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<DIV align=center><STRONG><FONT size=4><FONT size=5><U>boletín informativo - red
solidaria de revistas</U></FONT><BR><FONT color=#800000
size=6><EM>Correspondencia de Prensa</EM></FONT><BR>Año IV - 26 de diciembre
2006 - Redacción: </FONT></STRONG><A
href="mailto:germain5@chasque.net"><STRONG><FONT
size=4>germain5@chasque.net</FONT></STRONG></A></DIV>
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<DIV align=justify><STRONG><FONT size=3>Capitalismo y
religión</FONT></STRONG></DIV>
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<DIV align=justify><STRONG><FONT size=3>Estas Navidades siniestras
<BR><BR>Gabriel García Márquez. </FONT></STRONG></DIV>
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<DIV align=justify><A href="http://bolivia.indymedia.org/"><STRONG><FONT
size=3>http://bolivia.indymedia.org/</FONT></STRONG></A></DIV>
<DIV align=justify><BR><BR>Ya nadie se acuerda de Dios en Navidad. Hay tanto
estruendo de cornetas y fuegos de artificio, tantas guirnaldas de focos de
colores, tantos pavos inocentes degollados y tantas angustias de dinero para
quedar bien por encima de nuestros recursos reales que uno se pregunta si a
alguien le queda un instante para darse cuenta de que semejante despelote es
para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace 2.000 años en una
caballeriza de miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil años
antes, el rey David. Novecientos cincuenta y cuatro millones de cristianos creen
que ese niño era Dios encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no
lo creyeran. Lo celebran además muchos millones que no lo han creído nunca, pero
les gusta la parranda, y muchos otros que estarían dispuestos a voltear el mundo
al revés para que nadie lo siguiera creyendo. Sería interesante averiguar
cuántos de ellos creen también en el fondo de su alma que la Navidad de ahora es
una fiesta abominable, y no se atreven a decirlo por un prejuicio que ya no es
religioso sino social. <BR><BR>Lo mas grave de todo es el desastre cultural que
estas Navidades pervertidas están causando en América Latina. Antes, cuando sólo
teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos eran prodigios
de imaginación familiar. El niño Dios era más grande que el buey, las casitas
encaramadas en las colinas eran más grandes que la virgen, y nadie se fijaba en
anacronismos: el paisaje de Belén era completado con un tren de cuerda, con un
pato de peluche más grande que un león que nadaba en el espejo de la sala, o con
un agente de tránsito que dirigía un rebaño de corderos en una esquina de
Jerusalén. Encima de todo se ponía una estrella de papel dorado con una bombilla
en el centro, y un rayo de seda amarilla que habría de indicar a los Reyes Magos
el camino de la salvación. El resultado era más bien feo, pero se parecía a
nosotros, y desde luego era mejor que tantos cuadros primitivos mal copiados del
aduanero Rousseau. <BR><BR>La mistificación empezó con la costumbre de que los
juguetes no los trajeron los Reyes Magos -como sucede en España con toda razón-,
sino el niño Dios. Los niños nos acostábamos más temprano para que los regalos
llegaran pronto, y éramos felices oyendo las mentiras poéticas de los adultos.
Sin embargo, yo no tenía más de cinco años cuando alguien en mi casa decidió que
ya era tiempo de revelarme la verdad. Fue una desilusión no sólo porque yo creía
de veras que era el niño Dios quien traía los juguetes, sino también porque
hubiera querido seguir creyéndolo. Además, por pura lógica de adulto, pensé
entonces que también los otros misterios católicos eran inventados por los
padres para entretener a los niños, y me quedé en el limbo. Aquel día -como
decían los maestros jesuitas en la escuela primaria- perdí la inocencia, pues
descubrí que tampoco a los niños los traían las cigüeñas de París, que es algo
que todavía me gustaría seguir creyendo para pensar más en el amor y menos en la
píldora. <BR><BR>Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una
operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una
devastadora agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa Claus de
los gringos y los ingleses, que es el mismo Papá Noel de los franceses, y a
quienes todos conocemos demasiado. Nos llegó con todo: el trineo tirado por un
alce, y el abeto cargado de juguetes bajo una fantástica tempestad de nieve. En
realidad , este usurpador con nariz de cervecero no es otro que el buen San
Nicolás, un santo al que yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel,
pero que no tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la Nochebuena
tropical de la América Latina. Según la leyenda nórdica, San Nicolás reconstruyó
y revivió a varios escolares que un oso había descuartizado en la nieve, y por
eso lo proclamaron el patrono de los niños. Pero su fiesta se celebra el 6 de
diciembre y no el 25. La leyenda se volvió institucional en las provincias
germánicas del Norte a fines del siglo XVIII, junto al árbol de los juguetes, y
hace poco más de cien años pasó a Gran Bretaña y Francia. Luego pasó a Estados
Unidos, y éstos nos lo mandaron para América Latina, con toda una cultura de
contrabando: la nieve artificial, las candilejas de colores, el pavo relleno y
estos quince días de consumismo frenético al que muy pocos nos atrevemos a
escapar. Con todo, tal vez lo más siniestro de estas Navidades de consumo sea la
estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas postales indigentes, esas
ristras de foquitos de colores, esas campanitas de vidrio, esas coronas de
muérdago colgadas en el umbral, esas canciones de retrasados mentales que son
los villancicos traducidos del inglés; y tantas otras estupideces gloriosas para
las cuales ni siquiera valía la pena de haber inventado la electricidad.
<BR><BR>Todo eso, en torno a la fiesta más espantosa del año. Una noche infernal
en que los niños no pueden dormir con la casa llena de borrachos que se
equivocan de puerta buscando donde desaguar, o persiguiendo a la esposa de otro
que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala. Mentira: no es
una noche de paz y amor, sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la
gente que no se quiere. La oportunidad providencial de salir por fin de los
compromisos aplazados por indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie
invita, a la prima Isabel que se quedó viuda hace quince años, a la abuela
paralítica que nadie se atreve a mostrar. Es la alegría por decreto, el cariño
por lástima, el momento de regalar porque nos regalan, y de llorar en público
sin dar explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo lo
que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta, el licor de chocolate, el
vino de plátano. No es raro, como sucede a menudo, que la fiesta termine a
tiros. Ni es raro tampoco que los niños -viendo tantas cosas atroces- terminen
por creer de veras que el niño Jesús no nació en Belén, sino en Estados Unidos.
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<DIV align=justify><STRONG><EM><FONT color=#000080 size=3>La información
difundida por Correspondencia de Prensa es de fuentes propias y de otros medios,
redes alternativas, movimientos sociales y organizaciones de izquierda.
Suscripciones, Ernesto Herrera: </FONT></EM></STRONG><A
href="mailto:germain5@chasque.net"><STRONG><EM><FONT color=#000080
size=3>germain5@chasque.net</FONT></EM></STRONG></A></DIV>
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