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<HR>
</DIV>
<DIV align=center><STRONG><FONT size=4><FONT size=5><U>boletín informativo - red
solidaria</U></FONT><BR><FONT color=#800000 size=6><EM>Correspondencia de
Prensa</EM></FONT><BR>Año V - 13 de octubre 2007<BR>Redacción y suscripciones:
</FONT></STRONG><A href="mailto:germain5@chasque.net"><STRONG><FONT
size=4>germain5@chasque.net</FONT></STRONG></A></DIV>
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<HR>
</DIV>
<DIV align=justify> </DIV>
<DIV align=justify><STRONG><FONT size=3>Argentina<BR><BR>Las mujeres indígenas,
la exclusión, el hambre, la disputa por la tierra <BR><BR>La misma
sangre<BR><BR>Al menos desde que se cumplieron 500 años del inicio de la
conquista española de América hablar de genocidio indígena es políticamente
correcto. Pero sólo espasmódicamente se advierte el modo en que las y los
descendientes de estos pueblos siguen muriendo por causa de la exclusión, la
discriminación y la falta de valorización de sus culturas.<BR><BR>Luciana
Peker<BR><BR></FONT><FONT size=2>Suplemento Las 12<BR>Página/12, Buenos Aires,
12-10-2007</FONT></STRONG><BR><BR><BR>“Mi papá está en lachugue, decía Elizabet
González y decía río. “Mi papá está en aviaqu”, decía ella y decía monte. Pero
Elizabet no sabía ni decía monte ni río a sus ocho años, antes de ir a la
escuela. Hoy tiene treinta y nueve, pero habla con Las/12 y aunque su hablar
fluye ella explica que traduce de su pensamiento originario al castellano, tan
traducido como el nombre toba que ella denuncia impuesto y que define qom. Vive
en Resistencia, Chaco, pero nació en Pampa del Indio –un nombre que define la
identidad de la tierra y la expropiación de la tierra y sus nombres– y es vocal
titular del Instituto del Aborigen Chaqueño.<BR><BR>A Isabel Condori le pegaban
en la mano, también, a los ocho años y en la escuela. “Sí, con un palo. Una vez
me preguntaron los colores y cuando me señalaron el gris dije oke y cuando me
mostraron el marrón dije chumpi. La maestra tenía un palo y me decía: ‘No se
habla así’ y los chicos también nos pegaban, a mis hermanos y a mí, porque nos
decían negros”, hila como si hoy estuviera viendo el gris, el palo, el miedo,
las palabras escondidas, la descalificación del mundo exterior y el mundo cálido
y abierto de una familia abrazada a su identidad. Isabel tiene 66 años y una
parte de la historia argentina que castigaba con la regla el desvío de las
palabras originarias impregnada en la piel y en los poros de la memoria. Nació
en Chicoana, Salta, y es kolla. Ahora trabaja como bordadora y expone sus blusas
de colores y diseños originarios en la Feria de Mataderos. También es
coordinadora del Consejo Nacional de la Mujer Indígena. “Nosotros no sabíamos
que hablábamos mal, nosotros hablábamos como mi mamá y mi papá, un poco de kolla
y un poco de aymara”, rememora.<BR><BR>Elizabet e Isabel son algunas de las
mujeres que ahora hablan y extienden la voz de las mujeres y que son parte del
libro Mujeres dirigentes indígenas (relatos e historias de vida), de la
colección cultura ciudadana y diversidad de la Secretaría de Cultura de la
Nación, en una revalorización que no sólo quiere rearmar el rompecabezas de una
historia en donde los nombres del origen argentino están ocultos, sino que
también implica y explica un presente de desnutrición, pobreza y
contaminación.<BR><BR>“Si estamos igual, los españoles se siguen llevando todo.
Ahora se llevan el petróleo y encima matándonos con la contaminación de las
aguas. No cuidan la naturaleza. Los pueblos originarios cuidamos la naturaleza.
Pero no es por nosotros. Es por todos los que habitamos la tierra. En el clima,
en todo se nota, si en Catamarca los zorros ya no tienen pelos...”, desliza
Isabel, en una parábola histórica sobre la conquista –que algunos llamaron
encuentro– y la actual situación económica –que algunos llaman seguridad
financiera– que ella enmarca en el ciclo que empezó con el aniversario de los
500 años de los españoles a América y que trajo vientos de renovación desde ese
momento.<BR><BR>Ahora hay una ola de visibilización que se pueden ver en nuevos
libros dedicados a chicos con la revalorización de la historia indígena (por
ejemplo, la colección de Editorial Sudamericana sobre wichí, tobas o mapuches),
aperturas musicales como las de Tonolec –que mezcla orígenes toba con música
electrónica– o el pedido de que el feriado del 12 de octubre deje de nombrarse
como el día de la raza (ver recuadro). Sin embargo, son más las cuentas
pendientes, como demuestra la muerte de ocho mujeres aborígenes (y ocho varones
más) por desnutrición, tuberculosis, anemia y otras enfermedades de la pobreza
en el Chaco argentino. “Todavía no existe una política para los pueblos
indígenas”, reclama Elizabet.<BR><BR>La mujer es más vulnerable en las
poblaciones indígenas. Presentan un mayor cuadro de desnutrición que los varones
porque son madres multíparas, de manera que el embarazo y la lactancia producen
efectos devastadores sobre ellas, mucho más cuando la magra dieta que consumen,
mayoritariamente, se compone de harina y grasa. También vimos cómo ceden sus
porciones alimentarias en favor de sus niños de manera
sustancial.<BR><BR><STRONG>La desnutrición</STRONG><BR><BR>Rolando Núñez, del
Centro Nelson Mandela de Chaco, empezó investigando el salvaje desmonte
producido por la tala indiscriminada de árboles y se encontró con la más salvaje
de las exclusiones: la desnutrición. “Nos dimos de frente ante una realidad de
pobreza extrema, hambre, desnutrición, tuberculosis, Chagas, muertes prematuras
o evitables. Todo esto nos decidió a que nos ocupáramos de investigar la
realidad en torno a las comunidades originarias”, relata.<BR><BR>La mirada del
Centro Mandela mostró esos cuerpos imposibles de mirar, tolerar, subsistir o
dejar de mirar para que la muerte no pase como pasa el tiempo. El Chaco hubiera
seguido siendo impenetrable si Rosa Molina, en septiembre, e Higinia Rodríguez,
en octubre, no hubieran fallecido de exclusión crónica y su muerte no hubiera
estado nombrada. Nombrada, pero, todavía, naturalizada. “De las dieciséis
muertes que pudimos contabilizar, a pesar de las trabas que pone salud pública
en el acceso a la información, ocho son mujeres”, señala Rolando Núñez y
describe el femicidio de la pobreza: “La mujer es más vulnerable en las
poblaciones indígenas. Presentan un mayor cuadro de desnutrición que los varones
porque son madres multíparas, de manera que el embarazo y la lactancia producen
efectos devastadores sobre ellas, mucho más cuando la magra dieta que consumen,
mayoritariamente, se compone de harina y grasa. También vimos cómo ceden sus
porciones alimentarias en favor de sus niños de manera sustancial. Esto también
aporta un factor determinante para los cuadros de desnutrición, malnutrición y
anemia. Además, no cuentan con agua potable o apta para el consumo. Son
extremadamente vulnerables”.<BR><BR>La conmoción pública generó un fallo de la
Corte Suprema de Justicia que obligó al Estado nacional y al gobierno chaqueño a
dar asistencia urgente a las comunidades tobas. Sin embargo, el peligro es que
cuando la exposición pase también se olvidará la exclusión de las más excluidas,
de las olvidadas en el borde sin retorno de la muerte. Núñez diagnostica: “Es
posible que cuando pase la ola de difusión masiva de la grave situación que
rodea a las comunidades indígenas todo continúe igual y que la pobreza extrema
se reproduzca”. “A raíz de las denuncias recién ahora van médicos a las
comunidades. Como mujer indígena creo que tenemos que pensar por qué llegamos a
esto. ¿Por qué hoy en día los hermanos se mueren? Ya no hay lugares donde ir a
cazar, ni ríos donde ir a sacar pescados, ni raíces nutritivas en los montes y
hubo una política que se metió en las comunidades de dar migajas a la gente para
que se conforme.”<BR><BR>¿Para defender a las mujeres indígenas no será
necesario que se escuche a las dirigentes que puedan señalar los problemas
específicos de las mujeres, como la desnutrición y anemia por embarazos
múltiples?<BR><BR>–Yo creo que sí. Pero a mí me costó doce años llegar a ocupar
este lugar. Dentro de mis hermanos existe discriminación para con las mujeres.
Se supone que nosotras estamos solamente para atender a nuestros maridos y
nuestros hijos. Sin embargo, siempre estuvimos en la parte política. De hecho,
fueron mujeres las que iban como espías para ver dónde estaban los españoles en
la época de la gran matanza. No eran guerreras visibles, pero sí eran las que
sostenían la comunidad y las que avisaban cuándo había que mudar la tribu. Y
ahora somos las que más conocemos del tema de la alimentación y de la escasez y
somos las que luchamos para que las mamás estén bien para alimentar a sus bebés.
También hay grandes problemas de las mujeres, como la tuberculosis y el cáncer
de cuello de útero, pero muchas ni tienen medios para llegar a un hospital
–describe Elizabet.<BR><BR><STRONG>El machismo</STRONG><BR><BR>La crudeza de la
situación del Chaco muestra hasta qué punto de muerte y exclusión las
vulnerabilidades se suman y ser pobre, ser mujer, ser indígena puede ser un
destino de poco futuro. Sin embargo, aun a nivel nacional, los voceros de esta
problemática fueron varones. ¿Qué pasaba con las mujeres que podían hablar de
que las mujeres sufren por el embarazo mayor descalcificación y desnutrición?
¿Qué pasaba con las voces de mujeres que podían defender a otras mujeres? No es
que no existan, pero sí reconocen que tienen que pelear contra varias
discriminaciones: las sociales, las políticas y las de muchos varones de sus
propias comunidades.<BR><BR>Isabel empezó su militancia en la Asociación
Indígena en los ochenta. Pero no fue fácil. Ella recuerda: “Las mujeres teníamos
que cebar mate y estar calladitas. Si llegaban cartas para invitarnos a un
congreso nadie creía que podíamos viajar y ni nos avisaban. Hasta que nos
empezamos a organizar entre nosotras”. La coincidencia con el doble frente une a
las mujeres. “Todo el proceso de colonización ha atravesado a todos los pueblos
originarios. Los valores del patriarcado están insertos en nuestras comunidades.
Se padece el machismo como un síntoma de la colonización. En la cosmovisión
original hubo una visión de complementariedad, dualidad y horizontalidad entre
varones y mujeres pero hoy no lo vivimos así. Las mujeres de los pueblos
originarios estamos afectadas por el machismo. Hay una soledad muy fuerte de las
mujeres de los pueblos originarios que tenemos que llevar adelante no solamente
la reafirmación de nuestra identidad, sino nuestra revalorización de ser
mujeres”, subraya Moira Millán, integrante de la comunidad mapuche Pillan
Mahuiza y vocera del Frente de Lucha Mapuche y Campesino de Chubut.<BR><BR>Moira
acepta que el machismo está en el interior de las comunidades y la dirigencia
indígena y que ésa es una realidad que tienen que cambiar para que el lugar de
la mujer no sea el de la postergación ni la de la foto del horror o el adorno.
“Estamos cansadas de dar tantas batallas –se queja–. Encima de ser violentadas y
rechazadas por la sociedad tenemos que dar la misma batalla y convencer a los
hermanos varones de la importancia de nuestro rol. A veces es más fácil pararnos
delante de un funcionario blanco y decirle lo que pensamos que defendernos en
nuestras casas, ante los hombres que amamos, por el lugar que tenemos que
ocupar.”<BR><BR><STRONG>El ADN indígena</STRONG><BR><BR>A pesar de que cada dos
argentinos o argentinas uno tiene algún nivel de sangre indígena, para muchos
los rasgos y rostros originarios son sinónimos de migrantes de Bolivia o Perú y
ser de Bolivia o Perú es, según esos parámetros, sinónimo de inferioridad. A
pesar de creer que la Argentina es un país de inmigrantes con grupos
minoritarios indígenas, un estudio del investigador del Conicet Daniel Corach,
del Servicio de Huellas Digitales Genéticas de la Universidad de Buenos Aires,
que se realizó con muestras de ADN de 12.000 argentinos –también de sectores
urbanos y de la Capital Federal– demostró que el 56 por ciento de los habitantes
actuales de Argentina tiene algún rasgo amerindio en sus huellas
genéticas.<BR><BR>La mixtura nacional es fuerte, claro, por eso sólo en el 10
por ciento de esos casos los datos genéticos de pueblos originarios son
absolutos, sin ningún rasgo europeo. Pero, a la vez, la mayoría de morochas y
morochos –por decir un rasgo posible de la ascendencia originaria– no se
identifican, reivindican, investigan o se enorgullecen de su cuota de identidad
indígena. Los datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec)
también hablan de una incidencia de la población indígena mucho mayor de la que
–todavía– figura, por ejemplo, en las guías turísticas que marcan a la Argentina
con una población de un 86 por ciento de ascendencia europea. Pero, muy
contrariamente a esta idea, en una encuesta realizada, entre 2004 y 2005, por
censistas indígenas en 57.000 hogares, se encontraron 402.921 pobladores
indígenas de veintidós pueblos distintos. Sin embargo, en el imaginario social
todavía las mujeres indígenas son extranjeras del ser
nacional.<BR><BR><STRONG>La discriminación</STRONG><BR><BR>“Este es un país
discriminatorio. En otros países no se sufre la discriminación como acá. Por
ejemplo, una vez estaba esperando en la estación de Retiro a un grupo de
hermanos que llegaban de Tartagal y el ómnibus se retrasó. Por eso, me quede
varias horas ahí. Hasta que un policía se acercó y me preguntó mi apellido.
Cuando le dije ‘Condori’ me replicó: ‘¿Sos boliviana o peruana?’. Eso ya es
discriminación, porque a los que somos del norte nos llaman bolivianos, a los
guaraníes les dicen paraguayos, a los mapuches les dicen chilenos. ¿Entonces
nadie es argentino?”, se pregunta Isabel. Pero también contesta desafiante: “Sí,
la verdad es que los argentinos son los que vinieron en los barcos porque cuando
estábamos nosotros éramos los mapuches, los diaguitas, las naciones originarias.
Por eso los argentinos no sienten nada de orgullo por la identidad
originaria”.<BR><BR>La palabra Bolivia se repite como una descalificación en la
boca de quienes la pronuncian, como una manera de limpiar lo que el mapa
genético de Argentina reafirma. El ADN argentino –aunque se invisibilice– es
también indígena. “Ser indígena genera rechazo por la calle”, denuncia también
Moira Millán. “El año pasado, en Buenos Aires, un grupo de chicos que estaban
tomando cerveza me gritaron ‘boliviana de mierda’. Me paré a decirles que era
mapuche y que los bolivianos eran un pueblo hermoso. Se levantaron para
golpearme y terminé corriendo y escondiéndome en una cafetería. ¿Cuál era mi
delito? –se pregunta– ¿Tener rostro indígena?”<BR><BR>Pero las formas de la
discriminación no son sólo agresiones, también la falta de respeto por la
cultura. Isabel tiene diez hermanos, pero su mamá no aceptó ir al hospital.
“Ella estaba acostumbrada a tener los hijos en la casa, con mujeres. Le parecía
horrible ir al hospital a que la vean los hombres”, rememora en un acto hoy
revalorizado por las nuevas parteras y comadronas. Isabel habla mucho, en la
cultura, del respeto a las mayores; de Vitalicia, su mamá, de 97 años, un nombre
de un pueblo, muchos pueblos, que no mueren, sino que tienen una identidad que
hoy se revitaliza. “Ella coquea y por eso se cae y no le pasa nada, porque la
hoja de coca tiene mucho calcio. Pero la coca no es una droga, sería lo mismo
que comparar a la uva con el vino”, diferencia Isabel.<BR><BR>Pero no sólo se
ensanchan las diferencias. También se actualizan las esperanzas. Moira apuesta:
“El gran desafío son nuestros hijos e hijas. Hay una posibilidad de salirnos de
la colonización patriarcal a partir de la educación que les damos como mujeres y
como madres a nuestros hijas”. Y Elizabet cuestiona esa lengua que ya no quiere
trabar, sino regalar: “Nosotros respetamos a la sociedad, pero también en las
escuelas se debería conocer más de nosotros. Yo aprendí francés en el Chaco.
¿Por qué no se puede empezar a enseñar toba en las escuelas o universidades?
Para hablar con vos yo tengo que pensar en mi idioma y traducirlo. También puede
ser al revés ¿no?”. </DIV>
<DIV align=justify>
<HR>
</DIV>
<DIV align=justify><BR><STRONG><FONT size=3>¿Qué culpa tiene el
tomate?</FONT></STRONG></DIV>
<DIV align=justify> </DIV>
<DIV align=justify><BR><STRONG><FONT size=3>Casi cinco mil personas llegadas de
los puntos más distantes del país marcharon, al inicio de la primavera, por la
ciudad para reclamar por la tierra, su tierra, amenazada por un modelo
productivo que la agota, la contamina y la parcela, acorralando a los animales y
entubando el agua que debería ser comunitaria. Las mujeres son mayoría en este
movimiento campesino e indígena; aquí, sus historias, sus luchas y su propuesta
para la producción de alimentos.<BR> <BR>Gimena
Fuertes</FONT></STRONG></DIV>
<DIV align=justify> </DIV>
<DIV align=justify><BR>En los primeros días de la primavera, alrededor de cinco
mil personas de diferentes provincias dejaron de caminar por sus fértiles pagos
para ir a Buenos Aires a conocer y escrachar las fachadas de esos implacables
edificios espejados de nombres corporativos donde se asientan las oficinas de
quienes en sus tierras los quieren sacar a punta de rifle. Es que para estas
gentes del Movimiento Nacional Campesino Indígena (MNCI) el territorio es mucho
más que un pedazo de tierra: es espacio de vida, salud, educación, género,
producción, organización y lucha. Estos campesinos y campesinas no sólo reclaman
por espacio de pertenencia sino que se enfrentan a un modelo de agronegocios que
hace que el tomate esté cada vez más excluido de la comida cotidiana del resto
del país.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Muchas de las historias que entrelazan las comunidades a
las organizaciones locales y luego al movimiento nacional tienen un origen en
común: algunas madres, otras hijas, otras hermanas que empezaron a ir a las
reuniones preocupadas por lo que vivían día a día, y después sumaron al resto de
la familia, la mayoría de las veces más que numerosa.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Olga González tiene 39 años, es de la Unión de
Trabajadores Rurales Sin Tierra (UST) de Mendoza y recuerda que, en su
organización, las primeras en juntarse fueron las mujeres. “Una vez, viniendo de
la escuela, me fui para una reunión con las chicas que iban a un encuentro de
campesinos. Escuché que conversaban sobre la comercialización de los productos,
sobre cómo hacían para trabajar. No me animaba a hablar. Pero vino una y me
dijo: ‘Si te interesa, juntá familias por allá en tu casa y hacemos una
reunión’, me dijeron. Así empezamos a venir nosotras, a ir ellas, y se
integraron otras también. Al principio fueron todas mujeres, y después se fueron
sumando las familias completas. Participar de las reuniones es lo más lindo. En
los grupos de base discutimos qué es lo que se está trabajando”, dice una que ya
no sólo escucha sino que ahora habla y decide.<BR><BR><STRONG>Para todos y
todas, todo</STRONG></DIV>
<DIV align=justify><BR>Nidia González tiene 23 años y desde hace tres que
ingresó a la UST del departamento de Lavalle. Detrás de ella vinieron sus
padres, hermanos y sobrinos. “Somos de la comunidad huarpe Laguna del Rosario y
estamos conformados en comunidades indígenas. Vivimos ahí desde siempre y
creemos que esas tierras nos corresponden por preexistencia”, asegura. Cada una
de las 120 familias que integran esta organización tiene su “puesto”, un espacio
donde está ubicada la vivienda y el resto de terreno abierto donde se crían los
animales. “En nuestro campo no hay alambrados ni límites ni nada, es todo para
todos. Si los animales se pasan para el otro lado, está todo bien y así lo
queremos. Pero el gobierno quiere reconocernos un pedacito de tierra y que nos
quedemos ahí. No entienden que es el mismo terreno que es de todos”, explica con
paciencia. Históricamente los campesinos han poseído la tierra en forma
comunitaria en campos abiertos y por eso exigen al Estado que así lo reconozca.
Pero en el sistema jurídico no figura la propiedad comunitaria de la tierra,
ausencia legal que ahora es reivindicación de este movimiento.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Según los cálculos del MNCI, el 82 por ciento de los
productores, ya sean familias campesinas o trabajadores rurales, ocupan sólo el
13 por ciento de la tierra, mientras que el cuatro por ciento de las denominadas
explotaciones agropecuarias son propietarias del 65 por ciento del total de la
tierra utilizada para la producción. La consecuencia de la concentración de la
tierra en pocas manos es la expulsión de las familias campesinas a través de
métodos violentos y engaños.</DIV>
<DIV align=justify><BR>A partir de las resistencias de las comunidades a dejar
su lugar de pertenencia, muchas de las veces los campesinos y campesinas
terminan siendo imputados. Ese es el caso de Ramona, una santiagueña de 27 años
que habla hasta por los codos y que ya cuenta varias causas en su historial
jurídico. Hace tres años que ingresó al Mocase (Movimiento Campesino de Santiago
del Estero - Vía Campesina), y ahora toda su familia pertenece al movimiento,
“hasta mi nena de cinco años”, aclara. “La mayoría de los casos de Santiago son
iguales. Les muestran plata a la gente y les hacen firmar papeles que son más
truchos que ellos. Si les decís que no y si no estás preparado, se vienen con
policías y todo. A mi casa vino la Infantería en febrero del año pasado.
Encerraron a toda mi familia durante diez días y fuimos con todo el movimiento
para sacarlos. Todos quedamos con causas judiciales abiertas”, recuerda
Ramona.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Las empresas que desean expandir su influencia en
Santiago del Estero son Madera Dura del Norte, que se calcula que posee unas 156
mil hectáreas dentro del departamento santiagueño de Alberdi, y Conexa SA, que
en departamento Copo ya suma 75 mil hectáreas, donde compite por el espacio
contra 900 familias campesinas.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Rosa Córdoba tiene 33 años y vive en el paraje La
Armonía, del departamento de Copo, y también es del Mocase. “Estoy organizada ya
desde hace tres años. Todo empezó en un fin de año, cuando circulaban
comentarios de que andaban dando vueltas los terratenientes que iban a usurpar
las tierras. Golpeamos las puertas de jueces, policías, políticos: todas estaban
cerradas. Un día una amiga nos dijo que había una organización que estaba en
Quimilí, que defendía las tierras y asesoraban a la gente. Los llamamos y
empezamos la lucha. Estar en la lucha significa defender nuestros derechos,
nuestra posesión de la tierra. Mi tarea no es sencilla, crío chanchos, gallinas,
todas las tareas... hay que baldear. Vivimos en comunidad, nadie dice ‘esto es
mío’. Los animales van para todos lados, compartimos la tierra, por eso
luchamos: no a los alambrados, no a las topadoras y no a los desmontes”,
sintetiza.</DIV>
<DIV align=justify><BR><STRONG>Consumo popular ¿para quien?</STRONG></DIV>
<DIV align=justify><BR>A la hora de organizar la producción en el campo, los
rígidos roles familiares fueron cuestionados. Dentro de las instancias de
formación y aprendizaje del MNCI se desarrollan talleres de género para que las
tareas sean intercambiables. “En Santiago los hombres eran muy machistas —cuenta
Ramona, de la comunidad de base Sol de Mayo—, y todavía hay algunito. Pero les
hemos puesto las riendas. Ahora las mujeres hablamos y nos respetan las
decisiones que tomamos, somos partícipes de la producción, en las fábricas de
dulces, los tejidos, el comercio. Algunas esquilan, hacen el hilado y lo pintan
con raíces naturales. Otras cuidan las vacas, chivas, chanchos, gallinas. Son
saberes ancestrales que tenemos las mujeres como forma de producir. Y ahora las
tareas son en conjunto, antes estaban separadas. Antes los hombres que se
dedicaban ‘al poste’, que es traer madera del monte para los postes, venían a la
casa y tenían todo servido; ahora no, van asumiendo otros roles. Todo esto es
debido a los talleres de género. Te ayuda a crecer, a que no haya egoísmo ni
centralismo en la organización, que todos seamos partícipes”, explica.</DIV>
<DIV align=justify><BR>La producción campesina contempla el autoconsumo de las
familias primero y la comercialización de los excedentes después. Lo mismo
proponen a nivel nacional: primero alimentar en forma sana y suficiente a todo
el país a través de la utilización de métodos de producción no extractivos que
permitan la regeneración de los nutrientes de la tierra, y las exportaciones,
sólo si sobra. Según denuncian estas mujeres, “el modelo de agronegocios actual
considera como única forma de producir en el campo las leyes del libre mercado”.
Ellas y sus familias fueron desplazadas, y sus producciones, orientadas al
consumo popular y basadas en el trabajo familiar y la explotación comunitaria,
quedaron arrinconadas.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Olga González, jefa de una familia de 13 miembros, tiene
puesto de cabras. Pero cuando era chica, antes de que empezara a escasear el
agua, sus padres sabían sembrar y cosechar el maíz, la papa, tomate, porotos.
“Ahora es imposible porque no hay agua. Y las tierras son muy buenas, pero el
agua va tan canalizada que no llega, es agua perdida porque no sabemos dónde va
a dar. Nos prometieron que iba a venir el río no sé cuántas veces ya”, se queja
con su voz aguda.</DIV>
<DIV align=justify><BR><STRONG>Pedagogia de la esperanza</STRONG></DIV>
<DIV align=justify><BR>Las compañeras de Ramona la cargan porque no puede parar
de hablar. Ella es maestra y ahora está haciendo la tecnicatura en Agroecología
de la Universidad Campesina del Mocase, carrera avalada por el Ministerio de
Educación de la provincia y de la Nación, y explica las diferencias con la
educación formal. “Hice el profesorado de docente y veía mucha discriminación,
tanto con nosotros como alumnos y después cuando íbamos a hacer las prácticas
con la escuela, como con los mismos chicos. Los del campo nos sentíamos
discriminados en comparación con los chicos del pueblo. Veía que esos chicos,
cuanto más los maltratabas, más rebeldes se ponían, buscaban cariño y no lo
encontraban, eso me dolía. Acá, en la Universidad Campesina, juntamos los
saberes ancestrales que vienen de generación en generación con los contenidos
técnicos que se dan en las universidades. Esta carrera es una herramienta para
la organización y para todos nosotros.”</DIV>
<DIV align=justify><BR>Patricia es compañera de estudio de Ramona, tiene 21
años, es de la comunidad Santa Clara y es la fotógrafa de su comunidad. Tiene
una nena de seis, terminó el secundario y empezó la carrera para agroecóloga.
“Lo bueno es que la teoría y la práctica van juntas. Vemos desde Matemática,
Anatomía y fisiología animal hasta Historia latinoamericana. De lo que cada uno
sabe de sus antepasados, lo que nos fueron contando nuestros viejos, lo vamos
aportando entre todos”, relata.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Rosa es tímida pero firme al hablar. Cuenta que estaba
estudiando enfermería y ahora se pasó a agroecología. “Se nota mucho la
diferencia, porque en la educación tradicional leés y leés pero no lográs
imaginarte la realidad. Y ahora esta tecnicatura me encanta, mientras aprendemos
vamos produciendo.”</DIV>
<DIV align=justify><BR>Rosa también participa como enfermera campesina del área
de salud del movimiento donde se busca recuperar los saberes populares referidos
a las plantas, hierbas y yuyos medicinales enmarcados en un sistema de cuidado
de la salud, que implica prácticas culturales y de alimentación sana.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Ramona sigue hablando: “Tenemos que sentirnos felices de
vivir como vivimos, a veces nos llaman ‘los campesinos’ despectivamente. Pero
tenemos que defender lo que tenemos, que es invalorable. Eso hace que seamos una
comunidad: la unión, la fortaleza y las ganas de defender los derechos, el lugar
donde vivimos”.</DIV>
<DIV align=justify>
<HR>
</DIV>
<DIV align=center><STRONG><EM><FONT color=#000080 size=4>Correspondencia de
Prensa - boletín informativo - red solidaria<BR>Ernesto Herrera (editor):
</FONT></EM></STRONG><A href="mailto:germain5@chasque.net"><STRONG><EM><FONT
color=#000080 size=4>germain5@chasque.net</FONT></EM></STRONG></A></DIV>
<DIV align=justify>
<HR>
</DIV></FONT></BODY></HTML>