Debates/ ¿Por qué la izquierda ya no habla de economía? [Alejandro Galliano]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Jue Ago 18 15:56:45 UYT 2022


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Correspondencia de Prensa

18 de agosto 2022

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Debates



¿Por qué la izquierda ya no habla de economía?



Las izquierdas han reemplazado su «economicismo» de antaño por nuevas formas
de «politicismo». Si el determinismo económico era un problema, el abandono
del debate sobre cuestiones económicas también lo es.



Alejandro Galliano *

Nueva Sociedad, agosto 2022

https://nuso.org/articulo/



«Vamos a desarrollar el capitalismo. No porque lo adoremos, sino porque
primero tenemos que superar la premodernidad, el feudalismo, los nuevos
esclavismos, superar mentalidades atávicas», declaró Gustavo Petro en su
primer discurso como presidente electo de Colombia. Sus palabras llegaban en
un contexto particular: el de las expectativas provocadas por ser el primer
político de izquierda que llega al más alto cargo político de esa nación.
Poco antes, en plena campaña, había respondido por la red social Twitter a
una crítica sobre su postura contra el fracking: «el problema no es cuántos
dólares quedan bajo tierra si no se hace fracking, sino cuántas vidas se
pierden encima de la tierra si se hace». Ambas declaraciones yuxtapuestas
(la primera, de un progresismo lineal digno de la Segunda Internacional y
los debates entre mencheviques y bolcheviques; la segunda, más a tono con el
ambientalismo antidesarrollista de los últimos años) sirven como muestra de
los equívocos y ambigüedades de la izquierda contemporánea al momento de
encarar conceptual y políticamente cuestiones económicas. Es cierto que
Petro es un político y no tenemos por qué exigirle que hable desde otro
lugar, pero las citas mencionadas son sintomáticas de una situación más
general, en la que las izquierdas han reemplazado en gran medida su
«economicismo» de antaño por una nueva forma de «politicismo».



El interés de la izquierda por los debates económicos no tuvo que esperar a
los tres tomos de El Capital de Marx ni se agotó con ellos. Desde el diálogo
que tuvieron Simonde de Sismondi y William Godwin con la economía política
clásica hasta el «debate sobre el cálculo económico» que enfrentó al
socialista polaco Oskar Lange con los padres de la escuela austríaca, Ludwig
von Mises y Friedrich Hayek, o la polémica entre Alec Nove y Ernest Mandel
sobre el lugar del mercado en el socialismo, las izquierdas entendieron que
parte de su práctica política pasaba por una comprensión cabal tanto del
sistema económico que combatían como de las condiciones materiales para
construir otro mejor.



Sin embargo, en los últimos años esa compresión parece embotada, quizás por
la complejidad y velocidad de las transformaciones del sistema que combaten,
quizás por la renuncia a atender las condiciones para construir otro mejor.
Claro que no faltan referentes, desde nuevas estrellas como Thomas Piketty
hasta viejas glorias como Anwar Shaikh, un «fundamentalista de la teoría del
valor» que anticipó la crisis de 2008, o las críticas a la economía digital
de Evgeny Morozov, Nick Srnicek o Cédric Durand. Pero poco de ello llega a
los programas o siquiera a los discursos de los movimientos y gobiernos
populares de América Latina, que a veces oscilan entre denunciar cualquier
consideración económica como «neoliberal» o «tecnocrática», y abrazarlas
acríticamente cuando la situación se vuelve insostenible. Quizás el caso más
notorio sea el de Nicolás Maduro, quien pasó de denunciar cada dificultad
económica de Venezuela como fruto de una conspiración imperialista a quasi
dolarizar la economía. En otros casos las cuestiones económicas son dejadas
de lado por una «agenda inmaterial», como las políticas identitarias, sea
por consensos ortodoxos muy sólidos (Chile en plena Convención
Constituyente), sea por la carencia absoluta de consensos, incluso de una
dirección económica (Argentina bajo el gobierno del Frente de Todos).



Algo ha cambiado. Para tratar de entenderlo, propongo ver los sucesivos
cambios de clima económico e intelectual que atravesó la izquierda. Eso
requiere una periodización. Para la escuela francesa de la regulación
(Aglietta, Lipietz, Coriat), las contradicciones del modo de producción
capitalista requieren de «modos de regulación»: instituciones y prácticas
públicas y privadas que gobiernan y atenúan esas contradicciones,
permitiéndole al capitalismo reproducirse (acumular capital, colocar
mercancías, legitimarse socialmente). En su libro El largo siglo XX, el
economista italiano Giovanni Arrighi sumó la hegemonía mundial a esas
regulaciones y las ordenó en ciclos más o menos recurrentes.



A fines del siglo XIX, con la crisis del capitalismo manchesteriano, la
regulación pasó por los trusts o grandes corporaciones, bajo la hegemonía
comercial británica. Fue la época del imperialismo y el capital monopólico
que desvelaron a Rudolf Hilferding, Lenin y Rosa Luxemburgo. Luego de la
Primera Guerra Mundial, la regulación quedó en manos del capital financiero,
que reventó en 1929. Desde entonces, y sobre todo luego de la Segunda Guerra
Mundial, el sistema pasó a regularse entre estados y organismos
multilaterales, bajo el paraguas norteamericano. Fue la era del fordismo,
que entró en crisis a partir de 1968 para dar lugar a una nueva regulación
financiera, la de los petrodólares, hasta el crack de fines de la década de
1980 (el lunes negro de Wall Street en 1987, la hiperinflación en América
Latina). Se consolidó entonces un nuevo régimen de regulación sostenido por
las grandes corporaciones y sus cadenas globales de valor. A partir de la
crisis de 2008 es muy probable que esté emergiendo un nuevo modo de
regulación, pero no es evidente cuál será. En todo caso, cada modo de
regulación (corporativo, estatal, financiero) implicó un marco material e
intelectual para pensar la economía.



Un cambio en el clima



En El colapso del comunismo: elementos para una historia futura, un texto
escrito al calor de la caída del muro de Berlín, el historiador Charles S.
Maier se preguntaba por las causas del rápido colapso económico de los
países comunistas, luego de un desempeño aceptable en los años de posguerra.
Y encontraba la respuesta en las transformaciones de la economía global:
«Las dificultades económicas de los 70 plantearon espinosas alternativas
tanto al Este como al Oeste. Acosado por el conflicto social y la confusión
acerca de las políticas a seguir, Occidente optó en principio por la
disciplina del mercado mundial. El Este, en cambio, dio marcha atrás
respecto de las reformas económicas que había empezado a implantar.
Retrospectivamente, podemos situar el origen del colapso de 1989 en esta
divergencia. A lo largo de los años 50 y 60, las sociedades europeas
occidentales y orientales gozaron de tasas de crecimiento más o menos
equiparables. Tanto el socialismo como el capitalismo respondían a las
oportunidades y demandas derivadas de la recuperación de los estragos de la
guerra. (...) El colapso comunista ha sido una reacción a fuerzas de
transformación que hicieron mella tanto en el Este como en el Oeste, pero
ante las que los europeos occidentales (y los norteamericanos) respondieron
con un vuelco más temprano y, por tanto, menos traumático».



En efecto, luego de 1945, tanto el Este como el Oeste sostuvieron, con
diferencias, lo que el economista húngaro Janos Kornai llamó «economías
movilizadas»: la extensión de herramientas de una economía de guerra en
tiempos de paz, planificación, intervencionismo, presión fiscal. La
izquierda no inventó ese paradigma económico, pero supo aclimatarse a él y
participar en sus debates. Ese intercambio funcionó de ida y vuelta, desde
marxistas reciclados en eficientes tecnócratas occidentales hasta la deriva
izquierdista de discípulos de J.M. Keynes como Joan Robinson, Nicholas
Kaldor o Piero Sraffa. Lo mismo vale para el estructuralismo
latinoamericano, no necesariamente izquierdista pero influyente en
populismos e izquierdas nacionales, que sintetizó elementos del
desarrollismo de W.W. Rostow, la teoría de la dependencia y las experiencias
históricas de industrialización planificada. A partir de la década de 1970
esa regulación entró en crisis y arrastró tanto al bienestarismo occidental
como a la planificación soviética. Como señala Maier, el capitalismo pudo
adaptarse, pero el socialismo no. Y la izquierda tampoco: el nuevo clima de
desregulación, tercerización y globalización fue entendido en términos casi
catastróficos, apelando a conceptos que hablaban más del pasado ido que del
presente efectivo.



Un libro sintomático de la época fue La trama del Neoliberalismo, publicado
por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso) en 2003, a
partir de las intervenciones de Michel Löwy, Emir Sader, Atilio Borón y
Perry Anderson, entre otros, en el Seminario Internacional
Posneoliberalismo, realizado en Río de Janeiro en 1994. La idea que abre y
atraviesa el libro es que el neoliberalismo es «el más monstruoso proyecto
histórico del capitalismo», un «diluvio universal», una pesadilla que más
temprano que tarde debería terminar por su propia irracionalidad. La
inveterada tradición izquierdista de analizar las contradicciones del
capitalismo cedía paso a una negativa a encontrarle mayor sentido que el de
un colapso de lo anterior, una revancha del capital contra un Estado de
bienestar que esa misma izquierda también criticó en su momento.



La negación de la economía



Al nuevo clima económico se le solapó el intelectual. Maier señala que,
junto a la crisis económica de las economías de posguerra, se produjo una
crisis social que tuvo como hito las simultáneas revueltas juveniles de 1968
(Praga, México, París). La crítica política a las instituciones de posguerra
se tradujo académicamente en la crítica a los fundamentos filosóficos de la
modernidad y el racionalismo. Toda ciencia fue puesta bajo la lupa de una
genealogía que las entendía como saberes construidos, herramientas de poder
y subjetivación. Obviamente, la economía fue parte de esa crítica, muy
productiva para problematizar esencialismos y pretensiones de asepsia
científica, pero eventualmente destructiva si negaba toda legitimidad a la
disciplina y su objeto de estudio. Michel Foucault, quizás el referente más
célebre e influyente de este pensamiento crítico, era consciente de ello y
dedicó su curso de 1979 a estudiar a fondo el pensamiento económico
neoliberal. Muchos de sus discípulos, en cambio, prefirieron tirar el agua
sucia de la bañadera con el bebé adentro. En una obra característica de esos
años, el Diccionario del desarrollo editado por Wolfgang Sachs, el prólogo
advierte que «Los autores de este libro no tratan al desarrollo ni como una
realización técnica ni como un conflicto de clases, sino como un molde
mental particular. Porque el desarrollo es mucho más que un mero esfuerzo
socioeconómico; es una percepción que moldea la realidad, un mito que
conforta a las sociedades y una fantasía que desata pasiones». En una
entrada del mismo libro, Arturo Escobar —antropólogo colombiano y ex-alumno
de Foucault— emprende una genealogía de la economía como disciplina para
terminar denunciando a los programas de desarrollo y salud del Banco Mundial
para el Tercer Mundo como «la progresiva intromisión de aquellas formas de
administración y regulación de la sociedad, del espacio urbano y de la
economía».



El aislamiento intelectual y político de la izquierda ante las
transformaciones económicas de la década de 1970, sumado a la deconstrucción
del discurso científico, devino en una negación de la economía: ni sus
conceptos ni su objeto de estudio tenían legitimidad epistemológica alguna.
Esta suerte de nihilismo teórico se transformaba en voluntarismo puro al
pasar a la práctica: si la economía no existe y todo es político, entonces
todo es posible. No hay ningún tipo de restricción. El apotegma leninista de
la «economía como política concentrada» se invirtió: solo había que disolver
cualquier abstrusa cuestión económica en un poco de agua deconstructiva para
obtener un reconfortante caldo de política.



Un nuevo cambio de clima



En algo acertó el Seminario Internacional Posneoliberalismo de 1994: a
partir de ese año, el neoliberalismo comenzó una larga agonía en la
periferia del mundo. Estados Unidos subió sus tasas de interés y las
economías emergentes cayeron como fichas de dominó: México en 1994; Corea
del Sur y los «tigres del Sudeste asiático» en 1997; Rusia en 1998; Brasil y
Ecuador en 1999; hasta desembocar en el colapso argentino de 2001 y su
coletazo uruguayo de 2002. La crisis tuvo diferentes efectos en cada
coordenada: en Rusia, el ascenso de Vladímir Putin; en Asia, el
estancamiento de Japón, la consolidación de China y el paso de un modelo de
competitividad por bajos salarios a otro de imitación e innovación
tecnológica para toda la región. En Sudamérica, el efecto fue doble. Por un
lado, la demanda china subió el precio de las materias primas y la región
vio valorizarse sus exportaciones de manera acelerada: entre 2002 y 2005 el
precio de los porotos de soja subió 29%; el del café, 42%; el caucho, 96%;
los metales, 100%; el petróleo, 114%. Por otro lado, la crisis social llevó
al gobierno a fuerzas progresistas o populismos de izquierda en muchos
países, que contaron con condiciones macroeconómicas óptimas para aplicar
políticas redistributivas.



La relación de las izquierdas con el giro progresista latinoamericano es
necesariamente compleja, por la diversidad de unas y otros, y por las
historias de cada país. Algunas izquierdas participaron activamente en los
gobiernos progresistas, otras fueron cooptadas, otras defeccionaron, algunas
acompañaron críticamente, otras se opusieron abiertamente. Pero todas
recibieron el impacto de una experiencia redistributiva alimentada por una
dinámica económica que intuían ajena, si no hostil.



Para perfilar los rasgos de esa dinámica, puede resultar útil una
comparación con el caso asiático. En Asia, la transición de un modelo de
competitividad salarial a otro de innovación tecnológica fue la transición
(o ampliación) de Estados más o menos autoritarios a Estados coordinadores
de la iniciativa privada. De Vietnam a Corea del Sur, las dirigencias
políticas siempre tuvieron un grado de involucramiento estrecho con la
creación de riqueza. En América Latina, la reprimarización de las
exportaciones descuidó la productividad y dejó mucho de su suerte económica
atada a variables incontrolables, como los precios internacionales y las
tasas del Sistema de Reserva Federal de Estados Unidos. El aprendizaje
izquierdista de tal experiencia fue una suerte de dualismo, que en un lóbulo
tenía a la política como espacio autónomo —con un horizonte de creatividad
ilimitada— y, en el otro, a la economía que lo fondeaba —una caja negra de
recursos, repudiable por su impacto ambiental, su connivencia con el capital
global o la insensibilidad social de sus agentes—. Cuando el ciclo de buenos
precios internacionales se cortó en la década de 2010, la izquierda no
encontró mejor solución o reclamo que inflamar el lóbulo político:
estatizar, transformar la gestión en movilización y negar toda restricción.



Para entonces, el clima volvió a cambiar. La crisis de 2008, el giro
iliberal que le siguió con Donald Trump a la cabeza, el lockdown pandémico
del 2020 y la actual invasión rusa de Ucrania prologan a un mundo que aún no
vemos entero. El búho de Minerva desplegará sus alas al atardecer, pero si
la historia es maestra de la vida, tal como creían los antiguos, podemos
prever un modo de regulación más estatista, por los conflictos que alimentan
la crisis climática y la escasez de recursos, y por la centralidad que
adquieren «capitalismos políticos», al decir de Branko Milanovic, como China
o Rusia. Ese estatismo no es necesariamente una buena noticia para las
izquierdas: trae guerras por recursos naturales y poco respeto por la
sociedad civil.



Ideas fuera de lugar



En el campo de la izquierda, el nuevo clima inspiró nuevas ideas económicas
y recuperó otras, como la teoría monetaria moderna, el decrecimiento o las
diferentes versiones de ingreso básico universal. Es importante tener en
cuenta que estas ideas surgen de debates europeos y/o anglosajones, en un
contexto de economías desarrolladas que arrastran cuarenta años de alta
acumulación de capital con bajo crecimiento y desigualdad creciente. Se
trata del «estado estacionario» que John Stuart Mill entrevió en el siglo
XIX y John Keynes diagnóstico para el XX: máximo desarrollo del capital, el
punto crítico de la acumulación en que los incentivos para reinvertir
comienzan a reducirse y todos los individuos alcanzan en promedio el ingreso
absoluto a partir del cual su demanda comienza a decrecer. Solo queda
redistribuir. Ese es el horizonte, errado o no, que maneja la nueva
izquierda del Norte global. Pero no son de ninguna manera las condiciones
económicas latinoamericanas, en donde hubo experiencias redistributivas
recientes y aún quedan bolsones de bajo desarrollo humano y material. Se
trata de ideas fuera de lugar, aferrarse a ellas acríticamente es otra forma
de negar la economía.



Más situadas, aunque igualmente débiles, resultan algunas líneas de
pensamiento «autóctonas», como el neodesarrollismo o la economía social y
solidaria. El primero es un legítimo heredero del estructuralismo
latinoamericano. Atento a la restricción externa y los términos de
intercambio centro-periferia, entiende que América Latina ya no puede
competir industrialmente con Asia y propone explotar extensivamente los
recursos naturales. Pero la propuesta carece de esa percepción social que
dotaba de potencia política al viejo estructuralismo: superar al
individualismo metodológico de la ortodoxia neoclásica con una sociología
más realista, que incluía actores nuevos como sindicatos, corporaciones y
gobiernos. El nuevo desarrollismo no actualizó su sociología, sigue pensado
en un mundo de overol e ignora actores como los movimientos vecinales, los
pueblos originarios o la militancia ambiental. Deviene entonces en un
neomercantilismo que concibe a la nación y sus ciudadanos como un mero
territorio a explotar con una población encima. Un proyecto económico
condenado al colapso político en democracia. Todo lo contrario ocurre con la
economía social y solidaria. Aquí, el registro de la heterogeneidad de
prácticas económicas populares es amplio y complejo, incluyendo a la basal
economía doméstica, de interés también para el feminismo. Pero se trata de
prácticas esencialmente reproductivas y distributivas, incapaces de generar
valor y que, en última instancia, dependen de subsidios estatales y recaen
en el dualismo desarrollado más arriba.



Aún con sus problemas, todas estas opciones pueden y deben ser incorporadas
selectivamente a un pensamiento económico de izquierda consciente de sus
condiciones y capaz de participar en los debates actuales. Con ánimo más
polémico que programático, cierro este este texto con una necesariamente
incompleta lista de bases y puntos de partida para ese pensamiento:



- La economía es una ciencia social legítima. Responder a sus pretensiones
de ciencia exacta (ya en reflujo, hay que decirlo) con una desautorización
en bloque es un juego de suma cero intelectual. Tampoco parece lícito
exigirle deconstrucciones, toda vez que ningún psicoanalista o doctor en
estudios culturales toleraría que le exigieran falsabilidad a sus premisas o
cuantificación de variables.



- Las restricciones materiales existen. Durante años se criticó al
«principio de escasez» como una entelequia que naturalizaba la privatización
de lo común. La actual crisis climática nos confronta con una escasez de
recursos estructural e innegable.



- Todos somos agentes de mercado, como consumidores y/o productores. La
necesaria crítica al «mercado» como actor autoconsciente e infalible no
puede obviar el efecto de conductas agregadas. Y reemplazar al ficticio homo
oeconomicus de Alfred Marshall por el aún más ficticio homo solidaricus de
la economía social es desconocer buena parte de las prácticas económicas
concretas de la sociedad.



- América Latina necesita crecer. Sus deficiencias sociales e
infraestructurales no pueden ser compensadas por prácticas locales de
economía reproductiva, y el volumen de capital acumulado en la región no
permite resolverlas con una distribución sin crecimiento previo o
simultáneo.



- El Estado no es la sociedad.  Es un factor irremplazable de la gestión
económica, pero pretender que reemplace a todos los agentes privados es
atribuirle la misma infalibilidad que la ortodoxia le asigna al mercado; por
otro lado, asignarle un rol constantemente conflictivo y movilizador aborta
toda capacidad de gestión.



- El Excel no es el territorio. La necesaria formalización de los datos y
las políticas económicas debe complementarse con una igualmente necesaria
atención a las condiciones políticas, ambientales y culturales sobre la que
se desplegarán, lo que requiere la colaboración de varias disciplinas. Es
tan inútil negar a la economía como al mundo que habita.



La izquierda ha recorrido un largo camino desde los debates sobre la ley del
valor. Fue un periplo enriquecedor en el que se discutieron la eficacia del
mercado, las particularidades locales, las prácticas subalternas, los
efectos ambientales del desarrollo, la noción de crecimiento y el concepto
mismo de economía. Pero el mundo es redondo y llegamos al punto de partida:
en el horizonte se ve a Marx de espaldas, es necesario volver a pensar en la
creación de valor. A menos que queramos ser terraplanistas económicos. 



* Alejandro Galliano, es docente en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y
colaborador habitual de las revistas Crisis, La Vanguardia y Panamá. Publicó
Los dueños del futuro. Vida y obra, secretos y mentiras de los empresarios
del siglo XXI (con Hernán Vanoli, Planeta, Buenos Aires, 2017) y ¿Por qué el
capitalismo puede soñar y nosotros no? Breve manual de las ideas de
izquierda para pensar el futuro (Siglo XXI, Buenos Aires, 2020).

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