Cultura/ Jean-Michel Basquiat, un legado radiante y cegador. [María José Santacreu]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Mayo 1 13:10:27 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

1° de mayo 2021

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Cultura



Jean-Michel Basquiat, que hoy tendría 60 años



Un legado radiante y cegador



En un mes de mayo, pero de hace cuatro décadas, Jean-Michel Basquiat hacía
su primera exposición individual en la Galleria d’Arte Emilio Mazzoli, en
Módena. Todavía se hacía llamar SAMO, especie de abreviatura de Same Old
Shit (‘la misma mierda de siempre’), y recién estaba empezando a pilotear el
torbellino en el que se había transformado su vida. Había nacido el 22 de
diciembre de 1960 y su ascenso fue tan meteórico como brutal el impacto de
su muerte, a los 27 años. A pesar del largo tiempo transcurrido, su obra
permanece bajo el signo de la interferencia.



María José Santacreu

Brecha, 30-4-2021

https://brecha.com.uy/



¿Por qué escribir sobre Jean-Michel Basquiat hoy? Es el tema típico de una
nota de los años noventa, cuando su estrella todavía brillaba. O, mejor,
cuando había vuelto a brillar. Porque toda la historia de Basquiat, o
Jean-Michel o SAMO© –sí, así, con copyright–, es intrincada y, por momentos,
ilegible. Hay demasiadas maneras de mirar lo que hizo, cómo vivió, de dónde
provenía, cómo murió, cómo era su ambiente –el de Nueva York a fines de los
setenta, el grafiti, la escena de los clubes, el ocaso de la música disco,
el advenimiento del punk y el pospunk, el break dance y el hip hop, y, más
tarde, los efectos devastadores del sida– y, sobre todo, cómo funcionaba su
obra en el mercado del arte. Es una historia ciertamente fascinante, pero
poco adecuada para poder ver a través de ella.



En los pocos años en que Basquiat estuvo vivo para disfrutar de la creciente
atención que suscitaban sus pinturas, con frecuencia se quejó de lo poco que
se hablaba de su obra y lo mucho que se hablaba de él. Era, claro, una queja
ridícula: es como hacer lo imposible por salir en la televisión y, luego de
que gracias a ello se consigue el dinero necesario para cenar en un
restaurante caro, quejarse de no poder comer con tranquilidad. Es raro
pretender que, después de romper el velo y mostrar el genial artista que se
es, el mundo se olvide de los medios que se usaron para atraer los
reflectores. Pero es verdad que ya es tiempo de que esto suceda: los ochenta
se esfumaron y la gente los recuerda fundamentalmente por lo feos que eran
los peinados. Y Giuliani limpió Nueva York y lo salvó de la bancarrota,
aunque después se hizo más famoso por confundir los números telefónicos de
los congresistas y por los chorretes de tintura para el pelo que le corrían
por la cara en los mítines pro-Trump. Por otra parte, el VIH dejó de ser una
sentencia de muerte, el hip hop se transformó en el género dominante de la
música estadounidense, el grafiti perdió casi todo su encanto y sólo es
noticia cuando se descubren nuevos productos químicos para removerlo con
efectividad. Lo único que sigue más o menos igual es el mercado del arte,
sólo que ahora se venden stencils de Banksy que se autodestruyen en plena
subasta mientras el último gran truco que se roba los titulares de los
medios anacrónicos –como este, tinta sobre papel– es vender bananas pegadas
a la pared con cinta pato, aunque el futuro del arte parece estar ahora en
el token no fungible: la cabeza dorada en 3D de Chadwick Boseman creada por
Andre Oshea para rematarse tras los Oscar, aunque el malogrado actor se haya
ido para siempre sin premio y la ceremonia haya terminado como si hubiera
habido un corte de luz.



Entonces sí, a lo mejor es hora de mirar la obra de Basquiat con el
distanciamiento que merece. Un buen instrumento es la edición de Taschen en
un formato y un precio más accesibles que los que tenía el libro original:
Jean-Michel Basquiat y el arte de contar historias, con un ensayo
introductorio de Eleanor Nairne. Y es un título muy adecuado porque,
justamente, de lo que se trata es de intentar apartar por un momento todas
las interferencias de la fama y el dinero –y Andy Warhol y la muerte
prematura– y ver cuáles eran las historias que Basquiat estaba contando y
cómo lo estaba haciendo, porque la crítica, en estos 40 años, se ha
encargado de entorpecer esta lectura, empezando por la peregrina idea de
llamarlo «el Picasso negro». «Yo estaba cansado de ver paredes blancas con
gente blanca tomando vino blanco», había dicho Diego Cortez, el organizador
de la primera exhibición colectiva en la que participó Basquiat, cuando lo
entrevistaron para el documental Radiant Child. Probablemente sea mentira,
ya que la exposición «New York/New Wave» fue un extenso panorama de los
nuevos creadores y presentó a más de 100 artistas de todo tipo y color.



La obra de Basquiat es riquísima en alusiones. El mundo que construyó es
vasto, por momentos críptico, muchas veces poético. Sus cuadros son
fuertemente visuales, a la vez que contienen elementos verbales. Las formas,
los colores, las texturas, los símbolos, incluso el tamaño de las obras, los
soportes y las marcas casuales (pisadas, manchas) componen un universo
sensorial complejo, casi de palimpsesto. Basquiat pintaba escuchando música,
mirando la televisión, hojeando libros, a veces todo al mismo tiempo. Esos
estímulos pasaban a la obra, a veces de una manera similar a los ejercicios
surrealistas con la escritura automática, confiando en ese poder mediúmnico
del artista… Pero sería más adecuado adscribirlo a la cultura del sampleo
del hip hop. Las raíces africanas tienen una fuerte presencia en su obra,
pero también las de la cultura afroestadounidense y sus referentes directos:
músicos, deportistas. Sin embargo, la crítica ha hecho varias operaciones
problemáticas. Primero, al encargarse de alimentar el mito del artista pobre
y vagabundo que, de pronto, se vuelve millonario –los orígenes familiares de
Basquiat distan de ser pobres: su padre era profesional universitario y
empresario–. También al analizar su obra como arte primitivo o salvaje,
afiliándolo a la etiqueta de grafitero, cuando lo que hacía se acercaba
mucho más al arte conceptual que al grafiti tradicional. Es verdad que
Basquiat abonó estos mitos como manera de conquistar a la prensa con una
historia vendible y conmovedora, y que se alojó a sí mismo en una tradición
pictórica eminentemente blanca y occidental que los periodistas y los
críticos compraron gustosamente: Warhol, Jean Dubuffet, Cy Twombly, Robert
Rauschenberg, Jasper Johns, Franz Kline, etcétera. Pero el no tener una
mirada equilibrada todavía, 40 años después de su salto a la primera plana
del arte mundial, de la riqueza de tradiciones culturales que chocan en su
obra, ancestrales y modernas, blancas y negras, populares y cultas, es
perderse la oportunidad de ver su verdadera originalidad y relevancia. La
mirada identitaria no alcanza, como tampoco alcanza la que lo secuestra con
el mito del buen salvaje o el cuento del mendigo convertido en millonario.



2021 es un buen año para mirar un costado al que normalmente no se le asigna
la relevancia que tiene, que es el contenido político de su obra. En este
momento particular de Estados Unidos conviene recordar la pintura
Defacement, de 1983, sobre la muerte de Michael Stewart, un grafitero negro
asesinado por la Policía mediante una brutal golpiza. Al enterarse de la
muerte de Stewart, Basquiat reaccionó lamentándose: «Podría haber sido yo,
podría haber sido yo». Más tarde, pintó el cuadro en una de las paredes de
la casa de Keith Haring. El dibujo es casi una caricatura: dos policías con
aspecto feroz atacan a una silueta negra (podría ser Basquiat, podría ser
cualquier hombre negro). La silueta anónima también marca una continuidad
aterradora, sobre todo porque se proyecta en el futuro: es Stewart, es
George Floyd. El cuadro contiene, además, los tags de dos grafiteros, lo
cual reafirma lo desproporcionado de la situación: la vida a cambio de una
firma en la pared (o de un billete de 20 dólares, tal vez falso). El título
del cuadro, Defacement (‘desfiguración’, sobre todo la que designa el daño a
una propiedad, pero que en este caso se extiende a la víctima), lleva el
símbolo de copyright, lo cual indica derecho, es decir, poder o dominio
sobre algo, pero también arroja una línea directa hacia atrás, hacia aquel
SAMO© que tagueaba el subte y que podría ser el muerto.



Esta dimensión política aleja a Basquiat de las afiliaciones menos
interesantes –el pop art y el art brut– y pone de manifiesto una expresión
mucho más fértil, sensible e inteligente. Es una sola de las muchas que
están esperando ser rescatadas.

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