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<DIV align=center><STRONG><FONT size=4><U>boletín solidario de
información</U><BR><FONT color=#800000 size=5>Correspondencia de Prensa</FONT>
<BR><U>6 de setiembre 2010</U><BR><FONT color=#800000 size=5>Colectivo Militante
- Agenda Radical</FONT><BR>Gaboto 1305 - Montevideo - Uruguay<BR>redacción y
suscripciones: </FONT></STRONG><A
href="mailto:germain5@chasque.net"><STRONG><FONT
size=4>germain5@chasque.net</FONT></STRONG></A></DIV>
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<DIV><STRONG><FONT size=3>Inmigrantes</FONT></STRONG></FONT></DIV>
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<DIV align=justify><FONT face=Arial size=2><STRONG><FONT size=3>Deportados del
sueño americano viven en una alcantarilla de Tijuana</FONT></STRONG>
</FONT></DIV>
<DIV align=justify><FONT face=Arial size=2><BR></FONT><FONT face=Arial
size=2><FONT size=3><STRONG>El drama de no poder volver a casa. Son unos mil
latinoamericanos que fueron llevados hasta esa ciudad mexicana cuando la Policía
de EE.UU. los descubrió sin papeles. La mayoría son adictos y tienen el virus
del Sida. Una ONG intenta ayudarlos. Quieren regresar a sus
países.</STRONG><BR></FONT></DIV></FONT>
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<DIV align=justify><FONT face=Arial size=2><STRONG></STRONG></FONT> </DIV>
<DIV align=justify><FONT face=Arial size=2><STRONG>Mariana García,Tijuana,
México. Enviada especial </STRONG></FONT></DIV>
<DIV align=justify><FONT face=Arial size=2><STRONG>Clarín, Buenos Aires,
5-9-10</STRONG></FONT></DIV>
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href="http://www.clarin.com/"><STRONG>http://www.clarin.com/</STRONG></A></FONT></DIV>
<DIV align=justify><FONT face=Arial size=2></FONT> </DIV><FONT face=Arial
size=2>
<DIV align=justify><BR></DIV>
<DIV align=justify>A lo largo de casi 200 kilómetros el río Tijuana corre entre
Estados Unidos y México. Antes de llegar a su desembocadura en el Pacífico, se
convierte en un canal seco que se inunda no más de dos veces al año. El resto
del tiempo es un cauce de concreto vacío en el que apenas sobreviven basurales y
charcos agua sucia. De tan deshabitado, en los últimos meses se convirtió en la
playa de estacionamiento del cuartel de policía.<BR><BR>A pocas cuadras de los
patrulleros, de la nada aparece un hombre. Piernas y brazos se le mueven sin
control. Debajo del puente que une la ciudad con la 24 de Noviembre, una de las
cuatro cárceles de Tijuana, otro hombre se retuerce el brazo hasta que logra
hacer saltar una vena. La busca con los dedos y le clava la jeringa. Pasan unos
segundos y su cara está en paz.<BR><BR>Son unos mil, pero apenas se los puede
ver. Se los adivina, viviendo amontonados dentro de las alcantarillas,
recostados unos contra otros sobre un piso de mugre y paredes cubiertas de moho.
Pasan el tiempo esperando el momento de una nueva dosis. Andan siempre con una
jeringa en la mano. A veces la enganchan en la oreja o juegan con ella entre los
dedos nerviosos. La mirada está siempre en ningún lugar. <BR>Son “los del
canal”, pero allí casi no se los ve porque viven ocultos detrás de las pesadas
compuertas de los desagües. La mayoría llegó deportado de Estados Unidos. Y allí
quedaron.<BR><BR>“Hace dos años que vivo acá –le cuenta Oscar a Clarín–, pero yo
me quiero ir, me quiero ir con mi abuelita al DF, pero no puedo porque no tengo
papeles. Todo esto es muy triste, muy triste”.<BR><BR>Hasta que lo detuvieron
por conducir sin registro, Oscar creía haber cumplido el sueño americano. Vivía
con su hermana en Portland, Oregon, y trabajaba como cocinero en Tacos Bell para
poder mandar dinero a su familia en el Distrito Federal, en México. <BR><BR>La
Policía de Migraciones estadounidense lo dejó en Tijuana con lo puesto. Sin
plata ni documentos ya no tuvo a donde ir. Pasó una, dos, tres noches en el
canal y a la semana ya estaba inyectándose. Nunca pudo hablar con su familia.
Unas 400 personas son deportadas por día desde Estados Unidos a Tijuana, según
las cifras de la ONG Centro Binacional de Derechos Humanos. En la Casa del
Migrante sostienen que el número de los deportados aumentó 75 por ciento en los
últimos cinco años. Y, aunque la mitad de ellos ni siquiera son de Baja
California –vienen del interior del país o incluso de Centroamérica—, son
abandonados en esta ciudad con una población de más de un millón y medio de
habitantes, según el censo de 2005.<BR><BR>Muchos hombres van al canal. Las
mujeres no tienen alternativas: terminan prostituyéndose unas cuadras más arriba
en la “zona de tolerancia”. Allí, en los burdeles se puede pedir de todo. Hasta
nenas de 12 ó 13 años que se ofrecen “toleradas” en las calles.<BR><BR>Desde los
bordes del canal, se ve a pocos metros el paredón que Estados Unidos levantó en
la frontera. También las cruces que cada día van contando en la pared los
muertos que intentaron cruzar del otro lado. Desde un cartel inmenso el Doctor
Buenrostro invita a acercarse a su clínica de cirugías estéticas. Aquí se
consigue todo y barato.<BR><BR>En el canal no hay agua pero tampoco ruidos. El
caos de los tres millones de personas que viven en Tijuana no llega hasta aquí
abajo.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Dicen que aquí abajo, en el canal, la heroína ya no corre
tanto. Desde hace unos años, el cristal le ganó el mercado. Hecho en base a
metanfetamina, resulta más barato de producir.<BR><BR>En los 40, Tijuana fue la
ciudad donde las estrellas de Hollywood iban a despejarse de la cerrada moral
norteamericana. Con los años perdió glamour, pero desde que el presidente Felipe
Calderón lanzó en 2006 su “guerra con el narcotráfico”, Tijuana se volvió una de
las ciudades más violentas, dominada por el cartel de los hermanos Arellano
Félix.<BR><BR>Cada día, los adictos del canal abandonan su refugio para
conseguir los treinta dólares con que cubrir sus cuatro dosis diarias de
cristal. Para ellos, la inmensa fila de autos que espera hasta dos horas para
cruzar la frontera hacia San Diego, es su fuente de trabajo. Allí, son los
“franeleros”, los que sin sentido friegan con un trapo sucio los autos a cambio
de alguna moneda. Cuando consiguen lo suficiente, vuelven otra vez a la
alcantarilla. Pocas veces salen de allí. Sin papeles son la presa fácil para las
razias policiales.<BR><BR>Dos veces a la semana, una camioneta de la secretaría
de Salud, –la Condoneta– recorre el canal para entregarles jeringas nuevas y
condones. Ahí sí se los puede ver en grupo a la luz del día.<BR><BR>La mayoría
de los promotores son ex adictos que conocen los códigos del canal. La consigna
es no preguntar. Sólo entregan las jeringas junto con un kit para limpiarlas, el
cordón que ajusta las venas y una tira de preservativos. Los médicos que los
acompañan revisan las necrosis, curan heridas y enseñan a inyectarse
correctamente. A cambio, sólo piden las jeringas usadas.<BR><BR>“Para nosotros
es un programa exitoso –cuenta José Bustamante Moreno–, ya llevamos
rehabilitados mil personas. Nosotros entendimos que si queríamos reducir el VIH
había que ir a buscarlos al punto más negro, más bajo, porque ellos solos no
iban a venir”. Bustamante agrega que la mayor parte de los enfermos se infectó
con el virus en Estados Unidos.<BR><BR>Oscar comparte alcantarilla con El
Morral. El dice que tiene 19 años, pero que también podrían ser 25. Su madre
vendía “la chiva” y su casa era un picadero. Allí, los clientes podían
inyectarse sin que nadie los moleste.<BR><BR>“Yo no tenía carritos así que usaba
las jeringas para jugar”, dice. Primero empezó ayudando a inyectarse a los que
encontraba tirados en el living de su casa. A los diez años, ya era un
adicto.<BR><BR>“Esto es un infierno” se queja. A simple vista, se le ven unas
venas negras que recorren su cuerpo. Tiene abscesos en los brazos y en las
piernas. El clava la jeringa, pero la droga tarda en llegar. El Morral explica:
“Es que no me quedan más venas”.</DIV>
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