Chile/ La hora de la reacción. De la rebelión a Kast. [Richard Seymour]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Nov 27 02:30:22 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

27 de noviembre 2021

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Chile



De la rebelión a Kast

La hora de la reacción



Richard Seymour

Brecha, 26-11-2021

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¿Cómo pudo pasar? Dos años de estallido social y el neofascista José Antonio
Kast gana la primera vuelta de las presidenciales chilenas. Puede que no
gane la segunda: fue apoyado por menos del 30 por ciento de los votantes y
las encuestas tienden a mostrar que Gabriel Boric, del Frente Amplio, lo
derrotaría. Si eso sucediera, representaría un avance decisivo para la
izquierda. Pero las encuestas pueden estar equivocadas. Reina la
incertidumbre. El ascenso de Kast, respaldado por multitudes reaccionarias
que blanden el ominoso eslogan palingenésico «Hagamos Chile grande de
nuevo», ha sido rápido. Tampoco hay indicios de que haya alcanzado su techo.
Los mercados de valores están exultantes.



Hacer lo que Piñera no pudo



Dos años de que un levantamiento estudiantil contra un aumento de 30 pesos
en el transporte público floreciera y se convirtiera en una gran rebelión
contra los partidos de la transición pos-Pinochet y sus gobiernos de risa y
olvido. Las marchas y las asambleas públicas más grandes en años, millones
de personas reunidas; miles de nuevas organizaciones populares, cabildos
organizando el poder constituyente contra el brutal consenso neoliberal; la
indignación masiva frente a los tanques del multimillonario Sebastián Piñera
en las calles y los balazos de goma a los ojos de los manifestantes (más de
400 rostros desfigurados); un referéndum demorado para aprobar una
Convención Constitucional que se ganó con una amplia mayoría, sus delegados
elegidos por voto popular en lugar de impuestos por el Parlamento, su
elección dominada por fuerzas de izquierda, indígenas y candidatos
«independientes» que representan a los movimientos sociales; el Frente
Amplio evolucionando de red de partidos de protesta surgidos del
levantamiento estudiantil de 2011 a oposición cohesionada; el voto de la
derecha descendiendo a sus niveles más bajos; la caída del centro y la
centroizquierda.



Y, sin embargo, aquí viene Kast. Hijo de un soldado nazi, hermano de un
ministro del régimen de Augusto Pinochet, defensor abierto de la dictadura,
líder de una reacción que dice luchar contra el «comunismo». Su programa es
agresivamente neoliberal: busca eliminar los impuestos a las grandes
empresas, recortar la mayoría de las dependencias estatales, expandir el
sistema penitenciario. Detrás de él está la derecha religiosa organizada
contra la «ideología de género»: como la mayoría de los neocaudillos
latinoamericanos, Kast ha puesto en primer plano la defensa del machismo
tradicional frente a las críticas feministas y «progres». Junto con él están
las turbas racistas que en setiembre atacaron a familias venezolanas sin
hogar: Kast quiere establecer una agencia de inmigración al estilo del
Servicio de Control de Inmigración y Aduanas, de Estados Unidos, para
institucionalizar esa violencia. Dispersos en esa multitud, unidos a los que
ondean banderas confederadas y eslóganes al estilo Trump, están los
infaltables conspiranoicos antivacunas y antiglobalistas. El propio Kast ha
dejado en claro que cree que la Organización de las Naciones Unidas es una
conspiración «globalista», una herramienta de la izquierda que es, en parte,
responsable de la incapacidad de Chile para construir un muro contra los
inmigrantes.



El principal atractivo popular de Kast es su promesa de hacer lo que Piñera
no pudo: ponerle punto final a la rebelión. De hecho, ha sido legitimado por
la combinación del giro ultrarrepresivo y la manifiesta debilidad del
gobierno. Por ejemplo, el mes pasado, apenas días después de que su nombre
apareciera en la investigación de los Papeles de Pandora, Piñera envió al
Ejército al sur del país, donde los mapuches, la población indígena más
antigua de Chile, luchan por recuperar sus tierras, apropiadas por empresas
madereras ecocidas. La bandera mapuche se convirtió en un símbolo de
disidencia y solidaridad durante el levantamiento popular. La justificación
que se dio a la violencia del Ejército, que sigue un patrón de escalada
militar por parte de Piñera, fue que estaba dirigida a reprimir «el
narcotráfico, el terrorismo y el crimen organizado». Sin embargo, como era
de esperar, la brutalidad no ha terminado con la lucha. En respuesta, Kast
ha dejado en claro que intensificará la ofensiva y aplastará las protestas
indígenas para siempre.



La reacción y la violencia



El año pasado, tras visitar Chile para pasar tiempo con los movimientos
sociales, Ariel Dorfman dijo estar preocupado de que los manifestantes
pudieran haberse dejado llevar por cierta arrogancia, olvidando la
oportunidad que la reacción contra el desorden generalizado le daría a la
derecha. La insubordinación masiva, sostuvo, no es ir de picnic. Señaló los
«saqueos de supermercados», las iglesias «quemadas y las comisarías y los
cuarteles atacados por encapuchados», los abusos policiales de derechos
humanos en una escala no vista desde la dictadura, los disturbios que se
generaban en respuesta, los policías que corrían en retirada a sus búnkeres
y los vecinos de los barrios pobres enfrentando «el desafío diario de robos
y rapiñas a manos de delincuentes jóvenes, armados con pistolas y
cuchillos». La violencia en sí misma empezó a desplazar del centro a la
injusticia que la provocó. En este contexto, el veterano profesor
chileno-estadounidense temía que el «exceso de confianza emocional»
terminara con el levantamiento democrático de forma prematura y Kast
prosperara gracias a una «feroz campaña del miedo», aprovechando «la
violencia incesante, la disrupción y la crisis económica» para convencer a
los chilenos de que el país se convertiría en «otra Venezuela».



Quizás Dorfman sacó a relucir sus dotes de clarividente, aunque lo cierto es
que la reacción no suele necesitar de mucha violencia popular para volverse
feroz. Por cada Central Obrera Boliviana, cordón industrial chileno o
Partido de los Trabajadores brasileño, hay un Hugo Banzer, un Pinochet o un
Jair Bolsonaro que recurre tanto a los escuadrones de la muerte, la
violencia parapolítica y las turbas fascistas como a la violencia
institucional. Como el politólogo Corey Robin y muchos otros autores han
documentado, la reacción tiene una larga historia de aventurerismo y
violencia popular. Pero la gran protagonista aquí no es la violencia
popular. Ni siquiera es la reconstitución de la reacción autoritaria, aunque
nunca debemos subestimar a ese enemigo. Más bien, es la debilidad.
Específicamente, la debilidad de los gobiernos nacionales en América Latina,
el colapso de la confianza de los votantes en los partidos dominantes, la
aparición de erupciones sociales que llevaban largo tiempo de fermentación,
los previsibles giros represivos y la espiral de polarización social y de
radicalización derechista que se pone en marcha.



Este empantanamiento catastrófico de los gobiernos no es solo un impedimento
para los viejos partidos del centro. Allí está el esfuerzo fatigoso de
Bolsonaro para desarrollar e imponer su agenda, sus amagues golpistas y sus
reculadas. Allí está el gobierno en disputa de Pedro Castillo, en Perú, al
que las elites costeras y las clases medias que se unieron al fujimorismo
acosan en una guerra de desgaste contra un Ejecutivo que necesita el apoyo
de todos los partidos para aprobar leyes. Allí está el golpe contra Evo
Morales y la victoria electoral casi inmediata de su colega tecnocrático del
Movimiento al Socialismo, Luis Arce. El problema es que, si bien tal estado
perpetuo de crisis política puede repercutir en beneficios puntuales para la
izquierda, es mucho más probable que a la larga su tendencia a producir la
desmoralización y la desesperanza beneficie a las fuerzas autoritarias y
desacredite a quienes defienden los logros democráticos, a quienes se
acusará de ser parte del «sistema». Después de todo, no hay nada
intrínsecamente progresista en la rabia antipolítica, la mentalidad de
asedio y la conspiranoia que puede provocar.



Es importante tener en mente, además, la dialéctica de mutua radicalización
entre liderazgos de derecha presos de un Parlamento estancado y sus
seguidores, muchas veces armados. Es precisamente cuando ese liderazgo se
enfrenta a un desafío social y cívico que no puede combatir, cuando ese
liderazgo derechista no puede simplemente imponer a voluntad el despotismo,
que su base comienza a luchar por el control de las calles.



(La versión original de este texto, en inglés, fue publicada en Patreon.com,
bajo el título «For every cordon, a Pinochet». Traducción de Brecha)

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