García Márquez/ "Bateman: misterio sin final", el reportaje que escribió Gabo [Semana]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Abr 18 10:33:04 UYT 2014


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Correspondencia de Prensa

boletín informativo – 18 de abril 2014

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A l’encontre – La Breche

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Gabriel García Márquez (1927-2014)



Bateman: misterio sin final



Fue su primer reportaje tras ganarse el Nobel de Literatura. Un relato de la
desaparición de Jaime Bateman Cayón, el comandante guerrillero del M-19





Semana, Bogotá, 18-4-2014

http://www.semana.com/





Este primer gran reportaje de Gabriel García Márquez después de haber ganado
el Nobel de Literatura, tiene su origen en una reunión informal con la
redacción de esta revista. Durante una discusión sobre la desaparición de
Bateman, García Márquez manifestó su extrañeza ante el hecho de que semanas
después del accidente, los medios de comunicación no hubieran realizado la
obvia investigación que imponía un suceso de esta naturaleza.



Criticó el "síndrome de la chiva" que, según él, vive el periodismo
colombiano y apostó que podía demostrar que un tema bien investigado podía
ser más interesante que cualquier "chiva", aun cuando apareciera con
retraso. La apuesta, como verán nuestros lectores, la ganó García Márquez y
aquí está el resultado. El reportaje fue publicado por Semana en la edición
del 6 de agosto de 1983.

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Bateman: misterio sin final



La avioneta monomotor Piper PA 28 con matrícula colombiana HK 2139P y
piloteada por el político conservador Antonio Escobar Bravo, salió del
aeropuerto "Simón Bolívar" de Santa Marta a las 7:45 de la mañana del pasado
28 de abril con un plan de vuelo visual cuyo destino final era el aeropuerto
civil de Paitilla en la ciudad de Panamá. Sin embargo, 7 minutos después
aterrizó a pocos kilómetros de la población de Ciénaga, en una antigua pista
comercial fuera de servicio, donde la esperaba un grupo de 10 personas. Tres
subieron a bordo: dos hombres y una mujer. El más alto de ellos, flaco y un
poco escuálido, con una camisa de mezclilla azul y una gorra de capitán de
barco, era el hombre más buscado de Colombia desde hacía 5 años: Jaime
Bateman Cayón comandante máximo del M-19 .



Sólo ellos y unos pocos miembros de la organización sabían que la avioneta
debía hacer una escala clandestina en otro aeropuerto fuera de servicio
cerca de Montería, donde estaba prevista una reunión con delegados del
Ejército Popular de Liberación (EPL), para discutir los pormenores de un
programa de acciones conjuntas. Después debía proseguir hacía Panamá, donde
se suponía que iba a llegar un emisario personal del presidente Belisario
Betancur, para entablar conversaciones de paz. La avioneta hizo un último
contacto con el control aéreo de Panamá 2 horas y 17 minutos después de
decolar de Santa Marta, y cuando se encontraba a 55 millas náuticas del
aeropuerto de Paitilla, pero no aterrizó nunca. Esto es todo cuanto se sabe
con seguridad absoluta cuatro meses después de la desaparición de Jaime
Bateman, y al cabo de una búsqueda intensa por tierra, mar y aire durante 70
días. Todo lo demás son suposiciones.



Recogiendo sus pasos



La suposición más arraigada --contra toda evidencia- es que no ha muerto.
Cada quien tiene un argumento propio y una esperanza distinta para seguir en
el engaño, como ocurre con Emiliano Zapata en México, como ocurrió durante
tantos años en el mundo con Adolfo Hitler, y como ha ocurrido desde siempre
con otros tantos que han sido devorados por la leyenda. En cambio, los
únicos que creen que en efecto está muerto sin ninguna duda son algunos
amigos de la infancia de Bateman que estuvieron con él en Santa Marta en los
días previos a su desaparición. Pero su certidumbre tampoco se funda en
ningún análisis racional, sino todo lo contrario, en la creencia caribe de
que hay seres con el privilegio sobrenatural de volver a los sitios de sus
afectos y repetir los mismos actos de sus mejores recuerdos en los días
anteriores a su muerte. Se dice entonces que esa persona está "recogiendo
sus pasos". Bateman, en efecto, se comportó en la última semana de su vida
como si lo estuviera haciendo.



Había llegado a la costa caribe el 19 de abril, cuando concedió la que había
de ser su penúltima conferencia de prensa en algún lugar cercano a
Cartagena, con motivo del decimotercer aniversario de su movimiento. Si bien
trataba siempre de darle algún contenido histórico a aquella fecha, nunca
fue muy cuidadoso con su propio cumpleaños --cinco días después--, y muchas
veces, inclusive, lo olvidaba.



Este 24 de abril sería diferente. A pesa de los riesgos enormes que corría
permaneciendo en una región donde todos los servicios oficiales de seguridad
debían saber que se encontraba, se empeñó en celebrar su cumpleaños en la
ciudad de su nacimiento --Santa Marta--, a donde no iba por razones de
prudencia elemental desde hacía 7 años. Allí estaban las querencias de su
juventud: nombres y lugares que le revolvían la nostalgia. Las relaciones
con su padre eran más bien inciertas, y las que mantuvo con sus hermanos
eran buenas pero ocasionales. En cambio, las que mantuvo con su madre --la
brava Clementina Cayón-- tenían la misma esencia pasional de las que
tuvieron con las suyas el padre Camilo Torres y el Che Guevara, que parecían
condicionadas por una dependencia umbilical al mismo tiempo entrañable y
conflictiva. Algunos compañeros cercanos de Bateman han contado que en las
noches de peligro de la clandestinidad, o en las erráticas y solitarias de
la selva, soltaba un largo suspiro que le salía del alma: "¡Ay, Clementma
Cayón, qué será de tu vida!".



Se veían con frecuencia, siempre en lugares distintos y secretos, porque la
casa de ella estuvo sometida durante mucho tiempo a una vigilancia
constante. Una vigilancia que tenía la misma carga de humanidad de quien la
soportaba y de la ciudad donde se ejercía, que es tal vez la más doméstica
del país. Clementina Cayón --no se sabe si por indulgencia o por astucia-
veía al pobre vigilante parado en la esquina bajo el tremendo sol de las
doce, y le ofrecía una silla para sentarse, le mandaba un jugo de guanábana,
o un plato de sancocho, o un cigarrillo, y al poco tiempo tenían que
cambiarlo porque ya se había vuelto como si fuera de la familia. Con todo,
el riesgo del cumpleaños en Santa Marta era enorme, pero Bateman lo decidió
de un modo tan terminante, que hasta sus servicios de seguridad, tan
contrarios a esta clase de complacencias sentimentales, tuvieron que
doblegarse.



El grupo completo que había asistido a la conferencia de prensa viajó de
Cartagena a Santa Marta por carretera al amanecer del 20 de abril. La costa
Caribe estaba en tiempo de sequía y el olor de la guayaba era más intenso en
el aire ardiente. Bateman se convirtió en un guía nostálgico, en especial de
los dos compañeros del comando superior --Alvaro Fayad y Carlos Toledo
Plata--, que viajaban en el mismo automóvil, y que eran de otros mundos de
nostalgias distintas.



En cada sitio del camino hizo una evocación. Después del estrecho puente que
separa el mar y la Ciénaga Grande --muy cerca de donde había de abordar una
semana después la avioneta de su mal destino-- ordenó una parada para
desayunar con mojarras fritas y tajadas de plátano en una de las fondas de
la carretera. Luego no pudo resistir la tentación de volver a su tierra cómo
había vuelto tantas veces en su juventud, y le quitó el volante al conductor
y siguió manejando él hasta Santa Marta, con una parada más para tomarse una
cerveza matinal en el Rodadero. Días antes, Bateman había visto en Panamá la
película española "Volver a empezar", que este año obtuvo el Oscar de la
mejor película extranjera, y que cuenta la historia de un hombre que vuelve,
ya maduro y famoso, a su pueblo natal de Oviedo. Aquella mañana tuvo de
pronto la revelación --y así lo dijo a sus compañeros- de estar
protagonizando una versión viva de aquella película.



Ni en ese momento, ni en ninguno de los días siguientes, Bateman hizo nada
por ocultarse ni por disimular su identidad. Visitó en Santa Marta todos los
lugares que habían dejado algún rastro en su memoria, y tal vez lo único que
no volvió a hacer como en su juventud fue jugar fútbol con bolas de trapo en
la playa. Se vio varias veces con su madre, por supuesto, pero nunca en la
casa de ella, y le pidió noticias de los amigos más remotos y de varias
novias olvidadas. Recordaba de un modo especial a sus condiscípulos del
Liceo Celedón, donde no pudo terminar el bachillerato por su conducta
revoltosa. Todos, hasta donde fue posible, recibieron una invitación verbal
para la fiesta de sus 44 años.



Tiempo de mangos



Cómo no fue descubierto en una ciudad donde todo el mundo se conoce y donde
andan por todas partes los agentes secretos de la guarnición militar, de la
policía y de la Dirección Administrativa de Seguridad, es algo que cuesta
trabajo creer. Una razón, sin duda, es que Bateman era muy popular en su
tierra, y había muy pocas probabilidades de encontrar a alguien que quisiera
denunciarlo, aun si estuviera en desacuerdo con él. Pero había otra razón
real y además divertida. Uno de los varios hermanos de Bateman se parecía a
él como si fuera su gemelo, y al igual que él era un mamador de gallo de los
grandes. Desde que aparecieron en la prensa las primeras fotografías del
comandante clandestino, el hermano hizo todo lo posible por aumentar el
parecido: un peinado afro, un escuálido bigote de lampiño, una camisa azul,
unas botas de monte. Durante un tiempo se burló de los policías amigos,
sembró el desconcierto en los lugares públicos de Santa Marta, se divirtió y
divirtió cuanto quiso, hasta que todo el mundo se acostumbró a la
suplantación. Pero cuando el que apareció fue el Jaime Bateman de verdad,
muchos que lo vieron en los mismos sitios de siempre debieron pensar que no
era él sino el otro, que había resuelto seguir mamando gallo con una gorra
de lobo de mar. En todo caso, ni el detective más perspicaz se hubiera
atrevido a creer que el Bateman real fuera capaz de andar por la calle con
su propia cara.



No es posible concebir una fiesta más rara que la de aquel cumpleaños.
Bateman había alquilado una casa en una de las tantas playas cercanas a
Santa Marta, cuyo acceso en automóvil era posible pero difícil. Abril es
tiempo de mangos, que era su fruta favorita, y no sólo se hizo llevar varias
cajas para él y sus invitados, sino que algunos de ellos le llevaron otras
de regalo. Había ron blanco a pasto, y whisky para quien quisiera, pero la
bebida oficial era la favorita de Bateman desde mucho antes de que se
pusiera de moda: piña colada.



Las rígidas normas de seguridad enrarecieron mucho más la fiesta. Por lo
menos cien invitados estuvieron en ella a lo largo del día, pero nunca hubo
más de 10 al mismo tiempo. En efecto, el único modo de llegar eran los botes
del alquiler al otro lado de la bahía, y sólo cabían ocho personas en cada
viaje. Un bote iba y otro venía para evitar aglomeraciones en la fiesta. De
todos modos, cerca de la casa había dos lanchas rápidas, dos automóviles, y
toda una columna guerrillera de seguridad que hubiera podido enfrentarse a
cualquier ataque sorpresivo.



Bateman era un hombre de parranda, pero a su modo. Bailaba bien la salsa y
el vallenato, y le gustaba hacerlo, pero era un bebedor moderado. Como buen
caribe, era tímido y triste, pero disimulaba esa doble condición con su
simpatía natural explosiva. Su comportamiento de cumpleaños fue lo menos
convencional que pueda imaginarse. Recibía a sus invitados en pantalón de
baño, brindaba con ellos, conversaba entre grandes carcajadas, bailaba un
poco con un conjunto de vallenatos contratado, y comía mangos. De pronto se
echaba al agua y nadaba por un largo rato mientras sus invitados seguían la
fiesta, y tal vez era ese su momento más feliz, pues desde niño era un
nadador rápido y ágil. Clementina Cayón llegó hacia el medio día con un
cargamento de refuerzo de piña colada, y su presencia alborotó la parranda.
Alguien grito, en la pausa de un vallenato: "Clementina Cayón: tienes una
matriz de oro". Los servicios de seguridad, en todo caso, estuvieron
pendientes de que a nadie se le fuera la mano con la piña colada.



Mensaje intempestivo



Hasta ese momento, Bateman no pensaba ir a Panamá. Su proyecto era atravesar
por tierra todo el país para entrevistarse con el segundo comandante del
M-19, Ivan Marino Ospina, quien dirigía las guerrillas del Caquetá. Por su
parte, Alvaro Fayad iría a Bogotá y Toledo Plata a Cali, y todos volverían a
encontrarse tres meses más tarde en las selvas del Putumayo para una reunión
plenaria del comando superior. Estos planes cambiaron de pronto porque
Bateman recibió un mensaje intempestivo de Panamá, según el cual se esperaba
allí un emisario personal del presidente Betancur que deseaba entrevistarse
con él. Al parecer, el mensaje no era muy explícito, pero hacía suponer que
se trataba de una personalidad de alto rango y Bateman esperaba una ocasión
como esa desde que se frustró la posibilidad de entrevistarse con el
presidente de Colombia en Nueva Delhi durante la conferencia de los No
Alineados. De modo que en menos de 24 horas cambió todos sus planes
inmediatos y decidió el viaje imprevisto que lo condujo al desastre.



El interés que tenía Bateman de entrevistarse con Betancur para entablar un
diálogo de paz sin intermediarios se había convertido en una obsesión. Pero
en aquel momento estaba convencido, por numerosos indicios, de que el
gobierno no quería dialogar con él. El último de esos indicios --el 3 de
abril- parecía demasiado evidente. De regreso de Cancún, donde se entrevistó
con los otros presidentes del grupo de Contadora, Betancur había hecho una
escala breve en Panamá. Bateman lo había esperado ahí con la ilusión de
verlo, y durante todo el día se mantuvo a la expectativa a muy pocas cuadras
del lugar en que Betancur conversó por más de una hora con el entonces
coronel Manuel Antonio Noriega, jefe de los servicios de seguridad de la
Guardia Nacional de Panamá, y su comandante actual. Betancur y Noriega
trataron entre otras muchas cosas sobre las actividades del M-19 en Panamá,
pero en ningún momento se planteó la posibilidad de una entrevista con
Bateman.



Desilusionado una vez más, éste le escribió al presidente una carta en la
cual insistía en la urgencia de una tregua para entablar un diálogo de paz.
La carta fue entregada al presidente de Panamá, Ricardo de la Espriella,
quien se la leyó por teléfono a Betancur el 21 de abril, cuando Bateman
estaba en Santa Marta. Tal vez éste pensó que el envío de un emisario
presidencial a Panamá fuera el resultado de esa carta, y por eso resolvió
viajar a Panamá con tanta urgencia. Sin embargo, ninguna fuente colombiana
ha podido confirmar que en realidad existiera la disposición presidencial de
mandar un emisario a Panamá por aquellos días. Lo único que ocurrió fue una
diligencia de sondeo que hizo el presidente de la Comisión de Paz, Otto
Morales Benítez, --poco antes de su renuncia-- pero era una tentativa tan
vaga que el presidente Betancur no estaba enterado de ella ni merecía un
viaje tan apresurado de Bateman a Panamá.



Piloto de confianza



Durante su semana en Santa Marta, Bateman se vio varias veces con un viejo
amigo: el político conservador Antonio Escobar Bravo a quien había conocido
muy joven, y con quien había vuelto a hacer contacto a través de Toledo
Plata, cuando ambos eran representantes a la Cámara. Muy pocos sabían
entonces que Escobar era un piloto con la experiencia necesaria para andar
por cualquier parte del país en su avioneta monomotor. Había hecho su curso
completo en el Aeroclub del Atlántico, en Barranquilla, donde había obtenido
la licencia de piloto privado número 767 por resolución número 3550 de la
Dirección Aeronáutica Civil en 1976. Esa licencia le permitía pilotear una
nave con un peso máximo de 5.670 kilos, y su avioneta sólo pesaba 1.156. De
acuerdo con su hoja de vida, su conducta como aprendiz había sido buena, su
aptitud también buena, y además entusiasta y constante. Su chequeo de vuelo
el 15 de febrero de 1983 --dos meses antes del accidente-- había sido
satisfactorio, y su examen médico fue calificado como perfecto para volar.
Sin embargo, en términos profesionales estrictos, no podía considerarse un
piloto experto, pues esta calificación requiere entre 3 mil y 4 mil horas de
vuelo, y Escobar sólo tenía 800, incluidas las de la escuela.



Su avioneta estaba bien equipada con un sistema doble de radio VHF, un
sistema doble de navegación VOR que permite determinar desde tierra la
posición de la nave, un sistema de radioayuda (ADF) y un sistema ILS para
aterrizar por instrumentos. Sin embargo, por su nivel de experiencia,
Escobar no estaba autorizado para servirse de este último sistema. La única
falla grande de ese equipo era la falta de un radar, que hubiera sido lo más
útil de todo en la emergencia de Panamá.



Pero muy pocas avionetas como la de Escobar lo tienen instalado de origen, y
su instalación posterior es de un costo muy elevado. En todo caso, Bateman
le tenía confianza. De modo que cuando se planteó en Santa Marta la urgencia
de viajar a Panamá lo llamó a la playa donde vivía, y se pusieron de acuerdo
para irse al día siguiente.



La diez personas que esperaban la avioneta en el aeropuerto fuera de
servicio cerca de Ciénaga, eran las siguientes: Bateman, Toledo Plata, Nelly
Vivas, Conrado Marín, dos miembros de la dirección nacional y cuatro
miembros de la seguridad del movimiento. Llegaron en varios automóviles
antes del amanecer, y esperaron la avioneta en un rincón discreto. Aterrizó
a las 7:52, que era más o menos la hora prevista. Los tres que la abordaron
de inmediato eran Jaime Bateman, Nelly Vivas y Conrado Marín, que iban hacia
el frente del Caquetá por la vía de Panamá. Nelly Vivas era una bióloga
caleña, especializada en París durante ocho años, y profesora en el colegio
Santiago de Cali. Había ingresado al M-19 unos 6 años antes, formaba parte
en la actualidad del comando superior, y había sido la encargada de hacer
los primeros contactos con el ex presidente Carlos Lleras Restrepo, cuando
éste dirigía la Comisión de Paz bajo el gobierno de Turbay Ayala. Conrado
Marín era un campesino de Florencia que había ganado el grado de mayor en
las guerrillas del Caquetá. Fue uno de los primeros que se acogieron a la
ley de amnistía del presidente Betancur, pero cuatro compañeros suyos
amnistiados junto con él fueron asesinados por desconocidos en el curso de
pocos meses en las calles de Florencia.



Temiendo correr igual suerte, Marín se reincorporó al movimiento después de
entrevistarse con Bateman en Santa Marta. Fayad no estaba en el aeropuerto
porque había viajado a Bogotá por carretera la noche anterior.



Entre el aterrizaje y el decolaje de la avioneta no debían transcurrir tres
minutos, pero hubo un retraso imprevisto, cuando Bateman apareció en la
puerta y pidió una cajetilla de cigarrillos a los compañeros que se
quedaban. Estaba satisfaciendo sin duda un deseo de última hora de alguno de
los pasajeros, o tal vez del piloto, porque él había dejado de fumar desde
hacía 8 años. Fue una demora suplementaria de 4 minutos.



Bateman ocupó el asiento en que viajaba siempre: el del copiloto. Había
viajado tanto allí, que estaba seguro de poder improvisar un aterrizaje de
emergencia, sólo por lo que había visto en tantas horas de vuelo. Viajaba
tranquilo, con su buen humor de siempre, pero había declarado alguna vez que
era capaz de todo en la vida menos de lanzarse en paracaídas. Cuando se
movía en automóvil llevaba una pistola Browning metida en el cinturón debajo
de la camisa, una metralleta, y por lo menos una granada al alcance de la
mano. Pero antes de aquel último vuelo le había dejado la metralleta a
Alvaro Fayad, y llevaba sólo la pistola y dos granadas.



Su único equipaje era un maletín de mano con una muda de ropa, dos mil
dólares en efectivo, un cassette con las canciones de Celina y Reutilio, y
la edición en español de "Doña Flor y sus dos maridos", del brasilero George
Amado, que había querido leer después de ver la película. Llevaba un walky
talky VHF con un alcance de 18 kilómetros, con el cual solía comunicarse
desde el aire con algunos comandos de tierra del M-19, como pensaba hacerlo
antes de aterrizar cerca de Montería para estar seguro de que no lo esperaba
ninguna sorpresa en el aeropuerto secreto. Llevaba también un pasaporte
colombiano con una foto auténtica pero con un nombre distinto. Pero el
objeto más insólito que llevaba era un equipo emisor de señales luminosas,
capaz de lanzar bengalas rojas y azules a grandes alturas. Estaba diseñado
para casos de pérdidas en el mar o en la selva, y Bateman lo había comprado
en su último viaje a Panamá.



No era extraño, pues su afición por los juguetes electrónicos fue siempre
objeto de burlas cordiales de sus compañeros, pero sus amigos caribes lo
habrían interpretado sin duda como un acto premonitorio. Más tarde, durante
las búsquedas inútiles en la selva, la certidumbre de que Bateman llevaba
aquella máquina de salvación fue una de las esperanzas más firmes de las
comisiones de rescate. Pero cuando la avioneta partió del viejo aeropuerto
de Ciénaga nadie debió pensar en eso. El cielo era diáfano y sin una sola
nube, como para un viaje feliz. Sin embargo, a esa hora exacta, el satélite
meteorológico de los Estados Unidos estaba fotografiando la vasta extensión
desde Urabá hasta Nicaragua, que empezaba a cubrirse de espesas nubes e
malos presagios.



Otro tipo de contrabando



Alvaro Fayad llegó a Bogotá esa misma tarde, después de una larga noche de
carretera, y pensó que a esa hora Bateman debía estar tranquilo en Panamá.
Se alegró de que no lo hubiera acompañado en el largo viaje por tierra, como
estaba previsto, porque su automóvil había sido detenido seis veces por
patrullas del ejército, de la policía de aduanas y del control de tráfico de
drogas. En todos los casos, los ocupantes habían tenido que identificarse,
por lo menos en tres les iluminaron las caras para compararlas con los
retratos de las cédulas de identidad, y los sometieron a rápidos cacheos.
Tal vez Bateman no hubiera podido pasar por tantos filtros, no sólo por su
estatura inconfundible y porque ya había sido visto muchas veces en la
televisión, sino porque tenía una seña de identidad más reveladora que las
mismas huellas digitales: su pierna derecha.



En efecto, a los 9 años de edad, Bateman fue atropellado por un camión
cuando jugaba fútbol con una bola de trapo en una calle de Santa Marta. La
pierna le fue enyesada sobre la herida y con el hueso astillado, y aquella
chapucería le causó una gangrena cuyos estragos no sanaron jamás. Fueron
inútiles incontables tratamientos y varios injertos de hueso. Su tibia sin
carne estaba apenas cubierta por una piel tensa y apergaminada que volvía a
ulcerarse al menor tropiezo. Las largas marchas en la selva eran un martirio
perpetuo, y en muchas ocasiones tuvo que retirarse de la lucha para
someterse a nuevos tratamientos. Era una marca imborrable que todos los
servicios secretos conocían, y siempre que encontraban a alguien que pudiera
ser Bateman le levantaban la bota del pantalón para ver el estado de su
pierna. En la única ocasión en que era él en realidad, tuvo la suerte
inconcebible de que el soldado le levantó la bota de la pierna sana, y lo
dejó seguir.



Fayad durmió aquella noche sin recibir ninguna noticia de Bateman. Al día
siguiente muy temprano, dos miembros del equipo de comunicación de Bogotá le
avisaron que la avioneta de Escobar no había llegado a su destino, pero él
pensó que tal vez había aplazado el vuelo. Sin embargo, poco después le
confirmaron que en efecto la avioneta había salido de Santa Marta a la hora
prevista, pero no había hecho la escala en Montería ni había llegado a
Panamá. Entonces llamó a Toledo Plata, que aún estaba en Santa Marta, y éste
le confirmó la verdad: la avioneta había sido declarada en emergencia el día
anterior a las 12.28 por la Aeronáutica Civil de Panamá, y la búsqueda aérea
había empezado de inmediato. Hasta el momento, 24 horas después, no se había
encontrado el menor rastro. Fayad sólo dijo una palabra cuando colgó el
teléfono: "¡Mierda!". Días después, hablando con unos amigos, resumió el
impacto de aquel día con una frase: "Se me apagó la luz ".



El 30 de abril, "El Tiempo" publicó en su página 9 una foto de Escobar, con
la noticia de que se había perdido en su avioneta sobre territorio panameño.
No eran más de 20 personas que sabían, al leer aquella noticia, que detrás
de ella había otra mucho más espectacular. Lo sabían, por supuesto, Fayad y
Toledo Plata, los miembros de la seguridad que estaban en el aeropuerto de
Santa Marta, y los dos miembros del equipo de comunicaciones que habían
manejado la noticia en Bogotá. Lo sabían además otros seis miembros del
equipo de seguridad, los dos miembros de la dirección nacional que seguían
con Toledo Plata, el representante del M-19 en Panamá y el encargado de la
seguridad de Bateman en ese país que se habían quedado esperando en el
aeropuerto, y por último los seis que se quedaron esperando en Montería.
Aunque Santa Marta es una ciudad donde resulta casi imposible guardar un
secreto tan grande, lo cierto es que éste logro controlarse durante 22 días,
hasta que el jefe de redacción de "El Universal" de Cartagena, Angel Romero,
lo descubrió por una casualidad que parece inverosímil. Poco antes, sin
embargo, la base Howard del Canal de Panamá --a la que la Aeronáutica Civil
de Colombia había pedido ayuda para buscar la avioneta de Escobar-- contestó
con un cable que hace pensar sin ninguna duda que allí sabían quiénes iban
en ese vuelo. "Esa nave no llevaba droga --decía el cable--sino otro tipo de
contrabando".



Los minutos que faltan



Lo que ocurrió en realidad desde que la avioneta salió del aeropuerto de
Ciénaga, sólo ha sido posible vislumbrarlo por la grabación de los distintos
contactos que hizo Escobar con el control aéreo de Panamá. Gracias a la
Dirección de Aeronáutica Civil de Colombia, y de sus técnicos mejor
calificados, que nos ayudaron a descifrarla, se puede decir que el primer
contacto fue hecho a las 9:52. Después de identificarse, le preguntaron a
qué hora había salido de Santa Marta, y Escobar contestó que a las 7:51. El
dato era falso: en realidad había salido 6 minutos antes, pero el piloto
acumuló los seis que había necesitado para recoger a sus pasajeros en el
aeropuerto secreto, de modo que no quedara ninguna pista de ese aterrizaje
clandestino. Fue su único dato falso. Nunca dijo que viajaba solo --como se
publicaría más tarde--, aunque es probable que lo hubiera dicho si se lo
hubieran preguntado, para no entrar en contradicción con su plan de vuelo de
Santa Marta. En cuanto a la escala en Montería, no se sabrá nunca por qué no
la hizo ni cómo la habría justificado si la hubiera hecho, pero la foto del
satélite demuestra que las condiciones del tiempo no eran propicias para un
aterrizaje visual.



En su primer contacto informó que estaba ascendiendo de 6 mil pies --que era
la altura autorizada sobre el mar- para alcanzar la de 9 mil pies. La
maniobra era normal, porque en frente debía estar viendo la serranía de El
Darién, que es la más alta de Panamá.



El rumbo que llevaba era correcto para llegar al aeropuerto de Paitilla. A
las 9.57, volando ya a 9 mil pies, volvió a hacer contacto para decir que
tenía mal tiempo en frente. El controlador de vuelo le sugirió que subiera a
10.500 pies, donde el tiempo era mejor, y que se mantuviera allí mientras
consultaba con el control de radar cuál era la ruta con mejor tiempo. El
controlador de radar se la comunicó a través del controlador de radio. El
problema en ese momento era que la avioneta de Escobar no podía ser
identificada en el radar, porque no disponía del equipo adecuado para darse
a conocer. En cambio, era posible localizarla en el DF (Direction Finder),
mediante una señal de radio emitida desde la avioneta.



Escobar hizo un nuevo contacto a las 10.04 para informar que volaba a 10.500
pies de altura, y que tenía mal tiempo adelante, pero que veía algunos
huecos en las nubes por donde podía pasar. Su voz era tranquila, y sus
cálculos y decisiones eran las de un buen navegante. Entonces el control de
radio le pidió que oprimiera el botón de radio para localizarlo en el DF, y
Escobar lo hizo por un instante, antes de que su señal se interrumpiera para
siempre. En ese momento se encontraba a 55 millas al noroeste del cerro de
Ancón, que está en el límite de la ciudad de Panamá con la zona del Canal.
Esto quiere decir que aún tenía combustible para volar 2 horas y 40 minutos
más, pero aún estaba sobre el Atlántico y a 30 millas de distancia de la
serranía del Darién. Si el percance ocurrió en el momento en que se
interrumpió la señal de radio, no hay ninguna duda de que cayó en el mar.



Pero no hay ninguna prueba de esto. Pudo haber volado todavía todo el
trayecto marino sin hacer un nuevo contacto radial --que tal vez ya no fuera
necesario-- y encontrarse con el mal tiempo insalvable cuando ya volaba
sobre la serranía del Darién. Entonces no es probable que hubiera podido
intentar un nuevo contacto, pues cuando una nave como esa penetra en una
mala turbulencia es como si atravesara una batidora inmensa: el piloto más
experto tiene que concentrar sus cinco sentidos en mantener a toda costa la
estabilidad del avión, y no tiene ni manos ni alma para ocuparse del radio.
Una sacudida demasiado violenta puede arrancarle un ala de cuajo. Pero si
penetra por error en un cumulo nimbus, se destroza en pedazos, y sus
escombros pueden dispersarse a muchas millas a la redonda.



Palmo a palmo



La Aeronáutica Civil de Panamá hizo la exploración aérea de rutina durante 8
días. La familia de Escobar, con toda clase de colaboraciones oficiales y
privadas, insistió varias semanas más. Las patrullas del M-19 cuadricularon
un inmenso territorio de casi 50 mil kilómetros cuadrados durante 70 días.
Exploraron palmo a palmo el universo deshabitado de la selva de Urabá, desde
Montería hasta el Tapón del Darién, por el lado de Colombia. Y del otro
lado, desde la frontera con el Chocó hasta la misma capital de Panamá. Sólo
en esta última zona --según dato de las comisiones de rescate-- han caído
entre 20 y 30 aviones desde la Segunda Guerra Mundial, de los cuales se han
encontrado cuatro.



Una de las patmllas que buscaban la avioneta de Escobar encontró los
escombros de un avión desaparecido en 1963, y estaban enredados entre la
maleza, a sólo 20 metros de un camino muy transitado. Otras encontraron
equipos de comunicaciones de la defensa de los Estados Unidos, perdidos
desde quién sabe cuánto tiempo. Es un reino sin limites de frondas y
pantanos donde apenas si penetran unas gotas de sol, y que se cierran de
inmediato tan pronto como alguna nave cae en el fondo de sus entrañas.



La única manera de orientarse, cuando no se tiene una brújula, es observar
la dirección de las hojas, que se inclinan siempre hacia el oriente. No es
probable que Escobar hubiera podido salir solo, pero Bateman y Marín sabían
como hacerlo. Este último era campesino del Caquetá y lo sabía desde la
infancia. Bateman lo había aprendido, y había demostrado saberlo cuando se
perdió con seis de sus hombres en la selva del Caquetá, el año pasado. Lo
curioso es que el M-19 no supo en aquella ocasión que estaba perdido, hasta
que no aparecieron todos sanos y salvos al cabo de un mes y medio.



En los métodos de orientación hay discrepancias entre los guerrilleros
urbanos y los campesinos. Aquellos se sienten perdidos si no tiene una
brújula. Los campesinos, en cambio, se orientan más por el instinto, y creen
que las brújulas pueden ser alteradas por distintos fenómenos. Los cálculos
que hizo el M-19 desde el principio indicaban que si Bateman o Marin estaban
sanos después del accidente, podían salir por sus propios medios al cabo de
15 días, que es el tiempo en que podían cruzar completa la selva de Panamá.
Si quedaban vivos, pero heridos como para no poder moverse, hubieran podido
hacer campamento y esperar hasta un mes y medio. Después de ese tiempo, aun
un hombre con la fuerza física y psicológica de Bateman no hubiera podido
sobrevivir.



La circunstancia de que Escobar fuera un político conocido facilitó al M-19
la consecución de medios para la búsqueda. Trazaron dos planes: uno para la
exploración aérea, y otro para la terrestre. Para la primera alquilaron, a
precios desorbitados helicópteros y aviones particulares que sobrevolaron
las selvas durante 25 días continuos. Un piloto colombiano que participó en
aquella empresa descomunal ha dicho que habría sido imposible practicar una
exploración más técnica y meticulosa en condiciones tan adversas. Para la
búsqueda por tierra, que se inició a los 10 días del accidente, se
organizaron cuadrillas de 15 hombres al mando de un jefe. Sólo éste sabía a
quién buscaban, no sólo para impedir una posible desmoralización, sino para
mantener al máximo la reserva de la noticia. Fue una búsqueda clandestina,
con sistemas guerrilleros, que consisten en dejar señales que sólo ellos
saben interpretar, y en golpear las raíces de los árboles más altos. Este es
un sistema de comunicación más eficaz que un tiro al aire, o que las
bengalas azules y rojas del equipo de Bateman, que no se vieron nunca. A
distancias determinadas dejaban signos convencionales para que los perdidos
conocieran su rumbo, dejaban campamentos con equipos de comunicación, leña
seca, comida para los tres primeros días, y botiquines de primeros auxilios.
Al cabo del primer mes, la búsqueda continuaba con la misma pasión que el
primer día.



Los brujos



Por esa época --el 20 de mayo-- el jefe de redacción de "El Universal" de
Cartagena, Angel Romero, descolgó el teléfono de su jaula de vidrio para
hacer una llamada de rutina a las 7 de la noche, y su línea se cruzó con la
conversación de una mujer y un hombre. Hablaban sin reservas de la angustia
que sentían por la desaparición de Bateman, que según ellos había sido
víctima de un accidente de una avioneta en Panamá. Romero voló a Bogotá al
día siguiente y trató de establecer algún contacto con el M-19, pero no
logró la información. Sin embargo, una fuente militar le conto que, en
efecto, Bateman estaba desaparecido, pero que la historia de la avioneta era
una simple cortina de humo del M-19 para ocultar la verdad. Al parecer, el
servicio de inteligencia de las Fuerzas Armadas estaba convencido en ese
tiempo de que Bateman había muerto en el asalto a la población del Pajuil
(Caquetá), el 9 de mayo, y que el movimiento había inventado la patraña de
la avioneta para no admitir su pérdida en combate. Tal vez esta sea la razón
por la cual, aún hoy, las Fuerzas Armadas siguen observando en este caso una
discreción que se parece mucho a la incredulidad.



Sin embargo, con un criterio certero, Angel Romero prefirió la hipótesis de
la casualidad telefónica, y dio por primera vez la noticia de la muerte de
Bateman en la primera página de su periódico el 30 de mayo. A pesar de la
indiferencia con que fue recibida por los otros medios del país --sobre todo
por los más grandes-- aquella información fue sin duda la primicia más
importante y bien concebida en lo que va del año. Nadie la creyó. Sin
embargo, los mismos periódicos que la rechazaron como una simple
especulación, cayeron meses después en la trampa de una noticia sin origen,
según la cual Bateman se había fugado del país con los fondos de su
movimiento.



Mucho tiempo después de que la noticia era ya de dominio público, en el
interior del M-19 continuaba la discrepancia de cómo emitir la confirmación
oficial. Los partidarios de salir al paso de las especulaciones inevitables
opinaban que debía darse después de la primera semana de búsqueda
infructuosa. Sin embargo prevaleció el criterio de continuarla dentro del
secreto más estricto, entre otras cosas para impedir que detrás de las
patrullas de exploración aparecieran en la selva las patrullas del ejército.
De modo que la búsqueda continuó, aún más allá de toda esperanza, y cuando
ya empezaba a invadir las arenas movedizas de la magia.



En efecto, las últimas ilusiones se fundaron en la visiones de dos brujos.
El primero fue uno de Panamá, a cuya revelación espontánea nadie le dio
ningún crédito. Pero cuando otro brujo de Colombia que no tenía ningún
contacto con el primero reveló haber tenido una visión idéntica, el
racionalismo de los revolucionarios, aún el de los más duros, sufrió el
estremecimiento de la duda. Las dos visiones decían que tres personas
estaban en el corazón de la selva. Dos eran muy débiles y la otra era muy
fuerte, pero ésta no se atrevía a caminar por el temor de ser descubierta.
Aquella coincidencia inexplicable por medio de la razón occidental hizo
reverdecer las esperanzas en los corazones menos crédulos, y la búsqueda
continuó, sin pausas ni fatiga, hasta que aun los más temerarios tuvieron
que mirar de frente a la realidad. Sólo entonces, nueve semanas después del
accidente, tomaron la determinación unánime de hacer el anuncio oficial de
la muerte de Bateman. Lo único que faltaba era la opinión de su sucesor,
Iván Marino Ospina, que fue uno de los últimos en conocer la noticia en el
corazón de la selva del Caquetá. Esa opinión llegó en el último instante, en
un papel escrito de su puño y letra y macerado por el sudor, que alguien
llevó hasta Bogotá escondido dentro del zapato. Marino Ospina aprobaba la
divulgación de la noticia, y mandaba su primera orden: "Insistan en el
diálogo".

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