Uruguay/ a 40 años del asesinato impune de las muchachas de abril [Samuel Blixen]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Abr 18 10:29:12 UYT 2014


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Correspondencia de Prensa

boletín informativo – 18 de abril 2014

germain5 en chasque.net

A l’encontre – La Breche

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Uruguay



Sangre y rosas



A 40 años del asesinato impune de las muchachas de abril



El horror y la barbarie de los asesinatos de tres jóvenes, Silvia Reyes,
Diana Maidanik y Laura Raggio, siguen reclamando, 40 años después, el justo
castigo. Algunos de los responsables de la “masacre de Brazo Oriental” del
21 de abril de 1974 están entre rejas; otros siguen desafiantes, a caballo
de la impunidad. Justicia es el único capitulo que falta en esta historia,
paradigma de la aberración represiva de la dictadura.





Samuel Blixen

Brecha, Montevideo, 16-4-2014

http://brecha.com.uy/





Sólo alguien cansado, medio dormido, con las alertas bajas, podía transitar
desprevenido las calles del barrio, a las 4 y media de la mañana. De hecho,
buena parte de los vecinos de Brazo Oriental, en la lengua que se apoya en
Burgues y en San Martín, habían huido despavoridos llevando a sus hijos
menores, a sus padres ancianos, no importa a dónde, con tal de escapar de
las balas que atravesaban paredes, rebotaban en el pavimento, salían de las
esquinas, de las azoteas, dibujando una malla de muerte antes de que la
muerte posible fuera anunciada por el estruendo, que se oía incluso en el
Cerrito y en La Blanqueada.



Dorval Márquez, agente de Policía, pedaleaba su bicicleta con un resto de
voluntad después de una jornada de trabajo agotadora, cuando una bala de
carabina o de fusil, salida de no se sabe dónde, disparada por no se sabe
quién, lo mató en seco, inmediatamente, aun antes de que la rueda dejara de
girar, acostada en el pavimento.



No fue el único muerto por balas militares aquella madrugada de domingo que
completaba una noche de sábado para los que aún tenían ánimo de juerga
después de dos años de guerra interna implacable. Eso sí: no fue una bala
perdida la que abatió a Dorval; fue una bala premeditada, disparada por las
dudas, con poca reflexión y mucha impunidad, por si acaso el que pedaleaba
la bicicleta fuera el mismo “sedicioso” al que pretendieron detener dos
horas antes. La explosión provocada por el disparo rompió el silencio que se
había instalado al fin, y por un momento se temió que la locura volviera a
empezar.



A las 2.30 del domingo 21 de abril de 1974, las decenas de oficiales y
soldados del Grupo de Artillería comandados por el coronel Juan Modesto
Rebollo y supervisados a su vez por el Organismo Coordinador de Actividades
Antisubversivas (ocoa) comenzaron a tomar posiciones a lo largo de la calle
Mariano Soler, en la paralela Carabelas y en las transversales Fomento y
Ramón de Santiago, aunque el despliegue llegó hasta bulevar Artigas, hasta
Luis Alberto de Herrera. No fueron particularmente sigilosos al cerrar las
calles y ocupar todas las azoteas de las cuadras más cercanas al objetivo:
un modesto edificio de apartamentos de Mariano Soler 3098 bis. Las corridas
por las veredas, las órdenes asordinadas, los ruidos en el techo,
interrumpieron el sueño e instalaron el miedo en los vecinos.



A las 2 .40, oficiales y soldados entraron en tropel en el estrecho
corredor, convencidos de que iban a capturar a Washington Barrios, “Camilo”,
militante del mln, que arriesgaba su legalidad imprimiendo afiches contra la
dictadura y volantes para el próximo Primero de Mayo con una impresora
instalada en el sótano de su vivienda. No sabían, los represores, que
“Camilo” había viajado el día anterior a Argentina, con la esperanza de
obtener dinero para evacuar a una pareja y una beba de nueve meses, y a dos
muchachas. Todos habían sido liberados recientemente, después de meses de
encierro por razones tan nimias que no justificaron, siquiera, el pase al
juez militar. Pero no lograban obtener trabajo, eran políticamente leprosos,
y semanalmente debían someterse al destrato de la vigilancia en los
cuarteles. Como muchos otros, dejaron de presentarse en el cuartel y
automáticamente se convirtieron en fugitivos. Intentaron ocultarse en casa
de un amigo, en La Teja; providencialmente un vecino les alertó: “Ojo, que
hay una ratonera”. Finalmente, a través de una red de amigos, se contactaron
con Washington, que dejó a las dos jóvenes al cuidado de su esposa, en su
casa, y solicitó a su cuñada que escondiera a la pareja y a la beba.



Los militares que entraron en la vivienda de Mariano Soler cometieron un
primer error: los oficiales al frente del pelotón –los mayores José Gavazzo
y Manuel Cordero, los capitanes Armando Méndez, Julio César Gutiérrez y
Mauro Mauriño, y el teniente Jorge Silveira– se equivocaron de apartamento,
fueron hasta el fondo y golpearon la puerta número 8. Sus aterrados
habitantes explicaron que Barrios vivía en el 5. Desandaron sus pasos a los
gritos, contagiando el nerviosismo a los soldados que se agolpaban en el
corredor, dispuestos a cumplir órdenes, a ser sumisos en la disciplina, si
tan sólo las órdenes no fueran contradictorias, antagónicas, ilógicas, en el
coro histérico de gritos y amenazas.



Volvieron a equivocarse: los oficiales exigieron a los gritos que abrieran
la puerta número 5, entraron insultando y puteando, blandiendo metralletas
que apuntaban indistintamente a los ocupantes, un hombre, su esposa y la
hija menor. “¿Dónde está Washington Barrios?”. El hombre, en calzoncillos,
dijo: “Soy yo”, y automáticamente varios se abalanzaron sobre él,
golpeándolo y arrastrándolo hacia el corredor, hasta que alguien gritó: “No,
a ese no lo maten que es el padre”.



En un creciente paroxismo los oficiales se abrieron paso a través de los
soldados que se apiñaban en el corredor y enfilaron hacia enfrente, al
apartamento número 3. Desde el suelo, Washington Barrios padre  intentaba
captar la atención de los militares para postergar el desenlace que se leía
en los rostros crispados, en las miradas desorbitadas, y su esposa, Hilda
Hernández, los seguía llorando y rogando: “No las maten, no tiren que mi
nuera está embarazada”.



Derribaron la puerta y entraron en la vivienda disparando sus armas. Se
sorprendieron: de hecho, la puerta daba acceso a un patio abierto; las
ráfagas barrieron las paredes y destrozaron el baño y la cocina, que daban
al exterior. Los soldados apostados en las azoteas también comenzaron a
disparar. Las balas traspasaban la mampostería. Un vecino de otro
apartamento salió despavorido en calzoncillos, pidiendo por favor que
dejaran de tirar porque las balas traspasaban la pared: “Van a matar a mis
hijos”; lo obligaron a ponerse con las piernas abiertas y las manos contra
la pared. Desde allí oyó unas voces femeninas gritando que querían
entregarse. Otros gritos advirtieron que el capitán Gutiérrez había caído.
(Había sido herido por sus propios camaradas; la bala le perforó el cuello y
el capitán murió un mes después.)



Ya no fue posible detener la balacera en el apartamento, en el corredor, en
la calle, en las azoteas, que repetía el reflejo automático, instintivo, de
accionar el gatillo. Los disparos partían de cualquier lado dirigidos hacia
ningún lado; no había fuego enemigo, sólo descargas que terminaron
concentrándose sobre la puerta de madera de dos hojas que comunicaba con un
gran espacio, cuarto y comedor, y cuya pared parecía que terminaría por
derrumbarse horadada por los impactos.



No se sabe cuánto tiempo continuaron los militares disparando ráfagas, una
tras otra. Las balas se incrustaron en los techos, destrozaron las puertas,
hicieron saltar las ventanas en añicos, agujerearon las paredes de ladrillo
y perforaron las medianeras del patio. Detrás de la puerta del comedor los
militares encontraron a tres jóvenes en camisón, acurrucadas, abrazadas
entre sí y, por cierto, desarmadas. No preguntaron por Washington Barrios;
simplemente las acribillaron, fuera de sí, incapaces de contener el miedo
que nace de la tensión.



Cuando las armas dejaron de escupir balas, cuando el capitán Gutiérrez y el
coronel Rebollo –que había sido herido levemente en un brazo– fueron
evacuados, cuando los generales Julio César Rapela y Esteban Cristi “se
apersonaron en el lugar del enfrentamiento”, el teniente Jorge Silveira,
“Chimichurri”, a quien le esperaba una larga carrera especializada en
asesinatos, torturas y violaciones, se dio un respiro, regresó al
apartamento 5 y encaró a Hilda Hernández corajudamente: “Dígame dónde está
su hijo, que yo mismo lo mato”, sin que hasta hoy se sepa por qué tanto
encono.



En el apartamento 3, los oficiales dispusieron que se armara una “ratonera”,
es decir, tres o cuatro soldados que aguardarían un improbable regreso de
Washington Barrios. En un rincón del comedor, detrás de la puerta, quedaron
los cuerpos acribillados y desfigurados de Diana Maidanik, 21 años,
estudiante de la Facultad de Humanidades y maestra de jardín de infantes;
Laura Raggio, 19 años, estudiante de la Facultad de Psicología; y Silvia
Reyes, 19 años, esposa de Washington Barrios, embarazada de tres meses.  Es
posible que los responsables de lo que después se conoció como “la masacre
de Brazo Oriental” ni siquiera tuvieran idea de a quiénes estaban
asesinando; la justificación vino después, con el débil argumento, estampado
en los comunicados de las Fuerzas Conjuntas, de que los militares habían
respondido al fuego de los sediciosos y que en la casa fue hallado un
“berretín con armas”. El invento era irrelevante: ni aun así se justificaba
la furia homicida, más cuando, 32 años después, ante un juez penal, José
Gavazzo reconocería, indolente –indiferente a los sentimientos de los
familiares que revivían en el careo el dolor intacto– que “Barrios no era un
objetivo importante”.



Todo estuvo a punto de repetirse, una hora más tarde, a eso de las 3 y
media, cuando los militares volvieron a copar calles y azoteas en la zona de
Jacinto Vera y Estivao, en el Buceo, en un edificio de apartamentos
independientes, en uno de los cuales vivían los padres de Silvia Reyes, y en
otro, al fondo, Stella, la hermana de Silvia. Como antes, entraron en el
corredor y fueron golpeando todas las puertas. Stella y la pareja con su
hija lograron a duras penas escurrirse; dejaron a la beba en la puerta de la
abuela de Stella y treparon a la azotea, pero los soldados apostados en los
techos las vieron. Como antes, se desató una balacera infernal,
incontrolada. Previendo lo de antes, un megáfono tronó una orden: “¡Paren,
que nos estamos tirando entre nosotros!”. Stella y la pareja lograron
descolgarse hasta los fondos y se escondieron en un galpón. Recién al
amanecer los soldados las encontraron. Las ataron con una cuerda de colgar
ropa y comenzaron a torturarlas, allí mismo, en la calle, pero no para
obtener información, para descargar el miedo acumulado. Los vecinos,
testigos de la saña, pedían que no las mataran. Después, en el cuartel de La
Paloma, Artillería 1, con más método y menos prisa, Gavazzo y Juan  Modesto
Rebollo –cuya herida no le impidió torturar– interrogaron a Stella sobre
Washington Barrios.



Recién a media mañana del domingo, los cuerpos de las tres chicas –las
“muchachas de abril”– fueron retirados del apartamento devastado y
trasladados al Hospital Militar. Al mediodía la “ratonera” fue levantada
para que un pelotón de soldados, trasladado  en varios camiones, iniciara el
desguace del apartamento 3. Desde el otro lado del corredor, en la puerta de
enfrente, Jacqueline, la hermana de Washington Barrios, vio impotente cómo
se llevaban todo el mobiliario, rúbrica postrera de la impunidad,  burla del
dolor, gesto impúdico de rapacidad. Se llevaron hasta la puerta de entrada,
los tapones y las tapas de las llaves de las luces; Jacqueline vio cuando
sacaban la máquina de coser y el colchón del sofá cama empapados en sangre.
No pudieron llevarse el placar del dormitorio, que estaba empotrado; lo
rompieron.



Por la tarde, Washington Barrios padre entró en el apartamento 3: el revoque
de las paredes formaba una alfombra en los pisos, y en el comedor el blanco
se confundía con el rojo de la sangre. Las paredes estaban salpicadas. “Era
horrible. Las balas incrustadas tenían trozos de cuero cabelludo”. El padre
contabilizó 140 impactos de bala.



El lunes 22 las tres familias de las víctimas recibieron llamadas
telefónicas conminándolas a retirar los cadáveres en el Hospital Militar.
Los padres de Diana Maidanik comprobaron que su hija había recibido 35
balazos; la madre de Laura Raggio no pudo sobreponerse a la visión de su
hija con una herida de bala en la cabeza; más tarde, cuando la velaban,
creyó que Laura se había teñido el pelo, pero era sangre. El padre de Silvia
Reyes debió reconocer a su hija –identificarla– en la morgue: contó más de
38 impactos de bala en todo el cuerpo. Las heridas revelaban que habían
recorrido el cuerpo con dos ráfagas, de arriba abajo, cuando ya estaba
muerta. Nadie se atrevió a decirle nada cuando le sacó el anillo de
matrimonio de la mano derecha y lo guardó para su yerno, a quien nunca más
volvió a ver.



Pero aún no había acabado el calvario: cuando se realizaba el velorio de
Silva, un grupo de soldados entró en la casa, se dirigió a los fondos, donde
vivía Stella, y comenzó a saquear la casa. Mientras al frente los familiares
lloraban a la muerta, al fondo los soldados se llevaban todo lo
transportable mientras cantaban “Uruguayos campeones…”. El padre de Silvia
no soportó la provocación, encaró al general Rapela, que solía comprarle
obras de arte y pretendió, en el forcejeo, arrebatarle el arma. Rapela no se
lo esperaba, y antes de que atinara a una reacción, un tío de Silvia logró
tranquilizarlo. A la hora del sepelio, cuando sacaron el féretro de la casa,
los vecinos de la zona aguardaban compactos, en la vereda de enfrente;
cubrieron el féretro con una lluvia de rosas.



En 1985 las familias Barrios y Reyes formalizaron la denuncia sobre los
asesinatos de las muchachas de abril, pero en 1986, ley de caducidad
mediante, el caso fue archivado por orden del presidente Julio María
Sanguinetti. Diecinueve años después, en octubre de 2005, un equipo de
abogados de Ielsur, organización no gubernamental, pidió retomar la
indagatoria, que recayó en el juzgado penal a cargo del juez Pablo Eguren.
Insólitamente, el escrito que solicitaba la reapertura del caso no reclamaba
expresamente –como es habitual– responsabilidades penales para quienes
estaban implicados en el operativo que culminó con los asesinatos. El fiscal
Enrique Moller, experto en archivar causas de violaciones a los derechos
humanos, ni lerdo ni perezoso aprovechó el pretexto para solicitar que se
desistiera de la investigación. El juez Eguren estuvo de acuerdo.

Al reactivarse todas las causas, en 2012, el expediente volvió al despacho
del juzgado penal de 8º Turno, ahora a cargo de la jueza Graciela Eustaccio.
Pero hasta el presente, a 40 años de los sucesos, no hay ninguna sanción
penal para los responsables de los asesinatos.

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La desaparición de Washington Barrios



Exactamente seis meses después de aquel domingo que amaneció teñido en
sangre en el barrio Brazo Oriental, el mayor José Gavazzo regresó al
edificio de Mariano Soler 3098 bis y volvió a golpear la puerta del
apartamento 5. Los padres de Wa­shington Barrios supieron al instante que
nada bueno traía la visita.



Si hasta ese momento el estudiante y empleado de 22 años, nacido en Cúcuta,
Colombia, y nacionalizado uruguayo, que contaba apenas con un antecedente
por pintadas callejeras, no figuraba entre los objetivos de la represión,
algo hizo cambiar la apreciación, porque el operativo de Brazo Oriental,
además de los cientos de cartuchos que quedaron desparramados en el
apartamento y en la zona como muestra de la barbarie desatada, concentró lo
más graneado de la inteligencia represiva.



Fortuitamente, Washington se escabulló y algunas semanas después logró
informar a la familia que estaba vivo y que se había refugiado en Argentina.
Pero nada más se sabía. Por eso, la presencia de Gavazzo sólo podía ser del
peor augurio. El mayor, que desde la caída en desgracia de los oficiales del
Batallón Florida se había convertido en pieza clave de la coordinación, se
hizo el canchero ante los padres de Washington: “Camilo está bien, fue
detenido en Córdoba”, dijo, y mostró un papel, con escritura a mano, que
Hilda, la madre, reconoció como la de su hijo. “Querida vieja, viejo,
flaquita. No se preocupen, yo me encuentro bien. Dentro de poco nos vemos.”



¿Qué objeto tenía entregar esa esquela? Era una manera de revelar,
gratuitamente, una coordinación entre argentinos y uruguayos que después
sería negada así se amontonaran las evidencias cuando comenzó a investigarse
el Plan Cóndor, del que Gavazzo fue un diligente ejecutor. Washington
Barrios fue detenido un mes antes de la visita de Gavazzo, el 17 de
setiembre, tras un allanamiento en una casa en calle 6 esquina 9, barrio
Cabo Fariña, ciudad de Córdoba, junto con otros argentinos acusados de
pertenecer al Ejército Revolucionario del Pueblo (erp). Según informaciones
de prensa, de origen policial, en el domicilio se encontraron armas y
explosivos, algunas de las cuales fueron sustraídas en el copamiento de la
Fábrica Militar de Pólvora y Explosivos, en agosto de 1974, por comandos del
erp.



En los interrogatorios, según el comisario Héctor García Rey, secretario de
Seguridad y jefe de Policía de la provincia de Córdoba, Barrios reclamó ser
tratado según las disposiciones de la Convención de Ginebra sobre
Prisioneros de Guerra porque, dijo el comisario que dijo el detenido, era
combatiente de guerra. Insólitamente para un combatiente que manejaba un
arsenal en su casa, el 11 de octubre Barrios fue procesado por el delito de
entrada ilegal al país y condenado a seis meses de prisión. Ese mismo 11 de
octubre fue conducido por orden judicial desde Córdoba hasta Lomas de
Zamora, en la provincia de Buenos Aires.



Segundo capítulo insólito: el 20 de febrero de 1975, cuando cumplía cuatro
de los seis meses de pena, el juzgado 3 de La Plata decretó su libertad; se
ordenó que Washington Barrios fuera devuelto a Córdoba, para trámites
administrativos. En el trayecto simplemente desapareció; en el juzgado
“oficialmente se informa que se fugó en el trayecto de La Plata-Córdoba”,
así nomás, sin ninguna aclaración, ningún detalle, ninguna explicación;
apenas se consigna que “no existen indicios sobre su destino posterior”, y
no los habrá hasta que el caso de Washington Barrios sea oficialmente
declarado como desaparición forzada.



En el expediente de La Plata, según le contó el fiscal a la madre, Hilda
Hernández, constaba que las Fuerzas Armadas uruguayas habían reclamado al
detenido por ser uruguayo. Pero el expediente, a su vez, ya no tan
insólitamente, desapareció del juzgado, con lo que se cerró un círculo de
crímenes, infamias e impunidades.

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