vez más el
capitalismo argentino, y las vías para salir del mismo.



Esteban Mercatante/Matías Maiello

Ideas de Izquierda, 11-7-2021

https://www.laizquierdadiario.com/



En La moneda en el aire, recientemente publicado por Siglo XXI, el
historiador Roy Hora entrevista al economista e historiador Pablo
Gerchunoff. Las conversaciones empiezan con un recorrido por la biografía
del entrevistado que se completa con su paso por la función pública, en dos
momentos particularmente críticos de la historia económica reciente (entró
al gabinete de Economía en el momento del deterioro del plan Austral, en
1986, y con José Luis Machinea entre diciembre de 1999 y marzo de 2001). A
partir de estas crisis que lo encontraron en el centro del huracán,
Gerchunoff y Roy Hora presentan los primeros elementos de la clave
interpretativa de la historia –no solamente económica– nacional, desde los
tiempos coloniales, que desplegarán en el resto del libro.



Está fuera del alcance de estas líneas dar cuenta del conjunto de
discusiones que atraviesan la conversación, en la cual Gerchunoff y Hora
repasan profusamente numerosos debates historiográficos, discutiendo desde
autores clásicos hasta bibliografía más reciente, y pretendiendo ofrecer una
lectura más matizada que los esquemas de interpretación más tradicionales.
Pero nos parece estimulante para pensar, desde otro ángulo, la premisa de
los autores. El diálogo pone el acento en algunos momentos, encrucijadas
podríamos decir, en los cuales el camino de la Argentina podría haber sido
distinto. Parafraseando a Vargas Llosa, señalar la moneda en el aire apunta
a echar luz a las posibles respuestas sobre “cuándo se jodió la Argentina”,
ese país que en el primer Centenario se mostraba próspero como pocos, e
incluso en los años 1960, observan los autores, atravesaba con muchas
dificultades pero también con ciertos logros el pasaje a una diversificación
productiva e industrialización. Como dice Hora al final de una entrevista
que les realizó Carlos Pagni, aquello en lo que se transformó la Argentina
desde mediados de la década de 1970 en adelante no estaba en ninguna de las
previsiones como algo que podía ocurrir.



“Crecer exportando” es un sueño eterno



En el lema “crecer exportando”, el mismo que podría haber titulado una
presentación del equipo económico durante los años de Cambiemos en el
gobierno, pero también de integrantes del actual ministerio de Desarrollo
Productivo presidido por Matías Kulfas, podría sintetizarse el gran problema
de la Argentina en la mirada de Gerchunoff [1]. Desde mediados de los años
1970, nos dicen en La moneda…, se volvió insostenible la “industrialización
protegida” y la Argentina navega sin ningún proyecto capaz de sustituirla.
Consumidos por las urgencias de las crisis producidas por desequilibrios
macroeconómicos –cuya raíz última encuentra Gerchunoff en la incapacidad de
exportar lo suficiente– los elencos económicos que se sucedieron fueron
incapaces de impulsar las reformas que sentaran las bases para aumentar, de
manera significativa y sostenida, dicha capacidad de venderle al mundo.



Hubo momentos de la historia económica reciente, que no duraron, durante los
cuales crecieron las exportaciones. Ocurrió entre 1976 y 1978 gracias a la
“represión salarial”, durante el gobierno de Menem después de la
Convertibilidad, y en el gobierno de Néstor Kirchner. En los dos primeros
casos, el crecimiento vino acompañado de un salto importador que alimentó
los mismos desequilibrios que la mayor exportación debía supuestamente
resolver; en el caso de 2003 en adelante, dependieron centralmente de un
salto en el precio de los commodities que no podía durar indefinidamente.
Incluso el incremento de la exportación que sí se obtuvo, quedó “malogrado”
en términos de bienestar y crecimiento durante estos años. En una
comparación –relativamente arbitraria– entre dos grandes períodos muy
diferentes de la historia argentina, Gerchunoff señala que si bien entre
1974 y 2011 el crecimiento anual de las exportaciones fue casi tan elevado
como en 1880-1928 –es decir, el momento de mayor nivel exportador del país–,
esto fue acompañado de un magro crecimiento del PBI per cápita (medida que
permite darse una idea aproximada de la riqueza de un país) de 0,9 % anual.
Lo cual contrasta con el 2 % de crecimiento anual del PBI per cápita de
1880-1928, uno de los más elevados del mundo en ese período. Esto nos dice
que hay algo más que las dificultades para exportar, que debe entrar en la
explicación de las trabas al crecimiento, al desarrollo y a la mejora del
bienestar, que viene mostrando la economía capitalista argentina [2].



No hay una explicación monocausal de esta incapacidad para sostener un
aumento de las exportaciones, ni de por qué el crecimiento sí logrado se
evapora en términos de impacto sobre el PBI per cápita. El formato de
diálogo del libro contribuye a introducir elementos explicativos y
dialectizar argumentos. Pero en el corazón del planteo hay dos cuestiones
centrales, ya presentes en las elaboraciones previas de Gerchunoff. La
primera, es la inclinación marcadamente proteccionista que, desde el
peronismo en adelante, marcó la política económica de manera casi invariable
hasta la llegada de Menem, y que, evalúan entrevistador y entrevistado,
retornó con fuerza desde Kirchner hasta Cambiemos, que solo en parte desandó
el camino abriendo nuevamente la economía. Gerchunoff subraya que el equipo
económico de Martínez de Hoz, durante la dictadura genocida de 1976, no
tenía como prioridad la apertura económica como sí ocurría con la
desregulación financiera y liberalización de movimientos de capitales; apeló
a ella más bien como medida antiinflacionaria –fallida–. Menem, en cambio,
como parte de sobreactuar una ubicación promercado después de hacer una
campaña que prometía todo lo contrario, aplicó una apertura sin anestesia.
Pero si esto puede haber contribuido en parte al aumento de las
exportaciones porque favoreció la introducción de mejoras en el sector
agrícola apoyadas en importaciones –algo que no estuvo solo determinado por
la apertura económica sino también por la sobrevaluación del peso que
abarató las importaciones y mejoró el horizonte de rentabilidad que podía
esperarse de estas inversiones [3]– también, como reconocen los autores,
favoreció un aumento de importaciones y un aumento de los desequilibrios
macroeconómicos [4].



El misterioso desencuentro entre “desarrollo” y “equidad”



La segunda cuestión a la cual remite el problema de competitividad que
limita la capacidad exportadora de la Argentina, y para Gerchunoff un tema
central de hace tiempo, es el conflicto distributivo. La recurrencia de las
inclinaciones proteccionistas y la dificultad para exportar, remiten ambas
este gran conflicto “entre desarrollo y equidad, entre crecimiento y
equidad” [5]. Lo que distancia su planteo del de un neoliberal, es
considerar que existe allí un conflicto, fuerzas en pugna, y no simplemente
una situación que “debe” resolverse en el “equilibrio” técnicamente
determinado que cualquier pretensión “excesiva” de las clases subalternas
debe simplemente resignarse porque así lo dictan las fuerzas del mercado. Y
sin embargo, como hemos argumentado en otra oportunidad, aunque este
reconocimiento pueda separar a Gerchunoff de quienes son (neo)liberales
económicos sin culpa, la matriz conceptual tiene un punto en común: lo
“natural” sigue siendo aquella situación de equilibrio que se alcanzaría con
un peor poder adquisitivo para la mayor parte de la clase trabajadora y
menos equidad distributiva. Que no pueda llegarse a este punto por la
existencia de actores en pugna, y que por tanto el “equilibrio social” se
aleje del equilibrio económico, no quita que en última instancia el meollo
argumental vaya en el mismo sentido.



Si la Argentina no ha logrado ser “competitiva” una vez que se agotaron las
condiciones del boom exportador más allá de los excepcionales –y mayormente
efímeros– momentos de estabilización macroeconómica con tipo de cambio alto
(como 2002-2008), ha sido básicamente porque no pudo domar el “conflicto
distributivo estructural”, que es la forma elegante con la cual Gerchunoff
se refiere a las pretensiones de las clases subalternas que resultan
“excesivas” desde el punto de vista de las condiciones del “equilibrio
económico”. Una forma elegante y enrevesada para enunciar lo que más
llanamente dijo un economista que integró el gobierno de Macri: “le hicieron
creer a un empleado medio que podía comprarse celulares e irse al exterior”.
Ese sería el gran problema que explica los males argentinos. Y esa línea de
argumentación no se aparta demasiado del leit motiv tradicional del
pensamiento (neo)liberal sobre el devenir nacional, más allá que Gerchunoff
haya logrado reelaborarlo de tal forma que puede interpelar a públicos más
amplios, como mostró el artículo que escribió junto a Martín Rapetti y
Gonzalo de León, “La paradoja populista”, ampliamente debatido y muy bien
recibido incluso entre lectores “progres”. “El aliento en la nuca de una
sociedad movilizada”, al que se refieren varias veces en este libro Hora y
Gerchunoff, habría impedido a los distintos gobiernos poner en caja esas
pretensiones, punto de partida indispensable para encarar la agenda del
crecimiento, cuyas posibilidades no están cerradas (“la moneda está en el
aire”) aunque sus miradas de la actualidad están permeadas por un prudente
escepticismo.



Son muchas las cosas que deja afuera esta explicación de los problemas
argentinos, que pasa por las dificultades para exportar que a su vez remiten
al “conflicto distributivo estructural”. En la visión de Gerchunoff y Hora,
los “dueños” solo ocasionalmente aparecen como actores con decisión, poder
de presión y expresión de determinados intereses (y por lo tanto el
“conflicto” distributivo tantas veces mencionado pierde cuerpo). Son, en la
mayoría de las ocasiones, fuerzas impersonales, capitales que vienen o se
van según los gobiernos acierten con las medidas monetarias y fiscales y con
la agenda de reformas estructurales [6]. Con ese “venir e irse” pueden poner
patas para arriba la economía y dejar un tendal de consecuencias sociales,
que como observan los autores se vienen profundizando y perpetuando en el
tiempo. Pero su accionar sería apenas un efecto, una consecuencia. El lugar
que le cabe a la clase dominante, ese entramado en el que pesa cada vez más
el capital extranjero y que impone sus condiciones apoyado por el
imperialismo y las instituciones en las que basa su gobernanza como el FMI
–otro protagonista cuyo peso y rol no termina de quedar enteramente sopesado
a pesar de que el entrevistado tuvo experiencia directa durante su paso por
la función pública del vasallaje que exigen los enviados del organismo, cual
enviado del Rey en tiempos del virreinato– queda bastante escamoteado a la
hora de explicar las causas por las cuáles la moneda viene cayendo siempre
del mismo lado.



Las dos caras de la moneda



La moneda está en el aire, pero ambas caras llevan inscripto que el costo de
la crisis recaiga sobre las espaldas del pueblo trabajador. El festival de
saqueo macrista terminó hundiendo al país bajo una deuda que hoy supera los
330 mil millones de dólares, superando el 100 % del PBI. El gobierno del
Frente de Todos renegoció la deuda externa en bonos sin restarle un solo
dólar a cambio de extender los plazos, mientras paga religiosamente al FMI y
otros acreedores y aplica un ajuste que envidian los más acérrimos
liberales. Aunque no haya acuerdo firmado, buena parte de la orientación
económica sigue fluyendo el compás del FMI, más allá de los pataleos
discursivos de parte de la coalición y los aprestos electorales que implica
abrir la billetera durante algunos meses pero no desmienten el sendero de
austeridad. Mientras tanto el deterioro de los salarios frente a la
inflación, el aumento de la desocupación y el recorte del gasto social,
explican el nuevo salto de la pobreza que afecta al 42 % de la población en
todo el país, y las ganancias de los capitalistas siguen ganando posiciones
en el reparto de la torta [7].



Frente a las alternativas nostálgicas de la Argentina oligárquica como
potencia agroexportadora y del desarrollo industrial por sustitución de
importaciones, autores como Gerchunoff y Hora, buscan presentarse como una
vertiente “realista” que, con buenas dosis de escepticismo, aspira a lograr
la añorada “modernización” capitalista de Argentina, buscando el eslabón
perdido entre “equidad” y crecimiento en un mundo capitalista globalizado.
Pero la “restricción” fundamental que explica el atraso y decadencia tiene
un carácter de clase: es el resultado del gobierno de una burguesía
integrada por mil lazos al imperialismo. La fuga de capitales, los pagos
millonarios de la deuda, las remesas de ganancias de las empresas
multinacionales a sus casas matrices, y la renta agraria, muestran que el
problema no es la falta de recursos potencialmente disponibles. El problema
está en cómo los actores que concentran la apropiación del excedente hacen
uso de él. Si cortamos con el vaciamiento nacional que producen los
acreedores de la deuda, las grandes empresas y el agropower, podrían surgir
los medios para incrementar la capacidad de crear riqueza, destinarse a
mejorar o desarrollar las infraestructuras fundamentales, a la construcción
de viviendas, escuelas, hospitales, a la modernización de los transportes, a
reducir el tiempo de trabajo necesario, y a garantizar el acceso a la
cultura y el esparcimiento.



Para el mainstream económico en sus diferentes variantes cualquier vía que
implique avanzar sobre la propiedad capitalista y la ruptura con el
imperialismo es identificada como “chavismo”; “Argenzuela” como le dicen
últimamente. Sin embargo, el caso de Venezuela, lo que muestra es que la
bancarrota del nacionalismo burgués –en lo que fue la versión más radical de
los gobierno posneoliberales– se debió, justamente, a su incapacidad de ir
más allá de la propiedad privada capitalista y romper las cadenas de la
opresión imperialista. Impulsado originalmente por Chávez y devenido en su
descomposición con Maduro en un régimen cuasidictatorial y de profundo
ataque a las masas. La perspectiva del chavismo, incluso en su punto más
alto económico y de mayores roces con el imperialismo, siguió siendo, en lo
fundamental, el de toda la historia del capitalismo rentístico
latinoamericano, en su caso, poner la renta petrolera pública en manos de
unos empresarios que, en teoría, la harían productiva. Aquel proyecto
nacionalista burgués fracasó una vez más, en su lugar operó una enorme
transferencia de renta pública al capital privado que fue, al mismo tiempo,
una transferencia del “ahorro nacional” al exterior y un saqueo de la renta
petrolera (las cuentas privadas en el exterior pasaron de tener 49 mil
millones de dólares en 2003, cuando instaura Chávez el control de cambio, a
tener 500 mil millones en 2016, según el entonces ministro de comercio
exterior, Jesús Farías).



No hay caminos viables intermedios entre la ruptura con el imperialismo y el
sostenimiento de lo esencial del legado neoliberal, la subordinación a los
tratados que aseguran los intereses del capital transnacional (e implican la
subordinación al FMI, a la OMC que es custodio de los derechos de patentes y
regalías, al CIADI y otros organismos de la “gobernanza global”
imperialista), y el impulso al extractivismo en todas sus variantes:
agronegocio, industria petrolera, megaminería contaminante, etc.



En este esquema, la deuda es un mecanismo privilegiado de sometimiento, al
cual han recurrido los gobiernos de todo signo político para conseguir
recursos para subsidiar a la clase capitalista, proveer dólares para la fuga
de capitales y las remesas de utilidades de las multinacionales y para
pagar, también, la deuda preexistente, en un círculo vicioso que se muestra
una y otra vez insostenible. Organismos como el FMI son parte del entramado
que el orden capitalista trasnacional desarrolló para subordinar cada vez
más los procesos de producción, comercio y crédito de todo el mundo al
enriquecimiento del capital imperialista globalizado. El destino fraudulento
de la deuda por parte del Estado y los grandes banqueros y empresarios está
ampliamente documentado, así como lo está el hecho de que la deuda pública
creció exponencialmente como resultado de la decisión estatal de hacerse
cargo de los quebrantos de los grandes grupos empresarios. En nuestro país,
sobre el final de la dictadura, Cavallo nacionalizó deudas de Techint,
Renault, Pérez Companc, Bulgheroni, Pescarmona, los Macri, entre otras.
También hay evidencias de que durante las renegociaciones de la deuda
durante el gobierno de Alfonsín, los propios acreedores fueron quienes
“informaron” (léase, dibujaron) el nivel de las acreencias. El juez Jorge
Ballestero dictaminó 477 ilícitos en la constitución de esa deuda. Un fraude
por donde se lo mire. Pero todos los gobiernos posteriores siguieron
engrosando el asunto. Al final de los gobiernos de CFK, la deuda sumaba
223.000 millones de dólares. Luego vino el macrismo y la nueva montaña de
deuda sirvió para que 10.000 personas, entre ellos el Grupo Clarín, Techint,
Arcor, Pampa Energía y Aceitera General Deheza, siguieran el vaciamiento.
Los dueños de Argentina tienen fugados 400.000 millones de dólares en el
exterior, el equivalente a un PBI.



En los marcos del capitalismo las “salidas” de esta situación no son más que
tres: 1) exprimir: un ajuste y “recortes” redoblados para liberar fondos
para los acreedores; 2) desangrar: un default del estilo 2001, hundiendo al
país mientras los capitalistas fugan divisas, hasta que se agoten los
recursos; 3) hipotecar: renegociar la deuda accediendo al llamado “ajuste
estructural” (con reforma fiscal, previsional y laboral a medida del gran
capital) y así reducir hasta niveles “tolerables” su peso a cambio de
perpetuarla en el tiempo. Gracias a este tipo de “renegociaciones” hoy
Argentina debe en dólares más de 7 veces lo que debía en 1983, a pesar de
todo lo pagado. Desde luego, no son alternativas excluyentes; más bien han
ido de la mano en la historia argentina. La “opción” en este esquema se
reduce a por cuál empezar.



Cortar por lo sano



Ni Juntos por el Cambio, ni el Frente de Todos, ni ninguna fuerza que se
proponga administrar el capitalismo tienen otras alternativas para ofrecer
que no lleven, por un camino u otro, al precipicio. Sin partir de un
desconocimiento soberano de la deuda y la expulsión del FMI, no hay camino
alternativo posible al ajuste, el default y/o la hipoteca del país, es
decir, a un nuevo salto en el empeoramiento de las condiciones de vida de
las grandes mayorías y en la decadencia nacional. Liberarse de la
dependencia del capital financiero internacional es condición sine qua non
para reorganizar la economía orientándola al desarrollo y la atención de las
necesidades sociales más urgentes. Pero el desconocimiento soberano de la
deuda no es una medida que pueda concebirse en forma aislada.



Sin ir más lejos, frente a la crisis de 2001, está comprobado que HSBC
–gestor para el canje de deuda del gobierno de Alberto Fernández–, junto con
J.P. Morgan, BBVA, Citibank, Banco Galicia y otros bancos, organizaron el
80% de la fuga de capitales de los principales empresarios y multinacionales
a paraísos fiscales estableciendo una “banca paralela”, mientras que al
pequeño ahorrista lo bloquearon con el “corralito”. La nacionalización del
sistema bancario, con la expropiación de los bancos privados (pero no para
apropiarse de los ahorros de los sectores populares, sino para preservarlos)
y la conformación de un banco público único, bajo gestión de los
trabajadores, es una necesidad para cuidar el ahorro nacional, financiar
obras públicas (escuelas, hospitales, viviendas), otorgar créditos
accesibles para los trabajadores y sectores populares, y ayuda para los
pequeños comerciantes o productores arruinados por la crisis, y terminar con
el vaciamiento del país vía la fuga de capitales. Pero tampoco se trata solo
del sistema financiero.



Las divisas generadas por las exportaciones son controladas en su mayoría
por 50 grandes empresas que dominan el comercio internacional del país, con
especial peso de los agroexportadores, con multinacionales, como Cofco,
Cargill, ADM-Toepfer, Bunge, y la argentina Aceitera General Deheza, así
como la propia Vicentín que salió impune luego de dedicarse –y no es la
excepción– a contrabandear granos y embolsarse 18 mil millones de pesos
defraudando al Banco Nación. El gobierno ha pretendido presentar como “gran
medida” soberana, el cobro de los peajes por parte del Estado en la hidrovía
Paraná-Paraguay. Pero frente a este escenario es ridículo. Si algo pudimos
ver durante los años 1990 y los gobiernos de Kirchner y CFK, es que cuando
crecen las exportaciones esto solo resulta en provecho de este puñado de
grandes firmas que tiene su monopolio privado del comercio exterior y se
apropia de las divisas; durante las últimas décadas los grandes grupos
empresarios vieron aumentar su superávit comercial mientras se degradaba la
balanza comercial del conjunto de la economía [8]. Una política soberana
implica la nacionalización del comercio exterior, es decir, que todos los
exportadores entreguen lo que se va a exportar a una institución creada por
el Estado quien es el que comercializa y administra la relación con otros
países. Es la forma de terminar con el poder de veto que tienen este puñado
de empresas poniendo límites objetivos a la capacidad que tiene el Estado de
apropiarse de rentas, como la agraria, o modificar los parámetros del
comercio exterior, así como a definir los precios internos.



Desde luego que si hablamos de renta agraria, la principal renta de
Argentina, tenemos que partir de que un reducido grupo de terratenientes y
empresarios rurales concentran más de 80 millones de hectáreas, lo mejor de
las tierras cultivables. La expropiación de la gran propiedad agropecuaria,
de las 4.000 más concentradas, es central para cualquier proyecto de
transformación profunda de nuestro país e implementar un plan de producción
agropecuaria racional, diversificando los cultivos y con métodos que cuiden
el medio ambiente, y para cubrir las necesidades de las mayorías populares;
con arrendamiento barato para campesinos pobres y pequeños chacareros que no
exploten a peones. Otro tanto, con la tierra urbana, siendo que hoy hay en
el país más de 3,5 millones de hogares con problemas de vivienda por la
precariedad de su construcción o el hacinamiento, y que mientras el gobierno
del Frente de Todos desaloja violentamente tomas como la de Guernica, quema
las casillas, o pasa topadoras en Lomas de Zamora, “inversores privados”
tienen en su poder gran parte de las 2.500.000 viviendas desocupadas que hay
en Argentina.



Estas son solo algunas de las cuestiones estructurales fundamentales que
hacen a terminar con la dependencia, el atraso y el saqueo sobre el pueblo
trabajador [9]. De estos grandes problemas es que ningún economista del
mainstream, ni ninguno de los partidos patronales quieren hablar, pero son
los que están de fondo verdaderamente en las peleas por el salario, contra
la precarización, contra los despidos, por la vivienda, por la salud, etc.,
que atraviesan cada vez más la situación nacional en el marco de la profunda
crisis económica y social actual. Desde luego, los dueños de todo -locales y
extranjeros- apelarán a todos los medios disponibles para defender sus
privilegios. Se trata de un programa que solo puede ser conquistado con la
movilización, la lucha y la organización de las y los trabajadores. La clase
trabajadora en Argentina –como reconocen en parte Gerchunoff y Hora [10]–
conserva un peso decisivo. Basta ver algunas de las últimas expresiones más
importantes de la lucha de clases, como las movilizaciones contra la reforma
jubilatoria en diciembre de 2017 o, más recientemente, la rebelión de los
trabajadores de la salud de Neuquén. Por eso el problema central es si la
clase trabajadora se pone de pie, desde su juventud precarizada y lxs
desocupadxs hasta los sectores sindicalizados, junto con el movimiento
estudiantil, el movimiento de mujeres, etc., con el desarrollo de sus luchas
y su organización, superando al peronismo y a las burocracias sindicales y
“sociales” que buscan mantenerla divida y presentar las luchas como peleas
particulares, sin relación aparente entre ellas, mientras que las salidas de
conjunto deberían quedar en manos de los capitalistas. De aquí la
importancia central que adquiere fortalecer una alternativa de izquierda que
se proponga desarrollar aquellas fuerzas que comienzan a desplegarse en un
sentido anticapitalista, antiimperialista, socialista. Desde esta
perspectiva es que cobra sentido la pelea inmediata por una izquierda que se
posicione como tercera fuerza política nacional en estas elecciones de cara
a la etapa que se está abriendo, de mayores enfrentamientos de la lucha de
clases. Porque la moneda está en el aire, sí, pero la única salida del
circulo vicioso de la decadencia capitalista está en manos de en manos de la
clase trabajadora.



Notas



[1] Como muestra la biografía de Gerchunoff, su formación intelectual tuvo
lugar en ámbitos que compartió con economistas como Oscar Braun y Adolfo
Canitrot, que estuvieron entre los pioneros en elaborar la cuestión de la
restricción externa como gran problema de la economía nacional durante el
período de la llamada industrialización por sustitución de importaciones.
Una y otra vez, a lo largo del libro, aparece como central el problema de
las dificultades para exportar (lo cual significa que los dólares no
alcanzan para importar los insumos que necesita el país para producir, los
bienes de consumo finales, pero también que faltan dólares para los pagos de
deuda, para que las multinacionales giren ganancias, y para que los
empresarios y especuladores fuguen capitales). El hincapié en que las
dificultades que caracterizan a la economía nacional surgen centralmente de
esta dificultad en el frente comercial, y no de un excesivo déficit fiscal
–no porque este no surja como cuestión problemática a lo largo del libro– es
lo que distingue la lectura de Gerchunoff de los clásicos planteos
realizados desde variopintas miradas ortodoxas (ya sea que pensemos en
Miguen Ángel Broda o en Milei). En estos últimos también se plantea la
necesidad de más exportaciones, pero el gran problema del país es el exceso
de gasto público. Exportar más, de manera sostenida y no episódicamente,
aparece como la gran cuenta pendiente de la Argentina actual. No se pudo
resolver durante los años de industrialización, que prosperó, observan los
autores, mientras fue viable sostener elevados niveles de protección de la
economía. Y tampoco en esa ausencia de esquema o visión o de proyecto para
la economía que viene caracterizando la política económica desde mediados de
la década de 1970.

[2] Ese “algo más” también pasa por las dimensiones de la restricción
externa que no se reducen al capítulo comercial. Pero sobre esto, el diálogo
del libro dice bastante poco, y se centra más bien en buscar las razones por
las cuales la inserción exportadora resulta esquiva para la Argentina.

[3] Como explicamos en Esteban Mercatante, La economía argentina en su
laberinto, Buenos Aires, Ediciones IPS, 2015, capítulos 1 y 6.

[4] Gerchunoff reflexiona: “Si el ahorro es muy bajo, como lo fue durante la
Convertibilidad, las importaciones son muy altas y emerge el desequilibrio
externo. Si me permitís la licencia, son las complicaciones de un
experimento de peronismo en economía abierta. Pero no tiremos al bebé con el
agua sucia de la bañera. La naturaleza de esa dinámica exportadora es un
tema muy rico en sí mismo, más allá de las inconsistencias de la
macroeconomía”.

[5] Como se autodefine el economista e historiador, “soy liberal porque creo
que ese conflicto solo se puede resolver en el marco de la democracia
liberal, pero […] no soy estrictamente un liberal en el plano económico. En
algunas cosas lo soy, en otras no tanto. Depende de las circunstancias. Me
parece que esto quiere decir que no soy un neoliberal”

[6] Este lugar de reparto que le cabe a la clase capitalista en las
responsabilidades para moldear el estado actual de la economía argentina,
del cual se soslaya que son tan o más responsables que los equipos de
gobierno y sus medidas de política económica, debería sorprendernos, si no
fuera un resultado de la propia matriz con la que son leídos los problemas
nacionales por entrevistador y entrevistado. A diferencia de enfoques en los
cuáles este poder de la clase capitalista es reconocido como el actor
determinante que realmente es para explicar variables que son tan centrales
en el análisis de Gerchunoff como el desequilibrio externo, en el diálogo
con Hora reciben menciones más bien episódicas. Y nunca son considerados
como factores actuantes en sí mismos, cuyas decisiones determinan si se
invierte en el país o no –disyuntiva que para buena parte de los recursos
potencialmente disponibles para invertir se definió por la reticencia a
hacerlo, privilegiando en vez de ello fugar capitales– sin lo cual no se
explica el aumento de la brecha de productividad que muestra el país con el
resto del mundo.

[7] Así lo señala un reciente informe del Centro de Capacitación y Estudios
sobre Trabajo y Desarrollo de la Universidad de San Martín.

[8] A esto se agrega que los dólares que pudo captar el Estado durante el
mayor superávit comercial sostenido que se registró en décadas, durante
2003-2014, se fueron rápidamente por otras ventanillas, si tener ningún
destino que cambiara el atraso de la estructura económica en lo más mínimo.
Esta nula transformación estructural durante los años kirchneristas la
destacan Hora y Gerchunoff, pero nunca lo ponen en relación con el peso de
los actores económicos que son capaces de condicionar el acceso a las
reservas e imponer el destino del excedente. La idea de que el problema pasa
por “exportar más”, sin poner en discusión cómo se exporta y quién se
apropia de los frutos, es una quimera.

[9] El monopolio del comercio exterior y un sistema financiero nacionalizado
permitirían estimular los desembolsos requeridos para fabricar o adquirir de
los medios de producción que resulten prioritarios y promover los sectores
económicos que ningún empresario se propuso ni se propone desarrollar
seriamente. El criterio para definir las prioridades debe partir de la
primacía del interés público (debatido colectivamente por la clase
trabajadora y el pueblo pobre). Impulsar que el trabajo rinda más (en la
perspectiva de “economizar” trabajo, reduciendo la jornada laboral sin
afectar el poder adquisitivo) realizando para ello inversiones que apunten
al fortalecimiento de la estructura productiva de propiedad pública y
colectiva, puede ir de la mano del mejoramiento de las condiciones de vida
del pueblo trabajador: trabajar menos y elevar al mismo tiempo el poder
adquisitivo y los bienes disponibles. Para ello es necesario ante todo
terminar con esta dilapidación sistemática de los recursos, perspectiva que
solo podemos alcanzar si las principales fuerzas productivas nacionales son
puestas en manos de las y los trabajadores conquistando un gobierno de la
clase trabajadora y los sectores populares de ruptura con el capitalismo.
Con una economía altamente internacionalizada como la actual, las
transformaciones solo pueden iniciarse en el terreno nacional; necesitan
como nunca de la cooperación con las fuerzas trabajadoras del resto del
mundo, empezando por los países vecinos. Solo de esta forma, con la
solidaridad y coordinación internacional entre los países en los que la
burguesía sea expropiada, puede plantearse hoy la construcción de una
economía de transición al socialismo, que necesita apoyarse en lo más
avanzado de la técnica y la escala productiva posible.

[10] En su libro señalan que en Argentina: “lo que sobrevive de los
sindicatos no es poco, sobre todo en el sector de servicios, y mucho más si
se lo compara con el resto de América Latina. Siempre aparece un Moyano o un
Palazzo, y no me extrañaría que aparezcan otros. Y, además, del otro lado,
emerge no solo el asistencialismo, sino también la representación de los
trabajadores informales, que ha logrado algo inesperado: imitar la
organización de los sindicatos formales, reclamando empleo y obras sociales.
El mundo del trabajo está fracturado, pero de ambos lados hay voz”.

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