Cuba/ La beca. Diario de una cubana a pie: [Maylan Álvarez]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Abr 16 23:35:31 UYT 2022


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Correspondencia de Prensa

16 de abril 2022

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Cuba



La beca



Diario de una cubana a pie: Episodio VI



Maylan Álvarez *

La Joven Cuba, 16-4-2022

https://jovencuba.com/



Si me puse nostálgica en la cita anterior
(https://jovencuba.com/nostalgia-cine/), con esta casi lloro cuando pensé en
el tema. Voy a ser sincera, lo sugirió mi esposo. No busqué ni un solo dato
en Internet para conocer la cantidad de becados por años, ni las causas, o
las más variopintas razones por las que me hicieron invertir tres años de mi
vida recogiendo cuanto cítrico se había sembrado cerca de la Secundaria
Básica en el Campo donde sobreviví parte de mi adolescencia. O chapeando, o
recogiendo piedras para hacer una cerca.



A nadie pregunté, pues mi anecdotario personal es bastante notorio como para
necesitar referentes. Y estoy convencida de que estas historias se replican
en todo el país, con más o menos sustancia. Creo que en el capítulo cubano
de las becas también nos deben miles de respuestas.



Y digo sobreviví, con todas las de la ley, porque todavía —sin tremendizar
la cuestión—, hay momentos en que pienso en que trabajar es honorable, aún
desde edades tempranas, si se regula y se combina con otras actividades para
hacer de ese joven, un ser humano de bien. Pero aquello, por lo menos en el
período en que me correspondió estudiar la secundaria, no fue
estudio/trabajo. Insisto: fue sobrevivir. Hablamos de los noventa.



Los estudiantes de casi todos los municipios íbamos becados, los de la
cabecera provincial no, como en el caso de mi esposo. Tenían acceso a la
secundaria en la ciudad y solo pasaban unas semanas de escuela al campo en
cada curso.



Creo que mi mamá me comentó alguna vez quiénes habían sido los «ideólogos»
de las escuelas becadas de Unión de Reyes. Pero ya no lo recuerdo, como no
rememoro muchos nombres de los que convivieron conmigo tres años, demasiado
lejos de casa para nuestro gusto.



Sí recuerdo, y de la manera menos grata, a una técnica de campo que nos
gritaba la mar de procacidades para que no paráramos y poder cumplir la
norma. La competencia era entre los técnicos y nosotros, que apenas podíamos
cargar con los jolongos (el corrector de la laptop me señala en rojo esta
palabra tan fea), lloriqueábamos por el esfuerzo y el temor de que —como
ocurrió en varias oportunidades—, nos llevaran después del horario docente a
terminar la norma que incumplimos en la jornada.



Cuán indefensa me sentía, yo, hija única de padres maestros, nieta
amadísima, bitonga gorda de espejuelos, zapatos ortopédicos, saya por la
rodilla, pelito corto y una estatura que no sobrepasaba los 1,45 m —con fama
de sabelotodo además—, cuando aquella mujer nos gritaba tantas malas
palabras… Sigo creyendo que las inventaba allí mismo, en exclusiva para
nosotros. En mis doce años jamás había escuchado tan prosaico arsenal
emergiendo de una boca humana.



Y nadie veía eso, jamás supe que le llamaran la atención o la sancionaran. Y
regresábamos con el alma en vilo a la escuela, desde el surco, casi en
silencio. Créanme si les confieso que por años llegué a odiar las
sabrosísimas naranjas. Ironía del destino: hoy las añoro y mis hijos apenas
si las conocen, para qué hablar de las mandarinas. Heredé un exprimidor
eléctrico que he usado ¿dos veces? en siete años.



La otra jornada de supervivencia extrema nos esperaba cuando llegábamos del
campo. Perfectamente mi pasta Perla o mi jabón Vitral no estaban en la
taquilla y debía esperar a que una de mis amiguitas se bañara, amén de
quedarme sin almuerzo, para no llegar tarde al docente.



No podría enumerar las veces que me robaron las medias, la comida, o la ropa
interior, los «trapitos» que mi mamá me preparaba para pasar el período, las
cositas del pelo…. No mercy. Pero lo del pelo sí lo solucioné rápido: me
pelé bien bajito en el primer chance que tuve. Mi clásica maleta de madera
no aguantaba candado, lejos de mi vista era presa constante de la insaciable
hambre de tanta adolescencia acumulada.



Hoy me hubieran dicho que soy un punto, pero es que la mayoría en el
albergue, en la escuela, lo era sin dudas. Éramos puntos de las niñas más
grandes y de algunos varones abusivos. Y, sin mencionar nombres, afirmaré
que también nos maltrataban un montón de profesores y de subdirectores.



A partir de las cinco de la tarde, una escuela con cientos y cientos de
adolescentes y muy poco personal de guardia, era un hervidero de hormonas.
Creo que éramos bastante buenos. Me gusta pensar que es que no teníamos los
criterios, los saberes y herramientas de los jóvenes de hoy. También la
cuota de irreverencia de la juventud actual, ni Internet…



Imagino las protestas que se hubieran armado frente al comedor, al tercer
día de servir arroz (poco, medio apestosillo y duro), agua arriba, bolitas
de chícharos al fondo y uno o dos huevos hervidos por comensal. Y la noche
en que se regó la bola de una cabeza de lechuza en la sopa… Épico.



No protestábamos, íbamos o no al comedor, con aquellas bandejas de aluminio
que después fueron plásticas, ¡válgame Dios! a comernos aquello. Todavía
cierro los ojos y conservo en mi nariz el olor tan característico de un
comedor escolar. Y si me tocaba limpiar las mesas en el día de operativo…



En contraste, atesoro momentos maravillosos junto a mi profesor Braulio, de
Química, un viejito adorable de Bolondrón, que me preparó para los concursos
y me contaba de su niñez detrás de un mostrador de bodega; o de mi profe
Carmita, recién fallecida a causa de la espantosa Covid y la negligencia de
algunos. Y mi profe de Geografía, Carlos Jesús, de quien creo heredé el
gusto por los cactus. Pienso en la biblioteca de mi escuela y en la de
libros de Julio Verne que devoré allí, con el hambre doble de la que hablaba
Onelio Jorge Cardoso.



Esos recuerdos van y vienen, acompañados de la ocasión en que todo mi
albergue tuvo que hacer una fila para lavar la toalla de la jefa del
dormitorio. Alguien se la había metido en la taza sanitaria, una taza de
escuela bien servidita… y todas pagamos las consecuencias.



Hablando de consecuencias. Todavía tengo la marca, cerca del codo en mi
brazo izquierdo, hacia adentro, de la quemadura con una plancha que me hizo
K. Todo ocurrió en segundos. Recuerdo despertarme sobresaltada en la litera
de arriba, con mucha ardentía en la mano y ella, riéndose a mandíbula
batiente en el pasillo por semejante chiste, con el instrumento del crimen
en su mano.



Era de noveno grado y yo, yo era un punto de séptimo. Era una morena enorme,
con tetas grandes y le teníamos pánico. Jamás me recuerdo hablando con ella
si no era con la vista baja. Bueno, yo no hablaba con ella, ella nos gritaba
órdenes para que las cuarteleras limpiáramos el albergue con mucha, mucha
agua, cargada a cubos desde el primer piso, hasta el tercero.



A mis padres jamás les conté nada de esto. Me parecía una cobardía personal.
Hoy lo sigo pensando así, pero que era también mucho bullyng colectivo.
¿Ningún adulto sabía que ocurría ese tipo de vejámenes? ¿O se hacían los de
la vista gorda? Teníamos que estar allí, era la manera de estudiar. No
existía otra opción. Yo no tenía familia en Matanzas para acudir a la
secundaria urbana. Tenía que sobrevivir a toda costa. La Patria, el momento
histórico, cará…



Otro cortometraje de la carpeta INOLVIDABLES. No teníamos pase ese fin de
semana. Once días por delante y el dolor de cabeza o el catarro perenne por
las duchas frías no me darían el voto para estar en mi casa. Ah, una
amiguita convaleciente de conjuntivitis en la enfermería fue la respuesta a
todos mis desvelos. El pañuelo, previamente restregado en sus ojos, apenas
rozó los míos y ya el jueves por la noche mi papá me tuvo que ir a buscar,
en un motor prestado, porque el director lo llamó con urgencia.



¿Que cómo terminó la historia de mis ojos verdes y después rojos? Quince
preciosos días de vacaciones en el Hospital Pediátrico. Una queratitis de
libro. Ay, por favor, si mi papá les pregunta no le vayan a decir que hice
tal confesión: a esta altura todavía va y me pone de penitencia con carácter
retroactivo.



Claro que guardo otras suculentas historias, pero un amigo me recomendó que
las ficcionara para escribir una novela. No sé si pueda, juro delante de
Dios que esta es la primera vez en mi vida que escribo sobre la BECA. Sobre
esto jamás he escrito ni un poema.



Quisiera, como me recomendó otro, recopilar entrevistas, testimonios de
alumnos y profesores. Porque un tema así se me queda pequeño con la ficción.
Y saldría a buscar datos, estadísticas, resultados de las diversas etapas de
las escuelas de becarios en Cuba. ¿Existen investigaciones en torno al tema?
Por suerte, mis hijos no tendrán que vivir experiencias semejantes. Por lo
menos, no de estas (aunque no coman naranjas). Tampoco los hijos de otros
tantos que sobrevivieron las becas.



Qué vuelta de noria: aquellas escuelas hoy son casas de familia, oficinas o
la naturaleza las ha tomado por asalto.



¿El saldo final?: primer escalafón de notas, muchas lecturas juveniles, los
huecos de «arriba» en las orejas y la eterna amistad con Yanelys Sotolongo.
También nuestros hijos mayores son amigos, a pesar de las distancias
geográficas. No aprendí a bailar casino: esa lección la pospuse para el
preuniversitario.



¿Y la beca del pre? Ah, ya ese es otro relato, dentro de otras tantas
historias.



* Escritora y editora matancera.

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