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<DIV align=center><STRONG><FONT size=4><U>boletín solidario de
información<BR></U><FONT color=#800000 size=5>Correspondencia de Prensa</FONT>
<BR><U>20 de febrero 2010</U><BR><FONT color=#800000 size=5>Colectivo Militante
- Agenda Radical</FONT><BR>Gaboto 1305 - Montevideo - Uruguay<BR>redacción y
suscripciones: </FONT></STRONG><A
href="mailto:germain5@chasque.net"><STRONG><FONT
size=4>germain5@chasque.net</FONT></STRONG></A></DIV>
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<DIV><STRONG><FONT size=3>Memoria<BR></FONT></STRONG></DIV></FONT>
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<DIV align=justify><FONT face=Arial size=2><STRONG><FONT size=3>El infierno
desde adentro</FONT></STRONG></FONT></DIV>
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<DIV align=justify><FONT face=Arial size=2><STRONG></STRONG></FONT> </DIV>
<DIV align=justify><FONT face=Arial size=2><STRONG>Juan
Forn</STRONG></FONT></DIV>
<DIV align=justify><FONT face=Arial size=2><STRONG>Página/12, Buenos
Aires<BR></STRONG><A
href="http://www.pagina12.com.ar/"><STRONG>http://www.pagina12.com.ar/</STRONG></A></FONT></DIV><FONT
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<DIV align=justify>En junio de 1956, Nikita Kruschev y el mariscal Tito se
reunieron en un vagón especial del tren que unía Moscú con Kiev. No había
intérprete, no habían llegado aún al momento de poner por escrito lo que se
conversaba, pero ambos líderes estaban flanqueados por sus hombres de confianza.
La agenda era amplia: no eran pocas las diferencias ideológicas acumuladas
durante los ocho años del cisma yugoslavo de Moscú. En determinado momento, Tito
le alcanzó a Kruschev por encima de la mesa una lista de nombres. “Son los 113
miembros del partido yugoslavo que nunca volvieron de la URSS. Nos gustaría
saber qué ha sido de ellos.” Kruschev entregó la lista a uno de sus hombres sin
mirarla y dijo: “Tendrá una respuesta en dos días”. Exactamente cuarenta y ocho
horas después, mientras ambos líderes fumaban sendos cigarros y brindaban por el
buen resultado de las negociaciones, Kruschev sacó aquel papel de su bolsillo y
murmuró detrás de una nube de humo: “Cien de estos hombres están muertos”. El
resto, agregó, podría volver a Yugoslavia en cuanto la maquinaria de la KGB los
localizara, a lo largo y lo ancho del territorio soviético.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Kruschev se refería por supuesto a los gulags de Siberia,
donde unos meses más tarde la KGB localizó entre los muertos vivos de
Krasnoyarsk al austríaco nacionalizado yugoslavo Karlo Stajner, quien luego de
cumplir veinte años de trabajo forzado había sido sentenciado a exilio interno
de por vida en Siberia. Stajner aceptó la buena nueva de su liberación con la
misma parsimonia de hierro con que llevaba resistiendo veinte años en el gulag.
Pero creyó con ingenuidad que su liberación se debía a una carta que había
escrito a su amigo Josip Broz once años antes, luego de asistir, junto al resto
de los prisioneros del campo de Malakovo, a una función de cine (en realidad, de
noticieros sobre el resultado de la guerra) durante la cual se mostraron breves
imágenes de la liberación de Belgrado por la coalición de fuerzas partisanas y
soviéticas encabezadas por el mariscal Tito, a quien Stajner conocía desde los
tiempos en que ambos reclutaban voluntarios en París para ir a pelear a la
Guerra Civil Española (de hecho, habían sido los republicanos españoles quienes
bautizaron con ese nombre a Tito porque se trabucaban al pronunciar su verdadero
nombre: Josip Broz).</DIV>
<DIV align=justify><BR>La biografía de Stajner es la de muchos centroeuropeos
que formaron parte del Komintern, o Internacional Comunista, ese brioso caballo
de Troya que marchó mansamente a su autodestrucción en el aciago período entre
la Guerra Civil Española y el pacto Hitler-Stalin. Stajner era austríaco, hijo
de padres proletarios, ingresó en la adolescencia en las juventudes comunistas,
cambió su nombre natal cuando se hizo yugoslavo (de Carl Steiner pasó a llamarse
Karlo Stajner) y, a causa de su temeridad para realizar misiones secretas y sus
habilidades como organizador de imprentas clandestinas, sufrió encarcelamiento
en Viena, Berlín, París y Zagreb (los revolucionarios consideraban el paso por
la prisión como sus años “de universidad”, ya que esos períodos de cautiverio
les servían para que los más veteranos les enseñaran lo que ellos no habían
tenido tiempo de aprender allá afuera). En 1936 Stajner logró llegar a Moscú, se
reportó a las oficinas del Komintern y recibió un inesperado nombramiento como
jefe de la rama balcánica de la Imprenta Internacional Comunista, donde se
destacó por su trabajo sin descanso hasta que, una noche, fue arrancado del
catre que tenía en su oficina por agentes de la NKVD, juzgado sumariamente como
contrarrevolucionario y enviado a los gulags.</DIV>
<DIV align=justify><BR>En el infierno de las islas heladas, Stajner se impuso a
sí mismo una obligación: sobrevivir, resistir como fuese, “para dar algún día
testimonio al mundo, en especial a mis camaradas de partido, de la terrible
experiencia que me tocó vivir”. A su regreso a Yugoslavia se sentó a escribir y
en menos de un año tuvo listo el manuscrito de Siete mil días en Siberia. A
diferencia de Solzhenitzyn (que terminó su Archipiélago Gulag el mismo año en
que nuestro personaje puso punto final a su manuscrito, en 1958), Stajner
prohibió que su libro se publicara en Occidente antes de ver la luz en su país.
Eso lo obligó a esperar otros catorce años, soportando sin perder la paciencia
infinitas posposiciones y misteriosas pérdidas de su manuscrito en oficinas
editoriales de Belgrado y de Zagreb. Había tenido la precaución de enviarle una
copia a su hermano en Lyon pero, a lo largo de esos años, rechazó ofertas de
Francia, Italia, Alemania e Inglaterra, por gratitud personal hacia Tito, el
hombre que le había salvado la vida, y por disciplina hacia el partido del cual
era miembro desde 1919.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Cuando Siete mil días en Siberia se publicó finalmente en
Yugoslavia, en 1972, obtuvo, para sorpresa de muchos, el codiciado premio
Kovacic al Libro del Año. Pero a Stajner lo tenían sin cuidado los honores
literarios en la misma medida que las prebendas políticas: nunca pidió ni esperó
nada del partido, nunca volvió a ver a Tito, ni intentó hacerlo, tal como en su
libro había evitado toda deliberación ideológica. Sin embargo, cuando en la
traducción norteamericana de Siete mil días en Siberia se eliminó aquella
mención a “mis camaradas de partido” en el celebérrimo párrafo donde Stajner se
imponía a sí mismo la obligación de sobrevivir al gulag para dar testimonio),
fue como si le hubieran cercenado el centro neurálgico del libro y repudió la
traducción.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Nadie pudo entender esa lealtad indeclinable de Stajner a
Tito y al partido. Es improbable que creyera que el uno y el otro habían logrado
dar a Yugoslavia aquello que soñaban en los tiempos juveniles en que todos ellos
integraban esa cofradía utópica llamada Komintern. Era otra cosa, que el gran
Danilo Kis (quien aseguró repetidas veces que habría sido incapaz de escribir su
obra maestra, Una tumba para Boris Davidovich, sin la lectura de Siete mil días
en Siberia) adivinó, cuando dijo que hay sólo dos libros que deberían ser
lectura obligatoria si se pretende que la especie humana no vuelva a tocar el
fondo moral que tocó en el siglo veinte: esos dos libros son Si esto es un
hombre de Primo Levi y Siete mil días en Siberia de Stajner. Y, según Kis, lo
que hace únicos a esos libros es que tanto el uno como el otro se abstienen de
toda monserga ideológica en sus páginas: simplemente internan al lector, en el
gulag y en Auschwitz, para que experimenten el infierno desde adentro y así
aprendan eso que sólo puede entenderse con el cuerpo, con cada partícula del
cuerpo, además de la mente, para que nos sirva de algo.
<HR>
</FONT></DIV></BODY></HTML>