Memoria/ El asesinato de Jean Jaurès. y la guerra. [Juan Andrade]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Jul 31 13:25:25 UYT 2022


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Correspondencia de Prensa

31 de julio 2022

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Memoria



El asesinato de Jean Jaurès… y la guerra



La memoria del político francés se fue modificando en función de coyunturas,
relaciones de fuerza o pugnas por su apropiación, pero diseñó en general una
trayectoria ascendente.



Juan Andrade *

Ctxt, 31-7-2022

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París. Rue Montmartre. 31 de julio de 1914. 21:40 horas. Café du Croissant.
En la calle, un individuo saca un revolver y dispara a través de la ventana
a uno de los comensales que están cenando en el interior.  El torso del
hombre se desploma sobre la mesa, ante el pánico y el estupor de sus
compañeros. Acaban de asesinar a Jean Jaurès, uno de los dirigentes más
carismáticos del socialismo francés, opositor militante a la guerra.



Las últimas horas de vida de Jaurès fueron de vértigo. Todavía pensaba que
la guerra podía evitarse. Le empujaba un impulso ético, desatado por la
intuición de la catástrofe que se avecinaba. Le inspiraba una idea: que la
reacción en cadena conducente al abismo podía frenarse si se cortaba alguno
de sus eslabones. Le animaba la confianza en la acción política como palanca
de cambio, golpe de timón al curso inercial de los acontecimientos. Jaurès
personificaba una forma de entender el socialismo a la baja en el conjunto
de la Segunda Internacional. Un socialismo republicano de fuerte contenido
ético, basado en una concepción abierta de los procesos históricos, donde
estos, pese a sus poderosos automatismos, eran susceptibles de reorientarse
por medio de una acción política que conjugara cálculo e ideales. Pero en la
Internacional venía predominando el mecanicismo que los dirigentes del
Partido Socialdemócrata Alemán habían reciclado de Karl Kautsky para la
gestión del día a día. Maximalismo retórico y moderación práctica. La acción
política como adaptación inteligente a una realidad aplastante que al final
resolvería sus contradicciones (por mor de semejante adaptación) a favor de
la causa del socialismo. La (pseudo)ciencia realista como coartada de la
resignación o el beneficio inmediato1.



París, 30 de Julio. Un día antes de ser asesinado, Jaurès consigue reunirse
con René Viviani, presidente del Consejo de Ministros. Le ruega que contenga
a las tropas apostadas en la frontera con Alemania. Una leve escaramuza
sería el detonante de una guerra entre los dos gigantes. Jaurès confía en
que prospere la propuesta de mediación lanzada in extremis, aunque de manera
poco creíble, por Inglaterra. Y sigue confiando en la capacidad de los
trabajadores y de sus organizaciones para disuadir o desobedecer a los
gobiernos, a pesar de las declaraciones belicistas o los síntomas de
resignación que viene observando en sus dirigentes. Son las últimas bazas
que le quedan: la apelación al sentido de conservación de los gobernantes y
al internacionalismo de los trabajadores. Contaba con otras dos que se
revelaron inútiles. Confiaba en que los intereses económicos compartidos por
las burguesías alemana, francesas y británicas –en forma de inversiones
conjuntas– pudiera imponerse a la perspectiva de negocio que la guerra abría
para otras facciones de esas mismas burguesías. Confiaba también en que los
mandatarios europeos frenasen la escalada por temor a que la guerra
desencadenase al cabo del tiempo una revolución. Por encima del entusiasmo
militar de reyes y ministros, sobrevolaba el fantasma de la Comuna de París,
que había irrumpido en los estertores de la guerra franco-prusiana unas
décadas atrás. De haber vivido pocos años más, Jaurès, tan hostil al
belicismo del Zar Nicolás II, hubiera comprobado cómo en el pecado de la
guerra llevó al final la penitencia de la revolución.



A primera hora de la mañana del día 31 Lucien Lévy-Bruhl, amigo íntimo de
Jaurès, le informa de la movilización de tropas en Austria, por lo que no
hay tiempo que perder. Trata de reunirse otra vez con el gobierno, pero en
esta ocasión es rápidamente despachado por un subsecretario del Ministerio
de Exteriores, que le advierte del peligro que corre. Jaurès no le presta
atención. Se dirige a toda prisa a la redacción del L’Humanité, el órgano de
expresión que los socialistas franceses habían fundado en 1904. Hay que
hacer un último llamamiento. Piensa que solo una demostración de fuerza
obrera y popular puede impedir ya la tragedia. Llega a la redacción a última
hora de la tarde, donde le esperan sus colaboradores; pero elaborar un
número especial de esa trascendencia llevará toda la noche, por lo que
deciden salir a cenar.



En todo ese tiempo un joven ha seguido a Jaurès en su frenético periplo por
París. Su nombre es Raoul Villain. Apenas tiene 29 años, estudia arqueología
y pertenece a Liga de Jóvenes Amigos de Alsacia-Lorena. Jaurès nunca llegó a
verle. Villain le disparó esa noche por la espalda. Villain pertenecía a una
generación de jóvenes ultranacionalistas de clase media que vivía la
perspectiva de la guerra con entusiasmo e identificaba como traidor a la
patria a quien trataba de impedirla. Villain proyecta una imagen paralela a
la de Jaurès, pero a la inversa. Como Jaurès, era un apasionado de la
historia de Francia; pero si aquel la explicaba a partir de sus luchas
sociales, este tenía una visión romántica del pasado de una comunidad
imaginada a engrandecer o redimir. Como Jaurès, amaba a Francia; pero si
este la amaba en sus posibilidades de hermanamiento con las naciones
vecinas, el patriotismo de Villain se expresaba en hostilidad a las
potencias que la amenazaban. Como Jaurès, también era un hombre de acción;
pero si para Jaurès la acción era un medio racionalmente regulable para la
conquista de ideales; para Villain la acción era la encarnación misma del
ideal, y la violencia, la apoteosis excitante de la acción.



Con el asesinato de Jaurès desapareció una traba para la guerra. Pero su
asesinato puede verse en sí mismo como un acto de guerra. Los disparos de
Villain expresan la incontinencia de un joven que quiere ir a la guerra, y
que no solo se lanza a despejar los obstáculos que la demoran, sino que la
practica ya en las calles de París. Con el asesinato de Jaurès no solo se
despeja un obstáculo en el camino al frente, sino que Villain lleva el
frente a la retaguardia para acabar con el enemigo interior, que en toda
guerra –según su lógica dicotómica, extrema y paranoica– trabaja a sueldo
del enemigo o sirve ingenuamente a sus intereses. El asesinato de Jaurès fue
la anticipación –concentrada en una de sus figuras carismáticas– de la
guerra que el Estado declaró a los partidarios de ponerla fin. Esa guerra
interna se libró por medio de recorte de libertades, censura, represión de
manifestantes, penas de prisión y ejecuciones, por medio de la declaración
de un “estado de guerra”, que es también una declaración de fronteras
adentro. Que el asesinato de Jaurès terminó siendo una política de Estado lo
pone de manifiesto el hecho de que Villain –que no fue juzgado hasta después
del armisticio, en 1919– saliese absuelto por un tribunal, y el hecho de que
en el juicio se adujese que, de no haber sido asesinado, Francia no habría
ganado nunca la guerra. Con ese juicio el Estado se exoneraba de la
represión perpetrada contra los opositores a la guerra, y, exaltando la
victoria, justificaba las vidas que había costado. La República se ensañó
con la memoria de Jaurès hasta el punto de que su familia tuvo que hacerse
cargo de las costas del juicio2.



¿Cómo reaccionó la izquierda ante el asesinato de Jean Jaurès? Lejos de
funcionar como un revulsivo para que los dirigentes socialistas se opusieran
a la guerra, a muchos intimidó y para otros supuso un alivio. El miedo
empujó a los primeros a una suerte de fatalismo bélico. El eco de los
disparos sobre Jaurès silenció la voz de una conciencia de décadas de
pacifismo que seguía clamando sobre cualquier socialista seducido por los
tambores de guerra. Cuatro días después del asesinato de Jaurès, los
diputados de la SFIO votaban a favor de los créditos de Guerra. Ese mismo
día la mayoría de los diputados del SPD hacía lo propio en el Reichstag.



Los dirigentes de los principales partidos de la Internacional Socialista
respaldaron los créditos de guerra por un complejo conjunto de factores, que
respondían a la presión ambiental, pero también a ideales propios y cálculos
estratégicos. Con frecuencia, las razones se han remitido al clima de fervor
nacionalista que se vivió aquel verano de 1914, una presión ambiental
envolvente y penetrante, intimidatoria y seductora. El virus chauvinista los
habría contagiado al cogerlos además con las defensas internacionalistas
bajas. Abundan al respecto los testimonios de fervor nacionalista en los
dirigentes socialdemócratas, a veces expresados en estado bruto,
generalmente refinados con el argumento de la defensa de la patria ante un
ataque exterior previo. “Nuestro deber es defender la independencia e
integridad de nuestra pacífica y republicana Francia si esta es atacada”,
afirmaba el 2 de agosto Louis Dubreuilh. Los argumentos defensivos
evolucionaron rápido hacia la apuesta por las ofensivas disuasorias. Al cabo
del tiempo, el principio de defensa nacional sirvió para justificar la
responsabilidad que la propia nación hubiera podido tener en el
desencadenamiento de la tragedia. “Incluso si el gobierno alemán hubiera
sido el responsable de la catástrofe (…), estaríamos en la obligación de
defender a nuestro país y de salvar todo aquello digno de ser salvado”,
llegó a decir Wolfgang Heine, portavoz del ala conservadora del SPD3. La
dignidad de lo salvable se refería a los sistemas políticos de los
respectivos países, tanto más defendibles en contraste con los sistemas
políticos de los países enemigos. Los laboristas británicos y los
socialistas franceses apelaban al valor de sus respectivos sistemas
parlamentarios frente al autoritarismo de las potencias centrales. El
problema es que los socialdemócratas alemanes utilizaban idéntico argumento
frente al despotismo y la autocracia zarista. “Nuestro pueblo y su futura
libertad tienen mucho, si no todo, que perder de una victoria del despotismo
ruso”, había señalado Hugo Haase, cuando después de votar por primera vez en
contra de los créditos de guerra cedió a la disciplina de voto impuesta por
el SPD4.



Los dirigentes socialistas que respaldaron la guerra lo hicieron también por
miedo y en medio de dudas. Dudaban de que una oposición contundente tuviera
respaldo en medio de aquel clima belicista que invadía a la gente corriente,
pero sobre todo dudaban de que pudiera tener una réplica equivalente en los
países vecinos. Los socialdemócratas alemanes temían que la convocatoria de
una huelga general contra la guerra en Alemania no fuera acompañada de otra
homóloga en Francia… y viceversa. A diferencia de la Primera Internacional,
la Segunda era en la práctica una yuxtaposición de partidos nacionales sin
apenas capacidad para coordinarlos ni instancias decisorias que los
trascendiesen. Otra razón tuvo que ver con el temor a la represión del
Estado, ya de por sí dura en tiempos de paz. Sobre los socialdemócratas
alemanes pesaba el recuerdo del paternalismo autoritario de Bismarck, que en
función de los estados sociales de ánimo regulaba el grifo de la represión,
llegando a mantenerlos en la ilegalidad durante una década. Los dirigentes
del SPD temían que, en caso de oponerse a la guerra, el Estado se volvería
en contra de ellos con la brutalidad que en un “estado de guerra” permitiría
el recorte de libertades y derechos fundamentales.



Si por un lado les empujó el miedo, por otro les animó la perspectiva de
beneficio inmediato, una combinación explosiva. Los dirigentes
socialdemócratas pensaron que la lealtad a sus gobiernos tendría recompensa:
que, garantizando el orden público y la disciplina laboral, el Estado les
pagaría con la ampliación de derechos y reformas sociales. Nadie movilizó
este argumento con tanta contundencia como el dirigente del SPD Ludwig
Frank: “En lugar de una huelga general estamos haciendo una guerra por el
sufragio en Prusia”5. Los revolucionarios vieron en negativo la guerra como
una oportunidad para azuzar la revolución. Los reformistas vieron la guerra
en positivo como una oportunidad para ampliar las reformas. Lo dirigentes
socialistas aprovecharon la guerra para levantar el veto que existían sobre
ellos de cara a acceder al gobierno y ser reconocidos por fin como una
verdadera e influyente fuerza nacional. Así fue como Jules Guesde (otrora
marxista ortodoxo enfrentado al malogrado Jaurès) consiguió entrar junto a
Marcel Sembat en el gobierno de la República de Francia el 28 de agosto de
1914. O como unos meses más tarde entraron en el gobierno de concentración
británico varios miembros del Partido Laborista.



Cabe preguntarse si los dirigentes socialistas no atisbaron la catástrofe
que se venía encima. Se ha planteado que, al igual que muchos gobernantes de
la época, pensaban que se trataría de una guerra de resolución rápida y que
no disponían de elementos de juicio para prever que enseguida se enquistaría
en un equilibrio catastrófico. Se trata de un tópico que, como muchos
tópicos, encierra una verdad que oculta otra mayor6. Desde hacía tiempo,
había advertencias (y conciencia social) de la destrucción que provocaría la
producción industrial y los avances tecnológicos aplicados al armamento,
aunque es verdad que la producción y las innovaciones se aceleraron durante
la contienda para alcanzar cotas destructivas muy superiores. Por otra
parte, la dimensión de la catástrofe que podía deducirse sobrepasaba los
esquemas asimilativos que suele proporcionar la experiencia vivencial o
histórica. Pero para pensar por encima de la experiencia inmediata o
recurrente (y obrar conforme a principios ético-políticos) se habían
construido precisamente los partidos obreros. Los automatismos
intelectuales, el realismo estrecho, el espíritu de época, al afán de
normalización, el miedo a las represalias y el espejismo del beneficio
inmediato invalidaron para tal fin a sus principales dirigentes.



Efectivamente, de 1914 a 1918 los centros industriales no pararon de
producir en serie mercancías incendiarias y fungibles. Hasta los soldados,
con sus uniformes y numeraciones, parecían producidos en serie. A través de
la moderna red de carreteras y ferrocarriles armas y soldados llegaban a las
trincheras, nuevas necrofronteras entre Estados, fosas abisales en las que
se volatilizaron toneladas de metal y carne. En un ejercicio de contorsión
absoluto, la industria moderna se había especializado en la producción en
serie de muerte, en la producción de nada. Luego se propagó la carestía en
la retaguardia, se intensificaron las jornadas de trabajo y en lugar de la
recompensa del sufragio universal en Prusia se impuso la dictadura
encubierta del Káiser Guillermo II y el General Ludendorff, a quien años
después, en 1923, veremos en el putsch de la cervecería de Múnich de la mano
de Adolf Hitler, entonces cabo entusiasta en el frente occidental. En la
Gran Guerra se fue incubando el huevo de la serpiente nazi. La autoridad de
los dirigentes socialdemócratas se erosionó a medida que los costes humanos
y económicos de la guerra se incrementaron, y su presencia en las
instituciones del Estado y en los organismos laborales, lejos de
compensarlos o reducirlos, ni siquiera sirvió para redistribuirlos
socialmente. La pérdida de autoridad tuvo una dimensión moral, pero arraigó
en las profundas transformaciones materiales que trajo la guerra, que se
llevó al frente a muchos trabajadores sindicados y promovió la entrada en
masa en las grandes industrias de una generación de trabajadores jóvenes
(sobre todo trabajadoras) más enérgica y no sujeta a las viejas disciplinas
sindicales.



Con esta nueva generación entroncó la izquierda minoritaria que se había
opuesto a la Guerra desde el principio, apelando a una tradición
interrumpida.  El movimiento obrero se había forjado en una larga
experiencia antimilitarista, porque eran sobre todo obreros quienes ponía su
cuerpo como carne de cañón en las guerras coloniales, quienes soportaban con
su trabajo el coste de los ejércitos y quienes luego los sufrían cuando el
gobierno los movilizaba como fuerzas de orden público contra las huelgas. El
antimilitarismo se expresaba en la consigna “guerra a la guerra”, una
fórmula que apelaba en términos metafóricos a la desobediencia civil y a la
resistencia activa frente a los llamamientos a filas. Aquella consigna fue
rescatada entre otras muchas por Rosa Luxemburgo en 19147. Por eso fue
encarcelada durante la guerra y luego brutalmente asesinada en la postguerra
por los Freikorps, que no solo pretendían acabar con la revolución, sino
restaurar su masculinidad herida simulando sobre la población civil de su
retaguardia la victoria que no habían obtenido en el frente. Los había
traído de las trincheras al corazón de Berlín Gustav Noske, un líder del SPD
fascinado desde joven con las cuestiones militares8.



En aquel tiempo extremo, la consigna “guerra a la guerra” pasó de su sentido
metafórico a su sentido literal. La mutación la sistematizó Lenin en 1915 en
su escrito el El socialismo y la Guerra.  Se trataba de explotar el malestar
social para convertir esa guerra imperialista entre Estados en una guerra
civil entre clases, en una revolución9. La revolución sería la guerra que
acabaría con las guerras para siempre. La perspectiva de la revolución se
abrió entre el frío, el hambre y la indignación de Petrogrado, y entre los
soldados rusos que vieron en ella una vía de supervivencia ante una muerte
inminente, de ajusticiamiento de los responsables de la carnicería y una
alternativa, en última instancia, a su repetición. La revolución se propagó
en la desesperación de las trincheras, en el hermanamiento social de los
cuarteles y en el desorden de la retirada. La revolución se alimentó de la
guerra porque la guerra debilitó al poder y armó al pueblo. Y, sin perjuicio
de su propia lógica y sus idearios de violencia, la revolución reprodujo
también la brutalidad aprendida en los frentes.



¿Cómo vio esta nueva generación de revolucionarios a Jean Jaurès? La mejor
respuesta a esta pregunta está en el panegírico que Trotski le dedicó tres
años después de su asesinato, un texto emocionado en el que marcaba
distancias, si acaso no una ruptura, al menos temporal.  Evocando las veces
que coincidió con él, Trotski lo describía como una persona “de complexión
poderosa, espíritu enérgico, temperamento genial, trabajador infatigable,
orador de maravilloso verbo”.  Consideraba a Jaurès el representante de lo
mejor de una época, pero de una época extinta, un idealista capaz de grandes
éxitos “si la idea se correspondía con el carácter de la época”, pero “el
primero en las catástrofes” en caso contrario. Por eso había muerto, por no
entender que ya no era el tiempo del pacifismo, sino el de la revolución, el
de la “guerra a la guerra” en su sentido literal. Una frase ambigua aparecía
en el escrito: “Los grandes hombres saben desaparecer a tiempo”. Iba seguida
de otra aparentemente contradictoria que definía a Jaurès como “el prototipo
del hombre superior que nacerá de los sufrimientos y las caídas, de las
esperanzas y la lucha”. Para Trotski, Jaurès era la anticipación del hombre
nuevo que surgiría tras la revolución, pero al mismo tiempo era un hombre
del pasado que no servía para el presente de la revolución por encarnar los
ideales del socialismo antes de tiempo. Las consecuencias que se coligen del
razonamiento de Trotski son tremendas, anticipan el belicismo del futuro
jefe del Ejército Rojo y una concepción nueva del tiempo histórico. La
revolución necesitaba ser, en cierto sentido, una negación de la sociedad
socialista que se pretendía construir y del hombre socialista que debía
habitarla. Era el momento de la negación de la negación, una de las leyes de
la dialéctica revolucionaria. En la revolución no se podía obrar con los
valores que debían regir en la sociedad socialista, sino por medio de una
negación instrumental que permitiera afirmarlos en el futuro. Jaurès era
anacrónico por pionero, obsoleto por prematuro. El homo revolucionario debía
ser en cierto sentido una negación del homosocialista, del hombre nuevo del
socialismo. En su escrito Trotski se despedía temporalmente de Jaurès,
cifrando en ese tiempo futuro por construir el momento de reconciliación con
ese pasado anticipador que ahora había que dejar atrás.



Pero ese futuro nunca llegó. El tiempo de enlace se prolongó sine die, la
excepcionalidad autoritaria terminó cronificándose en el Estado soviético,
la violencia pasajera se hizo hábito permanente en virtud de su propia
intensidad en los años terribles de la guerra civil rusa, cuando las oleadas
revolucionarias de los años 20, lejos de acudir en auxilio de los
bolcheviques, fueron aplastadas en el resto de Europa. El malestar por la
guerra creó condiciones de posibilidad para los levantamientos
revolucionarios, pero también marcó sus límites. Buena parte de la clase
obrera, agotada por la guerra, no quería adherirse a una revolución que
entrañara la vuelta a las armas. Y la revolución, entendida como asalto
armado al Estado, se reveló inútil incluso allí donde, sacudidos sus
cimientos por la guerra, el Estado no era un gigante con pies de barro, sino
un leviatán asentado en una densa sociedad civil. A pensar esa nueva
encrucijada dedicó sus años en las cárceles del fascismo Antonio Gramsci. A
partir de entonces, la revolución habría que entenderla como un proceso
complejo de construcción de hegemonía, que conjugara la lenta elaboración de
consensos en la sociedad civil y las instituciones con momentos de
oportunidad en los que imponer saltos mayores. A lo primero lo llamó “guerra
de posiciones” y a lo segundo “guerra de movimientos”, dos nociones
recicladas del léxico de la Gran Guerra10. El nuevo ideario comunista
revalorizaba la democracia en su sentido profundo y devolvía las nociones
bélicas al terreno de la metáfora.



Las consecuencias de la Gran Guerra fueron apocalípticas. Se estima que
murieron alrededor de diez millones de soldados y otros tantos quedaron
heridos en cuerpo y alma. Cicatrices y mutilaciones dejaron marcas visibles.
La crueldad y destrucción de la guerra moderna desbordaron las categorías
cognitivas y éticas de muchos combatientes, colapsando su capacidad de
asimilación anímica. Sobre las sociedades agotadas de Europa se propagó una
de las epidemias más mortales de la historia, la mal llamada gripe española,
que la guerra centrifugó a su ocaso con el trasiego y la desmovilización de
los ejércitos masa. La economía europea quedó estructuralmente tocada. Pese
a algunos periodos de crecimiento, las crisis coyunturales enlazaron con la
gran depresión de los años treinta. Las secuelas directas de la guerra y los
“tratados de paz” impuestos por la fuerza delinearon el mapa de una “Europa
negra”, inestablemente configurada, tensionada en torno a multitud de ejes
fronterizos, nacionales, étnicos, culturales y políticos, que fueron fuente
permanente de conflictos.  Enlazaron, a su vez, con la nueva conflagración
mundial en 1939, apoteosis de una “guerra civil europea” de 30 años11.



El fascismo trazó el puente directo entre la Primera y la Segunda Guerra
Mundial. La guerra fue su matriz y su destino. El fascismo ofrecía una
explicación tan falaz como paliativa a la derrota o “la victoria mutilada”:
los mitos respectivos de “la puñalada por la espalda” y el desprecio
internacional. El fascismo recreaba la guerra en la política, ofreciendo en
sus desfiles y concentraciones paramilitares una experiencia simulada de
rebeldía, comunidad e intensidad vital. Proponía la traslación de la lógica
castrense a la gestión del Estado: la supuesta eficacia de la unidad de
mando y la jerarquía frente al intelectualismo y la corrupción de los
políticos. Cifró en una nueva guerra la oportunidad del desquite y la
gloria, hasta la ruina total. El fascismo llegó al poder gracias, entre
otras cosas, a la sintonía y a los pactos con las élites sociales y las
derechas conservadoras, que lo infravaloraron y vieron en él una fuerza de
choque contra el fantasma de la revolución y contra una realidad más
tangible, las políticas democráticas con igualdad social. Para contener al
fascismo una vez se desbocó, lo dejaron campar a sus anchas por Europa12.
Ambas cosas explican el infame error de cálculo que fue la política de no
intervención en la Guerra Civil española.



La experiencia de la Guerra del 14 fue metabolizada de maneras muy
distintas. La guerra empujó a algunos excombatientes y trabajadoras a la
revolución, concebida como el procedimiento con el que poner fin a las
lógicas de interés que la habían provocado. Otros la idealizaron y echaron
de menos, tratando de recrearla en la acción política y llevando la política
a las puertas de una nueva guerra. Pero otros muchos sintieron un deseo
irrefrenable de vida, después de tantos años de penuria y de proximidad a la
muerte. Se entregaron al deseo, transgrediendo en términos vitalistas las
convenciones morales que la guerra y su necrofilia habían sacudido. Fueron
los felices o locos años veinte, romantizados en las crónicas periodísticas
y revisiones cinematográficas, porque el desfogue compensatorio malvivió con
la escasez y el trauma, y la evasión placentera no siempre aplacó los
pensamientos obsesivos y las pesadillas de los antiguos soldados. Muchos ni
siquiera regresaron del todo a casa. Volvieron sus cuerpos espectrales, pero
su personalidad y su mente quedaron atrapados en el horror de las
trincheras. Pese a las heridas físicas y morales, la mayoría de
excombatientes y de trabajadoras manifestaron una obstinada voluntad de
normalidad. Querían dejar atrás esa terrible experiencia y que no volviera a
repetirse. Deseaban retomar sus vidas, por pobres que fueran, o construir
una nueva sin mayores pretensiones, vivir en paz. Las penurias, la
desigualdad social, las tensiones y crisis de una postguerra irresuelta
apenas ofrecieron oportunidades para ello.



Sorprendentemente Raoul Villain buscó estas dos últimas salidas a su
tormentoso pasado. Cuando cambió para mal la percepción de la Gran Guerra y
de sus responsables en Francia, Villain desapareció del mapa. Años después
se le situó en la isla de Ibiza, destino entonces de bohemios, utopistas y
gente deseosa de dejar atrás una vida convencional o estigmatizada. Tal vez
allí coincidiera con Walter Benjamin, el genial filósofo que acudía a la
isla a pasear por la naturaleza, experimentar con alguna droga y escribir en
su cuaderno sobre estética y política revolucionaria, el mismo que en
septiembre de 1940 llegó a Portbou huyendo del nazismo, donde se quitó la
vida para no caer en manos de los nuevos entusiastas de la guerra. Parece
que en Ibiza Villain buscó el placer o la normalidad que requieren del
anonimato y la paz, pero los testimonios sugieren que vivió atormentado por
el crimen o las consecuencias del crimen que cometió, o aterrorizado por la
fuerza que cobraron los herederos políticos de Jaurès.



Ibiza. 14 de septiembre de 1936. España está en guerra. Un grupo de
generales se ha sublevado contra el gobierno de la República, y el fracaso
del golpe ha devenido en Guerra Civil. Cuentan con el respaldo de Hitler y
Mussolini, y con la inhibición de las democracias europeas. Tras el intento
fallido por recuperar para la República la isla de Mallorca, un grupo de
milicianos arriba a la cala de Sant Vicent de Ibiza. Allí se encuentran una
casa habitada por un hombre extranjero. Después de cruzar unas breves y
acaloradas palabras disparan contra él y lo dejan muerto. Lo más probable es
que no supieran quién era y pensaran que se trataba de un espía que
trabajaba para los sublevados. Tal vez identificaran en su casa o en él
mismo algún rasgo de afinidad con el enemigo, suficiente para asesinarlo en
ese clima atroz. Hay quien plantea que quizá conocieran su identidad y
obraran a conciencia. El hombre es Raoul Villain. Acaba de sucumbir a la
cadena de acontecimientos catastróficos que contribuyó a activar 23 años
atrás. Su cadáver permanece varios días abandonado, y su memoria apagada
durante décadas13.



Por el contrario, la figura de Jaurès se revalorizó a medida que la
experiencia de la Gran Guerra fue reinterpretada en Francia como un
cataclismo. La memoria de Jaurès se fue modificando en función de
coyunturas, relaciones de fuerza o pugnas por su apropiación, pero diseñó en
general una trayectoria ascendente. En 1924 trasladaron sus cenizas al
Panteón de París, donde yacen las grandes figuras con las que el Estado ha
querido identificar a la nación. Las imágenes de su entrada en el Panteón
siguen cargadas de significados. Expresan una exhibición de fuerza obrera,
la adhesión suscitada entre las clases populares, el intento de mitigar la
culpa por el escarnio que sufrió en vida, la disputa entre socialistas y
comunistas por su legado. Localidades gobernadas por las izquierdas pusieron
el nombre de Jaurès a calles, plazas y estaciones de metro por toda Francia.
A mediados de los cincuenta se creó un museo en su ciudad natal, Castres.
Luego Jaurès se convirtió en un icono para las generaciones militantes del
68, que buscaban una tercera vía entre la “acomodación socialdemócrata” y el
“autoritarismo estalinista”. Con esas melodías sesentayochistas, Jacques
Brel compuso en 1977 la canción Pourquoi ont-ils tué Jaurès?  François
Mitterrand ensalzó su figura para sacudirse el estigma reformista que pesaba
sobre el socialismo francés y cementar el pacto de gobierno con el PCF en
1981. En 1992, en plena resaca de la Primera Guerra del Golfo, el Partido
Socialista Francés puso el nombre de Jaurès a su centro de estudios. En
2014, en el centenario de su muerte, los políticos franceses, de la derecha
a la izquierda, rindieron tributo a Jaurès, con el primer ministro Manuel
Valls y el presidente François Hollande a la cabeza, que realizó una ofrenda
floral en el Café du Croissant. En todos los países europeos, también en
España, se multiplicaron los artículos y elogios a su figura.



31 de julio de 2022. ¿cómo se mirará, si es que se mira, este año de guerra
la figura de Jaurès en el aniversario de su asesinato?



* Juan Andrade es profesor de Historia contemporánea en la Universidad
Complutense de Madrid.



Notas



1. Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana
de la tradición socialista, Madrid, AKAL, 2019, Cap. V.

2. Los últimos días de Jean Jaurès reconstruidos en tres importantes
biografías publicadas a lo largo de los años, ninguna traducida al español:
Harvey Goldberg, The Life of Jean Jaures, Wisconsin, University of Wisconsin
Press, 1962; Max Gallo, Le Grand Jaurès, París, Laffont, 1984; Gilles Candar
y Vincent Duclert, Jean Jaurès, París, Fayard, 2014.

3. Cita tomada de Gilbert Badia, Los espartaquistas, Vol. 1., Barcelona,
Mateu, 1971, p. 26.

4. Cita tomada de David Kirby, War, peace and revolution, International
Socialism at the Croosroads, 1914-1918, London, Gower, 1986, p. 29.

5. Cita tomada de Geoff Eley, Historia de la izquierda en Europa, 1850-2000,
Barcelona, Crítica, 2003, p. 132.

6. Sobre las posibilidades de prospectiva en la época y los clichés
posteriores, Francisco Veiga, “La Guerra del 14: un repaso desde la
perspectiva del presente”, Historia y Política, nº 32, 2014, pp. 134-138.
Sobre las causas: Margaret Macmillan, 1914: de la paz a la guerra, Madrid,
Turner, 2013.

7. Rosa Luxemburgo, “Milicia y militarismo (1889)” y “Crisis de la
socialdemocracia (1916)”, ambos en Antología, Serbal, Barcelona, 1983. 

8. Klaus Gietinger, The Murder of Rosa Luxemburg, London, Verso, 2019.

9. Lenin, “El socialismo y la guerra”, en Obras Completas, Vol. 26, Moscú,
Progreso, 1984, pp. 327-373.

10. Antonio Gramsci, Antología, Madrid, AKAL, 2013, pp. 262-270.

11. Sobre las repercusiones y secuelas de la Gran Guerra Mark Mazower, La
Europa negra, Madrid, Barlin, Cap. 2 y 3. Sobre los “30 años en guerra”,
Enzo Traverso, A sangre y fuego, De la guerra civil europea, Buenos Aires,
Prometeo, 2009.

12. Richard J, Evans, La llegada del Tercer Reich y El Tercer Reich en el
poder, Madrid, Península, 2017.

13. La idea del asesinato premeditado en la biografía novelada: José V.
Serradilla, Villain, el loco del puerto, Ibiza, Ibiza Editions, 2020. La
hipótesis más aceptada sobre su muerte a manos de milicianos que desconocían
su verdadera identidad en la historiografía y biografías de Jaurès citadas.


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