Costa Rica/ "Narquitos y sicaritos": la infiltración del narcotráfico en los colegios y liceos. [Álvaro Murillo]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Lun Dic 4 15:27:49 UYT 2023


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Correspondencia de Prensa

4 de diciembre 2023

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Costa Rica

 

“Narquitos y sicaritos”: el crimen y el narcotráfico se infiltran en los
colegios 

 

El país considerado el manantial de paz y estabilidad en Centroamérica está
siendo carcomido por la violencia letal que el narcotráfico ha implantado en
Costa Rica, con más de 820 asesinatos hasta noviembre de 2023. Se trata de
una cifra récord, en un contexto en el que cada vez más los niños y jóvenes
se vuelven protagonistas… y víctimas. El crimen organizado que campea en las
calles ticas, ahora se cuela en los colegios y liceos, donde ya se han
registrado asesinatos a sangre fría. Un recorrido realizado por Divergentes
permite palpar el clima que hace a miles de muchachos soñar con ser el
próximo capo

 

Álvaro Murillo, desde San José, Costa Rica

Divergentes, 4-12-2023 

https://www.divergentes.com/

 

Ese martes dos jóvenes entraron al aula y preguntaron por Jazmín. La
profesora Mónica les contestó que era esa alumna sentada en primera fila,
pero ella ni escuchaba, porque estaba concentrada en resolver el examen de
español para poder graduarse en este 2023 de la secundaria en el sistema de
educación para adultos. Los visitantes empezaron a gritarle y ella atinó a
levantar la cabeza, pero no tuvo ni medio segundo para contestar los
reclamos que ellos le hacían a nombre de otro hombre apodado “Diablo”.

 

Uno de los muchachos descargó diez balazos contra el cuerpo de la señora,
que se desplomó primero sobre el pupitre y luego al suelo ante la mirada
helada de su hijo menor, uno de los compañeros de clase. 

 

“Ahí le mandó el Diablo, hijueputa”, gritó uno de los intrusos mientras
salía corriendo en dirección a la playa de Tortuguero. Las profesoras, en
shock, huyeron después por el río tumbadas en el piso de una lancha y
cubiertas por plásticos durante casi una hora, por orden del botero, y nunca
volvieron a este pueblo del Caribe norte que ahora posee la triste marca de
alojar el primer asesinato ligado a crimen organizado dentro de un colegio
en Costa Rica.

 

“Los sicarios cruzaron una frontera que no se había roto antes”, reconoció
el ministro de Seguridad, Mario Zamora, en referencia al escalamiento de la
violencia y la comisión de crímenes cada vez más macabros por los
enfrentamientos entre grupos narcotraficantes. 

 

“Es un problema estructural que lo dejamos crecer y ya llegó a centros
educativos”, explicó el viceministro de Educación, Leonardo Sánchez. El
pasado de seguridad en el país centroamericano se ha convertido en un
presente doloroso por el crecimiento del consumo y comercio de drogas, pero
parece desafiar la lógica del tiempo y padecer ya las consecuencias
criminales en las generaciones del futuro, con los más jóvenes y
adolescentes en la lista de víctimas y victimarios. 

 

Este 2023 ya acumula más de 800 asesinatos y se calcula que superará en un
43% al récord histórico del 2022. La tasa de homicidios podría saltar desde
12, 6 a 17 por cada 100 000 habitantes en sólo un año, pero hay sectores
donde la factura de sangre es mayor.

 

Los homicidios son la principal causa de muerte de los costarricenses entre
15 y 29 años y los colegios también reflejan las dinámicas violentas del
narcotráfico. Jazmín era ya una adulta, pero en su salón había mayoría de
menores de edad, recuerda Gerardo Artavia, que es policía por el día y
estudiante por la noche. 

 

Ese martes él trató de tranquilizar a los compañeros y profesoras. Sacó a
todos para que no vieran a la mujer desangrándose en el piso, cerró la
puerta y se quedó custodiando la escena mientras el rumor corría a toda
velocidad. Habían matado a la mujer que, sospechaban muchos, vendía droga en
este pueblo pequeño y pobre que vive del turismo y del dinero proveniente
del narcotráfico. Los atacantes le reprocharon haber desobedecido a un líder
narcotraficante de fama nacional y ahí estaba el resultado. 

 

“Me sentí inútil”, dice Gerardo Artavia, que recuerda haber hecho el
movimiento instintivo de coger el revólver de uso oficial, pero estaba en
clases y no tenía por qué andar armado. 

 

Es de los pocos que no teme revelar nombre y apellido para hablar del
asesinato, del rostro congelado del hijo de la víctima, del pánico en la
cara de las profesoras y la escena atroz en el salón que, se suponía,
usarían por la mañana siguiente niños de 8 años para sus lecciones
escolares. 

 

Los informes de las autoridades educativas y policiales detallaron luego el
suceso de ese martes 20 de junio de 2023, a las 6:30 de la tarde. Las clases
se reanudaron un mes después. Varios alumnos piensan ahora que aquella era
una tragedia más bien previsible y ven una posibilidad de que se repita. 

 

El comercio ilegal de drogas está instalado en el pueblo como en muchos
otros, sobre todo en esta región Caribe y municipios costeros, donde en
algunos casos la tasa de homicidios en septiembre era 87 por cada 100 000
habitantes. Ese indicador es más de cinco veces el promedio nacional. “Vivir
en esas zonas es como vivir en las zonas más complicadas de México”, dijo a
DIVERGENTES Leonardo Sánchez, viceministro de Educación.

 

El deterioro es veloz. El incremento en la tasa a lo largo de dos años entre
2019 y 2021 se registra ahora en tan solo dos meses, señaló en un artículo
el economista Andrés Fernández, analista de data social. Los homicidios de
jóvenes de 18 a 29 años aumentaron 60% en este 2023 hasta noviembre y en
menores de edad peor: 115 (de 14 a 30), según datos oficiales del Organismo
de Investigación Judicial (OIJ).

 

Los enfrentamientos armados y las historias de venganzas se han agravado en
Costa Rica y ahora Jazmín forma parte del más voluminoso registro anual de
asesinatos en Costa Rica. Fue el homicidio 419 del año 2023, según la
contabilidad que llevan las autoridades judiciales. 

 

Tres meses después, en septiembre, se confirmó que el 2023 superaba al 2022
impulsado por las disputas entre agrupaciones narcotraficantes que se han
ido filtrando en las calles, barrios, bares y ahora también los centros
educativos.

 

Después del homicidio en Tortuguero, se fueron de ese colegio un tercio de
los estudiantes de último grado y penúltimo. Algunos pasaron al liceo
diurno, pero de otros no se sabe. El hijo de Jazmin, su compañero de clase,
es menor de edad y ahora recibe protección policial. Nadie lo volvió a ver
en las aulas, pero sigue estudiando a distancia. Hay compañeros que creen
que el negocio de venta de droga era familiar y lo dicen sin escandalizarse.


 

“Si van a matar a alguien, que lo hagan en otro lado”.

 

“Cada uno sabe en qué se mete. Lo que uno quisiera es que si van a matar a
alguien, lo hagan en otro lado”, dice con frialdad una joven que admitió
haber visto muchas veces el video del asesinato grabado por uno de los
atacantes y viralizado  en las redes sociales para que todos en el pueblo
supieran “quién manda aquí”.

 

Son las nuevas realidades de la Costa Rica, que por décadas se ufanó de su
ambiente tranquilo y seguro, pero que en años recientes, dio cabida a
tiroteos en las calles a plena luz del día y no sólo en los distritos más
conflictivos del país. 

 

Es una Costa Rica distinta de la que sale retratada en la postal turística,
aquel país de condiciones privilegiadas que ahora una mayoría de la
población teme perder. La seguridad es el principal problema reflejado en
las encuestas y la discusión política ya no está dominada por la economía,
ni los temas sociales, mucho menos por el medio ambiente, sino por los
asesinatos, el narcotráfico, el crimen o el deseo de algunos por medidas de
mano dura.

 

Inédito: los acribillamientos 

 

En el 2023 el país conoció el video de un hombre acribillando a otro con
arma automática frente a una escuela, a la hora de la llegada de los niños
en un municipio llamado Paraíso, en el Valle Central. También supo de la
ejecución de un agente de la policía judicial, mientras realizaba un
operativo en un barrio urbano marginal del área metropolitana, por un
adolescente sospechoso de los disparos. Antes se había visto la noticia de
la muerte de un niño, hijo de una policía, por una bala perdida que llegó
hasta la habitación donde él dormía en la madrugada. 

 

También hubo noticias sobre una niña herida durante la ejecución de un
adulto en la mañana de un domingo, en un municipio tranquilo llamado Santo
Domingo de Heredia, a pocos metros de donde unos adultos mayores jugaban
bingo.

 

También sobre un triple homicidio de hombres colombianos en Garabito, un
municipio playero del Pacífico, donde los policías encontraron también una
nota con un mensaje de supuesta defensa popular: “paren ya la matadera y las
extorsiones al pueblo de Costa Rica. Donde se escondan los vamos a sacar (…)
Ni sus platas ni sus carros de lujo ni sus casas de lujo los van a salvar”.
Todo esto es inédito en la realidad de esta nación que hasta hace poco
puntuaba alto en el escalafón de felicidad mundial.

 

El país ha tratado por años de manejar con discreción el deterioro en
materia de seguridad para no ahuyentar al turismo, las inversiones o su
propia identidad de país tranquilo, pero los números y la crueldad de los
crímenes ya no permiten disimular. 

 

Por eso los empresarios y la mayoría de diputados opositores pidieron en
este año una declaratoria de emergencia nacional, aunque el gobierno de
Rodrigo Chaves rechazó emitir tal decreto con un argumento que también
intenta cuidar la reputación nacional: sólo permitiría facilidades
burocráticas y en el exterior se podría interpretar que Costa Rica se suma a
la lista de países centroamericanos con régimen de excepción. 

.

Chaves ha dicho que El Salvador con Nayib Bukele es ahora “un referente” en
materia de seguridad, obviando las denuncias de violaciones a los derechos
humanos en suelo salvadoreño. Sin embargo, en suelo costarricense la
situación y el marco legal impide replicar ese modelo.

 

Sin ejército y con orgullo de haberlo abolido en 1948, con cuerpos
policiales dispersos y limitados en recursos, y con un sistema judicial
garantista a pesar de penas más altas que el promedio latinoamericano, el
país entra en dilemas existenciales sobre el abordaje necesario. 

 

Unos claman por soluciones de índole social o elevar la inversión en
seguridad, otros aspiran a los métodos represivos que Nayib Bukele ha
impuesto en El Salvador, mientras Rodrigo Chaves presiona por reformas
legales más inclinadas a la mano dura por vía judicial. 

 

Entre sus posiciones, además de culpar a los diputados por cuestionar sus
propuestas y al Poder Judicial de aplicar penas alternativas a los
delincuentes o ser demasiado lentos, el mandatario pide habilitar la
extradición de costarricenses requeridos por delitos de narcotráfico
internacional y propone un cambio aún más controversial: castigar a los
menores de edad como si fueran adultos cuando son sospechosos de sicariato.

 

Las ligas menores del narco

 

El papel de los jóvenes y adolescentes en la ola criminal es más que
notorio. Cientos o miles de ellos provienen de barrios pobres o familias
desintegradas, de padres que pasaron por la cárcel o se ausentaron y dejaron
que las bandas brindaran el sentido de protección que necesitan los menores,
explica a DIVERGENTES la fiscal adjunta de Penal Juvenil, María Gabriela
Alfaro. 

 

Han crecido en entornos deprimidos de zonas de deterioro social de las
últimas décadas en Costa Rica y se han convertido en canteras de mano de
obra barata para las organizaciones criminales del narcotráfico, como ha
reiterado la expresidenta Laura Chinchilla. Muchos de esos chicos admiran a
los que han logrado enriquecerse rápido y su anhelo es seguir ese camino,
más atractivo y emocionante que el del colegio.

 

Esto lo vimos en Pocora, un distrito rural del municipio Guácimo que también
pertenece a la provincia caribeña Limón, la más violenta del país por su
situación social y económica, su cercanía con la ruta marítima de droga
colombiana por el Caribe y quizás por la presencia de los puertos que han
funcionado como catapulta de cocaína hacia Europa.

 

Cuando llegamos al colegio, un chico flaco y moreno acababa de saltar la
malla. Habían llegado los policías para una revisión de rutina a los alumnos
y el muchacho de 14 años prefirió escapar porque ya sabe cómo es la cárcel.
Su madre era adicta y ya no tiene relación con él. Ahora vive quizás con sus
‘jefes’, los distribuidores de la droga que vende a otros menores, sospecha
el director del colegio, Moisés Segura. 

 

Entrevistar al estudiante es casi imposible. Es esquivo, mira con
desconfianza y se va. Luego merodea y observa de reojo. Al marcharse los
policías, camina por los corredores envalentonado tirando los pies hacia
adelante y abriendo los brazos. Nos acercamos para hablarle y parece
enojarse, pero contesta tres preguntas.

 

-¿Cómo es este colegio?

 

– Muy divertido.

 

– ¿Cómo le va en el año con las notas?

 

– De fijo me quedo (repruebo).

 

– ¿Qué quiere hacer cuando crezca?

 

– Lo que toque, mae, lo que toque.

 

Napoleón, como le llama el director para este reportaje, se voltea y se
mezcla con otros compañeros. “Lo que toque” es una respuesta agria en este
contexto. Otro alumno también contesta la pregunta sobre el deseo para su
futuro. “Millonario, usted sabe”, responde riéndose socarronamente. Otros
también sonríen y tres miran muy serios y con desconfianza. Creen que el
periodista es un policía encubierto y por eso algunos se dispersan por los
jardines rodeados de malla metálica coronada por alambres de púas. Las
puertas de las aulas son de hierro. El portón de ingreso está cerrado y
varios rótulos advierten que no se permiten las armas y que hay cámaras de
seguridad. Por momentos da la sensación de que esto no es un colegio, sino
una cárcel laxa.

 

Llamaba la atención un muchacho recostado en una columna. Llevaba lentes de
sol sobre el cabello y el uniforme completo, cosa inusual aquí. Después
supimos que es uno de los mejores estudiantes, el alumno que los profesores
eligen para que vaya a los actos en representación del colegio. 

 

Es un líder inteligente, pero él prefiere definirse como astuto. Habla con
nosotros cuidándose de no decir nada comprometedor, asegura estar todo el
tiempo en alerta y tener la capacidad de investigar a los compañeros antes
de relacionarse con ellos o juntarse para un trabajo grupal. 

 

Quizás por eso los inseparables lentes de sol. “Aquí cualquier mal paso
puede traer consecuencias”, explica junto a otra estudiante ejemplar que
asiente y agrega: “igual que con los ligues, uno tiene que saber a quién se
acerca y quiénes son los amigos o los enemigos allá afuera”. El muchacho da
un paso más: “yo trato de analizar quién y en qué circunstancias alguien
puede empezar una balacera o sacar un machete”.

 

Así es difícil concentrarse para estudiar los tiempos verbales en inglés, la
fórmula de velocidad de una bala en física, la historia de este país escaso
de tragedias o los rasgos socioeconómicos de esta región donde casi no se
genera empleo. Los chicos cercanos a bandas de drogas dedican más su
atención a explotar el mercado estudiantil y los otros están más atentos a
cuidarse, a vigilar, a prever las cosas. 

 

Aquí ha habido consumo de marihuana y cocaína barata, venta de licores,
pleitos a puño, peleas con cuchillos al otro lado del portón, asaltos,
agresión con tijeras, ‘puñaladas’ con lápices filosos, portación de
pistolas, amenazas por silencio y coacción sexual, cuentan los muchachos. El
director recibió una nota con una amenaza de muerte junto a un revólver de
juguete. Su antecesor le dijo que cuidado, que aquí están “los hijos del
crimen”. La orientadora, Sairis Araya, asegura que en una ocasión pensó que
iba a morir.

 

Fue el 15 de abril. A un muchacho los policías le habían detectado drogas y
llamaron a su papá, familiarizado con esas mercancías, pero no contento con
ver a su hijo en problemas. En un momento el estudiante corrió hasta dónde
había un cuchillo grande, desatendiendo lo que le ordenaban todas las
figuras de autoridad: director, papá y policías. Araya también miraba
asustada. Nada lo detuvo y de repente logró arrebatar el revólver a uno de
los oficiales y trató de disparar. Por suerte no supo quitar el seguro, pero
estaba dispuesto a todo. Era horario de clases y se activó el protocolo por
amenaza de tiroteo. Suspendidas las lecciones, todos a casa; la prioridad es
protegerse. Al día siguiente hubo alumnos que faltaron a clases por miedo,
pero otros lo ven ya normal. 

 

“Pensé en renunciar porque pude haber salido en una caja”, nos dijo la
orientadora. “Además mi hijo es estudiante aquí y pensé en llevármelo, pero
yo soy de Limón centro y allá también las drogas y la violencia están por
todo lado, a la vista de todos porque ahora a muchos les da orgullo. No me
sorprende que un chico sueñe con ser narco, o al menos intentarlo. La otra
opción aquí para muchos es acabar trabajando en una plantación de piña con
un salario de hambre”.

 

Los profesores tienen miedo. No saben en qué andan sus estudiantes ni
quieren saberlo. Si se enteran, conviene más disimular, dice un profesor
bajo anonimato. Tampoco creen que pueden cambiar la vida de los chicos, como
el director lo reconoce con Napoléon. 

 

El “diablo” o las zonas en rojo

.

En un municipio cercano a Guácimo, en Pococí, Vanessa Vargas, directora de
un colegio, cuenta que hace una década ya estaban estos problemas, pero se
hablaba poco y además ahora todo está peor. Ha tenido que escuchar a un
alumno decir que quiere conocer a ‘Diablo’, el mítico capo invocado por los
asesinos de la mujer en Tortuguero. 

 

“Cuando uno oye esas cosas sabe que sólo le queda tener prudencia para no
amanecer picada cualquier día”, dice la educadora, que sólo ve posible
contener esta ola de violencia si hay un cambio en las familias. Luego se
corrige, porque sabe que mucho del problema viene precisamente de las
familias.

 

En su colegio tuvieron que dedicar parte del menguante presupuesto para
comprar detectores de metales, para revisar cada tanto a los estudiantes
cuando bajan del autobús. No garantiza nada, pero es al menos una señal.
Cualquiera puede igualmente ocultar drogas o dinero de su venta. Para un
chico acostumbrado a la violencia o relacionado a sicarios eso puede causar
risa, nos dice una muchacha en el colegio en Cariari de Pococí, dentro de la
región caribeña de mayores cifras de violencia. A su lado, una señora se
lamentaba de que le decomisaron el cuchillo que usa para partir la carne en
las clases de cocina.

 

El municipio donde trabaja Vargas es parte de los puntos rojos del mapa
nacional, donde casi medio millón de personas viven entre la pobreza, el
crimen y el tráfico de drogas, como explica el viceministro Sánchez. 

 

El problema es que el área con categoría roja se puede triplicar pronto,
porque hay distritos que pueden pasar de etiqueta naranja a roja. Y eso
tampoco significa que otros puntos estén exentos. Se entiende también en la
lógica de la metáfora que usa el ministro de Seguridad para explicar la
situación criminal de Costa Rica: “tenemos un incendio en la cocina que
amenaza con propagarse por la casa”.

 

Ante esa amenaza, los centros educativos son críticos. “Donde muchos ven una
amplia red de escuela y colegios para potenciar el desarrollo de las nuevas
generaciones, otros ven un mercado potencial de consumo de drogas que abarca
casi a 20% de la población nacional, lleno de gente en edad manipulable y
susceptible”, dice el viceministro de Educación. 

 

“Muchos colegios acaban convertidos en ligas menores de la violencia o en
centros comerciales del narcotráfico a escala incipiente. La prioridad aquí
ha dejado de ser el rendimiento académico e incluso evitar la deserción
estudiantil. Ahora los directores luchan cada día para intentar mantener los
colegios como una zona de excepción en la violencia de los barrios, aunque
saben que muchos alumnos están ya involucrados con las bandas criminales o
están en su lista de reclutamiento”, añade.

 

Incendio en la casa

 

El problema no es exclusivo de los municipios pobres o fronterizos. La
alerta también es constante en colegios como el Liceo de Costa Rica,
emblemática institución de educación secundaria ubicada en el centro de la
capital costarricense. 

 

Lo explica el director, Lenín Alvarado, mientras saca de su escritorio una
serie de objetos que ha decomisado relacionados con  consumo de drogas.
Habla con cuidado y baja la voz cuando siente que dice algo delicado. Su
despacho está vigilado por cámara de seguridad, advierte un pequeño rótulo. 

 

Tiene experiencia trabajando en colegios conflictivos y ahora trata de
controlar los riesgos en este liceo, donde hay todo tipo de estudiantes.
“Aquí hay hijos de narcotraficantes, sicarios y asaltantes compartiendo con
compañeros de familias muy buenas. Lo han manifestado los mismos
estudiantes, que en ocasiones ante un conflicto piden no involucrar a su
padre porque es jefe de una banda peligrosa y la situación no da para
tanto”.

 

El director recuerda que hubo un tiempo cuando un auto llegaba cada día a la
hora de entrada a clases a entregar marihuana como si fuesen frutas o
galletas para la merienda, pero poco a poco ha impuesto medidas de seguridad
para tratar de que el colegio sea “una zona neutra”. Cada dos o tres semanas
llegan policías con perros especializados para buscar drogas o armas. Afuera
un vigilante usa aleatoriamente paletas detectoras de metales. No hay mes en
que no haya coordinación con la policía, con la Fiscalía Penal Juvenil o el
Patronato Nacional de la Infancia, la entidad estatal encargada de atender
menores en condiciones de riesgo.

 

Alvarado quisiera dirigir esfuerzos para conversar con padres o madres, pero
no siempre hay respuesta. Cuenta una ocasión en que llamó a una mamá por
consumo de drogas de Ignacio, de 13 años, y ella le dijo que no era problema
suyo, que ya no quería nada con él y que buscara dónde llevarse al muchacho,
pero a casa no volvía. Hubo la coordinación para la custodia por el Estado,
pero no se supo más.

 

Difícilmente Ignacio siga estudiando. Es probable que se sume a la masa de
muchachos que no estudian ni trabajan, una condición que ofrece la
probabilidad “altísima” de entrar al tráfico de drogas o a las tareas
asociadas, dijo el viceministro Sánchez. 

 

Recuerda que en 2022 dejaron las aulas unos 35 000 estudiantes, uno de los
reflejos de la crisis actual del sistema educativo que por muchos años ha
sido admirado desde otros países. La pobreza golpea casi al 40% de la
población menor de edad. 

 

Problemas económicos y falta de estímulos pueden explicar esa alta expulsión
educativa, pero se suma a nuevos conceptos sobre el “éxito”. Crecer
académicamente para ser profesional y vivir mejor es una meta que pierde
terreno ante el ideal de tener dinero pronto. “Además hay otro factor que un
día me dijo una estudiante con mucha claridad: ‘profe, no quiero que nadie
me felicite por las notas, quiero que me teman, que es más fácil’”, dijo la
orientadora de otro colegio en San José, una de las personas entrevistadas
que teme ver su nombre publicado en este reportaje. 

 

En la cárcel para menores, ubicada en la carretera que conduce al Caribe, un
muchacho cumple condena por homicidio y ahora compone canciones para
intentar evitar que otros caigan en lo mismo. Dice que la banda era como su
familia y que le prometieron que lo protegerían siempre, que si caía en la
cárcel lo irían a visitar hasta que volviera de nuevo a las calles, pero
desde que fue condenado nadie volvió a preguntar por él. Sólo su madre lo
recuerda. 

 

Lo cantó durante un acto del Ministerio Público para tratar de educar a
otros jóvenes, donde también proyectaron un video con otros testimonios. Ahí
otra chica presa decía que quiso experimentar cómo era estar privada de
libertad. Y otro adolescente, de hablar osado, se deja ver vulnerable:
“extraño la comida de mi mamá”.

 

La fiscala Alfaro no se sorprende. Lleva años estudiando la participación
juvenil en bandas criminales del negocio del narcotráfico. No son pandillas
como las ‘maras’ que han llevado sangre al Triángulo Norte de Centroamérica.
Son empresas ilegales con el propósito de ganar dinero y en el sentido de
identidad es sólo un pretexto para atraer jóvenes que hagan las tareas sin
exponer a otros miembros relevantes del grupo. Por eso, explica, los chicos
son fácilmente reemplazables. Un joven de estos muerto o apresado no es una
gran pérdida. “Para la organización son descartables”.

 

Eso se nota en las escenas criminales. No tienen la precisión de un sólo
disparo. Casi siempre quedan muchos casquillos y por eso las víctimas
colaterales. En 2021 ocurría una muerte colateral cada 50 días, en 2022 cada
20 y al comenzar el 2023 cada ocho días. “No tienen la experiencia ni el
conocimiento ni la capacidad para hacerlo más fríamente, aunque cada vez la
van adquiriendo, claro. Entran porque se sienten importantes y creen que es
una manera de escalar, como parte de su inmadurez y falta de desarrollo
explicado desde la neurociencia”, añade. 

 

Un fiscal de narcotráfico habló bajo anonimato y lo resume así: “los
chiquillos creen que son narcos y sicarios, pero sólo son narquitos y
sicaritos, y por eso hacen esas cagadas. Más de 20 balazos para matar a una
persona, claro que el peligro es alto para cualquiera que esté cerca”.

 

¿Entonces la solución es aprobar el plan del Ejecutivo de aumentar las penas
para ellos? La fiscala Alfaro no duda en contestar: “esa es una visión
errónea, así vamos a seguir fracasando”. Acababa de mencionar que son
reemplazables, que la cantera es muy grande y que ya Costa Rica tiene las
penas más altas de toda América Latina para homicidas no adultos: los
menores de 12 años pueden ser condenados hasta a 10 años de prisión y los
quinceañeros pueden recibir penas de hasta 15 años. 

 

Eso no lo saben los chicos que caminan los barrios marginales con un
revólver en la mano o no les importa; creen que no los detendrán o no le
temen a la cárcel, que más bien es una escuela. O puede que sí los asuste la
prisión, pero para muchos no es peor que la vida que ya tienen, explica un
jefe policial de Puntarenas, el municipio del Pacífico donde también han
crecido los crímenes con chicos nacidos en este siglo.

 

En la provincia puntarenense hay al menos diez bandas que reclutan a los
jóvenes para el funcionamiento del negocio de las drogas y la pelea por los
territorios, ha reportado la prensa citando las autoridades judiciales. La
violencia en Limón lleva ya algunos años en las noticias.

 

Se trata de barriadas enteras de personas con difícil acceso a empleos o con
trabajos ocasionales y exiguos como la pesca, donde los grupos del
narcotráfico hallan fácilmente a sus vendedores, sus mensajeros, sus
distribuidores y sus sicarios. Un par de zapatillas deportivas, un celular
nuevo o una bicicleta pueden ser suficientes para el reclutamiento, pero
también empiezan a recibir dinero por servicios de entrega o información
sobre el barrio o sobre operativos policiales.

 

Así pudo haber entrado Kedwin, de 17 años, al camino de su muerte. Era
diciembre del 2022 y dijo a su mamá, Karol, que iría un rato a la única
hamburguesería del barrio Chacarita, donde solía gastar muchas de sus noches
con otros de su edad que tampoco iban ya al colegio. En una de esas un amigo
del muchacho llegó a llamarla: habían matado a su hijo de varios balazos.
Ocurrió lo que sabía que iba a ocurrir en algún momento. De nada le sirvió
esconderse en la cocina del negocio. Era uno más en este barrio de amplia
pobreza, donde no es raro ver a niños jugando a ser sicarios con armas
ficticias en divertidos tiroteos imaginarios.

 

“Es muy impresionante lo que está pasando aquí. Se van algunos en carros o
en bicicletas y juegan a enfrentarse con esas armas de juguete que suenen
igual a las reales. La gente de un barrio contra los de otro barrio”,
comenta un pastor que se resiste a abandonar la comunidad como ya lo han
hecho varios de los feligreses para escapar de la violencia o de las
amenazas directas. 

 

Karol, la madre de Kedwin, dice que quisiera irse también, pero sólo tiene
para vivir la precaria casa con piso de tierra de dónde salió corriendo
aquella noche. Vive de planchar ajeno, asegura. Otros vecinos se permiten
sospechar de ella también. La desconfianza es la norma.

 

La madre sabe quién mató a su hijo y lo ve a menudo por ahí, pero no confía
en la Justicia ni en la Policía. “Aquí nadie va a hablar. Aquí la regla es
ver y callar, porque si no sigue uno en la lista”, dice con resignación
sobre un tema que preocupa a las autoridades nacionales, pues esto hace que
crezca la inmunidad y, por tanto, la idea entre los jóvenes de que nada
pasará por matar a otro. La realidad es que algunos chavalos sí acabarán
pagando condena en la cárcel junto a otros reos de generaciones mayores,
como los abundantes pescadores que cayeron en la prisión de Puntarenas por
delitos de drogas, debido a los servicios logísticos que daban a las bandas
traficantes en el mar.

 

La Embajada de Estados Unidos vino en agosto a un barrio cercano, Fray
Casiano, a presentar su programa de rescate social con una inversión de 11
millones de dólares para programas sociales y educativos, en la lógica de
que la solución aquí no es policial, como aseguró Deyber Rosales, un líder
comunal. El problema es que este programa es limitado y no tiene el Estado
proyectos similares de gran escala. La inversión social más bien se ha
reducido en los últimos años tanto como las becas estudiantiles y el
presupuesto para los centros educativos. 

 

La mano la tiende el grupo criminal y los más jóvenes tratan de demostrar
que están dispuestos a todo. Por eso los crímenes más violentos y las
escenas más siniestras, con cuerpos torturados y desmembrados. “Son más
malos que nosotros. Vean lo que digo, mi hijo es un monstruo comparado
conmigo. A veces uno se asusta de lo que pueden hacer”, dice un vecino que
cumplió condena por asesinato. Aceptó enviar para este reportaje un breve
audio al teléfono celular de una dirigente de la comunidad. La señora, que
pide ocultar nombres, pide volver a escuchar el mensaje con atención.
“Escuche bien, esos hombres que ya pasaron por donde asustan y le temen a lo
que están haciendo las nuevas generaciones. ¿Cómo cree que vivimos la gente
normal?”.

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