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<BODY bgColor=#ffffff background=""><FONT face=Arial size=2>
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<HR>
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<DIV align=center><STRONG><FONT size=4><EM>boletín solidario de información -
edición internacional</EM><BR><FONT color=#800000 size=5><U>Correspondencia de
Prensa<BR></U>Agenda Radical - Colectivo Militante</FONT><BR><U>9 de agosto
2009<BR></U>suscripciones y redacción: </FONT></STRONG><A
href="mailto:germain5@chasque.net"><STRONG><FONT
size=4>germain5@chasque.net</FONT></STRONG></A><BR></DIV>
<DIV align=justify>
<HR>
</DIV>
<DIV align=justify> </DIV>
<DIV align=justify><STRONG><FONT size=3>Yemen</FONT></STRONG></FONT></DIV>
<DIV align=justify><FONT face=Arial><STRONG></STRONG></FONT> </DIV>
<DIV align=justify><FONT face=Arial><STRONG>Testigo del horror: Las reinas de
Saba<BR></STRONG></DIV></FONT>
<DIV align=justify><FONT face=Arial><STRONG></STRONG></FONT> </DIV>
<DIV align=justify><FONT face=Arial><STRONG>Laura Restrepo
*</STRONG></FONT></DIV>
<DIV align=justify><FONT face=Arial
size=2><BR><STRONG></STRONG></FONT> </DIV>
<DIV align=justify><FONT face=Arial size=2><STRONG>El País, Madrid,
9-8-2009<BR></STRONG><A
href="http://www.elpais.com"><STRONG>www.elpais.com</STRONG></A></FONT></DIV><FONT
face=Arial size=2>
<DIV align=justify><BR><BR>Las reinas de Saba La escritora colombiana Laura
Restrepo ha viajado a los campos de refugiados en Yemen. Miles de mujeres y
niños llegan hasta allí desde las costas del Cuerno de África. Huyen de la
guerra, el hambre y el odio. Tercera entrega de esta serie con la que Médicos
Sin Fronteras y 'El País Semanal' quieren rescatar del olvido a las víctimas de
la violencia.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Vienen subiendo, y son miles. Mujeres con sus hijos.
Saben que muchas morirán por el camino, o que tendrán que dejar enterrados a sus
hijos. Pero la decisión está tomada, y no pararán hasta encontrar un lugar donde
la vida les abra por fin la puerta. Cueste lo que cueste, y por encima de quien
se interponga. Si te paras aquí, en la costa sur de Yemen, vas a verlas venir:
el Cuerno de África entero parece estar subiendo. En pateras, por el desierto a
pie, mendigando a través de las antiguas ciudades. Me dice Habiba -somalí,
comadrona graduada y querida amiga mía- que cuando escucha la palabra refugiados
no piensa en hombres. Cierra los ojos y ve mujeres con niños.</DIV>
<DIV align=justify><BR>-Habiba -le pregunto-, ¿no serás tú la reina de
Saba?</DIV>
<DIV align=justify> </DIV>
<DIV align=justify>¡¿What?!</DIV>
<DIV align=justify><BR>Cuando Médicos Sin Fronteras me propone visitar los
campos de refugiados africanos en la República árabe de Yemen, lo primero que
hago es releer un texto de 1934 en el que André Malraux cuenta cómo abordó un
pequeño avión para sobrevolar esa región en busca de una mujer de 3.000 años de
edad. Se trataba de la legendaria reina de Saba, soberana del incienso y de la
mirra, nacida en algún punto incierto entre Yemen, Etiopía y Somalia. Poco
después de su expedición, Malraux le anunciaba al mundo que había avistado desde
el aire los vestigios del mítico imperio de Saba. Y sin embargo, a ella, a la
Reina, nunca la encontró.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Nos acercarnos en jeep a Adén, en el extremo sur de
Yemen. Ubicado sobre el golfo que lleva su mismo nombre, Adén mira hacia las
desoladas costas del Cuerno de África, que le quedan a menos de 150 millas
náuticas de distancia. Es el primer puerto que existió sobre el planeta. Allí
fueron enterrados Caín y Abel, y construida el Arca de Noé, o al menos así está
escrito; allí Arthur Rimbaud comerció con café, traficó con armas y renunció a
escribir versos. Por las ventanas del jeep sólo vemos arena. Estamos en medio de
ese mismo desierto yemení que en la historia antigua se tragó al ejército romano
de Aecio Galo. Y de repente, como salida de la nada, aparece la reina de Saba.
Es ella, no hay duda. Pero no la legendaria, sino la de carne y hueso. Y no la
real, de realeza, sino la real de realidad.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Viene descalza, en medio de un grupo de 15 o 20
caminantes. Flaubert la imaginó vestida en brocado de oro con faralaes de
perlas, azabaches y zafiros, pero no es así. Trae la ropa hecha jirones, arena
en la boca, la mirada ausente y el cuerpo quemado por el sol y la sal. Se diría
que es etíope por el color de su piel, que llaman nilótico en la suposición de
que el tono, de un dorado tostado, es el mismo que el de las aguas del Nilo. Le
preguntamos hacia dónde va. "A Arabia Saudí", responde. Pero no tiene brújula,
ni guía, ni fuerzas, y no sabe que camina justamente en la dirección
opuesta.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Como ella, miles de etíopes y somalíes echan a andar
desierto adentro a la buena de Dios, o de la mano de Alá, retando a la fatalidad
y ahuyentando demonios. Han cruzado el golfo en una de las travesías más
arriesgadas e inhumanas que se puedan concebir. Vienen huyendo de la guerra, del
hambre y del odio, o como diría Malraux, de las tres caras de la muerte.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Trono de arena. Volvemos a ver a la señora de Saba unas
horas más tarde, en la playa, pero esta vez es somalí. Antiguos textos abisinios
la llaman Makeda. El Corán la llama Belkis y la presenta "en un trono
magnífico". Pero ella asegura llamarse Ayanna, trae un bebé en brazos y está
sentada en la arena. Hace parte de los new arrivals, o recién llegados, tras un
landing, o desembarco, traídos por los smugglers, o traficantes de personas. Los
propios somalíes bautizan su éxodo con estos nombres en inglés; a fin de
cuentas, aprendieron el idioma durante los años de dominación británica, una de
tantas que han tenido que sobrellevar. También los franceses, los italianos, los
rusos y Ronald Reagan saquearon su tierra, la convirtieron en campo de batalla y
tras el retiro de las tropas la dejaron sembrada de armas, las mismas que luego
fueron desenterradas por los asesinos locales: señores de la guerra, narcos,
violadores, tiranos, piratas, clanes enfrentados, milicias vengadoras,
smugglers. Hoy, las grandes naciones ni asoman por Somalia; la han dejado
librada a la impiedad de su suerte. Nadie puede con ella, ardiente luna
silenciosa que a todos espanta. En 1992, cuando ya el exterminio y la hambruna
la habían arrasado, el mundo pareció apiadarse y mandó por fin ayuda
humanitaria. Con resultados desastrosos: a los siete meses de su arribo, las
fuerzas de Naciones Unidas la abandonaban, ametrallando en su huida a población
civil desde helicópteros. A todos derrota la indómita Somalia, pero a quien más
derrota, castiga y desangra es a sí misma. Me recita Habiba un viejo dicho
somalí: "Con mi hermano contra el resto de la familia. Con mi familia contra mi
clan. Con mi clan contra los demás clanes. Todos los clanes juntos contra el
resto del mundo". Conozco el fenómeno. También yo provengo de un país, Colombia,
hundido en un atolladero histórico donde nos devoramos los unos a los otros. No
por nada Colombia y Somalia comparten el mismo paralelo sobre el globo
terráqueo.</DIV>
<DIV align=justify><BR>El bebé que Ayanna sostiene en brazos está vivo.
Milagrosamente. Pese a estar exhausta y atónita, ella repite una letanía de
frases secas, cortas. Dice a quien quiera oírla, o se dice a sí misma, que su
niño venía llorando en el barco. Los smugglers le advirtieron que lo tirarían al
mar si no lo callaba, pero cómo iba a callarlo, si ni agua tenía para darle. El
niño siguió llorando y lo tiraron. Ella se tiró detrás, pudo agarrarlo antes de
que se ahogara y nadó con él hasta la costa. Pero en el barco se le quedaron sus
otros dos hijos. Luego los encontró, allí en la playa, vivos también. Uno de los
refugiados que venían con ella en el barco los había ayudado a alcanzar la
orilla.</DIV>
<DIV align=justify><BR>No todos corren con la misma suerte. Barcos en los que
sólo cabrían 30 o 40 personas son atiborrados con 120 o 150, en travesías que
suelen durar entre tres y cinco días. Las soportan sin comer ni beber, a rayo de
sol, entre orines, heces y vómitos propios y ajenos. A quien se mueva o
proteste, los smugglers le descerrajan un correazo por la cabeza, la cara, la
espalda, abriéndole la carne con la hebilla metálica del cinturón. Para no ser
interceptados por la patrulla costera yemení, los barcos llegan de noche, dan
media vuelta antes de alcanzar la orilla para emprender el regreso y en ese
momento arrojan al agua su carga humana. En medio de la ciega negrura, algunos
se ahogan porque no saben nadar. Otros, porque vienen entumidos tras permanecer
tanto tiempo inmóviles y encogidos. Los hay que desaparecen nadando mar adentro,
porque en la costa desierta no hay una luz que los guíe. Los etíopes llevan la
peor parte. En el barco los hacinan abajo, en la bodega para el pescado, donde
no es raro que mueran de asfixia, y una vez en Yemen no se les reconoce status
de refugiados políticos, como sí a los somalíes. Por capricho de las
convenciones internacionales, los etíopes son considerados simples migrantes
económicos, y en cuanto tales pueden ser deportados.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Cuando emprenden el viaje, todos ellos saben del horror
que les espera. No sólo lo saben, sino que duran meses juntando los 80 o 100
dólares que les cobran por el pasaje. "En el mar es posible que te mueras", me
dice Habiba, "pero si te quedas en Somalia, es seguro que te matan".</DIV>
<DIV align=justify><BR>Traídos por las aguas. Habiba huyó de Somalia hace siete
años, también ella en patera, y hoy trabaja con los equipos de Médicos Sin
Fronteras que patrullan la costa yemení a la espera de landings. Socorren a los
recién llegados con primeros auxilios, agua, biscuits ricos en proteínas, ropa
seca y chanclas de caucho, y les ofrecen transporte hasta un centro médico en la
vecina Ahwar, donde podrán permanecer mientras se reponen. Al menos del cuerpo.
Del extremo sufrimiento, la desesperanza y la muerte de los suyos, nadie podrá
curarlos. Me cuentan que, hace unas semanas, entre los refugiados venía una
muchacha muy bella. ¿Acaso no sería ella la reina de Saba? A lo mejor
-condesciende Habiba-, pero al llegar a Yemen, los traficantes le impidieron
bajarse del barco junto con los demás. Ella gritó, se volvió loca, intentó
tirarse al agua, pero la amarraron. Se la llevaron de vuelta para violarla a su
antojo.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Hussein, otro de los integrantes de MSF, me habla de la
madrugada del pasado 15 de diciembre. "Imposible olvidar esa fecha", dice. "Al
llegar a casa me bañé, al otro día me bañé dos veces. Pero por más que me bañe,
esa fecha no la olvido. Habíamos salido a patrullar por la costa y hacia las
siete de la mañana divisamos siluetas. ¡Landing! Venían como zombis", dice
Hussein, "desnudos, con la expresión en blanco. Estaban muy mal, peor que otras
veces. No reaccionaban. Al fin uno nos dijo lo que ya sospechábamos, que había
volcado la patera en la que venían con otros 130 pasajeros. Atendimos a los
vivos, corrimos hacia el mar y a lo largo de la playa fuimos encontrando los
cadáveres. Muchos. Conté 57. Entre ellos había niños, adolescentes, mujeres
embarazadas. Los cangrejos ya se estaban comiendo sus cuerpos. Los fuimos
arrastrando lejos del agua, los tomamos fotos para que después sus familiares
pudieran identificarlos, los metimos en bolsas plásticas. Trabajamos hasta que
se cerró la oscuridad y no nos permitió seguir haciéndolo. Regresamos a la playa
a primera hora del día siguiente y vimos que el mar había traído más
cuerpos".</DIV>
<DIV align=justify><BR>Los tres pisos de tu culpa. Jameelah lleva más de ocho
años en el campo de Kharaz y sigue tan enferma como el día en que desembarcó.
Las dolencias ya no están en su cuerpo, pero las carga en el alma. Se vino
dejando atrás a su madre y a sus cinco hermanos. Trajo consigo a su único hijo,
que murió durante la travesía de un golpe que le asestaron en la cabeza. A
partir de entonces, tan pronto logra dormirse, Jameelah cae en una pesadilla que
la martiriza. Sueña que un yenil, o demonio, la arrastra hacia una construcción
de tres pisos donde la somete a juicio. En el primer piso, la condena por la
muerte del hijo. En el segundo piso, la condena por abandonar a la madre y los
hermanos. En el último piso también la condena, pero al despertar, ella no logra
recordar por qué motivo era juzgada esa tercera vez. Jorge, uno de los
psicólogos de MSF, le da un cuaderno y le pide "Jameelah, escribe tu sueño".
Ella lo hace. Jorge lee y le dice: "Ahora vamos a preparar tu defensa. La
próxima vez vas a explicarle al yenil que viniste a Yemen para trabajar y
enviarle dinero a tu madre, que no la abandonaste, ni tampoco a tus hermanos, y
que a tu hijo no lo mataste tú, lo mataron los smugglers. Dile a ese yenil que
no haces nada contra tu familia, al contrario, has intentado darle mejor vida,
aunque la posibilidad no esté en tus manos". El sueño de Jameelah se ha seguido
repitiendo, pero ahora el yenil la absuelve en el primero y el segundo piso. Sin
embargo en el tercero la condena, y ella sigue sin saber de qué la acusa. "La
culpabilidad de las víctimas es un pozo sin fondo", me dice Jorge, el
psicólogo.</DIV>
<DIV align=justify><BR><STRONG>¿Salomón usaba guantes?</STRONG></DIV>
<DIV align=justify><BR>Está escrito que Makeda salió de Saba y cruzó el desierto
en busca de Salomón, de quien le habían dicho que era un rey sabio. Las sabias
están más bien aquí, pienso al visitar el consultorio médico en el campo de
refugiados del ACNUR en Kharaz, en pleno desierto, a tres horas por carretera de
Adén. Los médicos son dos muchachas yemeníes, la doctora Jazmin y la doctora
Leila. Según la usanza en el país, ambas van tapadas con abaya y toca negras de
la cabeza a los pies, salvo una mínima ranura por la cual pueden verte, y tú a
ellas puedes verles los ojos. Jazmin debe de pertenecer a un clan más
tradicionalista que Leila, porque lleva puesto, además, un par de guantes negros
que no se quita en público. "No siempre es fácil atender a las refugiadas", me
dice. "Si sólo lidiaras con enfermedades, vaya y pase, pero tienes que
enfrentarte a algo casi incurable, los prejuicios atávicos".</DIV>
<DIV align=justify><BR>Yo miro sus guantes, miro el denso velo que le oculta la
cara, y no puedo creer lo que estoy escuchando. Afortunadamente, ella, sin darse
por aludida, me sigue explicando. Me dice que en el campo hay una somalí
destrozada por un dilema. Vivía en Mogadiscio cuando una tarde, al regresar a su
casa, fue violada por los seis o siete integrantes de una milicia etíope. No
sólo la violaron una y otra vez, sino que la hirieron con cuchillo, le rompieron
un brazo de un culatazo y la abandonaron cuando la creyeron muerta. Es lo
habitual allí: ultrajar a las mujeres de otro clan es una de las formas que
asume la venganza. Alguien la encontró en coma, se las arregló para hacerla ver
por un médico, y ella sobrevivió. Pero se convirtió en motivo de shame,
vergüenza, para su familia somalí, por haber sido violada por etíopes. Luego se
dio cuenta de que había quedado embarazada, y huyó de Somalia por temor a que
sus propias gentes mataran a la criatura al nacer. Dejó en casa a sus cuatro
hijos, logró cruzar el golfo y se presentó en el campo de Kharaz, pidiendo
asilo. Allí, las doctoras Jazmin y Leila le atendieron el parto. El niño, que
nació bien, tenía la piel oscura de los etíopes, así que con sólo verlo,
cualquier somalí reconocería en él la sangre ajena. Desde Mogadiscio, la abuela
le rogaba a la mujer que abandonara en Yemen al niño etíope y que volviera a
casa a hacerse cargo de los otros cuatro, que estaban pasando hambre. Ella sabía
bien que con el bebé no podría regresar. ¿Qué hacer? Estaba enferma de
confusión, de angustia, de soledad. Los dos médicos tomaron el problema en sus
manos. Le ayudaron a conseguir trabajo para que pudiese enviarles dinero a los
hijos que dejó en Somalia, mientras permanece en Yemen con el más pequeño. Y le
asignaron una madre sustituta que cuida al pequeño de tanto en tanto, mientras
ella visita a los otros en Moga. Ni el propio Salomón hubiera salido con una
solución tan salomónica.</DIV>
<DIV align=justify><BR>La casa de las mendigas. En el calor lento de las seis de
la tarde se fermenta un olor denso y ahumado a cardamomo y canela, a basura,
orines e incienso. Estamos ahora en el laberinto de pasadizos de la barriada de
Al Bassateen, en las goteras de Adén, donde sólo viven somalíes y half-castes, o
yemeníes con sangre somalí. Desde hace un rato alguien me sigue, tirándome de la
manga. Es una mujer con un recién nacido en brazos. Es una alyawm, una
limosnera. "Vete a casa", le dice Habiba, "tu niño está demasiado pequeño,
¿cuánto tiene de nacido?". "Cuatro días", responde la mujer, "lo parí aquí
mismo, en la calle". Nos lleva a donde vive, la casa de las mendigas. Doce o
trece mujeres comparten un pequeño patio de tierra y a medio techar. Algunas se
ven descarnadas y enfermas, y una de ellas no se mueve ya: espera acurrucada en
un rincón, con la boca abierta y los ojos atónitos, a que le llegue la muerte.
Syrad, la más enérgica y saludable, nos ofrece té. "En Al Bassateen, mendigar es
el único oficio para una viuda", dice. Si le pides limosna a un hombre yemení,
se siente en la obligación de dártela. Es musulmán, la religión se lo ordena.
Pero si es muy negociante, te pueden decir: "Toma estas monedas, tómalas; pero
si me la chupas, te doy el triple".</DIV>
<DIV align=justify><BR>Le pregunto a otra de ellas qué espera de la vida, y
responde que nada. "Recién llegada de Somalia tenía sueños", dice, "porque
pensaba que aquí la vida podía ser mejor. Ahora sé que no es mucho mejor. Bueno,
sí, tengo un sueño, uno pequeño, el sueño de cada día: que alguien me dé una
limosna".</DIV>
<DIV align=justify><BR>Caminamos luego hasta el famoso Bloque Tres, el sector de
las dhillos, o prostitutas. Nos permiten entrar a una de las casas. En realidad
es un patio casi igual al de las mendigas, pero en éste las mujeres son más
jóvenes y han pegado en los muros afiches de Bollywood. Se envuelven el cuerpo
en coloridas futas, llevan los brazos pintados de gena, anillos en los dedos de
las manos y los pies, ajorcas en los tobillos y brazaletes en las muñecas. Nos
ofrece el té un muchacho depilado y maquillado que parece ser de inferior rango
porque las mujeres le dan órdenes. Colocan en torno al patio colchonetas de
espuma de caucho, traen pequeños cojines para que Habiba y yo estemos más
cómodas y rocían el ambiente con desodorante floral en spray. Ahora sí -escribo
en mi libreta-, me encuentro entre las auténticas reinas de Saba, con todo, y
almohadones, perfumes y joyas.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Al principio ni mencionan su oficio, pero poco a poco
aflojan y van contando las ventajas y los sinsabores de la vida que llevan. "Por
aquí es costumbre que te paguen con comida", dicen. "Te invitan a cenar y sales
de ahí con el estómago lleno y las manos vacías. Otros te enciman el khat.
Algunos clientes sólo piden que les dejes pasar la noche contigo. Se acuestan a
tu lado y no hacen nada, salvo mascar khat. Están consumidos por el khat, que a
la larga los deja impotentes. No les importa, lo siguen mascando, y nosotras
también. Conseguimos suficiente khat para estar alegres, y suficiente comida
para mantenernos vivas. Pero rara vez podemos juntar dinero para mandar a
Somalia. Una opción mejor es trabajar en hoteles. Los taxistas te llevan hasta
los hoteles a cambio de una mamada, y al regreso, igual. Como por aquí es raro
ver un billete, los trabajos se pagan en especie. En el hotel limpias los
cuartos, tiendes las camas, trapeas los pasillos y estás ahí para cumplir la
voluntad del huésped. Cada tanto, el dueño nos lleva a un hospital a que nos
revisen la sangre. Cuando caen huéspedes de Arabia Saudí, traen dinero en los
bolsillos, y nosotras podemos mandar algo a casa para nuestros hijos".</DIV>
<DIV align=justify><BR>De repente se enciende la algarabía en el Bloque Tres. Se
ha armado la trifulca y de todas las puertas salen mujeres dando gritos. Un
cliente quiso volarse sin pagar, la damnificada dio la voz de alarma y ahora
corren tras él. Lo alcanzan y le propinan una paliza. Aparentemente, sólo le cae
encima una lluvia de puños, pero en realidad le causan heridas con los
brazaletes de metal que llevan en las muñecas.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Un televisor y una cama. Es posible que Saná sea la
ciudad más bella del planeta. Como sacada de Las mil y una noches, dicen las
guías de turismo, y lo compruebas tan pronto atraviesas la vieja muralla por Bab
al Yemen y te cae encima todo el prodigio del medioevo oriental. Afuera de la
muralla, sin embargo, es otro el cantar: una modernidad destartalada, sucia e
inconexa, con Internet lento y tráfico energúmeno. El último rincón de este
adefesio urbanístico es la barriada popular de Safía, donde en una habitación
sin muebles me esperan 15 mujeres, largas y esbeltas, a punta de hambre. Son
algunas de las somalíes que sobreviven en la capital limpiando casas durante el
día, y hacinándose de noche con sus hijos en habitaciones como ésta. Van
cubiertas como las yemeníes, pero a medida que conversamos, se quitan la ropa
negra y debajo aparecen las coloridas telas africanas. Iprah lleva un brazo
enyesado; fue atropellada por un coche en las calles de Saná y no logró que la
atendieran en ningún hospital hasta una semana después, cuando encontró a
familiares que aceptaron pagar su cuenta. Yurop tiene la frente y una oreja
quemadas. Hace un par de años intentó quitarse la vida por el medio tradicional
de suicidio femenino en su tierra, que consiste en rociarse con combustible y
prender un fósforo. Se lo impidieron unas vecinas, sofocando el fuego con mantas
de lana.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Está escrito que cuando la reina de Saba se iba acercando
a lomo de elefante, bajo su parasol rojo con campanitas de plata y respirando
por la boca porque le oprimía el pecho un corsé de pedrería, era tal el
esplendor que irradiaba, que la multitud, deslumbrada, se postraba en tierra a
su paso. No les pasa otro tanto a las reinas de Safía, acostumbradas a soportar
un sonoro "vete al infierno" cuando preguntan si necesitan quien haga la
limpieza. "Desconfían de nosotras. Nos acusan de groseras y ladronas, y abusan.
El otro día me quejé ante una señora: 'Vigila a tu marido', le dije, 'quiere
violarme'. Me respondió: 'Y qué problema te haces, dale lo que quiere, ¿acaso no
te pagamos en esta casa?".</DIV>
<DIV align=justify><BR>Las 15 mujeres están agotadas. Son ya las nueve pasadas
de la noche, hace poco regresaron de sus rondas por la ciudad y acaban de
alimentar a sus hijos con las sobras de comida que pudieron recoger. ¿Con qué
sueñan, muchachas? Les pregunto antes de despedirme, y a coro me responden: "Con
una cama y un televisor". Y cómo no, comento, después de semejante jornada
cualquiera quisiera echarse en una cama y poner la mente en blanco frente a una
pantalla. "No, no es eso". Yurop me explica: "La cama es para encadenar a los
niños, ¿entiendes? No nos queda otro remedio. Tenemos que dejarlos solos durante
todo el día, y si salen a la calle, cualquier cosa puede sucederles. La única
solución es dejarlos amarrados a las patas de una cama. Cuando regresamos a la
noche están hechos un desastre, lo primero que hacemos es lavarlos. Están
orinados, cagados, lloran a gritos, se han peleado entre ellos, no han comido
nada. El televisor es para que se entretengan mientras nos esperan".</DIV>
<DIV align=justify><BR>La humanidad sólo cuenta con unas cuantas líneas escritas
que dan testimonio de la existencia de la reina de Saba: alguna referencia en la
Biblia, poco más en el Corán, menciones en textos apócrifos, manuscritos
perdidos en alguna biblioteca, un reportaje de André Malraux. Y unas ciertas
cartas. También en Safía me entregan una docena de estas cartas. Le sucede a
cualquier extranjero que se asome por Kharaz, por Ahwar, por Al Bazateen: sale
con los bolsillos llenos de cartas que las refugiadas escriben en inglés y
llevan a todos lados en bolsitas plásticas. Están copiadas a mano y van
dirigidas a todos, a ninguno, a quien quiera escuchar. Pueden ser escuetas
biografías de una o dos páginas, o anuncios de se busca: un hijo perdido en
medio de la guerra, un esposo que emigró y no da señales de vida. Puede ser el
nombre de una medicina que no logran conseguir para un hermano que se queda
ciego, o para una abuela que sufre de los nervios. Puede ser también la denuncia
de una violación en tal barrio, de una matanza en tal pueblo. Las más breves son
apenas un nombre y una ubicación, me llamo tal, me encuentro en tal lugar. Cada
una de estas cartas es un llamado imperceptible, un improbable acto de fe, como
el "aquí estuvo fulano" que un desaparecido raya con la uña en el muro de una
celda.</DIV>
<DIV align=justify> </DIV>
<DIV align=justify> </DIV>
<DIV align=justify>* Escritora colombiana, Licenciada en Filosofía y Letras,
Posgrado en Ciencias Políticas. </DIV>
<DIV align=justify>
<HR>
</DIV>
<DIV align=center><STRONG><FONT size=3><FONT color=#800000
size=4>Correspondencia de Prensa</FONT><BR>boletin solidario de información -
edición internacional<BR></FONT></STRONG><A
href="mailto:germain5@chasque.net"><STRONG><FONT
size=3>germain5@chasque.net</FONT></STRONG></A><BR><STRONG><FONT size=3><FONT
color=#800000 size=4>Agenda Radical - Colectivo
Militante</FONT><BR></FONT></STRONG><A
href="mailto:Agendaradical@egrupos.net"><STRONG><FONT
size=3>Agendaradical@egrupos.net</FONT></STRONG></A><BR><STRONG><FONT
size=3>Gaboto 1305 - Teléf: (5982) 4003298 - Montevideo -
Uruguay<BR></FONT></STRONG></DIV>
<DIV align=justify>
<HR>
</DIV></FONT></BODY></HTML>