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<HR>
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<DIV align=center><STRONG><FONT size=4><U>boletín solidario de
información<BR></U><FONT color=#800000 size=5>Correspondencia de
Prensa<BR></FONT><U>11 de mayo 2012<BR></U><FONT color=#800000 size=5>Colectivo
Militante - Agenda Radical<BR></FONT>Montevideo - Uruguay<BR>Redacción y
suscripciones: </FONT></STRONG><A
href="mailto:germain5@chasque.net"><STRONG><FONT
size=4>germain5@chasque.net</FONT></STRONG></A></DIV>
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<HR>
</DIV>
<DIV align=justify><STRONG><FONT size=3></FONT></STRONG> </DIV>
<DIV align=justify><STRONG><FONT size=3>Libros</FONT></STRONG></DIV></FONT>
<DIV align=justify><FONT face=Arial><STRONG></STRONG></FONT> </DIV>
<DIV align=justify><FONT face=Arial><STRONG>Ensayo Premio Pulitzer
2011</STRONG></FONT></DIV>
<DIV align=justify><FONT size=2 face=Arial></FONT><FONT size=2
face=Arial></FONT><FONT size=2 face=Arial></FONT><BR><FONT
face=Arial><STRONG></STRONG></FONT></DIV>
<DIV align=justify><FONT face=Arial><STRONG>Cáncer, el nombre del
miedo</STRONG></FONT></DIV>
<DIV align=justify><FONT face=Arial><STRONG></STRONG></FONT> </DIV>
<DIV align=justify><FONT face=Arial><STRONG>Se lo menciona en un papiro egipcio
y aún nos acompaña: testimonios, datos históricos y científicos forjan una
monumental biografía del cáncer, esa enfermedad que se niega a
morir.<BR></DIV></STRONG></FONT>
<DIV align=justify><FONT size=2 face=Arial><STRONG></STRONG></FONT> </DIV>
<DIV align=justify><STRONG><FONT size=3 face=Arial></FONT></STRONG> </DIV>
<DIV align=justify><FONT size=2 face=Arial><STRONG>Pablo E.
Chacon </STRONG></FONT></DIV>
<DIV align=justify><FONT size=2 face=Arial><STRONG>Revista Ñ, Buenos Aires,
4-5-2012</STRONG></FONT></DIV>
<DIV align=justify><FONT size=2 face=Arial><A
href="http://www.revistaenie.clarin.com/"><STRONG>http://www.revistaenie.clarin.com/</STRONG></A></FONT></DIV>
<DIV align=justify><FONT size=2 face=Arial><BR> </DIV></FONT>
<DIV align=justify><FONT size=2 face=Arial>En la narrativa estadounidense de la
posguerra, los enfermos de cáncer son legión, acaso como contrapartida a la
relativa estabilidad de ese país que reproducía en las comedias de Hollywood, el
american way of life y la explosión de los nacimientos, pocos años antes de la
proliferación de freak, disidentes y objetores de conciencia que dieron a las
décadas del sesenta y setenta otras coloraturas y estilos. </FONT></DIV><FONT
size=2 face=Arial>
<DIV align=justify><BR>Piénsese si no en las novelas de John Updike o de James
Salter, en la prosperidad urbana, siempre en tensión por una hibridez étnica
entre descendientes WASP e inmigrantes que se resuelve sólo en algunas zonas y
que se exporta, por la potencia de la industria del espectáculo, como un ideal
de convivencia, un lazo social preferentemente moderado, prescindente de las
excepciones bohemias de la costa este u oeste, que con el tiempo también
encontraron un lugar para sus nidos. En esa especie de Arcadia, el cáncer
asaltaba como un asesino serial y perforaba la sociabilidad que la guerra de
Vietnam y la crisis del petróleo terminaron por desbaratar, convirtiendo a ese
“modelo de tolerancia democrático” en un casino para especuladores financieros y
parias sin presente, sin futuro y sin cobertura social de ningún tipo.
<BR></DIV>
<DIV align=justify> </DIV>
<DIV align=justify>El tiempo siguió pasando (y las cosas empeorando) pero el
cáncer, caracterizado como un mal urbano, resistió y permanece, está, siempre,
omnipresente, amenaza latente, amparado bajo formatos clásicos y otros no tanto,
y cifras de afección y morbilidad sorprendentes en un país que concentra la más
alta tecnología de punta y la mayor cantidad de especialistas, como es el caso
de Siddhartha Mukherjee, el oncólogo que con este libro sobre el emperador de
todos los males ganó el año pasado el Premio Pulitzer haciéndose una pregunta
que, con toda probabilidad, es la clave de bóveda de la investigación: ¿En qué
punto nos encontramos en la batalla contra el cáncer, y cómo hemos llegado hasta
aquí? Lo que le ha dado pie para revisar y arriesgar hipótesis y construir una
suerte de biografía de una entidad que no cesa de aparecer, desaparecer y
reconvertirse, invitando a conjeturar sobre esa dolencia, que podría ser, entre
otras cosas, un modo o una variedad, con sintomatologías y cuadros específicos,
muchas veces mortíferos, del mismísimo malestar en la
cultura.<BR><BR><STRONG>Mal de todas las épocas</STRONG></DIV>
<DIV align=justify><BR>Sin embargo, no convendría estudiar el cáncer como una
enfermedad de época. Sucede que los avances sobre su especificidad y la
aparición de afectados resultó inversamente proporcional, después de la Segunda
Guerra Mundial, al descubrimiento de los antibióticos –la penincilina, el
cloranfenicol, la tetraciclina, la estreptomicina, que terminaron con la
tuberculosis y la poliomielitis, por ejemplo– que sumados a la mejora de las
prestaciones hospitalarias (mil nuevos establecimientos entre 1945 y 1960),
condujo a un salto cualitativo en la esperanza de vida de los norteamericanos,
de 47 a 68 años. Y después, al resto del mundo. </DIV>
<DIV align=justify><BR>Las personas no se morían de tuberculosis, infecciones,
sífilis o polio, y además vivían más. La pirámide se invirtió. Pero aparecieron
otras enfermedades, de la vejez o tercera edad, digamos, y el cáncer,
invencible, continuó su tarea, como lo venía haciendo desde tiempos
inmemoriales. </DIV>
<DIV align=justify><BR>“Para las enfermedades infecciosas con carácter de
epidemia”, escribe la ensayista alemana Christa Karpenstein, “se pueden
distinguir historicidades de época, en las que una enfermedad establece vínculos
especiales con regímenes de organización de orden social, prácticas de control,
subjetivación, simbolización, conocimiento y cuidado de sí, como Michel Foucault
lo ha demostrado para los casos de la lepra y la peste. La historicidad de época
de una enfermedad está relacionada, no en última instancia, con su curabilidad
manifiesta, es decir, con una revolución en el campo del saber que lleva a
prácticas medicinalmente exitosas. En este sentido, habría que sacar al cáncer
del catálogo de las enfermedades de época y evocar la sentencia del sabio romano
Celsus, que en la época de transición consideraba a la incurabilidad del cáncer
como la característica propia de esta enfermedad”. Los números que maneja el
biógrafo del rey del terror parecen no dejar margen a la duda: en 2010, unos
seiscientos mil estadounidenses y más de siete millones de personas en todo el
mundo morirán de cáncer. En Estados Unidos, una de cada tres mujeres y uno de
cada dos hombres desarrollarán un cáncer durante su vida. Una cuarta parte de
los estadounidenses, y alrededor del 15 por ciento de todos los fallecimientos
en el mundo, se atribuirán a él. En algunos países, el cáncer superará a las
enfermedades cardíacas como la causa más habitual de muerte.</DIV>
<DIV align=justify><BR>“Los oncogenes surgen de mutaciones en genes esenciales
que regulan el crecimiento de las células. Las mutaciones se acumulan en ellos
cuando los (agentes) carcinógenos dañan el ADN, pero también a causa de errores
aparentemente azarosos en sus copias cuando las células se dividen. El primer
aspecto podría prevenirse, pero el segundo es endógeno. El cáncer no es un
defecto de nuestro crecimiento, pero ese defecto está profundamente arraigado en
nosotros. Sólo podremos liberarnos del cáncer, entonces, en la medida en que
podamos liberarnos de los procesos de nuestra fisiología que dependen del
crecimiento: envejecimiento, regeneración, curación, reproducción”, escribe
Mukherjee.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Esto es: el cáncer no es una enfermedad sino muchas, que
comparten un rasgo: el crecimiento anormal de las células. “Sabemos que el
cáncer es una enfermedad causada por el crecimiento sin control de una sola
célula. Este es desencadenado por mutaciones, cambios en el ADN que afectan
específicamente a los genes encargados de estimular un crecimiento celular
ilimitado. En una célula normal, poderosos circuitos genéticos regulan la
división y la muerte celulares. En una célula cancerosa estos circuitos se
rompen, por lo que esta no puede dejar de crecer”. Y así parasita zonas del
cuerpo con células que abusando de la retórica, pueden llamarse “inmortales”,
descompensando ese delicadísimo equilibrio que las convenciones sociales llaman
salud. Pero a la fecha se desconoce la etiología de ese desencadenamiento, y
también la causa de la formación de tumores. En este punto, la biomedicina
actual plantea tratamientos caso por caso: el cáncer adopta todas las máscaras
posibles, es silencioso, sibilino, puede remitir o retornar, y es mortal.
Despachar la cuestión por medio de expedientes psicosomáticos es un placebo
previo a un sistema de cuidados paliativos. </DIV>
<DIV align=justify><BR>El doctor Mukherjee no está haciendo una declaración de
principios o una predicción sino una constatación. Pero para llegar a ese punto,
el camino que ha tenido que recorrer es largo, sinuoso, lleno de trampas y de
ilusiones, siendo las ilusiones quizás uno de los peligros más difíciles de
sortear porque las condiciones de producción de la enfermedad aparecerían,
tomadas al pie de la letra, como la cifra de un destino. </DIV>
<DIV align=justify><BR>Este texto, con todo, también está escrito contra esa
certeza.<BR><BR><STRONG>La enfermedad del saber</STRONG></DIV>
<DIV align=justify><BR>Es un lugar común de los obituarios o las necrológicas de
apuro leer que alguien ha pasado a mejor vida “después de una larga y penosa
enfermedad”. Esa larga y penosa enfermedad es el cáncer, y según la formidable
cantidad de testimonios que ha reunido este oncólogo que consiguió escribir un
libro que interesa e informa tanto al especialista como al lego, el emperador de
todos los males sigue siendo, aún en la época del desciframiento del genoma, un
estigma, una marca social indeleble, y un soporte de prejuicios casi
indestructibles. Pero también ha permitido –incluso por esas mismas razones–
trabajar a fondo, armar dispositivos sanitarios, unidades de investigación y
modelos teórico-prácticos menos optimistas que eficaces, sobre todo en el campo
de la prevención. </DIV>
<DIV align=justify><BR>Mukherjee revisa cada legajo, cada artículo, todos los
libros, conoce los textos de Hipócrates, sabe que los métodos arqueológicos
contemporáneos han detectado un osteoma, un tumor maligno, en los restos de un
esqueleto de un dinosaurio de 50 millones de años. Conoce los métodos egipcios
para tratar la enfermedad mediante pastas medicinales, y los métodos de
amputación babilonios. Y nomás empezar a escribir, reconoce que todo lo que sabe
(y lo que no sabe) debe agradecérselo a sus pacientes, a los sobrevivientes y a
los que se quedaron en el camino. Y también sabe que en 1858, Rudolf Virchow
transpone la medicina del cáncer a los procesos bioquímicos de la célula. Y que
por entonces los conocimientos de los patólogos no alcanzaban, como no alcanzan
tampoco hoy, aunque se esté más cerca, sin saber muy bien más cerca de qué.
Entonces decide guiarse por un caso (un cáncer de mama) y por el inexplicable
altruismo del “quimioterapeuta” Sidney Farber –dedicado a la leucemia infantil–
y a su socia, Mary Lasker, en la campaña que se disponen a emprender: conseguir
dinero público, asistencia técnica y publicidad para dar voz al cáncer y sacarlo
de las mazmorras donde los enfermos lo único que podían, además de someterse,
con suerte, a sesiones de radioterapia y quimioterapia, era esperar la muerte.
Avanza el biógrafo y aclara que la técnica de diagnóstico que implica la
detección precoz por medio de mamografías es un avance importante, que redujo un
28 por ciento la morbilidad de las mujeres, y que se complica cuanto más pasa el
tiempo, y se complica más todavía porque –extraño hereje el cáncer– no se deja
medir, ni siquiera por métodos genéticos, en grandes poblaciones. Por supuesto,
mejor prevenir que curar; mejor hacer campañas de marketing sobre la necesidad
de controles periódicos que no hacerlas; y mejor que aterrorizar a los sujetos
con causalidades jamás probadas (el fumar es perjudicial para la salud), es
reivindicar el derecho a hacer uso, abuso o nada con el cuerpo de uno, siempre
que no comprometa a terceros. </DIV>
<DIV align=justify><BR>Estamos hablando de medicina, no de moral: reclamar la
diferencia para tener derecho a la indiferencia implica detener toda imputación
de éxito o de fracaso a una singularidad. El sufrimiento no es unívoco. Ese
detalle al capitalismo jamás le importó. Y es justamente ese detalle el que
tienen en cuenta Farber y Lasky cuando consiguen concientizar a amplios sectores
de la sociedad de que el cáncer no es una maldición sino una contingencia y que
se necesita todo el dinero que sea posible para estudiar y estudiar qué hacer,
cómo entender las “razones” de una célula que “decide” no “morir” y matar, a la
larga o a la corta, a su portador.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Así, el cáncer alcanza una extraña popularidad, casi
romántica, durante los sesenta y los setenta, edad de oro del estado benefactor,
cuando la juventud (y la técnica, y la publicidad) decide la muerte de la
familia y en la cual, según el doctor que pasa siete años escribiendo este libro
bajo un epígrafe de su admirada Susan Sontag, supone que hay tres factores
determinantes para la formación de ese nuevo contexto: el aumento de la
esperanza de vida; la precisión de los diagnósticos; y el estigma de
incurabilidad, que no logra quebrarse ahora, ni antes con las versiones
“ambientales”, la de Alexander Solzhenitsin en El pabellón de los cancerosos ,
por ejemplo, o la de la propia Sontag en La enfermedad y sus metáforas , o la de
Fritz Zorn en Marte , una implacable denuncia de la burguesía como máquina de
represión de las pulsiones que vale más como crítica sociológica que como
documento médico, acaso demasiado contaminado por las libertades (condicionales)
que dispensaban entonces Wilhelm Reich y Herbert Marcuse. </DIV>
<DIV align=justify><BR>En otras palabras, “el cáncer se convierte en el efecto
de un autodesarrollo deficiente, de una vida sexual poco satisfactoria y de una
falta de conciencia del propio cuerpo, una falta de impulso depresiva, de la
alienación y el bloqueo de la capacidad de expresión, del duelo insuficiente
después de pérdidas”, dice Christa Karpenstein, ubicando al mal en el orden de
la culpa y de la autorresponsabilidad, obligando a una higiene espiritual y
física de pronóstico reservado, casi como una debilidad de la que habrá que
reponerse o precisamente, responsabilizarse de las consecuencias. Ese es el
orden simbólico donde está inscripto el cáncer, a la par que los biólogos
empiezan sus trabajos con los especialistas en genética para relanzar otro
paradigma, el actual, donde si bien las esperanzas de derrotar al emperador no
se han perdido, el abordaje cambia radicalmente.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Escribe Mukherjee: “La guerra contra el cáncer estará
mejor ganada si redefiniéramos el concepto de victoria”. Se ganarán batallas, se
perderán, se ganará calidad de vida de algunos y se retrasará la muerte de
muchos. ¿Eso justifica una investigación sobre el papel de las tabacaleras, los
laboratorios, el poder político y mediático? Seguro que sí, pero poniendo a
resguardo la responsabilidad del enfermo. Porque este libro fundamental para
entender cuánto se sabe sobre el cáncer y si hay algo más que saber o si bien ya
se ha llegado a un límite que compromete a la estructura misma del discurso de
la ciencia y a la capacidad inmunológica de los humanos, es imposible evaluarlo.
Tanto como continuar investigando sobre el trazado que deja ese saber que no
sabe que sobre un cuerpo la muerte no deja más escritura que la que puede leer
un forense.
<HR>
</FONT></DIV></BODY></HTML>