Memoria/1914: cien años después, es hora de honrar a los pacificistas [Adam Hochschild]
Ernesto Herrera
germain5 en chasque.net
Lun Ago 4 12:41:19 UYT 2014
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Correspondencia de Prensa
boletín informativo – 4 de agosto 2014
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A l’encontre – La Breche
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Memoria
1914: Cien años después, es hora de honrar a los pacifistas
Adam Hochschild *
Sin Permiso
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Traducción de Lucas Antón
Si todavía bautizáramos las guerras con nombres tan coloridos como los que
solíamos utilizar – la Guerra de Sucesión Española, la Guerra de la oreja de
Jenkins– a la que empezó hace cien años deberíamos llamarla la Guerra de
Consecuencias No Intencionadas.
Nadie tenía la intención de crear, desde luego, lo que Winston Churchill
llamaría después una "mundo dañado, destruido". Austria-Hungría, que declaró
la guerra el 28 de julio de 1914, quería únicamente desmembrar Serbia, desde
donde los irredentistas agitaban a la población de etnia serbia en
territorio austriaco.
Rusia, que respaldaba a Serbia, quería acudir en ayuda de sus
correligionarios eslavos ortodoxos del Este y anular la radical humillación
de haber perdido una guerra con Japón una década antes. Una vez que el fatal
enredo de alianzas atrapó a otros países en el conflicto, cada uno de ellos
afirmó que no hacía sino defenderse contra una conspiración de sus enemigos.
Se da por hecho que latía por debajo un ansia territorial: Francia soñaba
con recobrar la perdida Alsacia-Lorena, por ejemplo, y Alemania con
establecer su primacía sobre el tambaleante imperio zarista de Europa
Oriental, pero estas ambiciones también eran limitadas, no revolucionarias.
Pero véase lo que forjó la guerra. Más de nueve millones de soldados
resultaron muertos y, dependiendo del recuento que se haga, hasta diez
millones de civiles. En Turquía, Rusia, los Balcanes y otros lugares,
millones de personas, en número sin precedentes, se convirtieron en
refugiados sin hogar. Unos 21 millones de personas resultaron heridas. En
Gran Bretaña a 41.000 hombres les amputaron uno o más miembros; en Francia
hubo tantos que resultaron con la cara destrozada que formaron una Unión
Nacional de Hombres Desfigurados. El precio resultó especialmente
horripilante entre los jóvenes. De cada 20 británicos entre 18 y 32 años en
1914, tres resultaron muertos y seis heridos. Seguro que muchas familias
compartieron los sentimientos de la pareja desesperada que hizo grabar en la
tumba de su hijo en Galipoli: "¿Qué daño te hizo, Oh Señor?"
Más allá de la carnicería, la guerra cambió nuestro mundo a peor de casi
todas las maneras posibles. Sin la enorme matanza, desgracia y turbulencia
de la guerra, ¿habría llegado al poder en Rusia el grupo más extremo de
revolucionarios? Y en Alemania la guerra dejó un legado envenenado de
resentimiento que Hitler manipularía de modo brillante para llegar al poder.
Ya en 1918, los alemanes derechistas culpaban a los judíos de los reveses
militares del país.
Se nos va a pedir que celebremos muchas conmemoraciones en estos próximos
cuatro años y medio, pero ¿qué y a quién deberíamos conmemorar, y con qué
espíritu? Hoy en día todo el mundo estaría de acuerdo en que la guerra de
1914-1918 no se libró por los elevados motivos que cada uno de los dos
bandos proclamaba, y que todos estaríamos mucho mejor si no se hubiera
producido. Antes de morir, Harry Patch, último veterano británico
superviviente de la guerra, lo dijo mejor que nadie: "No valía la pena ni
siquiera de una vida". Pero todas las formas tradicionales en que recordamos
las guerras dejan poco espacio para este sentimiento.
Pensemos, por ejemplo, en los cientos de cementerios que se extienden a lo
largo del viejo Frente Occidental, el conjunto más denso de tumbas de
hombres jóvenes del mundo. Todos se encuentran en un estado inmaculado que
mantiene la Comisión de Tumbas de Guerra de la Commonwealth y sus
equivalentes de otros países. Uno de los más hermosos se encuentra en una
colina en las afueras de la ciudad francesa de Albert y guarda los restos
de unos 160 soldados británicos, muertos casi todos en el primer día de la
batalla del Somme, una batalla particularmente sin sentido en una guerra
particularmente sin sentido. Entre los comentarios que habían dejado los
visitantes en el libro de recuerdo en un día reciente del verano los había
que decían: "Rendimos homenaje a tres de nuestra ciudad", "Gracias, chicos",
y "Seguid en vuestro sueño, muchachos". Sólo uno de los visitantes entre
centenares hacía sonar una nota distinta: "Nunca más". Por supuesto,
deberíamos recordar a los muertos, sobre todo a aquellos cuyas vidas se
vieron trágicamente truncadas en su juventud. Pero hay una enorme diferencia
entre honrar la memoria de un miembro de la familia y honrar la causa por la
que murieron.
Las acostumbradas formas de mirar retrospectivamente a la guerra de modo
excesivamente complaciente nos permiten confundir ambas cosas: los
cementerios militares con las tumbas en fila como soldados desfilando, los
desfiles mismos, las estatuas (que son casi invariablemente de generales), y
los museos militares y su exhibición de tanques, aviones, ametralladoras,
piezas de artillería y demás tecnología para causar la muerte. Recordemos a
los muertos, sí, pero en estos años venideros, recordemos también a los
hombres y las mujeres que reconocieron la guerra como la locura que era e
hicieron todo lo que pudieron para detenerla. En Alemania, radicales como
Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht fueron encarcelados por oponerse a ella,
como le sucedió al líder socialista norteamericano Eugene V. Debs, que
todavía seguía en prisión en 1920 cuando recibió casi un millón de votos
como candidato a la presidencia. Jane Addams, trabajadora social pionera,
contribuyó a organizar un congreso en la Holanda neutral en 1915 que convocó
a mujeres de los países beligerantes de ambos bandos. El gran dirigente
político francés Jean Jaurès habló valerosamente repetidas veces contra la
guerra que veía avecinarse y por esta causa fue asesinado en un café de
París varios días antes de que comenzara.
Ningún país debería estar más orgulloso que Gran Bretaña de sus activistas
contra la guerra de aquella época. Más de 20.000 británicos en edad militar
se negaron al reclutamiento obligatorio y, debido por lo general a que
rechazaban también el trabajo alternativo ofrecido a los objetores de
conciencia – que podía ser en una fábrica de municiones –, más de 6.000
fueron a la cárcel por sus creencias. Entre rejas por su oposición a la
guerra acabaron el más destacado periodista de investigación de Gran
Bretaña, Edmund Dene Morel, y su mayor filósofo, Bertrand Russell.
¿Por qué no hay una placa conmemorativa en el exterior de la cárcel de
Pentonville, donde Morel cumplió seis meses de trabajos forzados, que honre
también a los demás resistentes a la guerra allí encerrados? Los países más
destacados de América del Norte y Europa han puesto al día sus museos
militares para estos años de aniversarios, pero ¿por qué hay tan pocos
museos dedicados a los que lucharon por la paz?
Russell escribió de modo elocuente sobre sus propios sentimientos en
conflicto, y se describió como alguien "torturado por el patriotismo… El
amor a Inglaterra es prácticamente la emoción más poderosa que poseo y al
dar a entender que la dejaba de lado en ese momento, me entregaba a una
renuncia muy difícil". Pero nunca dejó de creer que "esta guerra es trivial,
pese a toda su enormidad. No hay ningún gran principio en juego, ninguna
gran objetivo implicado en ninguno de los dos bandos…Los ingleses y
franceses dicen que luchan en defensa de la democracia, pero no desean que
sus palabras se escuchen en Petrogrado o en Calcuta".
En 1916 la intrépida activista de derechos humanos Emily Hobhouse viajó a
Francia, luego a la Suiza neutral y de allí a Berlín, adonde fue a rendir
visita al ministro de Exteriores alemán, al que había conocido antes de la
guerra. Con él discutió las posibles condiciones de paz, y trajo a su vuelta
algunas ideas sobre este particular en las que trató de interesar al
gobierno británico. Aunque su misión de loba solitaria ayudó a promover el
intercambio de civiles internados, los funcionarios británicos se
apresuraron a despacharla como una subversiva excéntrica. Pero en este
cataclismo total que tanto ennegreció el rostro de un continente, fue el
único ser humano que viajó entre un bando y otro en un esfuerzo por ponerle
fin. Gente como ella merece monumentos tan grandes como los de cualquier
general.
* Adam Hochschild (1942), escritor e historiador, es célebre por obras
críticas como El fantasma del Rey Leopoldo (Península, Barcelona, 2002)
sobre las atrocidades belgas en el Congo y Enterrad las cadenas, sobre el
movimiento antiesclavista en el Imperio Británico. Estudió en Harvard,
colaboró con el activismo anti-apartheid sudafricano, el movimiento
pro-derechos civiles norteamericano de los años 60 y la oposición a la
guerra de Vietnam, e intervino en distinguidas publicaciones radicales de la
época como Ramparts y Mother Jones, de la que fue cofundador. Sobre la
Primera Guerra Mundial ha publicado Para acabar con todas las guerras
(Península, Barcelona, 2014).
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