Brasil/ en las periferias urbanas, búnkeres para pobres [Claudia Bellante]
Ernesto Herrera
germain5 en chasque.net
Jue Abr 17 00:11:56 UYT 2014
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Correspondencia de Prensa
boletín informativo – 17 de abril 2014
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A l’encontre – La Breche
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Brasil
Los complejos habitacionales que construyeron Lula y Dilma Rouseff…
En las periferias urbanas
Countries para pobres
Desde hace cuatro años se multiplican en las periferias urbanas de Brasil
los complejos habitacionales ideados para alojar a familias de clases bajas.
Sólo en la zona oeste de Rio de Janeiro unas 10 mil personas viven en esos
condominios levantados por el gobierno. Son como búnkeres, como countries
para pobres, y sus habitantes provienen mayoritariamente de las favelas. La
siguiente es una crónica de la vida en uno de ellos, el de Coimbra.
Claudia Bellante, desde Rio de Janeiro
Brecha, Montevideo, 17-4-2014
http://brecha.com.uy/
El condominio Coimbra es el último de una serie de seis bloques de edificios
casi idénticos entre sí que se encuentran en la avenida Palmares, un camino
rural rodeado de nada, en el municipio de Santa Cruz, en la zona oeste de
Rio de Janeiro. Para entrar hay que atravesar un portón y ser reconocido por
el portero, que apunta el nombre y el número de matrícula del visitante en
un registro. A este tipo de construcciones en Brasil se les llama
habitualmente “condominios fechados” (cerrados), pero por lo general están
habitados por ricos que quieren mantener fuera de sus puertas los peligros
reales o supuestos de la calle. Aquí, sin embargo, parecen jaulas, y los que
viven dentro, casi como si fueran presos, provienen precisamente de esas
calles tan llenas de precariedad, violencia e injusticia que hasta hace poco
eran su hogar.
Llegamos a Coimbra un viernes a las seis de la tarde. Las farolas, entre un
bloque y otro de edificios, ya están encendidas y emiten una luz tenue. El
sol de invierno se pone temprano en Rio de Janeiro. Los niños juegan, gritan
y hacen volar cometas, más populares que los balones de fútbol en este
suburbio carioca. Fátima y María, dos mujeres negras, robustas y sonrientes,
han terminado de instalar sus pequeños quioscos y están listas para calentar
pizzas y freír pinchos de pollo. De postre ofrecen mousses de limón,
frutilla y fruto de la pasión. María prepara cincuenta porciones todos los
días, excepto los domingos, que es día de descanso.
Hemos venido aquí para tratar de entender cómo se vive en los nuevos
complejos habitacionales que están surgiendo en los últimos años en las
afueras de las ciudades brasileñas. Un millón de viviendas diseñadas para
las clases bajas que el entonces presidente Lula decidió construir en marzo
de 2009, cuando junto con la entonces ministra y hoy presidenta Dilma
Rousseff puso en marcha el proyecto Minha Casa, Minha Vida, al que destinó
unos 34.000 millones de reales.
De acuerdo con datos facilitados por la Secretaría Municipal de Vivienda,
desde el principio de la operación en el municipio de Rio de Janeiro han
sido planeadas 66.270 unidades (entregadas o en construcción). De este
total, 33.363 corresponden a familias con un ingreso mensual de hasta 1.600
reales (720 dólares), y el 90 por ciento de ellas se encuentran en la zona
oeste de la ciudad. Coimbra y sus quintillizos de cemento se inauguraron
hace poco más de un año y son el resultado de esa operación.
Enemigos íntimos
Leandro Ferreira fue el primero en llegar a Coimbra, en mayo de 2012. Tiene
33 años y vive con Gabriela (25), madre de cuatro de sus seis hijos, tres
varones y tres niñas. Los ocho comparten un apartamento compuesto, como
todos los del condominio, por un salón, una cocina, un baño y dos
dormitorios: 50 metros cuadrados en total.
Leandro es alto, muy delgado, los dientes y el rostro consumidos. Lleva unas
trencitas que le cubren la frente, tiene ojos marrones y piel morena. Va
vestido con un traje de baño azul, una camisa de manga larga descolorida y
un par de chancletas negras.
Leandro es el síndico de Coimbra, el administrador. Se ocupa de recoger el
dinero para los gastos comunes del condominio y de la organización del
edificio. Pero, sobre todo, trata de mediar entre los vecinos, que a menudo
se pelean. “Incluso cuando vivía en la favela estaba acostumbrado a manejar
situaciones complicadas. Aquí trato de que todos estén de acuerdo, pero es
difícil. Hay personas que vienen de diferentes lugares, controlados por
comandos diferentes y a pesar de que ya no estamos en una favela siguen
sintiéndose enemigos”, dice a Brecha.
Cuando habla de “comandos” Leandro se refiere a los grupos de traficantes
que en Rio de Janeiro luchan entre sí por el control del mercado de drogas.
Leandro ha pasado toda su vida en un entorno difícil, abusivo, inmerso en la
miseria y la degradación. “En Ciudad de Dios vivíamos en una choza en un
área de la favela que con otras familias habíamos invadido. Solíamos
llamarla ‘El cementerio’, porque los traficantes tiraban ahí los muertos.
Creo que lo que la Prefectura ha hecho por nosotros dándonos una casa es
algo bueno, aquí estamos mucho mejor que antes. Pero hay tantas cosas que
todavía no funcionan...”, dice.
Vamos a dar una vuelta y probamos una de las pizzas hechas por Fátima y una
mousse de fruto de la pasión de María. Los puestos de venta dentro y fuera
de los condominios son los únicos lugares de reunión del barrio. No hay
clubes, bares o restaurantes. Sólo una plaza, al final de la carretera,
donde el viernes por la noche se organizan fiestas. La música, estrictamente
funky, viene directamente de las grandes cajas que los chicos han montado en
el maletero de sus coches.
Leandro nos lleva a ver un espacio de tierra entre un edificio y otro,
cubierto de pasto y basura. “Estamos tratando de conseguir el permiso para
organizar aquí un pequeño mercado donde la gente pueda armar sus quioscos y
vender lo que produce: alimentos, artesanías... Aquí –dice señalando otro
espacio abandonado– se iba a construir un centro médico, pero las obras
están paradas. Si juntamos a todos los residentes de los nuevos condominios
son casi 10 mil personas. Necesitamos un hospital, escuelas para nuestros
niños y un centro de formación para adultos.”
Santa Cruz es un importante polo industrial de Rio, donde se concentran
grandes empresas químicas y mecánicas que se van ampliando y buscan mano de
obra calificada. “Muchos de nosotros en la favela siempre hemos sobrevivido
con lo que encontrábamos. Y si un día no tenías suerte estaba el comedor
popular donde se comía por un real. Aquí es diferente, ahora tenemos que
buscar un empleo seguro para vivir, pero no estamos formados.”
Hervidero
El fin de semana Coimbra hierve de gente Las pocas tiendas instaladas a lo
largo de la avenida Palmares están abiertas. Justo en frente de nuestro
condominio hay un pequeño supermercado que vende de todo. “Aquí las cosas
son más caras que en la ciudad –admite una señora–, pero no hay ningún otro
lugar donde podamos ir para hacer la compra.”
Los jugos de frutas, que en Brasil se venden en cada esquina gracias a la
abundancia de materia prima, aquí no se encuentran. Sólo el verdulero del
final de la carretera, que abrió hace un par de días, promete que cuando
haya limpiado y ordenado todo podrá hacer un jugo de naranja.
En la tienda encontramos a Waldomiro. Es un viejecito que lleva una gorra a
cuadros de lana y grandes gafas. Vivía en Guaratiba, otro barrio de la zona
oeste, pero mucho más cerca del mar y del centro de la ciudad. “Mi edificio
fue demolido y, a cambio de mi casa, que valía 200 mil reales (unos 90 mil
dólares), me han dado esto.” El suyo es el apartamento 204, en el segundo
piso del bloque 02 del condominio Almada, al lado del Coimbra, cuyo precio
de mercado es 50 mil reales. “Desde que llegué aquí hace un año se me hace
difícil caminar, tengo que tomar cuatro medicamentos al día. Voy a seguir
adelante sólo con la pensión, pero a veces no es suficiente: una caja de
medicamentos cuesta 107 reales. Mis hijos vienen a verme raramente porque
este lugar está lejos; yo me siento solo y me quiero ir. ¿Ustedes quieren
comprar mi casa?”
Según el reglamento elaborado por el gobierno, las personas que reciben un
alojamiento tienen la obligación de permanecer allí por lo menos cinco años,
sólo pagando las cuotas del condominio. Después de ese tiempo se convertirán
oficialmente en propietarios y podrán venderlo o alquilarlo, pero son pocos
los que cumplen lo pactado.
“El 50 por ciento ya vendió a precio de banana –grafica Alinia, una
habitante de Coimbra que en su casa ha montado una peluquería–. Llegué hace
un año y ya tuve tres vecinos diferentes.” Alinia viene de Providencia, la
favela más antigua de toda América del Sur, parcialmente “limpiada” para dar
paso al proyecto de revitalización urbana Porto Maravilha. “Van a hacer un
teleférico para los turistas”, explica mientras termina de secarle el
cabello a Marcia, su vecina y clienta.
“Está prohibido trabajar en casa, lo sé, y si se enteran nos echan, pero ¿de
qué otra manera vamos a comer? Antes ganaba 1.500 reales por mes (630
dólares), aquí lo máximo que puedo pedir son siete por un corte y 15 por un
tinte. Los piojos a los niños se los curo gratis. En el condominio hay
personas que padecen hambre.” “Nuestras heladeras son piscinas, en el
interior sólo hay agua”, añade su amiga riendo. Marcia es empleada doméstica
y desde que se mudó a Coimbra necesita el doble de tiempo para llegar a la
casa de la familia para la que trabaja. Su salario es de poco más de 1.000
reales.
Alinia no es la única que ha transformado su alojamiento en una tienda.
También lo ha hecho Lucieni, que vende maníes, papas fritas y meriendas.
“Abro a las 8 de la mañana y cierro a las 11 de la noche, pero los clientes
me vienen a llamar en cualquier momento.” Lucieni es de Penha, una comunidad
dentro del Complexo do Alemão, un barrio compuesto por 14 favelas que se
encuentra en la zona norte de Rio de Janeiro.
De otro complejo, Da Maré, que se desarrolló cerca del aeropuerto
internacional, provienen Janaidas y Cidicley. Llevan 25 años casados y con
unos amigos han organizado una barbacoa en el patio. Toman cerveza y comen
salchichas asadas. Janaidas es feliz con su nuevo alojamiento: “Encontré
trabajo en una empresa de limpieza en un condominio cerca de aquí. Me gusta
Santa Cruz, es tranquila y no tengo miedo por mis hijos. No hay
contrabandistas, se puede pasar todo el día fuera. Y la vida es más barata.
En la favela la camioneta que los llevaba a la escuela me costaba 240 reales
al mes (100 dólares), aquí voy a pagar 70”. Cidicley es carpintero en una
empresa de construcción y se ha quedado en Da Maré. “Vengo a verla el fin de
semana, pero no puedo vivir aquí. Es demasiado lejos, perdería mi trabajo si
me mudara.”
Susana, una joven de 16 años, abandonó Salvador de Bahía para venir a
Coimbra. Su hermano mayor, que se había trasladado a Rio hace años, fue
admitido en las listas de asignación y cuando consiguió una vivienda su
madre pensó que para ella la vida en la capital carioca iba a ser mucho
mejor. Pero se equivocaba: “Desde que estoy aquí he dejado de ir a la
escuela porque en los colegios de la zona no hay lugar para mí”, dice. “¿Has
ido a la playa alguna vez?”, le pregunto. “No, está demasiado lejos y mi
hermano no tiene tiempo para llevarme.”
Milicias y aislamiento
El Coimbra cumplió hace unos pocos meses un año de construido, pero ya
parece estar en decadencia. En algunos barrios cercanos, por ejemplo Cosmos,
hay gente a la que el gobierno le entregó una vivienda equipada. Aquí en
Santa Cruz los apartamentos carecían no sólo de muebles, sino también de
algunos retoques finales en pisos y ventanas. Las paredes de las partes
comunes se están descascarando y muestran los signos evidentes del paso de
cientos de niños que residen en el edificio.
En el bloque 17 vive Gabriel. Es difícil no fijarse en él. Está apoyado en
el alféizar de la escalera que conduce a su apartamento con un libro
abierto. A su alrededor, la música y los ruidos habituales de un sábado por
la tarde no parecen molestarle. Nos saluda con un movimiento de cabeza y nos
invita a visitarlo. Si queremos saber cómo se vive en Coimbra él tiene mucho
para contar, dice.
Gabriel tiene 37 años, pero parece más joven. Vive con María y la hija
adolescente de ella. María es mucho mayor que él, con el rostro lleno de
cicatrices, el pelo despeinado, y cuando llegamos se pone nerviosa. “No le
gustan las visitas.” María murmura para sí misma y nos mira con recelo, pero
Gabriel empieza a hablar y va directo al grano.
“Aquí está la milicia que controla y hace cumplir sus normas: no a las
drogas, y si ve algunas las hace desaparecer. No toleran la violencia
doméstica y los robos. Mantienen el orden, es verdad, pero vivimos con
miedo, al igual que cuando estábamos en la favela.”
Le pregunto cómo hace la milicia para enriquecerse: “Cada familia tiene que
pagar una cuota mensual. Unos 20 o 30 reales. Es como si fueran guardias
privadas, pero si no pagamos nos amenazan de muerte. Nos vemos obligados a
recurrir a ellos para obtener supergás y televisión por cable, y si queremos
ir a cualquier lugar tenemos que tomar sus autobuses. No tenemos otra
alternativa.”
El aislamiento es el principal mal que sufren los habitantes de la avenida
Palmares. La calle principal, avenida Brasil, donde paran los autobuses de
línea que llevan al centro, está a dos quilómetros de distancia. A pie, se
tarda más de media hora. Desde Coimbra, que es el último de la fila, aún
más. La Prefectura construyó los edificios pero no pensó en la necesidad
natural de movilidad de los nuevos habitantes, por lo que la milicia se
aprovechó de ello creando su propia flota de camiones, autobuses y
motocicletas. Cada pasaje cuesta dos reales, y no hay descuentos.
Gabriel es de Niteroi, la ciudad que está al otro lado del mar y que se
conecta con Rio de Janeiro por un puente de 13 quilómetros, el más largo de
América Latina.
Se conoció con María en el barrio de Lapa, famoso por sus bares, clubes y
vida nocturna. Ambos vendían maníes en un semáforo.
Gabriel no abandona su libro de Biología II. “Estoy estudiando porque quiero
tratar de pasar el examen para funcionario público. Si en Brasil sos pobre y
negro tenés que trabajar dos veces más.” Gabriel no tiene familia, sus
padres están muertos y sus hermanos huyeron de la comunidad en la que vivían
por problemas relacionados con la delincuencia. El sofá en el que nos
sentamos a hablar está desgastado y cubierto de pequeñas barcas de madera.
“Las hago para vender, cuestan 20 reales. Van muy bien.” María comienza a
quejarse de nuestra presencia y Gabriel nos lleva hacia abajo. “Te voy a
decir una cosa que nunca le he contado a nadie. Cuando era pequeño gané un
concurso de idiomas organizado por la escuela. También se publicó un
artículo mío en el periódico, pero no quise que se supiera. No quiero que
descubran que soy inteligente. Prefiero que sigan pensando que soy un
mediocre, así cuando al final lo haya logrado se sorprenderán y dirán: ‘Pero
mirá este tipo, ¿quién se imaginaba?’” Me saluda y apunta en mi cuaderno de
notas su correo electrónico: augustob612 en hotmail.com.
<mailto:augustob612 en hotmail.com> “Augusto es mi segundo nombre, mientras
B612... ¿cómo que no sabés? Es el planeta de El Principito...”
El lunes regresamos a casa, a 60 quilómetros de Santa Cruz, en la Rio de
Janeiro que todo el mundo conoce y de la que se enamora con tanta facilidad.
La que da al océano, lánguida, abrazada y protegida por el Cristo redentor
que nunca mira a los que están detrás de él.
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