<!DOCTYPE HTML PUBLIC "-//W3C//DTD HTML 4.0 Transitional//EN">
<HTML><HEAD>
<META content="text/html; charset=iso-8859-1" http-equiv=Content-Type>
<META name=GENERATOR content="MSHTML 8.00.6001.23501">
<STYLE></STYLE>
</HEAD>
<BODY background="" bgColor=#ffffff><FONT size=2 face=Arial>
<DIV align=justify>
<HR>
</DIV>
<DIV align=center><STRONG><FONT size=4><U>boletín solidario de
información<BR></U><FONT color=#800000 size=5>Correspondencia de
Prensa<BR></FONT><U>24 de agosto de 2013<BR></U><FONT color=#800000
size=5>Colectivo Militante - Agenda Radical<BR></FONT>Montevideo -
Uruguay<BR>Redacción y suscripciones: </FONT></STRONG><A
href="mailto:germain5@chasque.net"><STRONG><FONT
size=4>germain5@chasque.net</FONT></STRONG></A></DIV>
<DIV align=justify>
<HR>
</DIV>
<DIV align=justify> </DIV>
<DIV align=justify><STRONG><FONT size=3>Memoria</FONT></STRONG></FONT></DIV>
<DIV align=justify><FONT face=Arial><STRONG></STRONG></FONT> </DIV>
<DIV align=justify><FONT size=2 face=Arial><STRONG><FONT size=3>Los dos pilotos
de Hiroshima <BR></FONT></STRONG> <BR> <BR><STRONG>José Pablo
Feinmann *<BR>Brecha, Montevideo, 24-8-2013</STRONG></FONT></DIV>
<DIV align=justify><FONT size=2 face=Arial><A
href="http://brecha.com.uy/"><STRONG>http://brecha.com.uy/</STRONG></A></FONT></DIV>
<DIV align=justify><FONT size=2 face=Arial></FONT> </DIV>
<DIV align=justify><FONT size=2 face=Arial><BR>Cierta vez, un 6 de agosto de
1945, en distintos aviones, dos hombres volaron sobre la ciudad de Hiroshima. Se
acaban de cumplir 68 años del suceso. Uno era el general Paul Tibbets,
comandante del operativo. Su avión habría de lanzar la primera bomba atómica
sobre una ciudad abierta, que vivía uno más de los difíciles días de la guerra.
Pero a esa vida se habían acostumbrado. Alguna vez –pensaban– terminaría. La
guerra, primero. Los difíciles días, después. Había en esa ciudad, había en
Hiroshima, todo lo que suele haber en una ciudad, hombres buenos y malos,
mujeres laboriosas, niños que esperaban un futuro para hacerlo suyo y vivirlo
con todo derecho, ancianos que se preparaban para una muerte dulce pese al
horror de los últimos años. También había animales, que no saben hacer
algoritmos, que no saben dividir el átomo, pero su capacidad de sufrimiento es
la misma que la de cualquier humano. Deben ser incluidos en la masacre.
</FONT></DIV><FONT size=2 face=Arial>
<DIV align=justify><BR>El otro hombre se llamaba Claude Eatherly y su tarea
consistía en fijar el blanco preciso donde la bomba habría de caer. Se equivocó
por poco. Debía señalar un puente. Señaló un hospital. A primera vista uno dice
qué horror: un hospital en lugar de un puente. No, en un bombardeo normal habría
sido un error imperdonable, pero en éste no. Era lo mismo. Tanto el hospital
como el puente desaparecieron de la realidad en cinco minutos, o algo así.
¿Importa un minuto menos o un minuto más? Cuando Eatherly regresó a la base, sus
compañeros le dijeron –entre la sorna y el asombro–: “¿Sabés lo que hiciste,
Claude? Mataste a 200 mil personas en cinco minutos”. Algunos hasta lo
felicitaron. Eatherly quedó paralizado. El horror y la culpa penetraron tan
hondamente en su sensible conciencia moral que jamás habrían de salir de ahí, y
lo llevarían a la locura. Años más tarde, al hospital Waco donde estaba
internado por graves trastornos mentales llegó una carta inesperada. Era del
distinguido filósofo alemán Günther Anders, discípulo de Heidegger, exiliado del
nazismo, esposo de Hannah Arendt, un hombre también de extrema sensibilidad que
había entregado su vida luchando contra el armamentismo nuclear. Decía, en
alguna de sus partes: “El que precisamente usted, y no cualquier otro de entre
sus miles de millones de contemporáneos, se haya condenado a ser un símbolo, no
es culpa suya, y es ciertamente horrible. Pero así es”.(1) Más adelante añadía
una frase de una precisión, de una verdad desgarradora: “También usted,
Eatherly, es una víctima de Hiroshima”. </DIV>
<DIV align=justify><BR>La tragedia de Claude Eatherly –y desde luego de los
cientos de miles de víctimas de Hiroshima y Nagasaki– había empezado el 2 de
agosto de 1939. En esa fecha Albert Einstein, un científico que ha pasado a la
historia como un viejito divertido que saca la lengua en una foto que busca
exhibir su espíritu juguetón, su espíritu de sabio distraído, temeroso de que
Alemania pudiese elaborar la bomba atómica antes que los aliados, envió al
presidente Roosevelt una carta que dice mucho y tal vez todo: “Algunos recientes
trabajos (...) me llevan a esperar que en el futuro inmediato el uranio pueda
ser convertido en una nueva e importante fuente de energía. Algunos aspectos de
la situación que se han producido parecen requerir mucha atención y, si fuera
necesario, inmediata acción de parte de la Administración”. Las palabras que
escribe seguidamente revelan su determinación de entregarle al poder militar una
bomba tan poderosa como ninguna, ni remotamente, antes lo había sido: “En el
curso de los últimos cuatro meses se ha hecho probable el iniciar una reacción
nuclear en cadena en una gran masa de uranio, por medio de la cual se generarían
enormes cantidades de potencia y grandes cantidades de nuevos elementos
parecidos al uranio. Ahora parece casi seguro que esto podría ser logrado en el
futuro inmediato. Este nuevo fenómeno podría ser utilizado para la construcción
de bombas, y es concebible –pienso que inevitable– que pueden ser construidas
bombas de un nuevo tipo extremadamente poderosas”. Una de las cosas que hoy
resultan desagradables de esa carta –entre tantas otras– es que Einstein
antepone a su firma la fórmula: “Su seguro servidor”. Luego se arrepintió. Dijo
que envió esa carta por el temor de que Hitler tuviera la bomba antes que todos.
</DIV>
<DIV align=justify><BR>No creo mucho en los arrepentimientos. No sirven de nada,
o casi nada. Ninguno de los muertos de Hiroshima y Nagasaki volvió a la vida por
el arrepentimiento del “sabio”. Ni Claude Eatherly se curó de su locura. Por el
contrario, el “otro” piloto de Hiroshima (aunque, en rigor, el “otro” es
Eatherly, no sólo porque no comandaba la misión sino porque se convirtió en el
“otro” al enloquecer, al no aceptar ser un “héroe de la patria” que había
salvado con esa acción a millones de jóvenes estadounidenses de morir en la
continuación de la guerra contra el imperio de Hirohito), el general de brigada
Paul Tibbets, aceptó gozoso el papel de héroe que Estados Unidos requería de los
hombres de esa misión exterminadora. Hay que entender esto: Eatherly, con su
locura, con su conciencia desgarrada, era la denuncia viviente del horror de la
masacre nuclear. ¿Qué pasaba con ese desgraciado, ese infeliz que se la pasaba
lloriqueando por todas partes en lugar de mostrarse como el héroe que era?,
rugían los militares. Había que esconderlo. El mundo no debía saber nada de
Claude Eatherly. El estrellato sería para Tibbets y sus otros hombres, todos
valientes, todos patriotas, todos sanos soldados de la patria. Incluso el
general de brigada Paul Tibbets se transformó en un propagandista de su misión a
bordo del Enola Gay (nombre que le puso al avión que llevaba la bomba en honor a
su madre), con frases que han quedado para la historia del cinismo: “Hice lo que
tenía que hacer. Lo haría de nuevo. Sepan que duermo tranquilo”. En 1952 se
filma una película sobre aspectos de su vida y la bomba sobre Hiroshima. Nada
menos que una estrella como Robert Taylor asume la responsabilidad de
interpretarlo. Durante esos días Robert Taylor ya denunciaba comunistas en los
tribunales de MacCarthy. De todos modos, cuando ve el hongo atómico desde su
avión dice: “Dios mío, ¿qué hemos hecho?”. Los cineastas intentaron humanizar,
no exactamente a Tibbets, sino al piloto estadounidense sobrepasado por el
espectáculo casi místico del monstruo enceguecedor, gigantesco, jamás visto.
Tibbets se ofende: “Yo no dije eso. Eso lo habrá dicho Robert Taylor”. En rigor,
Taylor sólo dice: “Dios mío”, acaso porque hicieron otra versión cuando
advirtieron que era demasiado “arrepentimiento”. Algún halcón dijo: “¿Cómo qué
hemos hecho? Hicimos lo correcto. Había que terminar la guerra, mierda”. Claro
que la terminaron. Pero Japón ya se había rendido. </DIV>
<DIV align=justify><BR>Después de Pearl Harbor, MacNamara y Curtis Le May (el
más temible de los militares estadounidenses), con vuelos rasantes, arrojaban
bombas incendiarias sobre las ciudades japonesas. “Veníamos matando cien mil
civiles por noche. ¿Para qué la bomba?” MacNamara (en el gran documental La
niebla de la guerra) dirá: “Si no hubiéramos ganado nos habrían condenado por
criminales de guerra”. </DIV>
<DIV align=justify><BR>Las bombas de Hiroshima y Nagasaki no se tiraron contra
los japoneses –ya agotados y deseosos de rendirse, algo que Estados Unidos
deliberadamente les tornaba imposible porque les exigía la entrega de la
soberanía– sino contra la Unión Soviética. Eisenhower y MacArthur se opusieron
con furia al uso de la bomba. Nixon los trató de comprender. Dijo a la opinión
pública: “Son soldados muy profesionales. Sólo conciben atacar blancos
militares. Nunca civiles”. Eisenhower insiste: “¿Cómo pueden arrojar sobre una
ciudad esa cosa horrible?”. Y MacArthur: “Las guerras no se ganan matando a
mujeres y niños”. Churchill, un civil, había aceptado hacerlo con la ciudad
alemana de Dresde. Allí murieron cerca de 200 mil civiles. Casi tantos como en
Hiroshima y Nagasaki.</DIV>
<DIV align=justify><BR>Eatherly fue la conciencia moral de la tragedia. El
hombre que no pudo tolerar el horror.</DIV>
<DIV align=justify><BR>No puede dormir. Le dan somníferos. Se aferra a la
bebida. El alcohol –por un tiempo al menos, aunque breve– calma la angustia.
Pero no: en 1950 elige quitarse la vida. Para su desgracia, lo salvan. Otra vez
a una clínica psiquiátrica. Su mujer –harta de tolerarlo– lo abandona. Sus
amigos se avergüenzan de él. Sobre todo sus compañeros en la misión de
aniquilamiento. Se le acerca el filósofo Günther Anders, y esa correspondencia
que entablan es un gran documento. Anders –pacifista toda su vida– termina sus
días pregonando la violencia: única salida, dice. Claude Eatherly muere en 1978,
en un manicomio, a los 70 años. Tibbets –lleno de gloria y condecoraciones–
muere en noviembre de 2007. Tenía 92 años. Hasta el último día de su vida, dijo:
“Siempre duermo tranquilo”. </DIV>
<DIV align=justify> </DIV>
<DIV align=justify>* Intelectual argentino. </DIV>
<DIV align=justify> </DIV>
<DIV align=justify><STRONG><U>Nota</U></STRONG></DIV>
<DIV align=justify> </DIV>
<DIV align=justify>1) Günther Anders, El piloto de Hiroshima. Más allá de los
límites de la conciencia. Paidós, Madrid, 2010.</FONT>
<HR>
</DIV></BODY></HTML>