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<DIV align=center><STRONG><FONT size=4><U>boletín solidario de
información</U><BR><FONT color=#800000 size=5>Correspondencia de
Prensa<BR></FONT><U>11 de diciembre 2011<BR></U><FONT color=#800000
size=5>Colectivo Militante - Agenda Radical<BR></FONT>Montevideo -
Uruguay<BR>redacción y suscripciones: <A
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<DIV align=justify><BR><STRONG><FONT size=3>Debates<BR><BR>De Tahrir a Wall
Street<BR></FONT></STRONG></DIV>
<DIV align=justify><STRONG><FONT size=3>Una insurrección anticolonial mundial
*</FONT></STRONG><BR><BR><BR><STRONG>John Brown <BR><A
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<DIV align=justify><STRONG>Viento Sur<BR><A
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<DIV align=justify><BR><BR> </DIV>
<DIV align=justify><STRONG>I.</STRONG><BR><BR>Empecemos por lo peor, por lo más
abyecto, pues en lo más abyecto e insoportable está también lo más esclarecedor.
Las imágenes del asesinato de Muammar Al Gadafi son brutales. Corresponden a un
linchamiento cruel, el de una persona cuya vida es despreciada. Las imágenes de
televisión y las fotografías tienen un regusto exhibicionista y casi
pornográfico, regodeándose en la sangre, el sufrimiento, la humillación. Son
imágenes del dirigente libio capturado por un grupo de rebeldes que atormentan a
su antiguo amo al grito de allahu akbar, fórmula teológico-política que afirma
la absoluta superioridad de Dios sobre todo hombre, incluso el más poderoso.
Quienes martirizan a Gadafi se ven, pues, a sí mismos, como brazos ejecutores de
la justicia divina. Las imágenes que se nos muestran son de fanatismo y se las
presenta en contraste con el sosiego y la racionalidad de unas fuerzas de la
OTAN que, desde el cielo y con medios de alta tecnología, habían bombardeado
poco antes el convoy de Gadafi. También contrastan estas imágenes con el mandato
que tenía la propia OTAN y que se articulaba en torno a dos objetivos
principales : 1) defender a la población civil frente a los desmanes del Régimen
y 2) capturar a Gadafi para trasladarlo ante la Corte Penanl Internacional que
lo acusaba de gravísimos crímenes contra su población.<BR><BR>Barbarie teológica
de árabes y musulmanes y racionalidad técnica y jurídica occidental parecen
oponerse diametralmente. Sin embargo, las cosas son bastante menos claras de lo
que parece. La OTAN no sólo no ejecutó su mandato de protección de la población
civil, sino que se convirtió en actor directo de la guerra y, sobre todo, los
horribles crímenes de genocidio de que acusaba la CPI a Gadafi no fueron
confirmados ni por Amnistía Internacional ni por Human Rights Watch. En cuanto
al número de víctimas de los bombardeos de la propia OTAN contra la población
civil ni se conoce, ni probablemente llegue a conocerse. Hubo represión, sin
duda. Muy dura. Pero no bombardeos aéreos de los manifestantes. Al margen de
estos incumplimientos y falsificaciones, existe, sin embargo, una lógica de la
intervención de la OTAN en Libia que no contrasta tanto con la de los fanáticos
y desesperados ejecutores del antiguo Líder libio amigo de Berlusconi y de
Aznar. Las acusaciones de la CPI, sean verdaderas o falsas, se inscriben en un
marco que ya conocemos, el del humanitarismo militar. El humanitarismo se
expresa y actúa en nombre de los más altos valores, en nombre de la humanidad :
su empeño en socorrer y proteger a las víctimas se basa en la condición humana
de estas. Ahora bien, esa humanidad que parece enteramente universal y no
admitir excepciones, no se basa sólo en la pertenencia a la especie, sino en la
idea de una dignidad moral del sujeto humano tal como la conciben en cada caso
los autopoclamados "humanitarios". Así, la solicitud por las "víctimas" en
nombre de la solidaridad humana puede conciliarse con la exclusión de los
"verdugos" de todo orden humano. Gadafi, para la OTAN o para la CPI no era un
enemigo, sino un criminal, no era un ser humano o un dirigente político en
relación de antagonismo con otros, sino un monstruo que no pertenecía a la
humanidad.<BR><BR>Una vez que un individuo se ve fuera de la humanidad por sus
crímenes reales o supuestos, pasa a tener un estatuto particular. Los romanos
condenaban a los autores de crímenes muy graves como el parricidio al estatuto
de « homo sacer ». Esta expresión reúne dos significados aparentemente
contrarios, por un lado significa « hombre sagrado » y por otro « hombre infame
», al margen de la sociedad, que cualquiera puede matar sin culpa. En el antiguo
derecho germánico se declaraba a los grandes criminales Vogelfrei, literalmente
libres como los pájaros, pues ya no tenían ninguna obligación social, ningún
lazo comunitario, pero también libres de ser devorados por los pájaros y los
peces. Osama Ben Laden y Muammar Al Gadafi han cumplido literalmente ese destino
tras haber sido excluidos de la humanidad en nombre de la justicia universal y
de la humanidad. Nos enseña el jurista alemán Carl Schmitt que toda guerra
combatida en nombre de la humanidad, o de Dios o de algún supuesto valor
universal deja de ser guerra para convertirse en cruzada y, como sabemos, todo
cruzado está más allá de las leyes de la guerra. De este modo, quienes
asesinaron a Gadafi en nombre de Dios y quienes decidieron capturarlo en nombre
de la humanidad y de sus víctimas no estaban moral e intelectualmente tan
alejados como nos lo presentan los medios de comunicación. La ambigüedad de la
intervención de la CPI y de su brazo armado en Libia en nombre de la humanidad
se aprecia en esta mezcla inextricable de enunciación de valores universales y
creación de un espacio más allá del derecho de la guerra, de un espacio para la
violencia ilimitada ejercida en nombre de la paz y del derecho. Ahora bien, ese
espacio al margen del derecho, ese espacio de excepción en el que es posible el
bombardeo de población civil, la tortura pública y el asesinato ante las cámaras
de vídeo, es, como podremos ver, el espacio que habitamos, más allá de la
retórica de los derechos humanos que, como hemos visto, no sólo sirve para
encubrir la violencia, sino para
justificarla.<BR><BR><STRONG>II.</STRONG><BR><BR>Una vez enmarcado en estas
coordenadas, retomemos el tema de nuestra charla: la actual insurrección casi
planetaria. Uno de los principales problemas para quien desee entender la
historia del actual movimiento de cuestionamiento del orden neoliberal e incluso
del propio capitalismo es determinar sus coordenadas espacio-temporales. No es
fácil saber cuándo empezó el movimiento, ni dónde se sitúa su nacimiento. Es
tentador buscar en la historia más reciente, la del último año, un momento
simbólico de surgimiento de la primera chispa de indignación en la
autoinmolación por fuego de Bouzizi en el pueblo tunecino de Sidi Bouzid. Este
acto de desesperación hizo comprender a una generación de jóvenes que siempre
había vivido bajo la dictadura de Ben Alí que ya no había nada que perder. Pero
otra chispa de indignación había prendido unos años antes en Grecia cuando la
policía griega mató al joven Alexis Grigorópoulos en diciembre de 2008 desatando
una insurrección popular que empezó con unas navidades insurrectas y duró varios
meses. La juventud griega y la juventud tunecina reaccionaron con idéntica
indignación ante la suerte de uno de los suyos y ante regímenes que merecían su
desconfianza y su hostilidad. Acontecimientos semejantes se dieron en Egipto. La
llama de la revuelta estaba dispuesta a extenderse por todo el espacio árabe, un
espacio que parecía políticamente muerto y abocado a padecer por siempre
dictaduras brutales y corruptas. Lo fascinante es que la oleada revolucionaria
árabe llegó a replicarse de nuevo en suelo griego, esta vez no por un asesinato
policial, sino por el asalto contra los derechos sociales, contra el empleo,
contra las pensiones y en general contra las condiciones de existencia de la
población griega desencadenado por el capital financiero y sus agentes
transnacionales y europeos. Después tuvimos el inesperado éxito del 15M, la
ocupación de Sol; todo precedido por la rebelión de los islandeses contra la
deuda. Las revueltas de Londres de este verano se integran también en la trama
y, por supuesto, la extensión del movimiento al centro del sistema: Wall Street
y la City de Londres. El 15 de octubre se convierte en un nuevo momento de
protagonismo de unas multitudes mundiales que ya aparecieron como agente
político "global" en las movilizaciones contra la guerra de Iraq, un movimiento
contra la guerra que recogía asu vez en buena medida el bagaje de movilizaciones
del movimiento "antiglobalización".<BR><BR>Nos encontramos así ante un fenómeno
que, a lo largo del tiempo y del espacio va adoptando nuevas formas, aprende de
fases anteriores, expande y radicaliza su intervención política. Un movimiento
capaz de recombinar su código genético en sus diversos desplazamientos
espacio-temporales. Se pasa así del escándalo ante un asesinato policial, al
escándalo ante una dictadura corrupta, para pasar a la indignación frente a un
sistema neoliberal cuyo carácter despótico hemos aprendido a reconocer gracias a
los "exóticos" tunecinos y egipcios. La solidaridad entre los distintos
movimientos de contestación es evidente. Las consignas se transmiten de un país
árabe a otro, como el famoso "dégage" (lárgate), tunecino, que se repitió en
Egipto, en francés aunque el país no sea casi nada francófono, junto al árabe
"Irjal" dirigido al viejo sátrapa Hosni Mubarak. Hace dos días los ocupantes de
la plaza Tahrir del Cairo enviaron una carta de solidaridad a los neoyorquinos
que ocupan Wall Street. Incluso, en la ciudad de Sirte recién liberada
-ciertamente con una buena dosis de atrocidades- podía verse en el cierre
metálico de una tienda enmarcado por dos milicianos la pintada: "From Sirte to
Wall Street". La conciencia de estar participando en un mismo acontecimiento es
fuerte en los sectores más activos del movimiento, como ya ocurriera hace algo
más de diez años en América Latina o mucho antes en aquella "primavera de los
pueblos" que fueron las revoluciones europeas de 1848.<BR><BR>De Madrid a Nueva
York, pasando por Lisboa, París y Bruselas, los mismos códigos gestuales, que
formalizan el rechazo de la jerarquía y de la representación, el rechazo de la
manipulación de la palabra y la reivindicación de una palabra democrática. La
reivindicación de democracia frente a las dictaduras se transforma en rechazo
abierto de la representación y afirmación de una democracia real dotada de sus
propios órganos de (contra)poder: las asambleas abiertas. Frente a todos los
intentos de encerrarlo en fronteras geográficas y culturales, el movimiento sabe
que en su diversidad es profundamente uno. Lo muestran también sus tácticas, sus
formas. En primer lugar la acampada, inaugurada en la Kasba de Túnez y repetida
en Tahrir y luego en la Puerta del Sol, la Plaça de Catalunya y centenares de
otros lugares en el Estado español, y de nuevo en la plaza Syntagma de Atenas y
hoy en Wall Street y Londres. La acampada tiene una doble significación: las
tiendas son los significantes de un pueblo en éxodo, de un pueblo que sale del
cautiverio y está dispuesto a cruzar el desierto, pero también expresan la
voluntad de una permanencia en el espacio público de una multitud que deviene
actor político permanente. El éxodo pone de manifiesto la imposibilidad para el
capital de capturar los flujos de producción de riqueza del trabajador
cognitivo, precario, afectivo, colectivo, que caracteriza la fase actual del
capitalismo. Incluso la inmensa movilidad y flexibilidad del capital financiero
es incapaz de echar sus garras sobre esta inmensa fuerza de lo común que hoy se
expresa como revuelta, pero a la vez como producción de una nueva sociedad, de
un nuevo orden político y productivo. Un aspecto fundamental del movimiento, en
ambas orillas del Mediterráneo y del Atlántico es su carácter constituyente.
Destituyente también, pues niega toda posibilidad de representación política de
la multitud por el Estado capitalista y sus instituciones, pero esta función
destituyente sólo la puede ejercer en cuanto poder constituyente. Pero ¿qué es
lo que destituye y constituye este
movimiento?<BR><BR><STRONG>III.</STRONG><BR><BR>Los anteriores interrogantes nos
permiten retomar el hilo de algunas de las consideraciones que tuvimos ocasión
de hacer al hablar del asesinato de Gadafi. A propósito de ese espantoso crimen
y de su más espantosa exhibición mediática, pudimos afirmar que constituía, por
un lado, una ruptura con los principios básicos del derecho internacional, pero
además que esta ruptura no sólo es una infracción de estos principios, sino que
funda una nueva lógica. El derecho internacional, como todo derecho, se basa a
la vez en normas y decisiones. Las decisiones, que expresan correlaciones de
fuerzas, establecen las normas, pero, a su vez las normas enmarcan las
decisiones. Incluso el estado de excepción es, en este contexto, un hecho
jurídico. El derecho internacional regulaba las relaciones entre esos « grandes
hombres » que eran para los teóricos del derecho público europeo los distintos
Estados que consituían Europa. Cada Estado, como sujeto soberano, sólo reconocía
su propia legislación y sólo se sometía a ella. Desde que Europa fue desgarrada
por las guerras de religión, las relaciones entre los Estados no podían, en
efecto, regularse por un código religioso común, pues la reforma había roto la
unidad religiosa de Europa occidental. La única solución a esta falta de una
norma de orden superior fue el reconocimiento recíproco de los distintos Estados
como soberanos. Este reconocimiento sin base ideológica quedó sancionado en el
Tratado de Westfalia. La guerra entre Estados europeos ya no podía ser una
guerra justa contra un enemigo injusto, una guerra de castigo que pretende
realizar una justicia universal, sino una guerra entre enemigos justos (justi
hostes), esto es entre Estados soberanos. Una guerra no ideológica y movida sólo
por intereses permitía no identificar al enemigo con el crimen, la infamia y el
mal. La guerra podía ser limitada y hacerse, como afirmaba el jurista suizo
Vattel « dentro de las reglas».<BR><BR>Hoy, esto ha dejado de ser así : hoy, la
doctrina de la guerra justa vuelve a justificar la barbarie en nombre de la
humanidad. Este retorno de la guerra justa no es, sin embargo, casual. Si bien
se pueden rastrear sus antecedentes en la guerra fría, sólo el final de esta y
la declaración del inicio de la globalización por Bush padre permitió el pleno
retorno de un viejo lenguaje y de viejas prácticas. Las dos guerras del Golfo,
las invasiones y ocupaciones de Afganistán y de Iraq, la guerra de Yugoslavia y
la de Kosovo y, últimamente los bombardeos de Libia constituyen a la vez
flagrantes violaciones del derecho internacional clásico y aplicaciones de un
nuevo derecho cosmopolita, humanitario y, por supuesto, militar. Hoy, el espacio
planetario está prácticamente en su totalidad dominado, no ya por un Estado
soberano, sino por una estructura de poder que articula Estados soberanos,
grandes empresas transnacionales, distintas configuraciones y formas de
organización del capital financiero como los fondos de pensiones, los fondos de
inversión o los grandes bancos, organizaciones políticas, económicas y militares
internacionales etc. La función de este conglomerado de poder es defender y
reproducir un mercado mundial donde mercancías y capitales circulen con libertad
y donde los Estados puedan seguir funcionando como traba a la circulación de los
cuerpos humanos, de la mercancía fuerza de trabajo. Un nuevo marco jurídico
cosmopolita centrado en los derechos humanos por un lado y en el libre mercado
por otro ocupa hoy a nivel planetario el papel de la religión cristiana en la
Europa anterior a la reforma. Gracias a esa nueva uniformidad ideológica es
posible la guerra justa, es posible hoy matar abiertamente en nombre de la
humanidad y de los derechos humanos.<BR><BR>Aunque estos avances de los derechos
humanos y de la democracia parezcan logros indudables de la civilización
mundial, hay que atender, cuando se habla de valores universales a un aspecto
que suele caer en el olvido : todo recurso a la humanidad, toda actuación en
nombre de la humanidad excluye de la humanidad al enemigo político. Esta
exclusión de la humanidad justificó desde muy pronto las intervenciones
imperiales. Así, por ejemplo, en el contexto de la controversia de Valladolid,
Ginés de Sepúlveda defendió la legitimidad de la usurpación de las tierras y
bienes de los indios de América, e incluso su reducción a la esclavitud por el
hecho de que estos pueblos practicaban ritos bárbaros como los sacrificios
humanos o el canibalismo, con lo cual perdían todo derecho a que se respetasen
sus comunidades políticas y sus leyes. En nombre de un naciente universalismo de
los derechos humanos se produjo el saqueo de América. De idéntica manera, el rey
Leopoldo II de Bélgica procedió en el Congo, justificando su toma de posesión de
ese gigantesco país africano por su intención de defender a la población negra
de los esclavistas árabes.<BR><BR>Lo que ocurre es que, mientras dura el derecho
internacional europeo, el mundo está dividido en dos zonas : un espacio
metropolitano europeo en el que los distintos Estados se reconocen entre sí como
soberanos y no pueden intervenir en otro Estado en nombre de una legislación
universal, y un espacio extraeuropeo en el que, en realidad, todos los desmanes
eran posibles, aunque se intentaron siempre cubrir con un manto de humanitarismo
o de humanismo. Dos zonas pues, divididas por lo que en los siglos XVI y XVII se
denominaron líneas de amistad, líneas que delimitaban el espacio europeo y el
espacio de los pueblos extraeuropeos. La colonización europea se realiza en esta
segunda zona conforme a una combinación de pura violencia y de justificaciones
universalistas. Entre el espacio colonial y el espacio metropolitano se
establece una línea geográfica, pero también dentro de la administración de cada
metrópoli se mantiene una fuerte diferenciación entre el personal y la
administración coloniales y sus homólogos metropolitanos. Como recuerda Hannah
Arendt en su libro sobre el Imperialismo, el mantenimiento del Estado nación en
sus formas constitucionales liberales o democráticas exigía esa radical
separación : los administradores coloniales formaban un cuerpo aparte dentro de
la administración general y su movilidad dentro de la administración nacional
era muy escasa. Se gestionaban dos mundos de dos maneras absolutamente dispares
: un mundo -teóricamente- regido por un incipiente derecho internacional y otro
regido por la violencia, justificada ocasionalmente esta última por un
condescendiente e humanismo o humanitarismo.<BR><BR>Esa dualidad de espacios hoy
ha desaparecido. El avance de la globalización capitalista y de la hegemonía del
capital financiero la ha hecho obsoleta. Tal vez se haya producido hoy con todas
sus consecuencias el fenómeno que Hannah Arendt denominaba la "Emancipación
política de la burguesía" respecto del Estado nación. Hoy, espacio colonial y
espacio metropolitanto tienden a confundirse. Ya no existe una línea que separa
los centros y las periferias de manera absoluta. Por un lado, parte de la
población de las antiguas colonias habita hoy en las metrópolis y se ve allí
sometida a formas de gestión discriminatoria y racista de las poblaciones que
anteriormente sólo se conocían en tierras "exóticas". Por otro lado, al menos en
una parte de la periferia postcolonial se constituyen polos de poder capitalista
que gozan de una autonomía relativa, es el caso de los BRIC (Brasil, Rusia,
India, China), y en medida variable la de la mayoría de los países del tercer
mundo. En todo el planeta la divergencia entre las capas de población más ricas
y las más pobres sigue aumentando. No sólo en el tercer mundo, también en el
primero. Formalmente estamos todos en un espacio colonial en el cual los
derechos del ciudadano han desaparecido para dar paso a una sutil combinación de
violencia y de proclamas humanitarias. Frente a los regímenes despóticos árabes
y a las oligarquías capitalistas de los países occidentales surge un clamor, una
exigencia de democracia y de democracia real. Esta exigencia se plantea, por lo
tanto, no sólo frente a dictaduras declaradas, sino frente a supuestas
democracias. La línea Tahrir-Wall Street define el paso de la lucha por una
democracia en una dictadura apenas disimulada como la de Mubarak en Egipto, a la
lucha por la democracia en regímenes que, nominalmente son democracias. Tahrir y
Túnez han permitido a Madrid o a Nueva York descubrir que vivían ellos también
en un régimen de dictadura.<BR><BR>Lo que caracteriza estas dictaduras es el
hecho de que el poder político -formalmente representativo- está al servicio de
un poder irresistible, que, desde luego nada tiene que ver con la supuesta
soberanía popular: en el régimen neoliberal, los mercados -el capital financiero
y sus instituciones- han pasado a ocupar el papel de legitimación transcendente
del poder que tenía el Dios cristiano en las monarquías medievales. Por encima
de las estructuras de poder "indígenas" con sus formas más o menos democráticas,
nos encontramos con un poder real que las pone a su servicio y neutraliza todo
lo que a él se oponga. El poder del mercado es un elemento básico del paradigma
de poder liberal en el que se ha desenvuelto la burguesía desde que es clase
hegemónica. Conforme a él, la capacidad legislativa del soberano está limitada
por la existencia de una esfera de actividad en la que se despliegan los deseos
de adquisición y de intercambio humanos y que sólo funciona de manera óptima
cuando se dejan operar sus propias leyes, las que describe la economía política.
Las leyes del soberano deben reconocer las realidades económicas como un límite
natural. Sin embargo, esta limitación podía no ser tan absoluta, sobre todo en
casos de crisis, en los cuales el soberano intervenía para restablecer el orden
básico que permitía funcionar al propio mercado, o cuando el soberano intervenía
como mediador en la lucha de clases mediante la legislación social o con
políticas económicas impulsadas por el gasto público.<BR><BR>La fase de
capitalismo de dominante financiera que conocemos hoy y que ha venido madurando
desde los años 70 ha eliminado prácticamente los últimos márgenes de decisión
del poder soberano. A través del mecanismo de la deuda, que funciona
literalmente como una trampa, es decir un lugar en el que es fácil entrar y
dificilísimo salir, el capital financiero controla la vida de los ciudadanos,
pero también la capacidad de decisión de los gobiernos. La deuda se ha
convertido en el gran instrumento de radicalización del orden neoliberal.
Gracias a la deuda se aceleran las privatizaciones, se liquida la
contractualidad laboral en favor de la contractualidad mercantil, el trabajo se
precariza y, bajo la forma de una cada vez mayor libertad, se desarrollan modos
de dependencia del trabajo casi feudales. Un poder exterior determina a la vez
nuestras vidas y las decisiones de nuestros gobiernos. En este aspecto, el
capital financiero ha derribado la barrera entre las democracias y los regímenes
despóticos, entre la metrópoli y la colonia, entre Tahrir y Wall
Street.<BR><BR>La actual insurrección que recorre, no ya Europa como el fantasma
de Marx y Engels, sino el mundo entero es una insurrección anticolonial global
dirigida no sólo contra las formas de poder neocolonial más evidentes como eran
los regímenes de Túnez, Egipto y otros países árabes, sino contra el nuevo
colonialismo global del capital financiero. Los intentos de desconectar los
movimientos blandiendo los viejos fantasmas del orientalismo y de la diferencia
cultural no parecen funcionar. El movimiento insurreccional comparte un mismo
suelo que no es sino la división del mundo entre el 99% y el 1% que tiene el
poder. Lo que todos los movimientos de solidaridad con el tercer mundo han
intentado hacer desde hace años, acercar la sensibilidad de los ciudadanos
"ricos" de occidente a la de los "pobres" del tercer mundo, parece estar
haciéndose realidad gracias a la instalación del régimen colonial planetario del
capitalismo financiero.<BR><BR>* Texto para la charla de John Brown en Zabaldi
(Iruñea/Pamplona) del 28/10/2011, en el marco de la Quincena de la Solidaridad
<HR>
</FONT></DIV></BODY></HTML>