Armamentismo/ La tragedia de J. Robert Oppenheimer y la actualidad del peligro nuclear. [Dossier]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Jul 28 16:02:19 UYT 2023


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Correspondencia de Prensa

28 de julio  2023

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Armamentismo



La tragedia de J. Robert Oppenheimer y la actualidad del peligro nuclear



Lawrence S Wittner *

A l´econtre, 13-7-2023

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Viento Sur, 28-7-2023

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Basada en la biografía titulada American Prometheus: The Triumph and Tragedy
of J. Robert Oppenheimer (Ed. A. Alfred Knopf, 2005), escrita por Kai Bird y
por el difunto Martin Sherwin –biografía galardonada con el Premio
Pulitzer–, la película narra el ascenso y caída del joven J. Robert
Oppenheimer, reclutado por el gobierno de EE UU durante la segunda guerra
mundial para dirigir la construcción y los ensayos de la primera bomba
atómica del mundo en Los Álamos, en Nuevo México. Sus logros en este terreno
permitieron que poco después el presidente Harry S. Truman (1945-1953)
ordenara utilizar las bombas nucleares para destruir Hiroshima [6 de agosto
de 1945] y Nagasaki [9 de agosto de 1945].



En el transcurso de los años de posguerra, Oppenheimer, ampliamente
celebrado como “el padre de la bomba atómica”, adquirió una influencia
extraordinaria para un científico en las filas del gobierno estadounidense,
sobre todo en su calidad de presidente del comité consultivo general de la
nueva Comisión de la Energía Atómica (Atomic Energy Commission, AEC).



Sin embargo, su influencia menguó a medida que se acentuó su ambivalencia
con respecto al armamento nuclear. En el otoño de 1945, durante una reunión
en la Casa Blanca con Truman, Oppenheimer dijo: “Señor presidente, tengo la
sensación de que mis manos están manchadas de sangre.” Furioso, Truman
declaró más tarde al secretario de Estado adjunto, Dean Acheson [enero de
1949-enero de 1953] que Oppenheimer se había convertido en “un llorón” y que
no quería “ver nunca más a ese hijo de puta en este despacho”.



Oppenheimer también estaba preocupado por la carrera de armamentos nucleares
que comenzaba y, al igual que numerosos científicos de la especialidad, era
partidario de un control internacional de la energía atómica. En efecto, a
finales del año 1949, la totalidad del comité consultivo general de la AEC
se pronunció en contra del desarrollo de la bomba H por EE UU, si bien el
presidente, haciendo caso omiso de esta recomendación, aprobó el desarrollo
de la nueva arma y la incorporó al arsenal nuclear estadounidense en plena
expansión.



En estas circunstancias, personalidades claramente menos escrupulosas con
respecto a las armas nucleares tomaron medidas para apartar a Oppenheimer
del poder. En diciembre de 1953, poco después de asumir la presidencia de la
AEC, Lewis Strauss, un ferviente defensor del refuerzo del arsenal nuclear
de EE UU, ordenó la suspensión de la acreditación de seguridad de
Oppenheimer. Con ánimo de defenderse de las implicaciones de deslealtad,
Oppenheimer recurrió la decisión y, durante las comparecencias posteriores
ante el Consejo de Seguridad del Personal de la AEC, tuvo que hacer frente a
preguntas agobiantes, no solo en relación con sus críticas con respecto al
armamento nuclear, sino también con sus relaciones, décadas atrás, con
personas que habían militado en el Partido Comunista.



Finalmente, la AEC decidió que Oppenheimer representaba un riesgo para la
seguridad, una decisión oficial que –añadida a su humillación pública–
supuso su expulsión del servicio público y asestó un golpe fatal a su
fulgurante carrera.



Está claro que el desarrollo del armamento nuclear ha tenido consecuencias
mucho más importantes que la caída de Oppenheimer. Además de matar a más de
200.000 personas y herir a muchas más en Japón, el advenimiento de estas
armas ha llevado a países del mundo entero a lanzarse a una feroz carrera de
armamentos atómicos. En la década de 1980, al calor de los conflictos entre
las grandes potencias, se fabricaron 70.000 bombas nucleares, con el
potencial de destruir prácticamente toda vida en el planeta.



Por fortuna se produjo una vasta campaña ciudadana para oponerse a esta
carrera hacia el apocalipsis nuclear. Consiguió presionar a los gobiernos
reticentes para que firmaran toda una serie de tratados de control de las
armas nucleares y de desarme, además de tomar medidas unilaterales con el
fin de reducir los peligros nucleares. De este modo, en 2023 el número de
armas nucleares ha descendido a 12.500.



No obstante, estos últimos años, ante la fuerte disminución de la
movilización ciudadana y el aumento de los conflictos internacionales, el
potencial nuclear se ha reavivado notablemente. Las nueve potencias
nucleares (Rusia, EE UU, China, Reino Unido, Francia, Israel, India,
Pakistán y Corea del Norte) se esfuerzan actualmente por modernizar sus
arsenales nucleares construyendo nuevas instalaciones de producción y
mejorando sus armas nucleares.



En 2022, esos gobiernos han invertido cerca de 83.000 millones de dólares en
este refuerzo nuclear. Las amenazas públicas de desencadenar una guerra
nuclear, como la de Donald Trump, Kim Jong-un y Vladímir Putin, se repiten
con mayor frecuencia. Las agujas del reloj del apocalipsis, ideado en 1946
por el Bulletin of the Atomic Scientists, se sitúan ahora a medianoche menos
100 segundos [90 en enero de 2023], el valor más peligroso de su historia.



No es extraño que las potencias nucleares no se muestren muy interesadas en
que haya nuevas iniciativas a favor del control de armas nucleares y de
desarme. Los dos países que poseen alrededor del 90 % de las armas nucleares
del mundo –Rusia (país que posee más que ninguno otro) y EE UU (que le sigue
de cerca)– se han retirado de casi todos los acuerdos de este tipo que
habían suscrito entre ellos.



Aunque el gobierno de EE UU ha propuesto a Rusia prorrogar el tratado New
Start (que limita el número de armas nucleares estratégicas), Putin
respondió al parecer, en junio de 2023, que Rusia no participará en
negociaciones sobre desarme nuclear con Occidente, añadiendo: “Poseemos más
armas de este tipo que los países de la OTAN. Lo saben y siempre tratan de
convencernos de negociar su reducción. Que se lo hagan mirar… como dice
nuestro pueblo.”



El gobierno chino, cuyo arsenal nuclear, pese a haber crecido notablemente,
se sitúa en tercera posición –y todavía bastante lejos–, ha declarado que no
ve ninguna razón para participar en conversaciones sobre el control de armas
nucleares.



A fin de evitar una catástrofe nuclear inminente, las naciones no nucleares
han defendido el tratado de prohibición de las armas nucleares (Treaty on
the Prohibition of Nuclear Weapons, TPNW). Adoptado por una mayoría
aplastante de países en una conferencia de Naciones Unidas en julio de 2017,
el tratado prohíbe desarrollar, ensayar, producir, adquirir, poseer,
almacenar y amenazar con utilizar armas nucleares.



El tratado entró en vigor en enero de 2021 y, pese a que todas las potencias
nucleares se han opuesto, lo han suscrito 92 países y ratificado 68 de
ellos. Brasil e Indonesia lo ratificarán seguramente dentro de poco. Los
sondeos demuestran que el TPNW goza de un importante apoyo popular en
numerosos países, inclusive en EE UU y otros países de la OTAN. Queda por
tanto un rayo de esperanza de que todavía se pueda evitar la tragedia
nuclear que hundió a Robert Oppenheimer y que desde hace tiempo amenaza la
supervivencia de la civilización mundial.



* Lawrence S. Wittner es profesor emérito de Historia en SUNY/Albany.



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Oppenheimer o el silencio del fuego



Como toda película del ámbito nuclear, la creación de Christopher Nolan se
debate entre el humanismo del tema y el antihumanismo de la forma.



Agustín Acevedo Kanopa

La Diaria, 28-7-2023

https://ladiaria.com.uy/



Podría decirse que el gran drama de las bombas atómicas en el cine es que
todo lo que se puede filmar siempre queda pequeño, banal y ridículo al lado
de ellas, sobre todo si llega a ser material fílmico real de las
explosiones. Cualquier drama amoroso, cualquier autodescubrimiento,
cualquier planteamiento filosófico o cualquier subtrama se empequeñece
frente a la magnitud de ese hongo nuclear, porque es de esas pocas imágenes
que trascienden la metáfora, que significan algo en sí mismas,
independientemente de su explicación o juego semiótico.



De algún modo, la bomba atómica fue la condensación trágica de muchos
trabajos teóricos desarrollados a lo largo de varios siglos de matemática,
física y química, pero llevada a su dimensión más literal y traumática.



Esta es la cruz que debe cargar desde el inicio una película como
Oppenheimer: para saber del drama prometeico de los hombres cuando osan
jugar a ser Dios no se precisa un montón de físicos, ingenieros, milicos y
políticos hablando y hablando sobre los límites morales y éticos de estas
invenciones, sino que tan sólo basta ver las filmaciones documentales de las
bombas. Ni siquiera es necesario el drama humano: uno se queda tan inerme
ante las explosiones de Hiroshima y Nagasaki como ante los test nucleares
hipercontrolados en el atolón oceánico de Bikini porque hay algo terrorífico
que va más allá de la cantidad de víctimas, y que tiene que ver con la
imagen en sí del despliegue de tanta furia invocada a través de una
rasgadura del telón de fondo de la naturaleza.



Esa es la verdadera brújula moral y estética que cualquier película sobre el
poderío nuclear tiene que atravesar: más allá de las florituras, todo
termina decantando en una pulseada entre el humanismo del tema y el
antihumanismo de la forma. Esta puja es mucho más compleja e interesante que
una simple reseña cinematográfica, ante la que se me podría increpar (con
toda la razón del mundo) que en realidad lo que volvió aterradoras a la
Little Boy y la Fat Man arrojadas en 1945 fue, más que las imágenes aéreas
de sus estallidos, el cúmulo de posteriores informes y testimonios de sus
supervivientes.



La pulseada de Nolan



Más allá de estas disquisiciones, hay que señalar –y es acá donde nos
metemos con Oppenheimer, la película– que esta también fue la histórica
tirantez que ha envuelto la filmografía de Nolan. El cine del inglés siempre
penduló entre su anhelo de filmar cosas que sobrepasan lo empírico y
cognoscible, y al mismo tiempo utilizar estas representaciones como
plataforma para disquisiciones filosóficas humanistas.



Es una extraña contradicción, en la que por un lado logra dar forma a cosas
imposibles de filmar pero también de imaginar (atravesar un agujero de
gusano cósmico o plegar una ciudad en distintos planos como si fuera un cubo
de rubik a escala urbana), con la contrapartida de explicarnos la
grandiosidad subyacente de lo que acabamos de presenciar.



Esta ambivalencia es la que le permite, por momentos, combinar fascinantes
representaciones de planetas que desde Kubrick no habían sido tan finamente
llevados a la pantalla con filosofía new age hiperterraja de la línea de “el
amor va más allá del espacio y tiempo” (Interstellar, 2014). O incluso
lograr que el culminante enfrentamiento entre un superhéroe y su villano
trafique en su interior el clásico debate seudopolítico de si vale
sacrificar la vida de muchos por la vida de una sola persona (The Dark
Knight, 2008).



Hay films en los que este equilibrio entre filosofía y pura y fascinada
demiurgia se logra (Memento, 2000), pero lo que pervive es la sensación de
que las imágenes que Nolan invoca suelen ser mucho más interesantes que lo
que él tiene para decir de ellas. No es casualidad, entonces, que su
película más lograda (aunque no tan popular) hasta la fecha sea Dunkirk
(2017), una obra que intenta retratar la guerra en su dinámica total, más
allá de psicologismos, razonamientos o metáforas. Una especie de maquinaria
de supervivencia donde la coralidad da lugar a un borramiento real de las
personalidades y los protagonismos, como pudo haber sido la guerra misma en
todo su caos o esplendor.



Oppenheimer, sin ser su peor película –incluso sin ser una mala película o
ni siquiera una mediocre–, sí es la más verbosa y desenfadadamente moral de
toda su filmografía. Es una obra que está todo el tiempo remarcando lo
gigantesco que es su tema, su protagonista y ella misma también, pero que en
el fondo no es nada más (ni nada menos) que un montón de gente dándole
vueltas, una y otra vez, al mito de Prometeo.



Cadena o mandala



Nolan desarticula la vida del creador de la bomba atómica en tres tiempos,
que adquieren un formato y cromatismo diferentes, y sabe bien del poder de
llevar a su más terrible literalidad algo que era meramente metafórico. Esta
idea de lo metafórico y lo literal también se plasma en el film, ya que los
momentos más grandes de Oppenheimer se dan cuando intenta llevar a la
pantalla la materialidad casi imposible de ese mundo paralelo pero existente
de las partículas subatómicas.



Se trata de escenas en las que se busca representar la velocidad
desgarradora de los electrones circulando en enloquecidos trazos alrededor
de la mente de Oppenheimer cuando entra a tomar noción de la dimensión de
sus descubrimientos teóricos. O de aquella en que trata de mostrar la
grandiosidad de la primera bomba testeada en el Proyecto Trinity, en la que
el director no se circunscribe a la clásica imagen del hongo atómico sino
que opta por una especie de zoom sobre la belleza avasallante de esa
explosión que parece tragarse y parirse a sí misma una y otra vez.



En esta línea, más allá de las imágenes, lo más sobresaliente del film es su
edición de sonido: todo lo que escuchamos (incluso el soundtrack fuertemente
tonal de Ludwig Göransson) parece más bien una expresión del mundo interior
de Julius Robert Oppenheimer que de lo que ocurre a su alrededor. Así, el
silencio inesperado en que caen las imágenes al momento de la eventual
detonación de la primera bomba no obedece tanto a un efecto sonoro real,
sino a la soledad muda y apoteósica de un teórico enfrentándose de forma
definitiva a su destino.



Lo mismo puede decirse alrededor de la escasa profundidad de campo que
borronea todo alrededor del rostro y los ojos gélidos de Cillian Murphy
–quien encarna a Robert Oppenheimer– cuando la cámara lo capta en esos
cercanísimos primeros planos frontales: su presencia como una estrella
muerta que genera una curvatura de todo lo que yace a su alrededor.



Dramas grandes e intrigas pequeñas



El problema, como viene ocurriendo con un montón de films (especialmente las
biopics), llega cuando irrumpe el tema de las escalas. Si bien las intrigas
palaciegas que involucran el tratamiento a la figura de Oppenheimer después
de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki son igual de morales, filosóficas
y políticas a todo lo que sucede antes en el film, el drama adquiere un tono
demasiado doméstico para las verdaderas preguntas que intenta hacerse la
película. Al mismo tiempo, el tras bambalinas de este proceso de
interrogatorios incurre en una explicación al borde del didactismo, bajando
línea moral una y otra vez. Pero, más que nada, se siente esa cosa que
siempre se pierde cuando uno intenta llevar vidas (ya sean artísticas o
científicas) a la pantalla, que es el inevitable despliegue de líneas
causales entre descubrimiento y biografía, algo que se puede ver en su
claridad más meridiana en el reciente libro Un verdor terrible, de Benjamín
Labatut, cuyos cuentos/ensayos, cuanto más se acercan a las posibles
semblanzas (registradas o imaginadas) de los científicos que llevaron a cabo
ciertos descubrimientos, más fuerza pierden. Por el contrario, lo que más
brillaba en ese libro (y en Oppenheimer) era la profusión de inventos, unos
encadenados a otros, pero no de forma lineal, sino en una especie de caótico
mandala, a pesar o más allá de la voluntad de sus creadores; su
agenciamiento maquínico, su voluntad sonámbula, su crecimiento rizomático,
su silencio de esfinge ante los planes y designios de los humanos.

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