Cuba/ «Permítanos a nosotros tomar decisión por nuestras propias vidas». Protestas, cambio político y elecciones. [René Fidel González García]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Oct 16 22:54:31 UYT 2022


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Correspondencia de Prensa

16 de octubre 2022

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Cuba



Protestas, cambio político y elecciones



«Permítanos a nosotros tomar decisión por nuestras propias vidas»



René Fidel González García *

La Joven Cuba, 10-10-2022

https://jovencuba.com/



Las protestas de los días 11 y 12 de julio de 2021 fueron un test fiable del
estado de las estructuras de oposición al Gobierno, o de su endeblez y nula
capacidad política para convocar, o al menos intentar de alguna forma
capitalizar un acontecimiento de tal magnitud.



Parece bastante obvio que las referidas protestas eran hijas del demoledor
impacto social de las medidas económicas tomadas, las consecuencias
económicas de la pandemia, así como del inédito reconocimiento oficial de la
existencia de un pensamiento de oposición al Gobierno y al Socialismo que
habían gestionado palabra a palabra, frase a frase, los autores y ejecutores
de la polarización política.



Para algunos analistas, la parte de la población que no salió a protestar a
las calles durante el verano de 2021 es mucho más importante a la hora de
hacer un balance de los acontecimientos, o evaluar el posterior desarrollo
de la vida política del país. Sin embargo, el hecho mismo de que tampoco
saliera, al menos no significativamente, para oponerse a los manifestantes,
parecía una compleja incógnita política a despejar en el futuro, más que una
garantía de apoyo.



Si los datos empíricos de las jornadas de protestas remiten directamente al
perfil sociológico que los inductores y operadores de la polarización
política habían ayudado a construir y expandir en sus programas televisivos
y artículos: hombres y mujeres jóvenes, estudiantes, intelectuales, negros,
mestizos, desempleados y pobres; la imagen de una anciana habanera afirmando
en medio de las protestas: «nos quitamos el ropaje de silencio», permite
también atisbar la existencia de un ángulo ciego a la hora de entender la
formación, movilización y comportamiento de los consensos sociales y
políticos en Cuba, sus déficits, fracturas y cursos en el tiempo.



La propia alocución televisiva del Presidente cubano el 11 de julio, y su
conocida orden de combate, a pesar de ser considerada por muchos como
irresponsable llamado a la guerra civil, era un implícito reconocimiento de
que las capacidades de auto-movilización espontánea de las bases políticas
del gobierno y de las organizaciones de masas y políticas habían sido
comprometidas por la envergadura y volatilidad con que se expandieron las
protestas, pero también de la atomización y progresiva disfunción política y
social que ellas venían sufriendo, desde incluso antes que las
circunstancias de sucesivos aislamientos sanitarios y de reforma económica
afectaran su funcionamiento.



De hecho, la represión inicial —prevista en planes de contingencia de
acuerdo a los escenarios que avizoraban el impacto que tendría la reforma
económica—, recaería fundamentalmente sobre fuerzas policiales
convencionales, unidades antidisturbios especializadas, así como reclutas
movilizados apresuradamente, y los muchas veces dubitativos integrantes de
grupos para-estatales que respondieron al llamado.



Una hipótesis que compite contra las versiones que sobre los hechos, sus
motivaciones y causas dieran las autoridades antes y después de controlar a
los manifestantes, es que la represión fuera en realidad el gatillo que
desencadenó casos de enfrentamientos entre manifestantes y agentes de la
autoridad.



Asimismo, que generara situaciones de agresiones y lesiones a funcionarios
públicos (que encuadraban en el delito de atentado), detenciones y/o
golpizas, tratos degradantes y abusos, y disparos con armas reglamentarias
—causantes de al menos un muerto y un número hasta ahora indeterminado de
heridos—, en lo que habían sido hasta el momento de la alocución
presidencial, protestas mayormente pacíficas con esporádicos incidentes de
saqueos y destrozos de tiendas e instalaciones de comercio y servicios en
lugares no protegidos por las autoridades.



Las marchas, casi invariablemente, seguirían el patrón concéntrico inicial
que se había apreciado en San Antonio de los Baños, epicentro de las
protestas. Empezarían desde las periferias de ciudades y pueblos,
nutriéndose desde los barrios más pobres, hasta confluir a sus centros
urbanos. Esa ruta es quizás reveladora de algo cuya importancia no se ha
valorado lo suficiente: una vez allí, en la mayoría de los casos, los
manifestantes se dirigieron a las sedes de los gobiernos municipales,
provinciales, o del Partido Comunista. En ningún caso, aun estando
débilmente protegidas, se intentó tomar dichas instalaciones por los
reclamantes, que superaban en número a los efectivos policiales y
trabajadores que las custodiaban.



Las reflexiones que se desprenden, tanto de ese patrón concéntrico como del
re-direccionamiento de las marchas hasta los lugares en que física y
simbólicamente radicaba el poder, permiten valorar las causas económicas y
políticas subyacentes en las protestas e igualmente interpretar sus impactos
a más largo plazo.



No todas las inconformidades podrían ser explicadas, ni circunscritas, a las
condiciones impuestas por varios ciclos de aislamiento pandémico, sus
efectos económicos y psicológicos, o los condicionamientos que imponía a la
vida social la política estadounidense contra el Gobierno cubano. Parece más
probable la influencia de procesos continuos y prolongados de
empobrecimiento y estratificación de segmentos cada vez más numerosos de la
sociedad, el deterioro de las infraestructuras públicas que garantizaban los
derechos y la seguridad y asistencia social, o su pérdida de alcance y
eficacia por recortes presupuestarios y, sobre todo, por una muy baja
inversión social en ellas.



Por otra parte, el estado calamitoso e inhabitable del fondo habitacional,
la caída en picada de la producción de alimentos, las primeras señales e
impactos de una crisis estructural de la producción de energía eléctrica, y
la sostenida tendencia al incremento de la desigualdad y diferenciación
sociales, también de su percepción social, se unieron de forma catastrófica
a los efectos de la reforma económica gubernamental.



NosotrosEl estado calamitoso e inhabitable del fondo habitacional se unió a
los efectos de las reformas económicas (Foto: ADN Cuba)

Una serie de procesos desaceleraron, restringieron y acorralaron
dramáticamente los proyectos de vida de la población en contextos urbanos,
suburbanos y rurales en un tiempo increíblemente corto:



– Acelerada y súbita pérdida de ingresos, poder adquisitivo y acceso a
bienes y servicios básicos experimentada por los trabajadores.



– Dramática devaluación de sus ahorros e imposibilidad de invertirlos de
forma legal y segura antes de que ello ocurriera por inexplicables tardanzas
en la entrada en vigor de un nuevo marco para la actividad económica
privada.



– Caída del empleo formal e informal, o su precarización, por la
paralización de la industria del turismo y de los servicios asociados a
ella.



– Exclusión económica estructural de la mayoría de la población que supuso
la dolarización de la economía.



– Inflación galopante, promovida por escasas ofertas de bienes y servicios
de las empresas estatales y depresión del comercio minorista.



Las historias de vida, a medida que el grado de diferenciación social entre
individuos y grupos aumentaba, reflejaban cada vez más las distancias entre
triunfadores y perdedores de la reforma económica; pero también entre los
políticos, funcionarios, empresarios y los ciudadanos. Se evidenciaba el
declive de más de tres décadas de un modelo de justicia social, y la
impotencia e imposibilidad de cambiar su destino para miles de personas.



Por otro lado, que en muchos casos los manifestantes improvisaran diálogos,
hicieran peticiones e interpelaran a autoridades y funcionarios frente a las
sedes de instituciones gubernamentales y políticas, era demostrativo del
nivel de obstrucción de los canales de comunicación política y
administrativa con la ciudadanía y de su manejo burocrático y formal.



Que esos intercambios ocurrieran en el espacio tenso y potencialmente
inestable de las protestas, era también un paradójico dato de que, a pesar
del grado de erosión de la confianza política de los ciudadanos en las
instituciones y sus dirigentes —y de la escasa preparación, empatía y
capacidad exhibida por muchos de estos últimos para discutir, explicar y
rendir cuentas de múltiples problemas de la realidad—; los manifestantes
reconocieron y buscaron a las autoridades como interlocutores.



Igualmente, que personas sumergidas en muy difíciles condiciones de vida
corearan la palabra ¡Libertad! en lugar de demandas más concretas, no puede
ser descartado como poderosa expresión de la percepción que miles de
ciudadanos tenían de su realidad política y/o económica, pero también como
consecuencia de la arrogancia, insensibilidad, pedantería y comportamiento
despótico y autoritario que exhibían no pocas veces las autoridades, o sus
agentes.



Lo explicado hasta aquí —obstrucción de los canales de comunicación política
y administrativa con la ciudadanía; persistencia, pese a todo, en reconocer
a las autoridades como interlocutores; y percepción de miles acerca de los
límites que experimentaban sus libertades políticas a medida que se alejaban
del ideal de consenso político y social que las autoridades asumían como
válido—, tironeaban ya para entonces al sistema político cubano.



Más de un año después de los hechos, un hombre descamisado y sereno,
habitante de un asentamiento improvisado en El Cepem, cerca de Playa
Baracoa, al oeste de La Habana, le diría a autoridades y altos grados
policiales en las postrimerías de un incidente violento entre fuerzas del
orden y vecinos que preparaban una salida ilegal del país:



«Somos cubanos como ustedes, que tienen otra posición en este momento, pero
alguna vez se les fue la corriente, alguna vez no tuvieron comida como no la
tenemos nosotros hoy. Alguna vez no tuvieron nada como no tenemos nosotros.
¿Qué cambiaron de posición? Felicidades. Permítanos a nosotros tomar
decisión por nuestras propias vidas».



Aunque el improvisado discurso fue más largo, la frase: «Permítanos a
nosotros tomar decisión por nuestras propias vidas», más allá del contexto
de pobreza, represión y migración en que se produjo, funcionaba como resumen
de una contradicción política que se hacía cada vez más importante en Cuba.



El quiebre



La represión de las protestas fue, por así decirlo, el fin de una difícil
luna de miel del Gobierno con la Constitución de 2019. Aunque es imposible
saber con certeza la percepción que ellos y los directivos del aparato
ideológico del Partido Comunista de Cuba tuvieron del proceso de apropiación
de valores y contenidos constitucionales que hicieron muchos ciudadanos; es
absurdo desconocer que en su totalidad provenían de una cultura y prácticas
de poder ajenas, cuando no hostiles, a los procesos de autonomía y
autodeterminación política que experimentaban muchos ciudadanos, también al
sometimiento a la Ley.



No obstante, puede deducirse que las tensiones políticas previas a las
manifestaciones, y los intentos de los ciudadanos de usar dichos contenidos
como herramientas para transformar la realidad —que iban desde la protección
de animales, creación de asociaciones civiles, defensa de derechos y
reivindicaciones de grupos, defensa contra distintas formas de
discriminación, y ampliación y eficacia de la participación política, entre
otras—, debieron inquietarlos lo bastante como para mirar con desconfianza
la paulatina aunque creciente y novedosa repolitización de la ciudadanía que
los derechos, libertades y garantías reconocidos en la nueva Constitución
habían implicado.



De hecho, el mandato constitucional establecido en las disposiciones de la
Constitución de 2019 para que se elaborase una normativa que allanara el
camino a demandas de protección activa de los derechos humanos ante
tribunales por parte de los ciudadanos frente a violaciones de funcionarios
públicos; sería obviado por el Gobierno hasta que, después de posponerlo
reiteradamente con el pretexto de la situación pandémica, finalmente lo
aprobaría dentro del cronograma legislativo del verano de este año.



Las advertencias que algunos intelectuales habían hecho sobre la posibilidad
de que el Estado de Derecho que proclamara la Carta Magna acabara siendo un
Estado de Derechos del Estado y los funcionarios frente a los derechos de
los ciudadanos, se estaba volviendo una muy dura realidad incluso desde
antes de las protestas.



Los casos de Luis Robles Elizástigui, joven trabajador por cuenta propia
detenido, procesado y condenado a varios años de privación de libertad por
exhibir durante escasos minutos en un céntrico paseo habanero un tosco
cartón de embalaje en el que aparecía un mensaje de libertad para los presos
políticos; el de Karla Pérez González, joven estudiante que había sido
privada arbitrariamente del derecho a la educación cuando cursaba su primer
año en la Universidad, y a la que años después se impediría entrar al país
al concluir su carrera en Costa Rica; y el de Leonardo Romero Negrín, otro
estudiante universitario que en medio de una protesta enarbolara un cartel
que proclamaba: «Socialismo Sí, Represión No»; ocurridos todos durante la
vigencia de la nueva Constitución cubana, eran, sin ser los únicos,
suficientemente diferentes entre sí como para identificar la existencia, o
si se quiere continuidad, por parte de las autoridades y funcionarios de un
patrón de actuación disruptivo de las normas y valores constitucionales.



El escaso impacto que tuvo la nueva Constitución en la cultura institucional
cubana, la ausencia de esfuerzos y exigencias para adecuar los protocolos de
comportamiento y actuación de sus miembros a sus contenidos de derechos y
garantías, la promoción sistemática de códigos de cultura política que
reñían con su reconocimiento y respeto en las interacciones con los
ciudadanos, y el no desmantelamiento de una densa madeja de normas
administrativas típicamente inconstitucionales que abarcaban casi todos los
aspectos de la realidad; fueron algunos de los factores tenidos en cuenta
para pronosticar un escenario en que la eficacia de muchas normas
constitucionales se vería sustancialmente afectada, o finalmente cancelada.



Que algunas normas administrativas fueran activadas de forma selectiva y
discrecional por funcionarios que no motivaban legalmente su decisión, ni
ofrecían posibilidad alguna de recurrirlas —como las que implicaban la
prohibición de entrada o salida del país, o de abandonar inmuebles
residenciales—, demostraban que, al estilo de las antiguas lettre de cachet,
el poder se reservaba interferir en la vida de los ciudadanos de forma
particularmente arbitraria e impune.



Para algunos intelectuales, la represión a manifestaciones había sido
colofón de un proceso similar a una respuesta biológica autoinmune, pero en
este caso contra el cambio de cultura política y jurídica, de creencias,
prácticas y ejercicios ciudadanos que había producido la Constitución del
2019. Si fuera posible tal eufemismo, era el inicio de un golpe del Estado
contra el nuevo modelo de derechos —y libertades—  políticos que ella
reconocía.



Las protestas fueron interpretadas por muchos manifestantes, y por distintos
analistas, como ejercicios espontáneos y legítimos de algunos de esos
derechos y libertades. No obstante, para el Gobierno —más allá de los
desórdenes, saqueos, e incidentes de violencia que se produjeron—, tales
ejercicios fueron percibidos como inicio de una intolerable secuencia que
era necesario detener y suprimir por todos los medios antes de que se
tornara una peligrosa bola de nieve política.



A casi un año de las protestas, el Gobierno pondría a punto dos
legislaciones que tenían el rol de antídotos penales y administrativos
contra el ejercicio de los derechos y libertades políticas que reconocía la
Constitución: el Código Penal y la Ley de Comunicación Social.



Las durísimas penas de privación de libertad impuestas a los manifestantes,
habrían servido para disuadir a cualquiera que pretendiera usar los derechos
y libertades políticas que reconocía la Constitución de 2019. Era un atajo
para recuperar, o consolidar, la iniciativa política interna. Sin embargo,
por más efectivo e incluso tranquilizador que pudiera ser tal despliegue de
poder, la represión del conflicto era realmente una paradoja en la que la
incapacidad política pretendía producir un resultado político.       



Por muchas razones, las protestas fueron extraordinarias en la historia
cubana de los últimos sesenta años, pero sería un serio error confundir sus
límites temporales con su finitud. En realidad, ellas formaban parte de un
proceso político en desarrollo. Pese a la represión, las protestas
expandieron increíblemente la apropiación cultural de los derechos y
libertades constitucionales; contribuyeron a la consolidación de actitudes,
prácticas, experiencias e ideas sobre lo político y lo democrático, que
empezarían a mediar de forma cada vez más importante las relaciones e
intereses entre la ciudadanía y los funcionarios del Gobierno y el Estado. Y
también los sueños y aspiraciones de los cubanos.



Su represión, en cambio, expondría y dejaría irresuelto, pospuesto, el
conflicto que aquel hombre, descamisado y sereno, había sintetizado
lúcidamente en el litoral habanero como el centro de todas las
contradicciones políticas en Cuba.



La celebración a finales de septiembre de 2022 del referéndum para la
aprobación del nuevo Código de las Familias, fue, dentro de ese contexto, la
oportunidad para muchos de un anhelado ejercicio de tomar decisión sobre sus
propias vidas. Para otros, era una elección basada en la afirmación de una
cultura política transversalizada por el poder de tomar decisión sobre —y
por— otras personas, y no pocas veces excluirlas también, de derechos de los
que ellos disfrutaban.



El Gobierno, que monopolizó la campaña por el SÍ, no pudo sin embargo evitar
usar dentro de ella un núcleo de nociones y principios que remitían
enfáticamente a la legitimidad de la pluralidad, la necesidad de reconocer,
proteger y garantizar el respeto a la opción personal, así como proscribir
la discriminación y exclusión. El propio Díaz-Canel, en encuentro organizado
días previos a la votación, reconocería en la exclusión algo dañino y un
factor de atraso para la sociedad cubana. Tal afirmación fue entendida por
muchos como acto de hipocresía, que no pasó desapercibido en medio de los
enconados debates.



Pero su utilización como argumento, quizás no solo se correspondía a una
comprensión personal del terrible drama que había significado —y aún era—
para miles de personas que de diversas formas fueron víctimas de
discriminación por motivo de identidades y prácticas sexuales. Probablemente
su manejo obedecía también a la necesidad de utilizar algunos contenidos
fundamentales del paradigma político democrático que manejaban amplios
sectores de la población —como parte del cambio político que la Constitución
de 2019, las protestas, e incluso la represión, habían acrisolado
culturalmente— como punto de apoyo para alcanzar y maximizar consensos sobre
una cuestión en concreto.



Más allá de las repercusiones inmediatas del resultado del referéndum del
Código de las Familias —y aunque no fuera prácticamente advertida—, la
convocatoria a elecciones municipales hecha a inicios del pasado septiembre,
con la que se inicia el ciclo electoral al final del cual podrá ser electo
—o re-electo— el Presidente de la República de Cuba, se vislumbraba como una
oportunidad mucho más compleja para las expectativas de los cubanos de tomar
decisiones políticamente relevantes para sus vidas.



Para el cuarto sistema político vigente en Cuba desde 1959, esta será su
primera prueba de funcionamiento electoral. Sin embargo, desde su entrada en
vigor en 2019, la respuesta dada a la conflictividad política de la
población generó dinámicas y crecientes niveles de exclusión política que
podrían influir en la marcha del proceso.



Hay que tener en cuenta que distintas circunstancias internacionales y
deformaciones internas de todo tipo, así como los resultados desastrosos de
planes y decisiones económicas implementadas por el Gobierno en un corto
período de tiempo, han disminuido de forma sensible su capacidad para
proponer y articular políticas públicas capaces de lograr la inclusión
social y económica de las mayorías.



Esto podría haber comprometido la vitalidad del nuevo sistema político, no
solo ya para cumplir su función de soporte eficiente del encauzamiento de
consensos, inclusión y participación de los ciudadanos —tal como lograron en
buena medida los sistemas anteriores, incluso en momentos de crisis—; sino
para renovar formalmente su legitimidad mediante elecciones, o la
representación de la diversidad de sectores, clases e intereses de la
sociedad.



La acumulación a través de los años de déficits de interrelación y
comunicación entre funcionarios electos y ciudadanos, puede haber llegado ya
a su punto más alto de rendimiento político. Los ciudadanos cuyas
posibilidades reales de comunicarse, ser escuchados, atendidos y
representados efectivamente por los diputados nacionales son
desnaturalizadas, viciadas, o imposibilitadas; acaban por ser indiferentes,
no participar, y desear un modelo diferente al que tienen.



Para un sistema político que —pese a la preferencia por la elección
presidencial directa expresada por miles de ciudadanos en la consulta
popular de la Constitución de 2019—, ratificó la elección de segundo grado,
será también un enorme desafío que muchas inconformidades, problemas y
antipatías de la población hayan sido firmemente dirigidas y personalizadas
en el actual Presidente cubano y Primer Secretario del Partido Comunista.



Esta última es, sin dudas, la peor circunstancia que deba enfrentar un
político en cualquier tiempo y país. En el caso de Díaz-Canel, puede
explicarse por factores diversos, que van desde sus características
personales y actitudes, el tratamiento mediático recibido, la vigencia o
emergencia de tipos o estructuras de autoridad distintas a la ejercida por
él, las percepciones sociales sobre el papel del liderazgo, o su entorno
familiar, o imagen y edad; hasta su evaluación a partir de los criterios y
expectativas de su cohorte generacional, o de otras generaciones, y la
capacidad de lograr una comunicación efectiva y empática a través del
discurso e interacciones con los ciudadanos.



No se puede subestimar el papel que desempeña la trasformación de cuestiones
claves de la sociología política de la población cubana que tienen que ver
con: los paradigmas de confianza política, exigencia de responsabilidad
pública, nuevas formas de entender la democracia y lo democrático, igualdad
política y uso y límites del poder, así como de distintas representaciones
de la política, su institucionalización, finalidades y funcionamiento,
adquiridas por nuevas generaciones de ciudadanos.



Una joven cubana recientemente entrevistada afirmó:



«(…) el arribo al poder en Chile de uno de los líderes de protestas
estudiantiles de hace una década (aquí serían vándalos o mercenarios), de
Petro en Colombia, o la derrota de Donald Trump en elecciones, son una
metáfora de nuestras frustraciones y aspiraciones como generación. Uno
siente que tampoco vamos a tener nunca un Mujica, que sea Presidente y siga
viviendo en su destartalada casa de siempre, y eso duele, la impotencia
duele. Ninguno de nosotros somos elegibles por el sistema. De eso se trata».




Por otro lado, si durante los debates previos al referéndum del Código de
las Familias, y en la propia jornada electoral, llamamientos y argumentos a
favor de un voto de castigo contra el Gobierno posiblemente fueron
motivadores en la opción del NO, la abstención y la anulación consciente de
boletas; es evidente que la sostenida tendencia a la abstención y anulación
de votos registrada en los últimos procesos electorales, pudiera ser
indicador substancial del grado de desgaste, contradicciones e
insuficiencias de un modelo político unipartidista, que nació y se legitimó
en circunstancias muy concretas, pero que, por eso mismo, no puede funcionar
eternamente a contramarcha de la dialéctica de los cambios sociales sin
acabar siendo anacrónico.



Probablemente Rubén Remigio Ferro, presidente del Tribunal Supremo Popular,
cuando reconoció en una comparecencia ante medios de prensa en días
siguientes a las protestas de julio del 2021 que manifestarse era un
derecho, condensaría sin intención lo desafiante que resultaba siempre al
poder la frase que Giuseppe Tomasi di Lampedusa había acuñado en su célebre
novela Il Gattopardo.



Ciertamente, no era tan fácil hacer que todo cambiara y conseguir que todo
siguiera igual.



* René Fidel González García, Doctor en Ciencias Jurídicas. Profesor de
Derecho. Ensayista.

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